Audiencias 1990 76

Miércoles 28 de noviembre de 1990

El Espíritu Santo, alma de la Iglesia

1. Hoy comenzamos una nueva serie de catequesis del ciclo pneumatológico, en el que he querido atraer la atención de los oyentes, cercanos y lejanos, sobre la verdad fundamental cristiana del Espíritu Santo. Hemos visto que el Nuevo Testamento, preparado por el Antiguo, nos lo da a conocer como Persona de la Santísima Trinidad. Es una verdad fascinante, tanto por su íntimo significado como por su reflejo en nuestra vida. Más aún, podemos decir que se trata de una verdad para la vida como, por lo demás, lo es toda la revelación recogida en el Credo. De modo especial, el Espíritu Santo nos ha sido revelado y dado para que sea luz y guía de vida para nosotros, para toda la Iglesia, para todos los hombres llamados a conocerlo.

2. Hablemos, ante todo, del Espíritu Santo como principio vivificante de la Iglesia.

Hemos visto a su tiempo, a lo largo de las catequesis cristológicas, que Jesús, desde el comienzo de su misión mesiánica, recogió en torno a sí a los discípulos, entre los que eligió a los Doce, llamados Apóstoles, y que entre ellos asignó a Pedro el primado del testimonio y de la representación (cf. Mt 16,18). Cuando, la víspera de su sacrificio en la cruz, instituyó la Eucaristía, dio a los mismos Apóstoles el mandato y el poder de celebrarla en conmemoración suya (cf. Lc 22,19 1Co 11,24-25). Tras la resurrección les confirió el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20,22-23) y el mandato de la evangelización universal (cf. Mc 16,15).

Podemos decir que todo eso enlaza con el anuncio y la promesa de la venida del Espíritu Santo, que se realiza el día de Pentecostés, como refieren los Hechos de los Apóstoles (Ac 2,1-4).

3. El Concilio Vaticano II nos ofrece algunos textos significativos acerca de la importancia decisiva del día de Pentecostés, que con frecuencia es presentado como el día del nacimiento de la Iglesia ante el mundo. En efecto, leemos en la constitución Dei Verbum que “con el envío del Espíritu Santo de la verdad, (Cristo) lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (DEV 4). Por tanto, entre Jesucristo y el Espíritu Santo existe un vínculo estrecho en la obra salvífica.

A su vez, la constitución Lumen gentium acerca de la Iglesia dice del Espíritu Santo: “Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14 Jn 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo” (LG 4). Así, pues, por el poder y la acción del Espíritu, mediante el que resucitó Cristo, resucitarán los que han sido incorporados a Cristo. Es la enseñanza de san Pablo, recogida por el Concilio (cf. Rm 8,10-11).

77 El mismo Concilio añade que, al venir sobre los Apóstoles, el Espíritu Santo dio inicio a la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 19), la cual, en el Nuevo Testamento y especialmente en san Pablo, es descrita como el Cuerpo de Cristo: “El Hijo de Dios, (...) a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu” (ib., n. 7: “tamquam corpus suum mystice constituit”).

La tradición cristiana, que recoge este tema paulino de la Ecclesia Corpus Christi, del que ?siempre según el Apóstol? el Espíritu Santo es principio vivificante, llega a decir con una bellísima expresión, que el Espíritu Santo es el “alma” de la Iglesia. Baste aquí citar a san Agustín que, en uno de sus discursos, afirma: “Lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma es con relación a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, es decir, para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (Sermo 269, 2; PL 38, 1232). También es sugestivo un texto de la Suma Teológica, en la que santo Tomás de Aquino, hablando de Cristo cabeza del cuerpo de la Iglesia, compara al Espíritu Santo con el corazón, porque “invisiblemente vivifica y unifica a la Iglesia”, como el corazón “ejerce un influjo interior en el cuerpo humano” (III 8,1, ad 3).

