Discursos 1990 54


A LOS MIEMBROS DEL GRUPO DEL PARTIDO POPULAR EUROPEO


EN EL PARLAMENTO DE LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA


7 de diciembre de 1990


Señor presidente;
señoras y señores:

Con ocasión de vuestra reunión de trabajo en Roma, en vísperas de importantes conferencias intergubernamentales para el destino de Europa, habéis manifestado el deseo de encontraros con el Papa. Aprecio este gesto de confianza y os recibo con alegría en este momento en que nuestro continente vive profundos cambios y alberga grandes esperanzas.

El grupo del Partido Popular europeo al que representáis refleja las posiciones de las reuniones del Consejo europeo y de las conferencias que pronto tendrán lugar en Roma y que deberían permitir que la Comunidad dé un paso adelante considerable.

Desde el fin de la segunda guerra mundial, la Santa Sede jamás ha dejado de alentar la construcción de Europa. Consciente de las tragedias del pasado y de la necesidad de preservar la libertad y la paz de los pueblos europeos, la Iglesia, en su condición de Sede Apostólica y comunidad católica, apoya los esfuerzos desplegados en favor del bienestar material, espiritual y cultural del conjunto de las naciones del continente. Después de haber tomado parte, en calidad de miembro, en la Conferencia de Helsinki y de haberse adherido a su Acta final, la Santa Sede pudo suscribir en París, el pasado 21 de noviembre, un documento histórico que compromete a los pueblos a renunciar a la guerra y pone las bases para una Europa nueva.

De este modo Europa ha puesto fin a un capítulo de su historia marcado, en este siglo, por conflictos de una barbarie jamás alcanzada antes; supera hoy las fronteras artificiales y rechaza la lógica de la oposición ideológica, política y militar entre los dos bloques. En un mundo cada vez más interdependiente, los responsables de las naciones de este viejo continente deben determinar hoy de común acuerdo el cuadro en el que pueden desarrollarse los pueblos, sobre todo los del centro y del Este. Por lo demás, a menos que participen todos los países, el desarrollo corre el riesgo de detenerse, incluso en las regiones en que el progreso es constante.

Estáis aquí, señoras y señores, representando a los doce países de una comunidad que, treinta años después de la firma de los tratados de Roma, entra en una fase exaltante de aceleración del proceso de integración, imaginada y querida por los padres fundadores que tuvieron el mérito de edificar los cimientos de esta Europa sobre las ruinas producidas por el gran conflicto. La concepción cristiana del hombre ha inspirado esta construcción y, de manera especial, una tradición caracterizada por el respeto y la defensa de los derechos del hombre.

El mundo tiene necesidad de una Europa que vuelva a tomar conciencia de sus raíces cristianas y de su identidad. Los cristianos y, de modo singular los políticos cristianos, hoy más que nunca deben volver a ser plenamente conscientes de sus responsabilidades, tanto en Europa como en todo el mundo. Han de ser la levadura que renueve a la humanidad desde dentro, impidiéndole que se autodestruya. Aunque los tratados de paz y las nuevas formas de colaboración y de amistad entre los dos grupos de países que hasta el momento habían sido antagonistas despierten esperanzas, persisten fuertes inquietudes como consecuencia del actual orden económico mundial y de la diferencia profunda entre el Norte y el Sur. Todo esto conduce a Europa a dar una contribución decisiva para superar eficazmente la crisis mundial. Pero ello ante todo, exige de Europa una profunda renovación moral y política que encuentre su fundamento en la fuerza y en los criterios que derivan de sus orígenes cristianos.

Estoy persuadido de que los parlamentarios europeos, que representan a casi 350 millones de ciudadanos, tras la reunificación de Alemania, están capacitados para acoger y satisfacer las exigencias y las esperanzas de tantas personas que desean la paz, el bienestar y la democracia auténtica. Elegida por sufragio universal, vuestra asamblea ha de poder ejercer plenamente su mandato, para desempeñar así su papel al servicio de todos y asegurar el bien común de los países miembros.

