Discursos 1992 8


AL SEÑOR HERMES HERRERA HERNÁNDEZ,


NUEVO EMBAJADOR DE CUBA ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 2 de marzo de 1992



Señor Embajador:

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido en este acto de presentación de las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Cuba ante la Santa Sede. Deseo darle ahora mi más cordial bienvenida a la vez que expreso mis mejores augurios para el buen desarrollo de la alta misión que su Gobierno le ha confiado.

Ha querido Usted aludir al supremo bien de la paz y la hermandad entre las Naciones. A este propósito, puedo asegurarle que la Santa Sede continuará incansable en su empeño por la edificación de un orden más justo que haga de nuestro mundo un lugar más humano, fraterno y acogedor. En efecto, la Iglesia se esfuerza en esta noble causa por un deber de fidelidad a su vocación de servicio a todos los pueblos, lo cual le permite llevar a cabo su ministerio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte. Como enseña el Concilio Vaticano II, al “no estar ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a ningún sistema político, económico o social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión” (Gaudium et spes GS 42).

Pero en el desempeño de esta misión –que es primordialmente de carácter religioso y moral– no se puede prescindir del hombre concreto y de su entorno, ya que es la persona, en su ser histórico, el destinatario directo del Evangelio. Por ello, la Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1Tm 3,15), en su caminar hacia la ciudad celeste no puede desinteresarse de la ciudad terrestre, sino que, fiel al supremo mandamiento del amor, predica incansable la fraternidad entre los hombres, cuyos legítimos derechos defiende en nombre de la verdad y de la justicia.

A ello le mueve la conciencia que tiene de la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn Gn 1,27). Por eso, cualquier forma de ofensa al hombre en su integridad física o moral, en la negación de sus derechos fundamentales, en su reducción a condiciones de pobreza infrahumana o abandono, representa un menosprecio de la voluntad divina. En cambio, promover el bien del hombre y su dignidad es dar gloria a Dios y santificar su nombre. La Iglesia lo hace “utilizando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos” (Gaudium et spes GS 76). Por su parte, los gobernantes, respetando el designio divino sobre el ser humano, cumplen su verdadera misión en favor del bien común cuando –como afirma el Concilio– garantizan “la suma de aquellas condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, consistente sobre todo en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana” (Dignitatis humanae DH 6).

Quiero reiterarle, Señor Embajador, la decidida voluntad de la Santa Sede y de la Iglesia en Cuba de poner todo lo que esté de su parte por favorecer el clima de diálogo y mejor entendimiento con las Autoridades y las diversas instituciones de su país. A ello contribuirán, sin duda, los propósitos anunciados de eliminar en la normativa, así como en la actividad administrativa, todo aquello que suponga una discriminación o menor consideración de los ciudadanos que se profesan creyentes y que quieren contribuir lealmente a la prosperidad espiritual y material de la Nación. La aceptación de una presencia más activa de los católicos en la vida pública, además de favorecer el diálogo, redundará, sin duda, en bien de la comunidad civil. En efecto, en un Estado de derecho, el reconocimiento pleno y efectivo de la libertad religiosa es a la vez fruto y garantía de las demás libertades civiles; en ello se ve una de las manifestaciones más profundas de la libertad del hombre y una contribución de primer orden para el recto desenvolvimiento de la vida social y de la prosecución del bien común.

Signo de esta voluntad de entendimiento es la entrada en su país de un cierto número de religiosas y algunos sacerdotes. Ellos, llamados a una vocación de servicio desinteresado, dedican sus vidas a la misión evangelizadora de la Iglesia, a mitigar el dolor, a instruir y educar, dando testimonio de abnegada entrega en favor de los más necesitados. Hago votos para que nuevos sacerdotes puedan incorporarse al trabajo apostólico, y así poder atender mejor a las necesidades pastorales de las comunidades eclesiales cubanas.