El Espíritu Santo, “alma de la Iglesia”, “corazón de la Iglesia”: es un dato hermoso de la Tradición, sobre el que conviene investigar.

4. Es evidente que, como explican los teólogos, la expresión “el Espíritu Santo, alma de la Iglesia” se ha de entender de modo analógico, pues no es “forma sustancial” de la Iglesia como lo es el alma para el cuerpo, con el que constituye la única sustancia “hombre”. El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia, íntimo, pero transcendente. Él es el Dador de vida y de unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi. Lo hace notar el Concilio, según el cual Cristo, “para que nos renováramos incesantemente en él (cf. Ep 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano” (Lumen gentium LG 7).

Siguiendo esta analogía, todo el proceso de la formación de la Iglesia, ya en el ámbito de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, se podría comparar con la creación del hombre según el libro del Génesis, y especialmente con la inspiración del “aliento de vida” por el que “resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). En el texto hebreo, el término usado es nefesh (es decir, ser animado por un soplo vital); pero, en otro pasaje del mismo libro del Génesis, el soplo vital de los seres vivientes es llamado ruah, o sea, “espíritu” (Gn 6,17). Según esta analogía, se puede considerar al Espíritu Santo como soplo vital de la “nueva creación”, que se hace concreta en la Iglesia.

5. El Concilio nos dice también que “fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ep 2,18)” (Lumen gentium LG 4). Esta es la primera y fundamental forma de vida que el Espíritu Santo, a semejanza del “alma que da la vida”, infunde en la Iglesia: la santidad, según el modelo de Cristo “a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo” (Jn 10,36). La santidad constituye la identidad profunda de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, vivificado y partícipe de su Espíritu. La santidad da la salud espiritual al Cuerpo. La santidad determina también su belleza espiritual; la belleza que supera toda belleza de la naturaleza y del arte; una belleza sobrenatural, en la que se refleja la belleza de Dios mismo de un modo más esencial y directo que en toda la belleza de la creación, precisamente porque se trata del Corpus Christi.Sobre el tema de la santidad de la Iglesia volveremos aún en una próxima catequesis.

6. El Espíritu Santo es llamado “alma de la Iglesia” también en el sentido que él aporta su luz divina a todo el pensamiento de la Iglesia, que “guía hasta la verdad completa”, según el anuncio de Cristo en el Cenáculo: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga (...), recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,13 Jn 16,15).

Por consiguiente, bajo la luz del Espíritu Santo se proclama en la Iglesia el anuncio de la verdad revelada y se realiza la profundización de la fe en todos los niveles del Corpus Christi: el de los Apóstoles, el de sus sucesores en el Magisterio, y el del “sentido de la fe” de todos los creyentes, entre los que se encuentran los catequistas, los teólogos y los demás pensadores cristianos. Todo está y debe estar animado por el Espíritu.

7. El Espíritu Santo es también la fuente de todo el dinamismo de la Iglesia, ya se trate del testimonio de Cristo que debe dar ante el mundo, ya de la difusión del mensaje evangélico. En el evangelio de Lucas, Cristo resucitado, cuando anuncia a los Apóstoles el envío del Espíritu Santo, insiste precisamente en este aspecto, diciendo: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49). La conexión entre Espíritu Santo y dinamismo es aún más clara en la narración paralela de los Hechos de los Apóstoles, donde Jesús dice: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...” (Ac 1,8). Tanto en el evangelio como en los Hechos de los Apóstoles la palabra griega que se usa para decir “fuerza” o “poder” es dynamis: “dinamismo”. Se trata de una energía sobrenatural, que por parte del hombre exige sobre todo la oración. Es otra de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según el cual el Espíritu Santo “habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos” (Lumen gentium LG 4). El Concilio también en este texto se refiere a san Pablo (cf. Ga 4,6 Rm 8,15-16 Rm 8,26), del que queremos aquí recordar especialmente el paso de la carta a los Romanos donde dice: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).