55 El bien común de los pueblos guarda relación no sólo con las condiciones económicas y la paz del mundo, sino también con el conjunto de las condiciones de la vida social que permiten que el hombre desarrolle su cultura, tenga acceso a los puestos de trabajo, sea feliz en el seno de la familia y satisfaga sus aspiraciones espirituales. La Europa del «gran mercado», que deberá ofrecer nuevas posibilidades de crecimiento, no puede garantizar el desarrollo integral de sus habitantes a menos que reencuentro su alma, ese soplo que asegura su cohesión espiritual y no sólo la económica y social. Durante mi visita al Parlamento europeo, el 11 de octubre de 1988, en el hemiciclo donde trabajáis en este proyecto grandioso, expresé el deseo de «que Europa, dándose soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado la geografía y, más aún, la historia» (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de noviembre de 1988, pág. 19). Pronuncié estas palabras como pastor de la Iglesia universal, venido del centro de Europa, y que conoce las aspiraciones de los pueblos eslavos, ese otro «pulmón» de nuestra patria europea.

Los acontecimientos que se produjeron en estos últimos meses conforme a los designios insondables de la Providencia han mostrado que ciertos objetivos, inaccesibles a los odas humanos, podían alcanzarse. «El momento es propicio —como dije el pasado mes de enero al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede— para recoger las piedras de los muros abatidos y construir juntos la casa común».

Juntamente con vuestros colegas de los diferentes países y partidos políticos, tenéis la misión enaltecedora de recoger el reto lanzado al viejo continente al final de este siglo: que la Europa unida del mañana, generosa con el hemisferio sur, encuentre nuevamente, a la luz de los valores humanos y cristianos, su papel de faro de la civilización que la hizo grande en el pasado. Pido a Dios que os inspire y os dé su fuerza para cumplir vuestra misión.






AL SEÑOR LIONEL RUDOLPH STEMPEL,


NUEVO EMBAJADOR DE PANAMÁ ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 13 de diciembre de 1990



Señor Embajador:

Es para mí motivo de satisfacción recibirle en este acto de presentación de las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Panamá ante la Santa Sede.

Agradezco vivamente sus amables palabras y, en particular, el deferente saludo que el Señor Presidente de la República y su Gobierno han querido hacerme llegar por medio de Usted. Le ruego tenga a bien transmitir el mío, junto con mis mejores deseos de paz y bienestar.

En sus palabras, Señor Embajador, ha querido Usted poner de manifiesto no solamente las buenas relaciones existentes entre la Santa Sede y la República de Panamá, sino también los sentimientos cristianos que animan a los fieles de su noble País, a los que correspondo con mi profundo afecto y sincera benevolencia.

Ha aludido también Usted a la visita pastoral que realicé a su País en marzo de 1983. Fue aquella una feliz circunstancia que me ofreció la oportunidad de comprobar una vez más la adhesión y cercanía que los panameños profesan al Sucesor de Pedro, a la vez que mostraron sus profundos sentimientos religiosos, que brotaban de sus corazones en un clamor de paz y de justicia.

El afectuoso recuerdo que siempre conservo de aquellos entrañables encuentros, se hizo oración durante los dolorosos sucesos que estremecieron la vida social y política de Panamá en el pasado mes de diciembre, y que constituyen un desafío a la generosidad, la solidaridad y la iniciativa de todos los panameños.

En aquellos días cruciales, como Usted ha querido poner de manifiesto, la Iglesia con sus Pastores al frente, no cejó en su empeño en favor de la justicia y la misericordia, en defensa de los derechos humanos y de las libertades públicas. Todo ello, junto con su apoyo a la democracia y a la no violencia, no sólo mantuvieron la esperanza y el ánimo de los ciudadanos, sino que, además, sentaron las bases del proceso de reconstrucción social. Pues la Iglesia, defensora de la verdad sobre el hombre, no puede permanecer indiferente ante hechos o situaciones que, individual o colectivamente, atentan contra la dignidad o los derechos del mismo.

