Audiencias 1991




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Enero de 1991

Miércoles 2 de enero de 1991

El Espíritu Santo, alma de la catolicidad

1. En el Símbolo de la fe afirmamos que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica. Son las notas de la Iglesia. De ellas, la catolicidad se utiliza en la misma denominación común de la Iglesia: Iglesia católica.

Esta catolicidad tiene su origen en el Espíritu Santo, que «llena la tierra» (Sg 1,7) y es principio universal de comunicación y comunión. La «fuerza del Espíritu Santo» tiende a propagar la fe en Cristo y la vida cristiana «hasta los confines de la tierra (Ac 1,8), extendiendo a todos los pueblos los beneficios de la redención.

2. Antes de la venida del Espíritu Santo, la comunión con el Dios verdadero en la Alianza divina no era accesible de modo igual a todos los pueblos. Lo observa la carta a los Efesios, dirigiéndose a los cristianos que pertenecían a los pueblos paganos: «Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ep 2,11-12). Para entrar de algún modo en la alianza divina, era preciso aceptar la circuncisión y adoptar las observancias del pueblo judío, apartándose, por tanto, del pueblo al que pertenecían.

Ahora, en cambio, la comunión con Dios no requiere ya estas condiciones restrictivas, porque se lleva a cabo «por medio del Espíritu». Ya no existe ninguna discriminación por motivo de raza o de nación. Todas las personas humanas pueden «ser morada de Dios en el Espíritu» (Ep 2,22).

Este cambio de situación había sido anunciado por Jesús en su conversación con la samaritana: «Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y en verdad» (Jn 4,23-24). Era la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el lugar del verdadero culto a Dios, que era el monte Garizim para los samaritanos y Jerusalén para los judíos. La respuesta de Cristo indicaba otra dimensión del culto verdadero a Dios: la dimensión interior («en espíritu y en verdad»), por la que el culto no se encontraba ligado a un lugar determinado (santuario nacional), sino que era culto universal. Esas palabras dirigidas a la samaritana abrían el camino hacia la universalidad, que es una cualidad fundamental de la Iglesia como nuevo Templo, nuevo Santuario, construido y habitado por el Espíritu Santo. Esta es la raíz profunda de la catolicidad.

3. De esta raíz toma su origen la catolicidad externa, visible, que podemos llamar comunitaria y social. Esta catolicidad es esencial en la Iglesia por el hecho mismo de que Jesús ordenó a los Apóstoles ?y a sus sucesores? que llevaran el Evangelio «a todas las gentes» (Mt 28,19). Y esta universalidad de la Iglesia bajo el influjo del Espíritu Santo se manifestó ya en el momento de su nacimiento el día de Pentecostés.En efecto, los Hechos de los Apóstoles atestiguan que en ese acontecimiento que tuvo lugar en Jerusalén participaron los judíos piadosos, «venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Ac 2,5), que se hallaban presentes en la ciudad santa, y con ellos los prosélitos, es decir, los paganos que habían aceptado la ley de Moisés. Los Hechos de los Apóstoles enumeran los nombres de algunos países de los que provenían unos y otros, pero de modo aún más general hablan de «todas las naciones que hay bajo el cielo». El hecho de que el bautismo «en el Espíritu Santo» (Ac 1,5), conferido a esa primera comunidad de la Iglesia, revistiera un valor universal, es un signo de la conciencia que tenía la Iglesia primitiva?de la que es intérprete y testigo Lucas? de que había nacido con su carácter de catolicidad (es decir, universalidad).

4. Esta universalidad, engendrada bajo la acción del Espíritu Santo, ya en el primer día de Pentecostés va acompañada por una insistente referencia a lo que es «particular», tanto en las personas como en cada uno de los pueblos o naciones. Esto se aprecia por el hecho, anotado por Lucas en los Hechos, de que el poder del Espíritu Santo se manifestó mediante el don de las lenguas en las que hablaban los Apóstoles, de forma que «la gente (...) se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua» (Ac 2,4-6). Podemos observar aquí que el Espíritu Santo es Amor, y amor quiere decir respeto hacia todo lo que es una prioridad de la persona amada. Eso vale especialmente en lo que se refiere a la lengua, en cuyo respeto somos por lo general muy sensibles y exigentes, pero vale también en lo que se refiere a la cultura, la espiritualidad y las costumbres.