8. Como conclusión de cuanto hemos dicho hasta aquí, leamos otro breve texto del Concilio, según el cual el Espíritu Santo “con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: “¡Ven! (cf. Ap 22,17)” (Lumen gentium LG 4). Este texto es un eco de san Ireneo (Adv. Haereses , III 14,1: PG 7, 966 B), que nos trasmite la certeza de fe de los Padres más antiguos. Se trata de la misma certeza anunciada por san Pablo, cuando decía que los creyentes han sido emancipados de la esclavitud de la letra “para servir bajo el nuevo régimen del Espíritu” (Rm 7,6). La Iglesia entera está bajo este régimen y encuentra en el Espíritu Santo la fuente de su continua renovación y de su unidad. Porque más poderosa que todas las debilidades humanas y todos los pecados es la fuerza del Espíritu, que es Amor vivificante y unificante.

Saludos

78 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, al grupo de sacerdotes latinoamericanos que hacen un curso en el “Centro Internacional de Animación Misionera” de Roma y les aliento a un renovado empeño en la gran tarea de difundir el mensaje cristiano de salvación. Igualmente, saludo a todas las personas procedentes de España y de los demás Países de América Latina, entre las cuales se encuentran un grupo del “Centro educativo Richard von Weizsäcker”, de Bolivia.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.





Diciembre de 1990

Miércoles 5 de diciembre de 1990

El Espíritu Santo, fuente de la unidad de la Iglesia

1. Si el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, según la tradición cristiana fundada en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, como hemos visto en la catequesis precedente, debemos añadir de inmediato que san Pablo, al establecer su analogía de la Iglesia con el cuerpo humano, quiere subrayar que «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Co 12,13). Si la Iglesia es como un cuerpo, y el Espíritu Santo es como su alma, es decir, el principio de su vida divina; si el Espíritu, por otra parte, dio comienzo, el día de Pentecostés, a la Iglesia al venir sobre la primitiva comunidad de Jerusalén (cf. Ac 1,13), él ha de ser, desde aquel día y para todas las generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano.

2. Digamos enseguida que, según los textos del evangelio y de san Pablo, se trata de la unidad en la multiplicidad. Lo expresa claramente el Apóstol en la primera carta a los Corintios: «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1Co 12,12).

Puesta esta premisa de orden ontológico sobre la unidad del Corpus Christi, se explica la exhortación que hallamos en la carta a los Efesios: «Poned empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ep 4,3). Como se puede ver, no se trata de una unidad mecánica, y ni siquiera sólo orgánica (como la de todo ser viviente), sino de una unidad espiritual que exige un compromiso ético.En efecto, según san Pablo, la paz es fruto de la reconciliación mediante la cruz de Cristo, «pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ep 2,18). «Unos y otros»: es una expresión que en este texto se refiere a los convertidos del judaísmo y del paganismo, cuya reconciliación con Dios, que de todos hace un solo pueblo, un solo cuerpo, en un solo Espíritu, el Apóstol sostiene y describe ampliamente (cf. Ep 2,11-18). Pero eso vale para todos los pueblos, las naciones, las culturas, de donde provienen los que creen en Cristo. De todos se puede repetir con san Pablo lo que se lee a continuación en el texto: «Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros (convertidos del paganismo) estáis siendo juntamente edificados (con los demás, que proceden del judaísmo), hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ep 2,19-22).

3. «En quien toda edificación crece». Existe, por tanto, un dinamismo en la unidad de la Iglesia, que tiende a la participación cada vez más plena de la unidad trinitaria de Dios mismo. La unidad de comunión eclesial es una semejanza de la comunión trinitaria, cumbre de altura infinita, a la que se ha de mirar siempre. Es el saludo y el deseo que en la liturgia renovada tras el Concilio se dirige a los fieles al comienzo de la misa, con las mismas palabras de Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Co 13,13). Esas palabras encierran la verdad de la unidad en el Espíritu Santo como unidad de la Iglesia, que san Agustín comentaba así: «La comunión de la unidad de la Iglesia (...) es casi una obra propia del Espíritu Santo con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es en cierto modo la comunión del Padre y del Hijo (...). El Padre y el Hijo poseen en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos» (Sermo 71, 20. 33: PL 38, 463-464).

