Discursos 1990 17


VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

A LOS REPRESENTANTES DEL CUERPO DIPLOMÁTICO


ACREDITADO EN MÉXICO*


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Ciudad de México

Martes 8 de mayo de 1990



Excelencias,
señoras y señores:

1. Ante todo, deseo expresar mi agradecimiento por esta oportunidad, realmente privilegiada, de poder dirigirme a los dignos representantes de tantos países y Organizaciones internacionales acreditados ante esta noble nación. A todos expreso mi más cordial saludo, que hago extensivo a los Gobiernos y pueblos a los que os cabe la honra de representar.

Es ésta una feliz ocasión para manifestar una vez más el aprecio de la Santa Sede por vuestra función diplomática, a la que dedicáis vuestra vida: ese cúmulo de ilusiones y esfuerzos no exentos frecuentemente de costosos sacrificios, tanto para vosotros mismos como para vuestras familias. Mi respeto y admiración se unen, por otro lado, a los de tantos hombres y mujeres esparcidos por los cinco continentes que, en medio de circunstancias difíciles, ponen sus esperanzas en una intervención vuestra que pueda proporcionarles la ayuda o la protección que necesitan. En efecto, en no pocas ocasiones la figura del diplomático representa no sólo los legítimos intereses políticos y económicos de su país, sino que, movido por su vocación de servicio, hace posible la solución de problemas que tanto pueden significar para la vida de muchas personas. Se sitúa pues vuestro trabajo en aquel nivel más profundo sobre el que gravita el orden internacional: allá donde se fraguan las tensiones y las esperanzas de millones de seres humanos y se determinan las auténticas condiciones para la paz. En verdad, es noble y digna de toda consideración la tarea de aquellos que, como vosotros, habéis hecho de ese objetivo —la paz— vuestra vocación profesional.

2. Entre las reflexiones expuestas, hay que buscar también la razón de mi presencia aquí en medio de vosotros. La Iglesia, llamada por su Fundador a proclamar hasta los confines de la tierra la Buena Nueva del Amor de Dios por el hombre, no puede ni debe permanecer indiferente ante el destino de tantos millones de seres humanos. En ello halla siempre el impulso que la lleva a recorrer todos los caminos al encuentro del hombre. Más aún, como dije en mi primera Encíclica, es el mismo hombre “el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión” (Redemptor hominis RH 14

Lo recordaba en Roma en mi último discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede y lo quisiera señalar también en esta ocasión especialmente significativa: “Vuestra presencia manifiesta de forma clara que, para los pueblos a los que pertenecéis y para sus dirigentes, la Iglesia y la Santa Sede no son ajenas a sus realizaciones y a sus esperanzas, y menos todavía a los problemas y a las adversidades que jalonan su camino” (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, n. 4, 13 de enero de 1990). Ciertamente, una vez más hemos de reafirmar lo que declaró en su momento el Concilio Vaticano II: “La Iglesia no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes GS 76). No es esta su misión. “Ambas sin embargo prosigue el texto conciliar aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” (Gaudium et spes GS 76).

Un ejemplo reciente de la fidelidad de la Santa Sede a esta vocación de servicio y solicitud de la Iglesia por el bien espiritual y social de los pueblos se ha dado con este noble país, México. He acogido con gran satisfacción el gesto significativo e importante del señor Presidente de los Estados Unidos Mexicanos de designar un Enviado personal y permanente ante la Santa Sede, a cuya loable iniciativa ha correspondido el nombramiento de un Enviado especial por parte de la misma Santa Sede. Es la solicitud por los valores supremos de la paz, la solidaridad entre los pueblos y la dignidad del ser humano, lo que la induce a estar presente también en el campo de las relaciones internacionales, donde toman cuerpo constantemente tantas decisiones concernientes a aquella dignidad.