En su discurso, Señor Embajador, ha aludido Usted al grave problema de la deuda externa y sus consecuencias en la economía y en la vida diaria de poblaciones enteras. En efecto, el coste social y humano que dicha crisis de endeudamiento conlleva hace que tal situación no pueda plantearse en términos exclusivamente económicos o monetarios. Se han de defender y potenciar, pues, los criterios de justicia, equidad y solidaridad que, en un clima de corresponsabilidad y confianza mutua, inspiren aperturas e iniciativas que eviten la frustración de las legítimas aspiraciones de tantos cubanos al desarrollo que les es debido.

9 Igualmente, ha querido Usted referirse a las difíciles circunstancias que atraviesa su país, fruto de los profundos cambios acaecidos en el ámbito de las relaciones internacionales. La Iglesia, fiel a su misión en favor de las grandes causas del hombre, se muestra siempre dispuesta a cooperar para satisfacer las necesidades morales y materiales de la persona humana. Por ello, formulo votos para que su país, gracias a un clima de mayor diálogo y colaboración internacional, pueda superar las dificultades presentes. En este sentido, la Santa Sede no ha dejado de interesarse y ofrecer su apoyo.

Señor Embajador, antes de finalizar este encuentro deseo renovarle mis augurios por el buen desarrollo de la alta misión que ahora comienza. Le ruego quiera hacerse intérprete ante el Señor Presidente, su Gobierno, las Autoridades y el pueblo cubano de mi más deferente y cordial saludo, mientras invoco los dones del Altísimo sobre Usted, su familia y colaboradores, y particularmente sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación cubana.








AL PRESIDENTE Y MIEMBROS DE LA JUNTA DEL ORFEÓ CATALÀ


Lunes 16 de marzo de 1992



Me es grato saludar muy cordialmente al Presidente y miembros de la Junta del Orfeó Català, acompañados por el Señor Cardenal Narciso Jubany, Arzobispo Emérito de Barcelona, quienes, con ocasión del Centenario de esa gran institución barcelonesa y siguiendo la tradición cristiana de generaciones anteriores, habéis querido tener este encuentro con el Papa reiterando una vez más la particular cercanía a la Sede de Pedro.

Veo con complacencia que las actividades del Orfeó, desde su fundación, han significado una valiosa aportación a la difusión de la música, incluso más allá de Catalunya. Sus diversas intervenciones están enmarcadas en el ámbito de la formación musical y tienen también una dimensión artística, con una vasta proyección cultural y social. Su larga labor, desde el campo de la investigación musical y de las publicaciones especializadas, ha merecido diversos reconocimientos. Pero ha sido, sobre todo, el apoyo asiduo del noble pueblo catalán el soporte principal de su apreciada trayectoria profesional.

Toda actividad musical requiere entrega y empeño constante. Se trata de un esfuerzo gratificante que eleva el ánimo haciéndolo más sensible a los valores espirituales. La música es un lenguaje que favorece la comunión de los corazones. Por eso invito a los componentes del Orfeó a que con el canto y las diversas melodías, que tan bien representan los valores espirituales y la cultura catalana, superando todo tipo de fronteras, avancen por el mundo llevando a los demás un mensaje de paz y fraternidad.

Antes de concluir este encuentro, os ruego que llevéis el afectuoso saludo del Papa a cuantos forman parte y colaboran directamente en las actividades del Orfeó Català, así como a sus familias, a la vez que imparto a todos la Bendición Apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL PRIMER CONGRESO INTERNACIONAL

SOBRE LA ASISTENCIA A LOS MORIBUNDOS


Martes 17 de marzo de 1992


Ilustres señores y señoras:

1. Me alegra acogeros esta mañana, en audiencia especial, a todos vosotros, los organizadores y los participantes en el primer congreso internacional sobre el tema: «La asistencia al moribundo. Aspectos socioculturales, médico-asistenciales y pastorales», organizado por el Centro de bioética que la Universidad católica del Sagrado Corazón ha instituido en su seno ya desde el año 1985.