4. Este concepto de la unidad trinitaria en el Espíritu Santo, como fuente de la unidad de la Iglesia en forma de «comunión», como repite con frecuencia el Concilio Vaticano II, es un elemento esencial en la eclesiología. Citemos aquí las palabras conclusivas del número 4 de la constitución Lumen gentium, dedicado al Espíritu santificador de la Iglesia, en donde se recoge un famoso texto de san Cipriano de Cartago (De Orat Dominica, 23: PL 4, 536): «Así la Iglesia universal se presenta como ‘un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’» (Lumen gentium LG 4 cf. LG 9 Gaudium et spes GS 24 Unitatis redintegratio UR 2).

79 5. Es preciso destacar que la «comunión» eclesial se manifiesta en la prontitud y en la constancia de la permanencia en la unidad, según la recomendación de san Pablo que hemos escuchado, independientemente de la múltiple pluralidad y diferencia entre personas, grupos étnicos, naciones y culturas. El Espíritu Santo, fuente de esta unidad, enseña la recíproca comprensión e indulgencia (o al menos la tolerancia), mostrando a todos la riqueza espiritual de cada uno; enseña la mutua concesión de los respectivos dones espirituales, cuyo fin es unir a los hombres, y no dividirlos entre sí. Como dice el Apóstol: «Un solo cuerpo, y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ep 4,4-5). En el plano espiritual y ético, pero con profundos reflejos en el psicológico y en el social, la fuerza que une es sobre todo el amor compartido y practicado según el mandamiento de Cristo: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13,34 Jn 15,12). Según san Pablo, este amor es el don supremo del Espíritu Santo (cf. 1Co 13,13).

6. Por desgracia, esta unidad del Espíritu Santo y en el Espíritu Santo, que es propia del Cuerpo de Cristo, es obstaculizada por el pecado. Así, ha sucedido que, al paso de los siglos, los cristianos han sufrido no pocas divisiones, algunas de ellas muy grandes y estabilizadas. Esas divisiones se explican ?pero no se justifican? por la debilidad y las limitaciones propias de la naturaleza humana herida, como permanece y se manifiesta también en los miembros de la Iglesia y en sus mismos pastores. Pero, de igual forma, debemos proclamar nuestra convicción, fundada en una certeza de fe y en la experiencia de la historia, de que el Espíritu Santo trabaja incansablemente en la edificación de la unidad y de la comunión, a pesar de la debilidad humana. Es la convicción expresada por el Concilio Vaticano II en el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, cuando reconoce que «hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos esfuerzos con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que Jesucristo quiere» (UR 4). Unum corpus, unus Spiritus. El tender sinceramente a esta unidad en el cuerpo de Cristo deriva del Espíritu Santo y sólo por obra suya puede llevar a la plena realización del ideal de la unidad.