3. Es esta misma solicitud la que me mueve hoy a llamar vuestra atención —como lo he hecho al inicio de la Cuaresma para los católicos del mundo entero— hacia uno de los dramas que diariamente afecta de modo vital a numerosísimos hermanos nuestros de diversos países: el problema de los refugiados. Estas personas “buscan acogida en otros países del mundo, nuestra casa común; sólo a pocos de ellos, sin embargo, les es concedido regresar a los países de origen a causa del cambio en la situación interna; para los demás, continúa una situación dolorosísima de éxodo, de inseguridad y de angustiosa búsqueda de la conveniente asistencia. Entre ellos se encuentran niños, mujeres, viudas, familias a menudo divididas, jóvenes frustrados en sus aspiraciones, adultos desarraigados de la propia profesión, privados de todos sus bienes materiales, de la casa, de la patria” (Mensaje para la Cuaresma de 1990, n.1). En este mismo mensaje recordaba nuestro deber hacia ellos para garantizar que los derechos inalienables que les corresponden como personas les sean suficientemente reconocidos (cf. Ibíd., n. 3). No ignoro la complejidad que supone arbitrar soluciones concretas para cada caso. Tampoco podemos olvidar que quien está afectado por esa vicisitud debe poner también todo lo que esté de su parte para la solución de los problemas implicados.

Pero la comunidad internacional no puede posponer los aspectos morales y humanitarios de estas dramáticas situaciones, ni reducir a un problema de carácter exclusiva o prevalentemente económico-político lo que es más bien una amenaza a la dignidad del ser humano, “una plaga típica y reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo contemporáneo” (Sollicitudo rei socialis SRS 24). Quien, por razones diversas, goza hoy del beneficio de mejores condiciones de vida tiene también mayor responsabilidad; sin olvidar que, tal vez mañana, él mismo será el beneficiario de esa solidaridad que antes fomentó. Urge pues poner en práctica los compromisos ratificados por la comunidad internacional sobre los derechos que han sido solemnemente sancionados, desde 1951 por la Convención de las Naciones Unidas, sobre el Estatuto de los refugiados, y confirmados por el Protocolo del mismo Estatuto en 1967.

19 4. No quisiera finalizar este encuentro sin mencionar otra cuestión que, inevitablemente, pesa sobre la estabilidad mundial: el fenómeno de la deuda externa. A este propósito, quiero recordar unas palabras de la Encíclica antes citada: el mecanismo que había de servir precisamente de ayuda para los países en desarrollo “se ha convertido en un freno, por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del subdesarrollo” (Ibíd.19. Ello demuestra evidentemente que no bastan las medidas técnicas para solucionar los graves problemas que amenazan el equilibrio internacional. Aun no ignorando la distinta situación de cada país, siento la obligación de poner de relieve la urgencia de que sea valorada diligentemente la dimensión ética que encierran estas crisis.

Una vez más la solidaridad entre los pueblos se revela como el punto de partida imprescindible para afrontar las grandes encrucijadas de la historia. Sólo así se podrán enfocar correctamente los conflictos de intereses y arbitrar las medidas oportunas. Sólo así se resolverán además, con garantías suficientes de eficacia y duración, las dificultades que se encuentran en el camino del desarrollo. En el marco espléndido que ofrece nuestra reunión en la ciudad de México, considero necesario subrayar de modo particular la importancia de la vocación a la unidad de toda la familia latinoamericana.En efecto, si los principios de reciprocidad, solidaridad y colaboración efectiva se revelan totalmente necesarios en el tratamiento de los grandes temas que afectan a la comunidad internacional (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 12 de enero de 1985), mucho mayor es, si cabe, ese imperativo, tratándose de este continente, ya hermanado en tantos aspectos. Las comunes raíces históricas, culturales, lingüísticas, no menos que las religiosas, favorecen e impulsan a un tiempo a la ardua empresa de la unidad. Os pido que no os detengáis ante los obstáculos, que perseveréis en la construcción de esa solidaridad, que confiéis en la capacidad de vuestros pueblos para llevarla a cabo. Os animo pues a trabajar incansablemente en favor de la unidad que os llevará a un indudable protagonismo en la escena mundial.

Excelencias, señoras y señores: Quiero aprovechar la singular ocasión que me brinda vuestra presencia aquí para aseguraros que en la Santa Sede hallaréis siempre una decidida colaboración en la causa del mejor entendimiento entre las naciones, en favor de la justicia y del respeto de los derechos humanos. Al finalizar este encuentro, mi corazón y mi plegaria se elevan a Dios todopoderoso por el feliz cumplimiento de vuestra misión en México, por la prosperidad espiritual y material de vuestros países, por vuestra dicha personal y la de vuestros seres queridos.

*Insegnamenti XIII, 1 1990 pp.1167-1171.

L'Osservatore Romano 12.5.1990 p. IX.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.20 pp.1, 2 (pp.273, 274).







VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO


A LOS DETENIDOS DEL CENTRO DE READAPTACIÓN SOCIAL


DE DURANGO


Miércoles 9 de mayo de 1990



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. En mi visita pastoral a México no podía faltar un encuentro enteramente dedicado a vosotros, como muestra de la solicitud de la Iglesia y del Papa por todas las personas privadas de libertad. Mi venida hoy a este centro de readaptación social de la ciudad de Durango se ensancha gozosamente en mi pensamiento y en mi deseo para abarcar con un mismo abrazo a todos los hermanos y hermanas presos del país, tanto en el continente como en las Islas Marías. A éstos últimos, y a los familiares que están con ellos, quiero agradecerles profundamente su invitación a visitarles allí, avalada con más de 2000 firmas. Como sé que me estáis escuchando, quiero deciros que me han emocionado de veras vuestras cartas. ¡Muchas gracias por el afecto que habéis demostrado profesar a mi persona como Sucesor de Pedro y por vuestras oraciones al Señor y a su Madre Santísima!

2. ¡Cuánto me hubiera gustado poder encontrar personalmente a todos y cada uno de vosotros! Pero, ante la imposibilidad de hacerlo físicamente, quiero aseguraros que os tengo muy presentes en mi mente y en mi corazón y que siento muy dentro de mí el eco fiel de vuestros anhelos y esperanzas, a la vez que comparto sinceramente en mi ánimo vuestras tristezas y desilusiones.

Sé que os encontráis en una situación que se os va haciendo difícil y dolorosa. Precisamente por eso, porque el dolor y el sufrimiento humano —os lo puedo confesar por experiencia— hallan su sentido y fuerza salvadora y de purificación cuando son percibidos a la luz de Cristo, os repito ahora las palabras que el mismo Señor nos dejó dichas en su Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).

20 ¡Sí! Cristo y no otro es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) que da sentido y contenido a nuestra existencia. Lejos de él, queridos hermanos y hermanas, no hay verdadera paz, ni serenidad, ni auténtica y definitiva liberación, pues únicamente la gracia del Señor puede liberarnos de esa esclavitud radical que es el pecado, su palabra, su verdad nos hacen libres (cf. Ibíd. 8, 32). Os anuncio, pues, con gozo esa esperanza en la libertad que debéis desear por encima de cualquier otra: lo que san Pablo llama “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21).

3. “La peor de las prisiones —les decía a los reclusos durante mi viaje pastoral a Bélgica— sería un corazón cerrado y endurecido. Y el peor de los males, la desesperación. Os deseo la esperanza. La pido y la seguiré pidiendo al Señor para todos vosotros: la esperanza de volver a ocupar un lugar normal en la sociedad, de encontrar de nuevo la vida y, ya desde ahora, de vivir dignamente... porque el Señor nunca pierde la esperanza en sus creaturas” (Discurso a los detenidos de Bélgica, 16 d emayo de 1985). También para vosotros, hermanos y hermanas de México, pido y seguiré pidiendo al Señor que os conceda un juicio justo, humano y expedito; que sean siempre respetados vuestros legítimos derechos a la educación, a la salud, a profesar vuestra fe religiosa, a un salario justo para quienes desempeñáis un trabajo remunerable.

Me consta que el derecho penal mexicano contempla muchos de estos derechos. Naturalmente, esto supone que tales derechos han de armonizarse convenientemente con los respectivos deberes que cada uno ha de cumplir de modo consciente en justa correspondencia.

En mi preocupación por vosotros, como hijos de la Iglesia os deseo un espíritu fuerte y noble que os incline y ayude, con la gracia divina, a perdonar de corazón a los que os hayan causado algún mal, así como también vosotros, delante de Dios Padre, podéis esperar el perdón de aquellos a quienes habéis causado algún daño. Es genuinamente cristiano saber pedir perdón y estar dispuestos a resarcir, en la medida de lo posible, el mal causado.

4. No puede faltar en este encuentro una palabra de aliento y gratitud para todos aquellos, sacerdotes y laicos, que con renovada generosidad y abnegación colaboran en la pastoral penitenciaria. Sé que son más de 4.000 laicos y más de 100 sacerdotes; son muchos los religiosos y religiosas y también una pléyade de seminaristas. Todos ellos, junto con otros agentes pastorales, hacen presente en los penitenciarios la preocupación maternal de la Iglesia por los hijos que se encuentran privados de libertad.