El acontecimiento de Pentecostés tiene lugar respetando esta exigencia y es la manifestación de la unidad de la Iglesia en la multiplicidad de los pueblos y en la pluralidad de las culturas. La catolicidad de la Iglesia incluye el respeto a los valores de todos. Se puede decir que lo «particular» no queda anulado por lo universal. Una dimensión contiene y exige a la otra.

2 5. El hecho de la multiplicidad de las lenguas en Pentecostés nos indica que en la Iglesia la lengua de la fe ?que es universal, por ser expresión de la verdad revelada por medio de la palabra de Dios? encuentra su traducción humana a las diferentes lenguas; podríamos decir, a todas y cada una de las lenguas. Lo demuestran ya los inicios de la historia cristiana. Se sabe que la lengua que hablaba Jesús era el arameo, que se usaba en Israel en ese tiempo. Cuando los Apóstoles salieron por el mundo para propagar el mensaje de Cristo, el griego se había convertido en la lengua común del ambiente greco-romano («ecumene»), y precisamente por ello fue la lengua de la evangelización. También fue la lengua del evangelio y de todos los demás escritos del Nuevo Testamento, redactados bajo la inspiración del Espíritu Santo. En esos escritos se han conservado sólo pocas palabras arameas. Eso prueba que, desde el principio, la verdad, anunciada por Cristo, busca el camino para llegar a todas las lenguas, para hablar a todos los pueblos. La Iglesia ha buscado y busca seguir este principio metodológico y didáctico del apostolado, según las posibilidades ofrecidas en las diversas épocas. Hoy, como sabemos, la práctica de esta exigencia de catolicidad es especialmente sentida y, gracias a Dios, facilitada.

6. En los Hechos de los Apóstoles encontramos otro hecho significativo, que aconteció incluso antes de la conversión y de la predicación de Pablo, apóstol de la catolicidad. En Cesarea, Pedro había aceptado en la Iglesia y había bautizado a un centurión romano, Cornelio, y a su familia: a los primeros paganos, por lo tanto. La descripción que Lucas hace de este episodio con muchos detalles señala, entre otros, el hecho de que, habiendo venido el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la enseñanza del Apóstol, «los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles» (
Ac 10,44-45). Pero Pedro mismo no vacila en confesar que actuó bajo el influjo del Espíritu Santo: «El Espíritu me dijo que fuera con ellos sin dudar» (Ac 11,12).

7. Esta primera «brecha» hacia la universalidad de la fe encuentra pronto una nueva confirmación cuando se trata de pronunciarse acerca de la actividad apostólica de Pablo de Tarso y de sus compañeros. La asamblea de Jerusalén (que se suele considerar como el primer «Concilio») refuerza esta dirección en el desarrollo de la evangelización y de la Iglesia. Los Apóstoles reunidos en aquella asamblea están seguros de que esa dirección proviene del Espíritu de Pentecostés. Son elocuentes, y lo seguirán siendo siempre, sus palabras, que se pueden considerar como la primera resolución conciliar: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Ac 15,28). Estas decisiones afectaban al camino de la universalidad por donde debe avanzar la Iglesia.

No cabe duda de que éste es el camino que ha seguido la Iglesia entonces y a lo largo de los siglos. Los Apóstoles y los misioneros han anunciado el Evangelio a todas las gentes, penetrando lo más posible en todas las sociedades y en los diversos ambientes. Según la posibilidad de los tiempos, la Iglesia ha tratado de introducir la palabra de salvación en todas las culturas (inculturación), ayudándoles al mismo tiempo a reconocer mejor sus valores auténticos a la luz del mensaje evangélico.

8. Es lo que el Concilio Vaticano II estableció como una ley fundamental de la Iglesia, cuando escribió: «Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos (...). Para esto envió Dios a su Hijo (...). Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Ac 2,42)» (Lumen gentium LG 13).