7. Pero en la Iglesia el Espíritu Santo, además de la unidad de los cristianos, realiza la apertura universal hacia toda la familia humana, y es fuente de la comunión universal. En el plano religioso, de esta fuente excelsa y profunda brota la actividad misionera de la Iglesia, desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días. La tradición de los Padres nos muestra que, ya desde los primeros siglos, la misión se llevó a cabo con atención y comprensión hacia aquellas «semillas del Verbo» (Semina Verbi) contenidas en las diversas culturas y religiones no cristianas, a las que el último Concilio ha dedicado un documento (Nostra aetate, cf. de manera especial el n. NAE 2, en relación con los Padres antiguos, entre los que está san Justino, II Apologia, 10. Cf. también Ad gentes AGD 15 Gaudium et spes GS 22). Y eso es así porque el Espíritu que «sopla donde quiere» (cf. Jn 3,8) es fuente de inspiración para todo lo que es verdadero, bueno y bello, según la magnífica afirmación de un autor desconocido de los tiempos del Papa Dámaso (366-384), que afirma: «Toda verdad, sea quien sea el que la haya enunciado, viene del Espíritu Santo» (cf. PL 191, 1651). Santo Tomás, a quien gusta repetir con frecuencia en sus obras ese hermoso texto, lo comenta así en la Suma: «Cualquier verdad, sea quien sea el que la haya enunciado, viene del Espíritu Santo que infunde la luz natural (de la inteligencia) y mueve a entender y a expresar la verdad». Además, el Espíritu ?prosigue el Aquinate? interviene con el don de la gracia, añadido al de la naturaleza, cuando se trata de «conocer y expresar ciertas verdades, y especialmente las verdades de fe, a las que se refiere el Apóstol cuando afirma que “nadie puede decir ‘¡Jesús es Señor!’ sino con el Espíritu Santo” (1Co 12,3)» (I-II 109,1, ad 1). Discernir y hacer surgir en toda su riqueza verdades y valores presentes en el tejido de las culturas es una tarea fundamental de la acción misionera, alimentada en la Iglesia por el Espíritu de Verdad, que como Amor lleva al conocimiento más perfecto en la caridad.

8. Es el Espíritu Santo quien se derrama a sí mismo en la Iglesia como Amor, energía salvífica, que tiende a alcanzar a todos los hombres y a toda la creación. Esta energía de amor acaba venciendo las resistencias, aunque, como sabemos por la experiencia y por la historia, debe luchar continuamente contra el pecado y contra todo lo que en el ser humano es contrario al amor, es decir, el egoísmo, el odio, la emulación envidiosa y destructiva. Pero el Apóstol nos asegura que «el amor edifica» (1Co 8,1). También dependerá del amor la construcción de la unidad siempre nueva y siempre antigua.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es muy grato saludar afectuosamente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de Religiosos Capuchinos y a las Hermanas de María Inmaculada. Os aliento a ser siempre testigos del mensaje de amor cristiano en vuestra vida de consagración a Dios y en vuestras actividades apostólicas.

Agradezco vivamente la presencia del coro “Voces de Castilla”, de Segovia, mientras doy mi cordial bienvenida a los miembros del Consejo Superior de Relaciones Públicas de España y de la Asociación Cataluña Cristiana.

Con afecto imparto la bendición apostólica.





Miércoles 12 de diciembre de 1990

El Espíritu Santo, fuente de la santidad de la Iglesia

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1. El Concilio Vaticano II puso de relieve la estrecha relación que existe en la Iglesia entre el don del Espíritu Santo y la vocación y aspiración de los fieles a la santidad: «Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado ‘el único Santo’, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf.
Ep 5,25-26), la unió a sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia todos (...) están llamados a la santidad (...). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de lo que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida» (Lumen gentium LG 39).

Es éste otro de los aspectos fundamentales de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: el ser fuente de santidad.

2. La santidad de la Iglesia, como se puede ver por el texto del Concilio que acabamos de referir, tiene su inicio en Jesucristo, Hijo de Dios que se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de la Santísima Virgen María. La santidad de Jesús en su misma concepción y en su nacimiento por obra del Espíritu Santo está en profunda comunión con la santidad de aquella que Dios eligió para ser su Madre. Como advierte también el Concilio: «Entre los Santos Padres prevaleció la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo» (Lumen gentium LG 56). Es la primera y más alta realización de santidad en la Iglesia, por obra del Espíritu Santo que es Santo y Santificador. La santidad de María está totalmente ordenada a la santidad suprema de la humanidad de Cristo, que el Espíritu Santo consagra y colma de gracia desde su comienzo en la tierra hasta la conclusión gloriosa de su vida, cuando Jesús se manifiesta «constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rm 1,4).