Amadísimos en el Señor: Vosotros dais vida a aquellas palabras de Jesús que leemos en el Evangelio: “Estaba en la cárcel, y vinisteis a verme” (Mt 25,36). A todos os animo a continuar con renovado empeño en vuestra incomparable misión de llevar la palabra de Dios, los sacramentos, la ayuda y el consuelo a nuestros hermanos encarcelados, conscientes de que el Señor no cesa de repetir a cuantos cumplen este servicio: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis” (Mt 25,40).

En esta ocasión deseo saludar también al personal de los centros de readaptación social; a vuestros “ custodios ”, como vosotros los llamáis. Pido a Dios que ellos sepan hacer de su profesión un servicio al hermano que sufre.

Asimismo a las autoridades civiles penitenciarias de la Federación, de los Estados y de las Islas Marías les agradezco las facilidades que prestan a los agentes de la pastoral penitenciaria para que puedan llevar a cabo sus actividades. Que el Señor les ilumine a la hora de aplicar las leyes con justicia y equidad, en orden a conseguir una mejor reinserción social de todas las personas puestas bajo sus cuidados.

5. Queridos hermanos y hermanas: Dios quiera que mi visita pastoral a México os haga sentir de modo más vivo que sois parte integrante de vuestra grande patria mexicana y cristiana. Que este tiempo de privación de libertad no debilite los lazos que os unen con vuestras familias y con vuestros conciudadanos, sino que estimule en vosotros el deseo de contribuir más eficazmente en la construcción de un país más laborioso, justo y fraterno.

Mi primera visita al llegar a vuestra tierra ha sido a “ Nuestra Morenita ”, la Santísima Virgen de Guadalupe. Que ella, que nunca nos abandona en el dolor y en la soledad, sea para todos vosotros, hoy y siempre, vida, dulzura y esperanza.

A todos os bendigo de corazón en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amen.









VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO


A LOS EMPRESARIOS MEXICANOS


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Teatro «Ricardo Castro» de Durango

Miércoles 9 de mayo de 1990



Queridos empresarios mexicanos:

1. En mis viajes apostólicos he tenido siempre gran interés en encontrarme con los hombres y mujeres del mundo de la empresa. Estos encuentros son para mí ocasión de una comunicación más directa y abierta del espíritu que anima el Magisterio pontificio en materia social y, para vosotros, una oportunidad para mostrar la comprensión y acogida que reserváis a la Doctrina Social de la Iglesia.

En verdad, ocupáis un lugar de capital importancia en la configuración de la sociedad. Vuestras decisiones tienen un efecto multiplicador y especiales repercusiones en el tejido social y económico. Por eso es grande la esperanza que deposito en vosotros.

Desde esta querida ciudad de Durango, nos sentimos unidos también a los empresarios mexicanos que no han podido venir a este encuentro, como hubiera sido su deseo. Es más, la mirada se extiende a todos los responsables de las actividades económicas en América Latina. Las presentes circunstancias, después de los recientes acontecimientos acaecidos al final del año pasado, exigen ampliar el marco de estas consideraciones hasta abarcar, aunque con diversidad de matices, todos los países de Latinoamérica.

2. El hilo conductor de nuestra reflexión será la figura del empresario y el papel que está llamado a desempeñar en las actuales circunstancias de vuestro continente.

Más allá de una consideración técnica del tema, hemos de contemplar la actividad humana a la luz de la colaboración con Dios, que todo hombre está llamado a prestar (cf. Laborem exercens LE 25) También nuestro mundo de hoy, también México, al igual que toda Latinoamérica, debe hacerse eco de este designio divino y colaborar con el Creador en la transformación del mundo según el plan de Dios.

Cristo llama a transformar el mundo en cada época. Cristo llama desde las necesidades de cada época. Llama desde los hambrientos y los sedientos; desde los que no tienen casa para alojarse, ni ropa con que vestirse: desde los enfermos y los privados de su legítima libertad (cf. Mt Mt 25,31-46). Allí está él; en todos ellos se puede reconocer la voz y el rostro de Cristo.

Haciéndome intérprete de esa voz del Señor, la Iglesia no cesa de despertar la conciencia de sus hijos, de todos los hombres de buena voluntad. Precisamente desde esta perspectiva, quiero compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la figura y el papel del empresario latinoamericano. La voz del Señor debe hacerse sentir con fuerza en América Latina, pues las profundas diferencias sociales existentes están a la vista de todos y constituyen un gigantesco desafío a quienes tienen una relevante responsabilidad en el campo socio-económico.