Con estas palabras, el Concilio proclama la propia conciencia del hecho de que el Espíritu Santo es principio y fuente de la universalidad de la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

Al comenzar este Año Nuevo presento a todos mi afectuosa felicitación, deseando que 1991 sea un tiempo lleno de bendiciones del Señor y de continuo progreso en vuestra vida cristiana. Con gran gozo deseo dar mi más cordial bienvenida a esta audiencia a la numerosa peregrinación de los Legionarios de Cristo. Representáis a muchas comunidades eclesiales, parroquias, grupos apostólicos, centros educativos y asistenciales esparcidos por México, España, Chile, Brasil, Venezuela y otros Países de América Latina. A todos quiero saludar con gran afecto deseando que vuestra venida a Roma, centro de la catolicidad, os confirme y refuerce vuestra fe, vuestra conciencia de ser Iglesia de Cristo y, a la vez, os empuje a un renovado dinamismo apostólico que haga presente en vuestros ambientes el mensaje de salvación y de gozo que Jesús nos ha traído en la Navidad.

Mirando a tantos chicos y chicas aquí presentes, deseo repetirles las palabras que dirigí en Buenos Aires con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud: “Hoy más que nunca el mundo necesita de vosotros, de vuestra alegría y de vuestro servicio, de vuestra vida limpia y de vuestro trabajo, de vuestra fortaleza y de vuestra entrega”. Con la alegría del mensaje de amor que irradia desde el portal de Belén, imparto de corazón a todos una especial Bendición Apostólica.





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Miércoles 9 de enero de 1991

El Espíritu Santo, principio vital de la apostolicidad de la Iglesia

1. Al ilustrar la acción del Espíritu Santo como alma del «Cuerpo de Cristo», hemos visto en las catequesis precedentes que él es fuente y principio de la unidad, santidad, catolicidad (universalidad) de la Iglesia. Hoy podemos añadir que es también fuente y principio de la apostolicidad, que constituye la cuarta propiedad y nota de la Iglesia: «unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam» como profesamos en el Credo. Gracias al Espíritu Santo la Iglesia es apostólica, y eso quiere decir «edificada sobre el fundamento de los Apóstoles», siendo la piedra angular el mismo Cristo, como dice san Pablo (Ep 2,20). Es un aspecto muy interesante de la eclesiología vista a la luz pneumatológica (cf. Ep 2,22).

2. Santo Tomás de Aquino lo pone de relieve en su catequesis acerca del Símbolo de los Apóstoles, donde escribe: «El fundamento principal de la Iglesia es Cristo, como afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios (1Co 3,11): “Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo”. Pero existe un fundamento secundario, a saber, los Apóstoles y su doctrina. Por eso se dice Iglesia apostólica» (In Symb. Apost., a. 9).

Además de atestiguar la concepción antigua ?de santo Tomás y de la época medieval? acerca de la apostolicidad de la Iglesia, el texto del Aquinate nos remite a la fundación de la Iglesia y a la relación entre Cristo y los Apóstoles. Esa relación tiene lugar en el Espíritu Santo. Así se nos manifiesta la verdad teológica ?y revelada? de una apostolicidad cuyo principio y fuente es el Espíritu Santo, en cuanto autor de la comunión en la verdad que vincula con Cristo a los Apóstoles y, mediante su palabra, a las generaciones cristianas y a la Iglesia en todos los siglos de su historia.

3. Hemos repetido en muchas ocasiones el anuncio de Jesús a los Apóstoles en la Última Cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Estas palabras de Cristo, pronunciadas antes de su Pasión, encuentran su complemento en el texto de Lucas donde se lee que Jesús «después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los Apóstoles (...), fue llevado al cielo» (Ac 1,2). El apóstol Pablo, a su vez, escribiendo a Timoteo (ante la perspectiva de su muerte), le recomienda: «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2Tm 1,14). El Espíritu de Pentecostés, el Espíritu que llena a los Apóstoles y a las comunidades apostólicas, es el Espíritu que garantiza la transmisión de la fe en la Iglesia, de generación en generación, asistiendo a los sucesores de los Apóstoles en la custodia del «buen depósito», como dice Pablo, de la verdad revelada por Cristo.