3. Esta santidad eclesial, el día de Pentecostés, resplandece no sólo en María, sino también en los Apóstoles y en los discípulos que, juntamente con ella, «quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Ac 2,4). Desde entonces hasta el fin de los tiempos esta santidad, cuya plenitud es siempre Cristo, del que recibimos toda gracia (cf. Jn 1,16) es concedida a todos los que, mediante la enseñanza de los Apóstoles, se abren a la acción del Espíritu Santo, como pedía el apóstol Pedro en el discurso de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Ac 2,38).

Aquel día comenzó la historia de la santidad cristiana, a la que están llamados tanto los judíos como los paganos, ya que, como escribe San Pablo, «por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ep 2,18). Según el texto ya referido en la anterior catequesis, todos están llamados a ser «conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor (...) hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ep 2,19-22). Este concepto del templo aparece con frecuencia en San Pablo; en otro texto pregunta: «¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3,16). Y también: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo?» (1Co 6,19).

Es evidente que en el contexto de las cartas a los Corintios y a los Efesios el templo no es sólo un espacio arquitectónico. Es la imagen representativa de la santidad obrada por el Espíritu Santo en los hombres que viven en Cristo, unidos en la Iglesia. Y la Iglesia en el «espacio» de esta santidad.

4. También el apóstol Pedro, en su primera carta, usa el mismo lenguaje y nos imparte la misma enseñanza. En efecto, dirigiéndose a los fieles «que viven como extranjeros en la Dispersión» (entre los paganos), les recuerda que han sido «elegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre» (1P 1,1-2). En virtud de esta santificación en el Espíritu Santo, todos «cual piedras vivas, entran en la construcción de un edificio espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1P 2,5).

Es significativo este vínculo especial que establece el Apóstol entre la santificación y la oblación de «sacrificios espirituales», que en realidad es participación en el sacrificio mismo de Cristo y en su sacerdocio. Es uno de los temas fundamentales de la carta a los Hebreos. Pero también en la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de una oblación «agradable, santificada por el Espíritu Santo»; esa oblación son los gentiles, por medio del Evangelio (cf. Rm 15,16). Y en la segunda carta a los Tesalonicenses exhorta a dar gracias a Dios porque «os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (cf. 2Th 2,13): todos ellos signos de la conciencia, común a los cristianos de los primeros tiempos, de la obra del Espíritu Santo como autor de la santidad en ellos y en la Iglesia, y, por tanto, de la calidad de templo de Dios y del Espíritu que se les había concedido.

5. San Pablo insiste en recordar que el Espíritu Santo obra la santificación humana y forma la comunión eclesial de los creyentes, partícipes de su misma santidad. En efecto, los hombres «lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo» se convierten en santos «en el Espíritu de nuestro Dios» (1Co 6,11). «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1Co 6,17). Y esta santidad se transforma en el verdadero culto del Dios vivo: el «culto en el Espíritu de Dios» (Ph 3,3).

Esta doctrina de Pablo se debe poner en relación con las palabras de Cristo que aparecen en el evangelio de Juan acerca de los «verdaderos adoradores» que «adoran al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4,23-24). Este culto en espíritu y en verdad tiene en Cristo la raíz de donde se desarrolla toda la planta, vivificada por él mediante el Espíritu, como dirá Jesús mismo en el Cenáculo: «Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16,14). Toda la «opus laudis» en el Espíritu Santo es el «verdadero culto» ofrecido al Padre por el Hijo-Verbo encarnado, y participado en los creyentes por el Espíritu Santo. Así, pues, se trata también de la glorificación del Hijo mismo en el Padre.