Os agradezco vuestra visita y doy a cada uno mi cordial bienvenida. En particular, dirijo un saludo agradecido a mons. Elio Sgreccia, que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos vosotros.

10 Se eligió ese tema con la intención de ofrecer una respuesta clara y motivada a los muchos interrogantes y temores que rodean el acontecimiento de la muerte. En nuestra sociedad son raros los casos en que se está preparado para ese acontecimiento y, por ello, a lo largo de los trabajos del congreso, habéis tratado de poner de relieve los muchos y complejos aspectos de la problemática tan delicada que lo envuelve: se trata de aspectos sociológicos, clínicos y antropológicos; se trata también de repercusiones teológicas, éticas y pastorales.

2. De la muerte surge el drama del ser humano: el hombre, frente a esa meta, no puede menos de plantearse la pregunta acerca del sentido de su existencia en el mundo. La literatura antigua y moderna, la filosofía, la sociología, la ética y la moral, el arte y la poesía, se interrogan acerca de un asunto tan fundamental e inevitable. Ahora bien, las respuestas a menudo resultan confusas, contradictorias o, incluso, desesperadas.

Toda persona busca el bienestar material, en ocasiones de forma afanosa, pero se encuentra, a su pesar, con el límite insalvable del sufrimiento y de la muerte; límite acompañado de incertidumbre y soledad, inquietud y angustia.

Ante el misterio de la muerte el hombre se halla impotente, vacilan las certezas humanas. Pero, precisamente frente a ese desafío, la fe cristiana, si se la comprende y escucha en toda su riqueza, se presenta como fuente de serenidad y paz. En efecto, a la luz del Evangelio, la vida del hombre asume una dimensión nueva y sobrenatural. Lo que parecía carecer de significado adquiere entonces sentido y valor.

3. Cuando falla la referencia al mensaje salvífico de la fe y de la esperanza, y como consecuencia de ello se afloja el llamado de la caridad, hacen su aparición principios pragmáticos y utilitaristas, que llegan a teorizar como lógica e incluso justificable la supresión de la vida, si se la considera un peso para sí mismos o para los demás. Así, impulsada por algunas ideologías, amplificadas por los medios de comunicación social, la opinión pública corre el riesgo de tolerar o, incluso, justificar comportamientos éticos que se hallan en neto contraste con la dignidad de la persona: pensemos, por ejemplo, en el aborto, la eutanasia precoz de los recién nacidos, el suicidio, la eutanasia terminal y las múltiples y preocupantes intervenciones que atañen al campo genético.

Frente a casos especialmente dramáticos y desconcertantes, incluso los creyentes podrían quedar perplejos, si les faltan puntos de referencia sólidos y convincentes. Cuán necesario es, por tanto formar las conciencias según la doctrina cristiana, evitando opiniones inciertas y dando respuestas adecuadas a dudas insidiosas, afrontando y resolviendo los problemas con una constante referencia a Cristo y al magisterio de la Iglesia.

4. Con respecto al acontecimiento inevitable de la muerte, la Iglesia vuelve a proponer, basándose en la palabra de Cristo, su enseñanza perenne, válida hoy igual que ayer.

La vida es don del Creador, y es preciso gastarla al servicio de los hermanos, a los que, en el actual plan de salvación, siempre puede proporcionar un gran beneficio. Por ello, nunca es lícito alterar su curso, desde el inicio hasta su término natural. Al contrario, debe ser acogida, respetada, promovida con todos los medios y defendida de toda amenaza.

Es útil recordar, al respecto, cuanto afirmó la Congregación para la doctrina de la fe en la «Declaración sobre la eutanasia» del 5 de mayo de 1980: «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie, además, puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad» (n. II: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de julio de 1980, pág. 8).

Con respecto al así llamado «encarnizamiento terapéutico», que consistiría en el uso de medios extenuantes y pesados para el enfermo condenándolo de hecho a una agonía prolongada artificialmente la citada Declaración prosigue así: «Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares» (n. IV).