4. Leemos en los Hechos de los Apóstoles el relato de un episodio en el que se trasluce, de modo muy claro, esta verdad de la apostolicidad de la Iglesia en su dimensión pneumatológica. Es cuando el apóstol Pablo, «encadenado en el Espíritu» ?como él mismo decía?, va a Jerusalén, sintiendo y sabiendo que aquellos a quienes ha evangelizado en Éfeso ya no lo volverán a ver (cf. Ac 20,25). Entonces se dirige a los presbíteros de la Iglesia de aquella ciudad, que se habían reunido en torno a él, con estas palabras: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Ac 20,28). «Obispos» significa inspectores y guías: puestos a apacentar, por tanto, permaneciendo sobre el fundamento de la verdad apostólica que, según la previsión de Pablo, experimentará halagos y amenazas de parte de los propagadores de «cosas perversas» (cf. Ac 20,30) con el fin de apartar a los discípulos de la verdad evangélica predicada por los Apóstoles. Pablo exhorta a los pastores a velar por la grey, pero con la certeza de que el Espíritu Santo, que los puso como «obispos», los asiste y los sostiene, mientras él mismo guía su sucesión a los Apóstoles en el munus, en el poder y en la responsabilidad de guardar la verdad que, a través de los Apóstoles, recibieron de Cristo: con la certeza de que es el Espíritu Santo quien asegura la verdad misma y la perseverancia del pueblo de Dios en ella.

5. Los Apóstoles y sus sucesores, además de la tarea de la custodia, tienen igualmente la de dar testimonio de la verdad de Cristo, y también en esta tarea actúan con la asistencia del Espíritu Santo. Como dijo Jesús a los Apóstoles antes de su Ascensión: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8). Es una vocación que vincula a los Apóstoles con la misión de Cristo, quien en el Apocalipsis es llamado «el testigo fiel» (Ap 1,5). En efecto, él en la oración por los Apóstoles dice al Padre: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Jn 17,18); y en la aparición de la tarde de Pascua, antes de alentar sobre ellos el soplo del Espíritu Santo, les repite: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Pero el testimonio de los Apóstoles, continuadores de la misión de Cristo, está vinculado con el Espíritu Santo quien, a su vez, da testimonio de Cristo: «El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15,26-27). A estas palabras de Jesús en la Última Cena aluden las que dirige también a los Apóstoles antes de la Ascensión, cuando a la luz del designio eterno sobre la muerte y resurrección de Cristo, dice que «se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados (...). Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24,48-49). Y, de modo definitivo, anuncia: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Ac 1,8). Es la promesa de Pentecostés, no sólo en sentido histórico, sino también como dimensión interior y divina del testimonio de los Apóstoles y, por consiguiente, ?se puede decir? de la apostolicidad de la Iglesia.

6. Los Apóstoles son conscientes de que han sido así asociados al Espíritu Santo al «dar testimonio» de Cristo crucificado y resucitado, como se desprende claramente de la respuesta que Pedro y sus compañeros dan a los sanedritas que querían obligarles a guardar silencio acerca de Cristo: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Ac 5,30-32). También la Iglesia, a lo largo de toda su historia, tiene conciencia de que el Espíritu Santo está con ella cuando da testimonio de Cristo. Aún constatando los límites y la fragilidad de sus hombres, y con el esfuerzo de la búsqueda y de la vigilancia que Pablo recomienda a los «obispos» en su despedida de Mileto, la Iglesia sabe que el Espíritu Santo la guarda y la defiende del error en el testimonio de su Señor y en la doctrina que de él recibe para anunciarla al mundo. Como dice el Concilio Vaticano II, «esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Lumen gentium LG 25). El texto conciliar aclara de qué modo esta infalibilidad corresponde a todo el Colegio de los obispos, y en particular al Obispo de Roma, en cuanto sucesores de los Apóstoles que perseveran en la verdad heredada gracias al Espíritu Santo.

7. El Espíritu Santo es, pues, el principio vital de esta apostolicidad. Gracias a él, la Iglesia puede difundirse en todo el mundo, a través de las diversas épocas de la historia, implantarse en medio de culturas y civilizaciones tan diferentes, conservando siempre su propia identidad evangélica. Como leemos en el decreto Ad gentes del mismo Concilio: «Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevar a cabo interiormente (intus) su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma (...). Antes de dar voluntariamente su vida para salvar al mundo, de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió enviar el Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre. El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo» (Ad gentes AGD 4). Y la constitución Lumen gentium subraya que «esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia» (Lumen gentium LG 20).

En la próxima catequesis veremos que, en el cumplimiento de esta misión evangélica, el Espíritu Santo interviene dando a la Iglesia una garantía celeste.

Saludos

4 Amadísimos hermanos y hermanas:

Con gran afecto saludo ahora a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España, a quienes reitero mis mejores deseos de paz y felicidad cristiana en el año que estamos comenzando, mientras les imparto, en prenda de la constante asistencia divina, la bendición apostólica.