56 Sabemos que los momentos difíciles aún no han terminado. No faltan incomprensiones internas y externas; no se dispone de todos los recursos necesarios para responder a las numerosas necesidades de vivienda, salud, educación, empleo; no todos están dispuestos a prescindir de intereses personales o partidistas. Por eso, queremos apelar a la profunda fe cristiana que, hace quinientos años y bajo el amparo maternal de Santa María La Antigua, arraigó en vuestro suelo patrio.

La tarea que hoy presenta a los responsables de la vida política, social y económica de Panamá es ardua y no exenta de obstáculos. Se trata fundamentalmente de poner las bases de una sociedad más justa. Una sociedad en la que sean tutelados y preservados los derechos fundamentales de la persona; en la que se fomente el espíritu de participación superando los intereses de partido o clase; en la que el imperativo ético sea ineludible punto de referencia para todos los panameños; en la que se lleve a cabo una más equitativa distribución de las riquezas; en la que los sacrificios sean compartidos por todos y no sólo por los más desprotegidos; en la que todos se emulen en el noble servicio al País, realizando, de esta manera, su vocación humana y cristiana.

La paz y la armonía que todos los panameños están esforzándose por consolidar ha de tener sus raíces bien fundadas en la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables. No puede existir verdadera paz si no existe un compromiso serio y decidido en la aplicación de la justicia social; pues la paz y la justicia no pueden disociarse.

En esta tarea, un papel primordial lo desempeñan las personas investidas de autoridad pública. Como he escrito en la Encíclica “Redemptor Hominis”, “el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad... En nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre... Sin esto, se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo de los que nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos de nuestro siglo” (Redemptor hominis
RH 17).

Para que Panamá pueda mantenerse fiel a sus raíces cristianas es preciso rescatar, reavivar y tutelar los valores morales y espirituales que han configurado la historia de vuestro pueblo como Nación. Valores profundos de respeto a la vida, al hombre; valores de laboriosidad, de honestidad, de solidaridad; valores de capacidad de diálogo y de participación a todos los niveles. Todo ello será la mejor garantía para conseguir una mayor cohesión social entre los panameños y un más decidido empeño en la búsqueda activa del bien común.

Estas consideraciones, Señor Embajador, son una expresión de mi afecto y solicitud de Pastor por los queridos hijos de su País y un signo de la esperanza que la Iglesia pone en un porvenir más justo y prometedor para todos ellos.

Antes de terminar este encuentro, deseo manifestarle las seguridades de mi estima, junto con mis mejores deseos para que la alta misión que le ha sido encomendada se cumpla felizmente. Elevo mi plegaria al Altísimo para que asista con sus dones a Usted, a su familia y colaboradores, a los Gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo panameño, tan cercano siempre al corazón del Papa.






AL SEÑOR EDILBERTO MORENO PEÑA,


NUEVO EMBAJADOR DE VENEZUELA ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 15 de diciembre de 1990



Señor Embajador:

Es para mí motivo de particular complacencia recibir las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Venezuela ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida a este solemne acto, deseo reiterar el vivo afecto que siento por todos los hijos de la noble Nación venezolana.

Le agradezco sinceramente las amables palabras que me ha dirigido y, en particular, el deferente saludo que el Señor Presidente, Doctor Carlos Andrés Pérez, ha querido hacerme llegar por medio de Usted. Le ruego tenga a bien transmitirle el mío, junto con mis mejores deseos de paz y bienestar.

57 Ha tenido Usted a bien mencionar mi visita pastoral a Venezuela. Fueron aquellas unas intensas jornadas de fe y esperanza durante las cuales pude apreciar los grandes valores que adornan al pueblo venezolano, que ha hecho de la fe católica elemento primordial de su idiosincrasia y fuente inspiradora de sus virtudes y de sus instituciones. A mi llegada al aeropuerto de Maiquetía, saludaba a los presentes con estas palabras: “Vengo a la tierra de Simón Bolívar, cuyo anhelo fue construir en este continente una gran Nación, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria” (Ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional Maiquetía de Caracas, 26 de enero de 1985).