3. Los acontecimientos de la historia reciente a que antes aludí han sido interpretados, a veces de modo superficial, como el triunfo o el fracaso de un sistema sobre otro; en definitiva, como el triunfo del sistema capitalista liberal. Determinados intereses quisieran llevar el análisis al extremo de presentar el sistema que consideran vencedor como el único camino para nuestro mundo, basándose en la experiencia de los reveses que ha sufrido el socialismo real, y rehuyendo el juicio crítico necesario sobre los efectos que el capitalismo liberal ha producido, por lo menos hasta el presente, en los países llamados del Tercer Mundo.

22 No es justo afirmar —como pretenden algunos— que la doctrina social de la Iglesia condene una teoría económica sin más. La verdad es que ella, respetando la justa autonomía de la ciencia, da un juicio sobre los efectos de su aplicación histórica, cuando de alguna forma es violada o puesta en peligro la dignidad de la persona. En el ejercicio de su misión profética la Iglesia quiere alentar la reflexión crítica sobre los procesos sociales, teniendo siempre como punto de mira la superación de situaciones no plenamente conformes con las metas trazadas por el Señor de la creación. Mal haría la Iglesia quedándose en el mero nivel de simple crítica social. Corresponde pues a sus miembros, expertos en los diversos campos del saber, continuar la búsqueda de soluciones válidas y duraderas que orienten los procesos humanos hacia los ideales propuestos por la Palabra revelada.

4. En el caso concreto de México, hay que reconocer que, a pesar de los ingentes recursos con que el Creador ha dotado a este país, se está todavía muy lejos del ideal de justicia. Al lado de grandes riquezas y de estilos de vida semejantes —y a veces superiores— a los de los países más prósperos, se encuentran grandes mayorías desprovistas de los recursos más elementales. Los últimos años han visto el creciente deterioro del poder adquisitivo del dinero; y fenómenos típicos de la organización de la economía, como la inflación, han producido dolorosos efectos a todos los niveles. Es preciso repetirlo una vez más: son siempre los más débiles quienes sufren las peores consecuencias, viéndose encerrados en un círculo de pobreza creciente; y ¿cómo no decir, con la Biblia, que la miseria de los más débiles clama al Altísimo? (cf. Ex
Ex 22,22 s.)

Es innegable que el endeudamiento externo ha agravado aún más la situación, pero sería injusto buscar en él su única causa, atribuyendo toda la culpabilidad a factores que gravitan fuera del país. La presente situación es el resultado de sistemas y decisiones que vienen de muy atrás; que están caracterizados por su extrema complejidad y que requieren, por tanto, un cuidadoso análisis para tratar de detectar las causas, comprender los complicados mecanismos y, con creatividad, proponer nuevas estrategias capaces no sólo de garantizar el pan en todas las mesas, sino también, y sobre todo, de establecer sólidamente las condiciones necesarias para el desarrollo de todos y cada uno de los ciudadanos.

5. La búsqueda de soluciones reales supone sacrificios por parte de todos, pero no debemos olvidar que con frecuencia son los pobres quienes deben sacrificarse forzosamente, mientras que los poseedores de grandes fortunas no se muestran dispuestos a renunciar a sus privilegios en beneficio de los demás. La ciencia económica constata que los bienes materiales son limitados y, por tanto, deben ser administrados racionalmente. El Creador, por su parte, ha destinado el conjunto de los bienes de la creación para beneficio de todos los hombres, como bellamente nos enseñan la Revelación y la tradición cristiana. De ahí resulta que el acaparamiento excesivo de los bienes por parte de algunos priva de ellos a la mayoría, y así se amasa una riqueza generadora de pobreza. Es éste un principio que se aplica igualmente a la comunidad internacional.