Miércoles 16 de enero de 1991

El Espíritu Santo, garante de la Iglesia en la custodia de la Revelación divina

1. La apostolicidad de la Iglesia, en su significado más profundo, consiste en la permanencia de los pastores y de los fieles, en su conjunto, en la verdad recibida de Cristo mediante los Apóstoles y sus sucesores, con una inteligencia cada vez más adecuada de su contenido y de su valor para la vida. Es una verdad de origen divino, que se refiere a los misterios que superan las posibilidades de descubrimiento y de visión de la mente humana, ya que sólo en virtud de la Palabra de Dios, dirigida al hombre con las analogías conceptuales y expresivas de su lenguaje, puede percibirse, predicarse, creerse y obedecerse fielmente. Una autoridad de valor simplemente humano no bastaría para garantizar ni la autenticidad de transmisión de esa verdad, ni por consiguiente la dimensión profunda de la apostolicidad de la Iglesia. El Concilio Vaticano II nos asegura que el Espíritu Santo es el que garantiza esta autenticidad.

2. Según la constitución Dei Verbum, Jesucristo, «con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei Verbum DV 4). Este pasaje de la constitución conciliar sobre la divina revelación halla su justificación en las palabras que Cristo dirigió a los Apóstoles en el Cenáculo y que cita el evangelista Juan: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga» (Jn 16,12-13). Así, pues, será el Espíritu Santo quien conceda la luz a los Apóstoles para que anuncien la «verdad entera» del Evangelio de Cristo, «enseñando a todas las gentes» (cf. Mt 28,19): ellos, y obviamente sus sucesores en esta misión.

3. La constitución Dei Verbum prosigue diciendo que el mandato (de anunciar el Evangelio) «se cumplió fielmente, pues los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (Dei Verbum DV 7). Como se ve, el texto conciliar se refiere a la aseguración de la verdad revelada por parte del Espíritu Santo, tanto en su transmisión oral (origen de la Tradición) como en la forma escrita que se hizo con la inspiración y la asistencia divina en los libros del Nuevo Testamento.

4. Leemos también que «el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col Col 3,16)» (Dei Verbum DV 8). Por eso «la Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La sagrada Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación» (Dei Verbum DV 9).

También «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios... ha sido encomendado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio... por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído» (Dei Verbum DV 10).

Existe, pues, un vínculo íntimo entre la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Gracias a este nexo íntimo, el Espíritu Santo garantiza la transmisión de la divina Revelación y consiguientemente la identidad de la fe en la Iglesia.

5. Sobre la Sagrada Escritura, en particular, el Concilio nos dice que «la santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31 2Tm 3,16 2P 1,19-21 2P 3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia... Todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo» (Dei Verbum DV 11). Por consiguiente la Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Dei Verbum DV 12). «Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Jesucristo, después ellos mismos con otros de su generación lo escribieron por inspiración del Espíritu Santo y nos lo entregaron como fundamento de la fe: el Evangelio cuádruple, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan» (Dei Verbum DV 18).

5 «Después de la ascensión del Señor, los Apóstoles comunicaron a sus oyentes esos dichos y hechos con la mayor comprensión que les daban la resurrección gloriosa de Cristo y la enseñanza del Espíritu de la verdad» (Dei Verbum DV 19).

6. Este íntimo vínculo entre el Espíritu Santo, la revelación y la transmisión de la verdad divina es la base de la autoridad apostólica de la Iglesia y el tema decisivo de nuestra fe en la Palabra que la Iglesia nos transmite. Además, como dice también el Concilio, el Espíritu Santo interviene en el nacimiento interior de la fe en el alma del hombre. Efectivamente, «cuando Dios revela, el hombre tiene que “someterse con la fe” (cf. Rm 16,26 comp. con Rm 1,5 2Co 10,5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (Dei Verbum DV 5).

7. Se trata aquí de la fe de la Iglesia en su conjunto y, en la Iglesia, de todo creyente. Se trata también de la «inteligencia» correcta de la divina revelación, que brota de la fe también por obra del Espíritu Santo, y del «desarrollo» de la fe mediante la «reflexión y el estudio de los creyentes». En efecto, hablando de la «Tradición de origen apostólico», el Concilio dice que «va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (como María: cf. Lc 2,19 Lc 2,51), cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (Dei Verbum DV 8). Y de la Sagrada Escritura dice que «inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo» (Dei Verbum DV 21). Por eso «la Iglesia, esposa de la Palabra hecha carne, instruida por el Espíritu Santo, procura comprender cada vez más profundamente la Sagrada Escritura» (Dei Verbum DV 23).