A esta noble aspiración del Libertador ha querido aludir Usted, Señor Embajador, diciendo que “el destino solidario con la gran Patria latinoamericana no es vocacionalmente un mandato”. En efecto, es la solidaridad efectiva la que puede y debe inspirar metas altas y hallar vías de solución a los problemas que afectan a tantos pueblos. Es un hecho que cada País tiene o tendrá necesidad de los otros, pues la interdependencia mutua a nivel económico, político y cultural se hace cada vez más ineludible. Dios ha confiado la tierra a la humanidad en su conjunto; por ello, todos los hombres han de ser solidarios en los destinos del mundo.

Esta solidaridad adquiere un significado especial referida a los Países de América Latina, a los cuales la geografía, la historia, la fe y la cultura han unido con lazos tan fuertes que con razón puede decirse que constituyen una gran familia. Me complace, por ello, Señor Embajador, oír que Venezuela está dando los pasos necesarios para llevar a cabo la deseada integración.

Es necesario, pues, que dicho proceso sea afrontado con gran creatividad, dejando de lado visiones parciales y egoístas, y poniendo siempre los valores que dignifican a la persona por encima de concepciones reductivas que no dejan lugar al desarrollo integral de los individuos y de las sociedades.

En la Encíclica “Sollicitudo Rei Socialis”, refiriéndome a la solidaridad e interdependencia entre los pueblos, expresé el augurio de que “Naciones de una misma área geográfica establezcan formas de cooperación que las hagan menos dependientes de productores más poderosos; que abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la eventual complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan esa cooperación al sector monetario y financiero” (Sollicitudo Rei Socialis
SRS 45).

En el caso de América Latina esta cooperación e intercambio se hacen aún más necesarios ya que existen problemas comunes a todo el continente que deben ser afrontados en su conjunto. Es un hecho que el aislamiento de las respectivas economías no favorece a ninguno de los Países interesados. Por tanto, es de desear que la superación de perspectivas que se limitan al ámbito económico dé paso a un proyecto capaz de dar a cada País la posibilidad de ser un verdadero interlocutor en vista de una auténtica cooperación económica que favorezca el desarrollo.

Desde el campo que le es propio, la Iglesia está vivamente interesada en todo aquello que redunde en mayor bien de la persona humana y de los grupos sociales, comenzando por la familia, célula básica de la sociedad. De aquí su decidida voluntad de cooperación en todo aquello que pueda favorecer un orden social más justo. No podemos ignorar que a pesar de los ingentes recursos que el Creador ha puesto a disposición del hombre, se está todavía muy lejos del ideal de justicia querido por Dios. En efecto, junto a grandes riquezas y niveles de vida muy elevados, se encuentran grandes mayorías desprovistas de los bienes más elementales.

Urge, pues, un profundo análisis para detectar las causas y mecanismos que obstaculizan el resurgir de aquellas condiciones que hagan posible el deseado desarrollo de todos y de cada uno de los ciudadanos. En esta perspectiva, quiero poner de relieve que los valores éticos han de iluminar toda la actividad pública para que los intereses de parte y contrapuestos —que no infrecuentemente hacen sentir su presencia negativa en la vida social— dejen paso a un sincero y efectivo afán de servicio al bien común por parte de cuantos tienen responsabilidades públicas.

Puedo asegurarle, Señor Embajador, que la Iglesia en Venezuela —en el ámbito de su misión religiosa y moral— seguirá firme en su propósito de colaboración con las Autoridades y las diversas instituciones del País en orden a promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, “camino primero y fundamental de la Iglesia” (Redepmtor hominis, 14), a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social.

Antes de finalizar este encuentro deseo hacerle presente mi benevolencia y apoyo para que la alta misión que hoy comienza se cumpla felizmente. Por mediación de Nuestra Señora de Coromoto, Patrona de la Nación venezolana, elevo mi plegaria al Altísimo para que asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a los Gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo de Venezuela, tan cercano siempre al corazón del Papa.















Discursos 1990 54