Por otra parte, la medicina dispone hoy de medios que permiten el alivio del dolor dentro del debido respeto a la persona del enfermo.

11 5. La muerte es un momento realmente misterioso, un acontecimiento que es preciso rodear de afecto y respeto. Oportunamente, en el ámbito de vuestro congreso, habéis afrontado los problemas que implica la atención humana y espiritual a los pacientes que se hallan en la fase terminal.

Junto a la persona que se debate entre la vida y la muerte, hace falta, sobre todo, una presencia amorosa. La fase terminal, que en otros tiempos solía contar con la asistencia de los familiares en un clima de tranquilo recogimiento y de esperanza cristiana, en la época actual corre el peligro de desarrollarse con frecuencia en lugares llenos de gente y de movimiento, bajo el control de personal médico sanitario preocupado principalmente del aspecto biofísico de la enfermedad. Así se afirma cada vez más el fenómeno dé la medicalización de la muerte, que en medida creciente suele considerarse poco respetuoso de la compleja situación humana de la persona que sufre.

La conciencia de que el moribundo se apresta a encontrarse con Dios para toda la eternidad debe impulsar a los familiares, a los seres queridos, al personal médico, sanitario y religioso, a acompañarlo en ese momento tan decisivo de su existencia con solicitud atenta a todo aspecto, incluido el espiritual de su condición.

A los que se hallan enfermos y sobre todo a los moribundos —como he recordado con anterioridad en otras circunstancias— no les debe faltar el afecto de sus familiares, la atención de los médicos y enfermeros y el consuelo de sus amigos. La experiencia enseña que, por encima de los consuelos humanos, reviste una importancia fundamental la ayuda que le proporciona al moribundo la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna.

6. Ilustres señores y señoras, con vivo aprecio hacia vuestro trabajo, os aliento a proseguir en el empeño de defender y promover la vida. Testimoniad el «evangelio de la vida». Sentíos responsables de este anuncio y proclamadlo «valientemente y sin ningún miedo -incluso con el riesgo de ir contra corriente- con las palabras y con las obras, a cada persona, a los pueblos y los Estados» (Carta a todos los obispos de la Iglesia después del Consistorio extraordinario del 4 al 7 de abril de 1991; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de junio de 1991, pág. 1).

Cuando curáis a un enfermo o defendéis la vida, prestáis con competencia y responsabilidad un servicio cualificado y cualificante a la humanidad. Os sostenga en esa misión la protección de María, Madre del Verbo encarnado, y os acompañe también mi bendición.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR FRANCISCO EDUARDO TRUSSO,

NUEVO EMBAJADOR DE ARGENTINA ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 23 de marzo de 1992



Señor Embajador:

Con viva complacencia recibo las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Argentina ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida a este acto de presentación, me es grato reiterar ante su persona el profundo afecto que siento por todos los hijos de aquella noble Nación.

Al deferente saludo que el Señor Presidente, Doctor Carlos Saúl Menem, ha querido hacerme llegar por medio de Usted, correspondo con sincero agradecimiento, y le ruego tenga a bien transmitirle mis mejores augurios, junto con las seguridades de mi plegaria al Altísimo por la prosperidad y bien espiritual de todos los argentinos.

Sus palabras, Señor Embajador, me son particularmente gratas y me han hecho recordar las visitas pastorales realizadas en 1982 y en 1987 a su país, durante las cuales pude apreciar los más genuinos valores del alma argentina: el calor humano, la hospitalidad, el tesón ante la adversidad, las aspiraciones a una mayor justicia y fraternidad que brotan de un pueblo forjado al amparo de la cruz de Cristo y en el seno de la Iglesia.

12 Como es bien conocido, en los últimos años se han producido en la vida política internacional importantes cambios que, en buena medida, están modificando la trama compleja de las relaciones entre los pueblos. Dichas transformaciones interpelan a todos los países, incluida la República Argentina, y constituyen un verdadero desafío a asumir la propia identidad, con su patrimonio histórico, para adecuarse a las exigencias de los tiempos e integrarse de modo más pleno y eficiente en los diversos niveles de participación de la vida internacional. Se impone, por tanto, un esfuerzo decidido y generoso con vistas a armonizar la legítima afirmación y salvaguardia de los intereses nacionales, con la colaboración y fraterna solidaridad hacia los otros pueblos, en particular, los de América Latina.