8. Por eso la Iglesia «venera la Escritura», se nutre de ella como un «pan de vida» y «ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición» (Dei Verbum DV 21). Y, puesto que, «camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Dei Verbum DV 8), toda la vida de la Iglesia está animada por el Espíritu con el que invoca la venida gloriosa de Cristo. Como leemos en el Apocalipsis: «el Espíritu y la novia dicen: «¡Ven!» (Ap 22,17).

Para esta plenitud de verdad el Espíritu Santo conduce y garantiza la transmisión de la Revelación, preparando a la Iglesia y, en la Iglesia, a todos y a cada uno de nosotros, a la venida definitiva del Señor.

Saludos

Con gran afecto saludo a todas las personas procedentes de los diversos países de América Latina y de España, presentes en esta Audiencia y les pido continuar con sus plegarias al Señor para que el supremo don de la paz sea preservado y se fortalezcan los lazos de entendimiento y fraternidad entre los pueblos.

A Cristo, Príncipe de la Paz, confío estas intenciones, mientras de todo corazón imparto la bendición apostólica.





Miércoles 23 de enero de 1991

1. "Acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios" (Rm 15,7)

Esta amonestación, amadísimos hermanos y hermanas, se halla contenida en la parte de la carta de san Pablo a los Romanos que este año se nos propone para la común reflexión en la celebración de la "Semana de oración por la unidad de los cristianos".

6 La "Semana" se coloca en la perspectiva de una humanidad concorde en elevar su alabanza al Señor, creador y redentor del hombre: "Alabad al Señor, todas las naciones"(Ps 117,1 Rm 15,5-13), recita el salmo citado en ese pasaje de san Pablo. Una contribución fundamental para la realización de esa alabanza universal consistirá, ciertamente, en el restablecimiento dé la unidad de los discípulos de Cristo.

El movimiento "cada día más amplio, surgido por la gracia del Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio UR 1), que se propone el restablecimiento de la plena unidad de los cristianos es, por su naturaleza, muy complejo. Implica una profunda motivación espiritual, una actitud de obediencia religiosa a las exigencias del Evangelio, la oración perseverante, el contacto fraterno con los demás cristianos para superar, mediante el diálogo de las verdades y un el respeto a la integridad de la fe, las divergencias existentes, y, por fin, la cooperación en los diversos campos posibles para un testimonio común.

Esta búsqueda de unidad en la fe y en el testimonio cristiano encuentra en san Pablo una indicación realista y admirablemente fecunda, además de siempre actual: la acogida recíproca entre los cristianos. El Apóstol recomienda: "Acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios" (Rm 15,7).

El espíritu de acogida es una dimensión esencial y unificante de todo el movimiento ecuménico; es una expresión vital de la exigencia de la comunión. San Pablo indica algunos elementos importantes de esta acogida: debe ser una acogida en la fe en Jesucristo; debe ser recíproca; debe realizarse para gloria de Dios.

2. Como os acogió Cristo, exhorta san Pablo, así debéis acogeros mutuamente, en el perdón sincero y en el amor fraterno. La comunidad cristiana se recoge en la fe en Cristo. En el ámbito del bautismo común, la acogida recíproca puede contar con la fuerza aglutinante de la gracia, cuya eficacia perdura a pesar de las graves divergencias que existen. Lo subraya el Concilio Vaticano II cuando afirma que los "que creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo, están en una cierta comunión con la Iglesia católica, aunque no perfecta" (Unitatis redintegratio UR 3) y justificados en el bautismo por la fe, están incorporados a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen, con razón, como hermanos en el Señor"(ib.).