81 6. La participación del Espíritu Santo a los creyentes y a la Iglesia se da también bajo todos los demás aspectos de la santificación: la purificación del pecado (cf 1P 4,8), la iluminación del intelecto (cf. Jn 14,26 1Jn 2,27), la observancia de los mandamientos (cf. Jn 14,23), la perseverancia en el camino hacia la vida eterna (cf. Ep 1,13-14 Rm 8,14-16), y la escucha de lo que el Espíritu mismo «dice a las Iglesias» (cf. Ap 2,7). En la consideración de esta obra de santificación, santo Tomás de Aquino, en la catequesis sobre el Símbolo de los Apóstoles, encuentra fácil el paso del artículo sobre el Espíritu Santo al artículo sobre la «santa Iglesia católica». En efecto, escribe: «Así como vemos que en un hombre existe un alma y un cuerpo, y a pesar de ello hay diversos miembros, así la Iglesia católica es un solo cuerpo con diversos miembros. El alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo. Por tanto, después de la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica, como decimos en el Símbolo. Ahora bien, Iglesia significa congregación: por consiguiente, la Iglesia es la congregación de los fieles, y todo cristiano es como un miembro de la Iglesia, que es santa (...) por el lavado en la Sangre de Cristo, por la unción con la gracia del Espíritu Santo, por la inhabitación de la Trinidad, por la invocación del Nombre de Dios en el templo del alma, que ya no se debe violar (cf 1Co 3,17)» (In Symb. Apost., a. 9). Y tras haber ilustrado las notas de la Iglesia, el Aquinate pasa al artículo sobre la comunión de los santos: «Así como en el cuerpo natural la operación de cada miembro confluye en el bien de todo el cuerpo, de la misma manera sucede en el cuerpo espiritual, es decir, en la Iglesia. Puesto que todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de cada uno es participado con el otro (cf. Rm 12,5): según la fe de los Apóstoles existe, pues, en la Iglesia la comunión de los bienes, en Cristo que, como Cabeza, comunica su bien a todos los cristianos, como a miembros de su Cuerpo» (In Symb Apost., a. 10).

7. La lógica de este raciocinio está fundada en el hecho de que la santidad, de la que es fuente el Espíritu Santo, debe acompañar a la Iglesia y a sus miembros durante toda la peregrinación hasta las moradas eternas. Por esto, en el Símbolo están vinculados entre sí los artículos sobre el Espíritu Santo, la Iglesia y la comunión de los santos: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos». El perfeccionamiento de esta unión ?comunión de los santos? será el fruto escatológico de la santidad que es concedida en la tierra por el Espíritu Santo a la Iglesia en sus hijos, en toda persona, en toda generación, a lo largo de la historia. Y aunque en esta peregrinación terrena los hijos de la Iglesia con frecuencia «entristecen al Espíritu Santo» (Ep 4,30), la fe nos dice que ellos, «sellados» con este Espíritu «para el día de la redención» (Ep 4,30), pueden ?a pesar de sus debilidades y sus pecados? avanzar por las sendas de la santidad, hasta la conclusión del camino. Las sendas son muchas, y es grande también la variedad de los santos en la Iglesia. «Una estrella difiere de otra en resplandor» (1Co 15,41). Pero «hay un solo Espíritu», que con su propio modo y estilo divino realiza en cada uno la santidad. Por eso, podemos acoger con fe y esperanza la exhortación del apóstol Pablo: «Hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor» (1Co 15,58).

Saludos

Junto con este mensaje de esperanza deseo saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los diversos Países de América Latina y de España.

En particular, al grupo de Misioneros Javerianos, de México, que se han unido a nosotros en este día, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. En vosotros quiero dirigir un entrañable saludo a todo el querido pueblo mexicano y a todos los amados pueblos de América Latina, que ven en la Virgen del Tepeyac su Madre amorosa, abogada y protectora.

Saludo igualmente al grupo de Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús y a los integrantes del “Coro Vivaldi” de la Arquidiócesis de Guadalajara, México.

A todos bendigo de corazón.






Audiencias 1990 76