La República Argentina, en virtud de las raíces cristianas y valores morales que han configurado su ser como Nación a través de la historia, puede sumarse válidamente a la noble tarea de reforzar entre los pueblos las bases de la pacífica convivencia en el marco de la justicia y el respeto mutuo, teniendo siempre como punto de referencia una recta concepción del hombre y de su destino transcendente. En efecto, como afirma el Concilio Vaticano II, “la fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre; por ello, orienta el espíritu hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et spes
GS 11).

En el contexto de las nuevas situaciones y nuevos retos, se hace más necesario que nunca defender claramente el principio de la supremacía del bien común en la organización social y su vigencia en el seno de la comunidad nacional. Tal como lo viene proclamando reiteradamente el Magisterio de la Iglesia, se trata de ir logrando aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y a las familias, así como a los grupos intermedios y asociativos, su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones de progreso integral.

Por ello, ha de procurarse que las iniciativas que se tomen en favor de la estabilidad financiera y el desarrollo económico respeten siempre los principios de equidad en la justa distribución de esfuerzos y sacrificios por parte de los diversos grupos sociales. Por otra parte, no podría considerarse aceptable un modelo de organización social que, en aras de la eficacia, impidiera a la mayoría de la población acceder a mejores condiciones de vida. De modo particular, corresponde a los poderes públicos la tarea de velar para que los sectores más desprotegidos –que son los más vulnerables en tiempos de crisis económica– no sean víctimas de los planes de ajuste, ni queden marginados del dinamismo del crecimiento, al cual han de contribuir responsablemente.

Con el fin de que todos puedan cumplir su cometido en el seno de la comunidad política, cada uno de sus miembros ha de trabajar por la consecución del bien común en el marco de una amplia participación en la vida pública. Para ello, es particularmente necesario favorecer y cultivar las virtudes humanas, como la integridad moral, el desinterés, el sentido de responsabilidad, el espíritu de sacrificio y solidaridad que, junto con la creatividad y competencia técnica en los diversos campos, hagan posible la superación de las dificultades presentes para poder alcanzar así nuevas metas de prosperidad y progreso. En este marco de virtudes cívicas será ciertamente alentador para las futuras generaciones, y suscitará en los ciudadanos un espíritu de leal participación, la ejemplaridad de los gobernantes, legisladores y magistrados, así como de cuantos desempeñan funciones directivas en la sociedad. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma expresamente que “quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política, han de prepararse para ella y procurar ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal” (Gaudium et spes GS 75).

En el umbral del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo, la Iglesia en Argentina, así como en las demás Naciones hermanas de ese “continente de la esperanza”, se prepara a tan magno acontecimiento con vivo agradecimiento al Señor por el inestimable don de la fe. Ella es consciente de la inmensa obra evangelizadora y de promoción humana y cultural que llevaron a cabo tantos hombres y mujeres que dedicaron su vida a predicar el mensaje de salvación, a mitigar el dolor, a instruir y educar, dando testimonio de abnegada entrega en favor de los más necesitados.

Ayer como hoy, la Iglesia, con el debido respeto a la propia autonomía de las instituciones y autoridades civiles, continuará incansable en promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social. El carácter espiritual y religioso de su misión le permite llevar a cabo este servicio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte pues, como señala el Concilio Vaticano II, “al no estar ligada a ninguna forma particular de civilización, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión”(Gaudium et spes GS 42).