La Iglesia, en su magisterio social, ha ofrecido a la humanidad principios suficientes que tendrían que ser llevados a la práctica por una economía justa. El magisterio ha cumplido su misión y corresponde ahora, a vosotros, los expertos, también miembros de la Iglesia, un esfuerzo serio por encontrar soluciones reales, valientes, prácticas. Nuevas y complejas situaciones dentro y fuera de la Iglesia, a nivel social, económico, político y cultural, exigen hoy con renovada fuerza, la acción de los fieles laicos (cf. Christifideles laici CL 3). El país, señoras y señores, necesita la colaboración de todos y cada uno de vosotros. Cada cual, según su especialidad, está llamado a aceptar con humildad y generosidad el reto que plantea la actual situación de injusticia, para dedicar lo mejor de su experiencia y de su capacitación profesional al servicio de una patria grande, justa y fraterna, por encima de cualquier egoísmo de partido o de clase.

6. El trabajo y la actividad económica constituyen una de las cuestiones más importantes y candentes en América Latina. Y a vosotros toca plantearos a fondo y en serio esa cuestión; pero no fijándoos sólo en el plano puramente técnico, sino teniendo en cuenta un horizonte mucho más amplio cual es el de las personas. Latinoamérica debe salir adelante con el trabajo de sus hombres y mujeres, gracias a una corriente de solidaridad real y eficiente.

Muchos han sido los esfuerzos realizados en este continente para hacerlo libre y digno del hombre. No permitáis que se malogre esa generosidad del pasado; la miseria genera esclavitud; ella misma es falta de libertad. El empobrecimiento progresivo compromete la dignidad y estabilidad del hombre, por eso, el futuro de libertad y dignidad de Latinoamérica requiere librar desde ahora una singular batalla: no por las armas, sino a través del ingenio y el trabajo de sus gentes y en este cometido ocupáis un puesto destacado.

Considerando estas exigencias se delinea como un nuevo perfil característico del hombre y la mujer de empresa. Me refiero, sobre todo, a la actitud de servicio al bien común que debe caracterizar vuestro quehacer. Se trata de algo que va más allá del mero humanitarismo; es decir, de la disponibilidad para ayudar ante urgencias ocasionales. Consiste, más bien, en una disponibilidad constante, en una manera de concebir la propia función de empresario, en un estilo que marca su modo de hacer.

Se trata, en definitiva, de aceptar con todas las consecuencias la responsabilidad en vuestra actuaciones. Una responsabilidad que gira en torno a tres coordenadas fundamentales: las personas que forman parte de las empresas, la sociedad y el ambiente.

7. En efecto, tenéis una grave responsabilidad respecto a las personas que trabajan en vuestras empresas.

Afortunadamente, se ha acrecentado la conciencia de que el trabajo humano no puede ser contemplado desde la mera perspectiva comercial, como una “ mercancía ” que se compra o se vende (cf. Laborem exercens LE 7). Hay algo inseparable del trabajo y que es de máxima importancia: la dignidad de la persona (cf. Ibíd., 9). Por otra parte, no olvidéis que el único título legítimo para la propiedad de los medios de producción es que sirvan al trabajo (cf. Ibíd., 14). Por ello, una de vuestras mayores responsabilidades ha de ser la creación de puestos de trabajo.

23 En estrecha relación con lo anterior está la cuestión del salario justo.Como he escrito en la Encíclica “Laborem Exercens”: “no existe en el contexto actual otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido precisamente por la remuneración del trabajo” (Ibíd., 19).

Un segundo aspecto de la actitud de servicio del empresario se manifiesta en su responsabilidad ante la sociedad.

Conviene recordar que el progreso en la sociedad debe estar orientado al bien común de todos los ciudadanos, es decir, evitando la tentación de convertir la comunidad nacional en una realidad al servicio de los intereses particulares de la empresa. En efecto, no es infrecuente constatar que determinadas campañas contra la natalidad o que fomentan la cultura del consumo tienen su origen en intereses económicos del mundo empresarial o de las finanzas. Los ejemplos en este sentido, por desgracia, podrían multiplicarse. Por el contrario, lo que ha de caracterizar al hombre de empresa es la apertura leal a las justas exigencias del bien común. Ello responde a la voluntad de hacer de la empresa un factor de auténtico crecimiento en la sociedad.

En este mismo marco de consideraciones, hay que destacar también la solidaridad económica tan necesaria en América Latina. Existen innegables problemas comunes a todo el continente que pueden ser afrontados de modo conjunto (Sollicitudo rei socialis
SRS 45). El aislamiento de las respectivas economías no favorece a ninguno de los países interesados. Habría que superar, por tanto, la perspectiva nacional en la proyección económica y dar vida a un proyecto económico continental, capaz de presentarse como interlocutor válido en la escena internacional y mundial. Vuestra amplitud de miras detecta esta exigencia, y no han faltado ni faltan intentos en este sentido. Ojalá que el empeño firme y el sentido de responsabilidad consigan coronar estos esfuerzos.