3. La acogida entre cristianos, para engendrar comunión verdadera, debe ser, además, recíproca: "Acogeos mutuamente"(Rm 15,7). Eso supone un conocimiento recíproco y estar dispuestos a apreciar y aceptar los valores auténticamente cristianos que han desarrollado y viven los demás. Es lo que recuerda asimismo el Concilio Vaticano II: "Es necesario, por otra parte, que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de sangre: Dios es siempre maravilloso y digno de admiración en sus obras" (Unitatis redintegratio UR 4). El Concilio nos impulsa aún más lejos, añadiendo que "todo lo que la gracia del Espíritu Santo obra en los hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación"(ib.). Es, por tanto, necesario saber apreciar cuanto de auténticamente evangélico se realiza entre los demás cristianos. En efecto, todo lo que es verdaderamente cristiano, jamás se opone a los genuinos bienes de la fe; por el contrario, siempre puede conseguir que se alcance con mayor perfección el misterio mismo de Cristo y de la Iglesia"(ib.).

Brota de aquí la "regla de oro" del ecumenismo es decir, el principio del respeto a la legítima variedad, mientras no perjudique la integridad de la fe (cf. ib., UR 16-17). En efecto, algunos aspectos del misterio revelado, como observa el Concilio a propósito de las Iglesias orientales, pueden a veces ser captados mejor por unos que por otros (cf. ib., UR 17). La apertura a la acogida de los demás con su patrimonio cristiano se revela así el camino para alcanzar la sobreabundante riqueza de la gracia de Dios.

4. Consecuencia de ello es, como dice san Pablo, hacerlo todo "para gloria de Dios"(Rm 15,7). En la comunidad cristiana, unida en el nombre de Cristo y guiada por la palabra evangélica, se refleja la acción de Dios en favor de la humanidad y resplandece de alguna manera su gloria. Lo revela Jesús mismo cuando, en la oración sacerdotal, dirigida al Padre, por la unidad de sus discípulos, afirma: "Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno"(Jn 17,22).

La recíproca acogida para gloria de Dios se muestra especialmente en dos momentos: en la oración que los cristianos elevan juntos alabando al Señor común, y en el concorde testimonio de caridad, del que se trasluce la amorosa solicitud de Cristo por los hombres de nuestro tiempo.

5. Considerando hoy la situación ecuménica a la luz de las exigencias de la acogida recíproca, debemos dar gloria a Dios por las nuevas condiciones de fraternidad cristiana que se han ido consolidando. Los contactos, que han avanzado lentamente y a veces con dificultad, el diálogo teológico siempre arduo y exigente, y los acontecimientos de colaboración pastoral y dé cooperación práctica han creado una situación realmente nueva entre los cristianos. Se ha percibido claramente que la división es antievangélico y se trata de trabajar juntos para el restablecimiento de la unidad en la fidelidad.

El diálogo teológico entre los cristianos está alcanzando metas importantes para el esclarecimiento de las posiciones recíprocas y para lograr convergencias sobre temas que en el pasado eran objeto de ásperas controversias. Pero el diálogo debe proseguir para alcanzar la meta: el pleno acuerdo sobre la común profesión de fe. Al respecto quisiera expresar aprecio y gratitud a los teólogos católicos y de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que, en el ámbito de las diversas comisiones mixtas, dedican su atención y sus esfuerzos a la búsqueda del camino para superar las divergencias heredadas de la historia, facilitando así al Magisterio de la Iglesia el cumplimiento del deber que le compete al servicio de la verdad revelada. Un trabajo precioso, por tanto, el de los teólogos, que es preciso acoger con gratitud y sostener con la oración.

7 6. El tema de la actual "Semana de oración por la unidad de los cristianos'' se coloca en la perspectiva de la doxología universal, que debe elevarse de todos los pueblos para alabanza del único Señor.

Todos y cada uno se han de sentir comprometidos a contribuir en la medida de sus posibilidades. La oración insistente servirá para apresurar el restablecimiento de la plena unidad de todos los cristianos en la única Iglesia de Cristo. Digamos, pues, también nosotros con el salmista:

"Alabad al Señor, todas las naciones; celebradle, pueblos todos. Porque es fuerte su amor hacia nosotros, la verdad del Señor dura por siempre"(
Ps 117,1-2).

Amén.

Saludos

Saludo ahora entrañablemente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España, y les invito a unirse a la plegaria de toda la Iglesia para que el Señor le conceda el gran don de la unidad. Que nada separe a cuantos profesamos la fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador del mundo. El, que es nuestra paz y nuestro gozo, inspire en todos los corazones sentimientos de paz y de fraternidad para que cesen la desunión, los conflictos, los enfrentamientos entre hijos de un mismo Padre.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.






Audiencias 1991