Señor Embajador, antes de terminar este encuentro, pláceme asegurarle mi benevolencia y apoyo, para que la alta misión que le ha sido encomendada se cumpla felizmente. Por mediación de Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Nación argentina, elevo mi plegaria al Altísimo para que asista siempre con sus dones a Usted y a su familia, a sus colaboradores, a los gobernantes de su noble país, así como al amadísimo pueblo argentino, tan cercano siempre al corazón del Papa.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR ROBERTO JOSÉ SIMÁN JACIR,

EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR


ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 27 de marzo de 1992



Señor Embajador:

Con viva complacencia recibo de sus manos las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de El Salvador ante la Santa Sede. Al darle, pues, mi más cordial bienvenida en este solemne acto, me es grato reiterar ante su persona el sincero afecto que siento por todos los hijos de esa noble Nación.

13 Ante todo le agradezco el deferente saludo de parte del Señor Presidente de la República, así como las delicadas expresiones que ha tenido para con esta Sede Apostólica, las cuales testimonian también los sinceros sentimientos del pueblo salvadoreño.

Las amables palabras que Usted me ha dirigido me son particularmente gratas, ya que me han hecho evocar la intensa jornada vivida en su País en marzo de 1983, durante mi visita pastoral a Centroamérica. Vuelve a mi mente la sentida celebración eucarística que tuvo lugar en la explanada de Metro Centro de la capital, en la que miles de salvadoreños expresaron sus anhelos de paz y justicia. Ante las situaciones de conflicto y violencia en la región quise, ya desde mi llegada, poner de manifiesto mi solicitud pastoral como Sucesor de Pedro con estas palabras: “Ha resonado con acentos de urgencia en mi espíritu el clamor desgarrado que se eleva desde estas tierras y que invoca la paz, el final de la guerra y de las muertes violentas; que implora reconciliación, desterrando las divisiones y el odio; que anhela una justicia, larga y hasta hoy inútilmente esperada; que quiere ser llamada a una mayor dignidad, sin renunciar a sus esencias religiosas cristianas” (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de San José de Costa Rica, 3, 2 de marzo de 1983).

Tras largas y laboriosas negociaciones, la Providencia ha permitido que el 16 de enero pasado fueran firmados finalmente los Acuerdos de Paz, que entraron en vigor el 1 de febrero, fecha en que el pueblo salvadoreño, dando testimonio de los valores espirituales que le dan cohesión y esperanza, se reunió ante el monumento dedicado al Divino Salvador del mundo en la ciudad capital, para entonar un solemne “Te Deum” de acción de gracias por el gran don de la paz.

Ante los nuevos horizontes de concordia y pacífica convivencia, que permitan la construcción de una sociedad renovada y solidaria, deseo expresar mi complacencia y aprecio por los denodados esfuerzos realizados por tantas personas de buena voluntad que han hecho posible la firma de los Acuerdos de paz: en particular, el Señor Presidente de la República, los responsables de las Naciones Unidas y de los países amigos, los delegados del Gobierno y los delegados del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

A este propósito, no podemos dejar de mencionar también la constante y abnegada contribución de la Iglesia católica durante todo el proceso de pacificación. Con la fuerza que viene de la fe en Jesucristo, sus Pastores no han dejado de reiterar urgentes llamados a la reconciliación y al perdón. El nuevo clima de entendimiento y diálogo para consolidar los acuerdos alcanzados y poner las bases para una sociedad más justa y participativa, es el mejor tributo que el pueblo de El Salvador puede rendir a aquellos servidores del Evangelio que, con su vida o incluso derramando su sangre, dieron testimonio de su amor por los más necesitados y de su fidelidad a la Iglesia.

Vuestra Excelencia ha aludido a la ardua tarea de reconstrucción a la que todos los salvadoreños están llamados. A este propósito, deseo asegurarle la decidida voluntad de la Iglesia en El Salvador a colaborar – en el marco de su propia misión religiosa y moral – con las Autoridades y las diversas instituciones, para promover todas las iniciativas que redunden en el mayor bien de la persona, de la familia, de la sociedad. Así pues, los Pastores, sacerdotes y comunidades religiosas, movidos por un deseo de un mayor testimonio evangélico, ajeno a intereses meramente temporales, continuarán prestando su valiosa contribución en campos tan importantes como son la educación, la salud, el servicio a los más necesitados.