8. Aunque mencionada en último lugar, no por eso la responsabilidad respecto del ambiente es menos importante. Se trata de una cuestión que afecta a la humanidad en su conjunto, y que se ha impuesto últimamente a la atención de todos. En efecto, el deterioro ecológico del ambiente ha aumentado aceleradamente. Por otra parte, el modo de explotar los recursos debe cambiar cuanto antes; aquí es donde se observan inercias que hoy son peligrosas y que producen una comprensible alarma.

La preservación de las condiciones ambientales que favorezcan un mejor desarrollo y convivencia humana es un deber moral, un nuevo desafío a la creatividad y la responsabilidad de todo empresario.

Antes de concluir desearía hacer una breve reflexión sobre vuestra responsabilidad hacia vosotros mismos y hacia vuestras familias.

Es cierto que a muchos de los presentes os mueve, en vuestro trabajo, un sincero deseo de servir. Pero no es menos cierto que puede acecharos un grave peligro: la sumisión a los bienes terrenos, el afán de ganancia exclusiva —unida normalmente a la sed de poder— “a cualquier precio” (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 37). Cuando se sucumbe ante esa tentación, aparece un materialismo craso y, a la vez, la radical insatisfacción que el hombre siente cuando intenta apagar su sed de Bien Infinito con las criaturas materiales (cf. Ibíd., 27).

Por otra parte, no es raro que esta ambición desordenada se traduzca también en un cierto descuido de la vida familiar y de la educación de los hijos. Si esto no se advierte o no se resuelve, se puede llegar a auténticas crisis en el matrimonio y en la vida de los hijos. He aquí, pues, una nueva llamada de Cristo: la familia reclama algo más que el tenor de vida elevado que podéis darle; exige vuestra presencia, vuestro afecto, vuestro sincero interés de esposo y de padre, o de esposa y de madre.

Deseo finalizar nuestro encuentro con las palabras del Señor: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). La conciencia de ser artífices de una sociedad más justa, pacífica y fraterna pagará con creces vuestro trabajo y abnegación por los más necesitados.

Sobre vosotros, sobre vuestras familias y colaboradores invoco la protección de Nuestra Señora de Guadalupe para que esta gran nación avance hacia una nueva etapa de solidaridad y de justicia, de honradez y bienestar para todos.





VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO


A LOS FIELES DE LA ARQUIDIÓCESIS DE DURANGO


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Catedral de la Inmaculada

Miércoles 9 de mayo de 1990



Querido arzobispo de Durango,
monseñor Antonio López Aviña;
queridos sacerdotes y diáconos, queridos religiosos, religiosas,
amadísimos fieles, miembros de la Iglesia de Dio en Durango:

“A vosotros gracia y paz abundantes” (1P 1,2).

1. Este es el deseo que san Pedro expresó en su primera Carta, y con el que su Sucesor se dirige también ahora a vosotros: ¡Gracia y paz abundantes! Estas palabras brotaban de una alta consideración. Pedro contemplaba a aquellos fieles a la luz del misterio de la trinidad. Por eso los describe como “ elegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre (Ibíd.).

Desde esta misma perspectiva se dirige a vosotros su Sucesor. Y también os considero elegidos con una acción santificadora; una elección que se propone un fin bien preciso. Añade el Apóstol Pedro: «así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: “seréis santos, porque santo soy yo”» (1P 1,15-16).

Sí, cada uno de vosotros, fieles que me escucháis, en Durango y en todo México, ha sido llamado personalmente por Dios; ha sido elegido por El para ser santo. Esta afirmación es plenamente actual y debe encontrar hoy una nueva resonancia entre los fieles laicos (cf. Christifideles laici CL 17). La santidad, hermanos míos queridísimos, la alcanza el cristiano abriéndose a la gracia de Dios, viviendo en unión íntima y profunda con la acción salvífica del Señor.

En el Evangelio halla el programa de vida que corresponde a un hijo de Dios, miembro de la Iglesia católica. En la Eucaristía encuentra la fuerza para dar testimonio del amor que todo cristiano ha de difundir a su alrededor: en la familia, en el trabajo y en el descanso, en la vida privada y en la vida pública.


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