Pero para construir una sociedad más justa, fraterna y solidaria es preciso que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia sigan siendo los elementos esenciales que inspiren a las personas y grupos que trabajan por el bien de la Nación. De esta manera se podrá atender más adecuadamente a las necesidades de los hombres secundando, a la vez, los designios de Dios. En este contexto se hace necesario potenciar los valores fundamentales para la convivencia social, tales como el respeto a la verdad, el decidido empeño por la justicia, el robustecimiento de los lazos de solidaridad, la honestidad, la capacidad del diálogo y de participación a todos los niveles. Como he expresado en la Encíclica “Redemptor Hominis”, “el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad... En nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre” (Redemptor Hominis
RH 17) . Todos, pues, han de prestar su apoyo en la tarea de poner las bases de una sociedad más justa. Una sociedad en la que sean tutelados los derechos fundamentales de la persona; en la que se fomente el espíritu de participación superando los intereses de partido o de clase; en la que el imperativo ético sea ineludible punto de referencia para todos los salvadoreños; en la que se lleve a cabo una distribución más equitativa de las riquezas; en la que los sacrificios sean compartidos por todos y no graven sólo sobre los más desprotegidos; en la que todos se emulen en el noble servicio al País, realizando, de esta manera, su vocación humana y cristiana. Recordando el memorable encuentro en Metro Centro al que he aludido anteriormente, reitero mi llamado a un mayor empeño en la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. La paz y la armonía que todos los salvadoreños se están esforzando por consolidar han de tener sus raíces en la dignidad del hombre y sus derechos inalienables. No puede existir verdadera paz si no existe un compromiso serio y decidido en la aplicación de la justicia social; pues la paz y la justicia no pueden disociarse.

Señor Embajador, antes de concluir este encuentro deseo expresarle mi estima y apoyo, junto con mis mejores deseos para que la misión que hoy inicia sea fecunda para bien de El Salvador. Le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante su Gobierno y demás instancias de su País, mientras, por mediación de la Virgen de la Paz invoco la bendición de Dios sobre Usted, sobre su familia y colaboradores, y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación salvadoreña.
Abril de 1992

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA TRIPULACIÓN DEL BUQUE-ESCUELA «LIBERTAD»

DE LA ARMADA ARGENTINA


Sábado 4 de abril de 1992



Me es grato saludar cordialmente al Señor Obispo Castrense, a los Cadetes de la Armada Argentina, acompañados de los Profesores, Oficiales y demás miembros de la tripulación del buque-escuela “Libertad”, que habéis deseado tener este encuentro con el Papa.

14 El periplo que realizáis actualmente por diversos mares y naciones, tan importante para vuestra formación, tiene este año una connotación particular. He sabido que el buque “Libertad” estará presente, junto con los de otros países, en la solemne conmemoración del V Centenario del primer anuncio del Evangelio en América. Recordando que entonces la Cruz de Cristo llegó a través de los mares, ahora os acompaña en esta travesía oceánica la imagen de la Virgen Stella Maris, que habéis traído a este encuentro para que sea bendecida por el Papa y que a su regreso presidirá, como Patrona, la Iglesia Catedral del Obispado Castrense de la querida Nación argentina. Os entrego, pues, esta imagen que he bendecido con grande veneración, recordándoos que la Virgen María, a la que invocamos también como Estrella de la Evangelización, sigue acompañando siempre la obra salvífica de su Hijo. Que en la singladura de vuestra vida sea Ella la que os ayude a seguir fielmente a Cristo.

Abiertos a todos los mares sin fronteras, os aliento a ser portadores de un sincero mensaje de paz, que favorezca la reconciliación y la concordia entre pueblos y naciones. Para ello os acompaña mi ferviente plegaria junto con mi Bendición Apostólica, que extiendo con afecto a vuestras familias.

Discursos 1992 8