Audiencias 1991 49

49 6. Por último, con la misma fe confesamos que la Iglesia de Cristo es «apostólica», esto es, edificada ?por Cristo y en Cristo? sobre los Apóstoles, de quienes recibió la verdad divina revelada. La Iglesia es apostólica, puesto que conserva esta tradición apostólica y la custodia como su depósito más precioso.

Los custodios designados y autorizados de este depósito son los sucesores de los Apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo. Pero no cabe duda de que todos los creyentes, unidos a sus pastores legítimos y, por tanto, a la totalidad de la Iglesia, participan en la apostolicidad de la Iglesia; en otras palabras, participan en su vínculo con los Apóstoles y, por medio de ellos, con Cristo. Por esta razón, la Iglesia no se puede reducir a la sola jerarquía eclesiástica que es, ciertamente, su quicio institucional. Pero todos los miembros de la Iglesia ?pastores y fieles? pertenecen y están llamados a desempeñar un papel activo en el único pueblo de Dios, que recibe de él el don del vínculo con los Apóstoles y con Cristo, en el Espíritu Santo. Como leemos en la carta a los Efesios: «Edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo (...), estáis siendo edificados juntamente, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (2, 20. 22).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dirigir mi afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús y Franciscanas Misioneras de María.

Mi cordial bienvenida igualmente a las diversas peregrinaciones parroquiales de España, a las Hermandades, Delegación de Misiones de la diócesis de Orihuela-Alicante, así como a las peregrinaciones de México y Guatemala.

A todos bendigo de corazón.



Sábado 20 de julio de 1991

El nombre de la Iglesia

(Lectura: 2da. carta a los Tesalonicenses)

50 1. En esta catequesis, a modo de introducción a la eclesiología, quiero hacer un breve análisis del nombre de la Iglesia, tal como nos llega del Evangelio o, mejor aún, de la palabra misma de Cristo. Seguimos así un método clásico de estudio de las cosas, en el que el primer paso es la exploración del significado de los términos empleados para designarla. Tratándose de una institución tan importante y antigua como la Iglesia es imprescindible saber cómo la llamó su fundador: porque ya este nombre define su pensamiento, su proyecto, su concepción creativa.

Ahora bien, sabemos por el evangelio de Mateo que cuando Jesús anunció la institución de «su Iglesia» en respuesta a la confesión de fe de Pedro, («sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»:
Mt 16,18), se sirvió de un término cuyo uso común en aquel tiempo y su presencia en diversos países del Antiguo Testamento nos permite descubrir su valor semántico. Es necesario decir que el texto griego del evangelio de Mateo utiliza aquí la expresión «mou ten ekklesíam». Este vocablo ekklesia lo emplearon los Setenta, o sea, la versión griega de la Biblia en el siglo II antes de Cristo, para traducir el qahal hebreo y su correspondiente arameo qahalá, que con mucha probabilidad usó Cristo en su respuesta a Pedro. Este hecho es el punto de partida de nuestro análisis de las palabras del anuncio de Jesús.

2. Tanto el termino hebraico qahal como el griego ekklesia significan «reunión», «asamblea». Ekklesia tiene relación etimológica con el verbo kalein, que significa «llamar». En el lenguaje semítico, la palabra tenía prácticamente el significado de «asamblea» (convocada), y en el Antiguo Testamento se usaba para designar a la «comunidad» del pueblo elegido, especialmente en el desierto (cf. Dt Dt 4,10 Ac 7,38).

En tiempos de Jesús, la palabra seguía en uso. Se puede notar de manera particular que en un escrito de la secta de Qumrán referido a la guerra de los hijos de las tinieblas, la expresión qehál 'El, «asamblea de Dios», se usa, entre otras semejantes, en relación con las insignias militares (1 QM 5, 10). También Jesús usa este término para hablar de «su» comunidad mesiánica, la nueva asamblea convocada por la alianza en su sangre, alianza anunciada en el Cenáculo (cf. Mt 26,28).

3. Tanto en el lenguaje semítico como en el griego, la asamblea se caracterizaba por la voluntad de quien la convocaba y por la finalidad con la que se la convocaba. En efecto, en Israel y en las antiguas ciudades-Estado de los griegos (póleis), se convocaban reuniones de diverso tipo, incluso de carácter profano (políticas, militares o profesionales), junto con las religiosas y litúrgicas.

También el Antiguo Testamento hace mención de reuniones de diversa índole. Pero, cuando habla de la comunidad del pueblo elegido, subraya el significado religioso, más aún, teocrático del pueblo elegido y convocado, proclamando explícitamente su pertenencia al Dios único. Por eso considera y designa a todo el pueblo de Israel como qahal de Yahveh, precisamente porque es su «propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19,5). Es una pertenencia y una relación con Dios completamente particular, fundada en la Alianza estipulada con él y en la aceptación de los mandamientos entregados mediante los intermediarios entre Dios y su pueblo en el momento de su llamada, que la Sagrada Escritura denomina precisamente como el «día de la asamblea» («jóm haqqahál»: Dt 9,10 Dt 10,4). El sentimiento de esta pertenencia jalona toda la historia de Israel y perdura a pesar de las repetidas traiciones y las frecuentes crisis y derrotas. Se trata de una verdad teológica contenida en la historia, a la que pueden recurrir los profetas en los períodos de desolación, como por ejemplo Isaías (deutero), quien a finales del exilio dice a Israel en nombre de Dios: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre: tú eres mío» (Is 43,1). Como si quisiera anunciar que en virtud de la Antigua Alianza intervendrá pronto para liberar a su pueblo.

4. Esta alianza con Dios, debida a una elección suya, da un carácter religioso a todo el pueblo de Dios y una finalidad transcendente a toda su historia, que también se desarrolla entre vicisitudes terrenas a veces felices y a veces funestas. Eso explica el lenguaje de la Biblia cuando llama a Israel «comunidad de Dios» («qehal Elohím») (cf. Ne Ne 13,1); y, más a menudo, «qehal Yahveh»: (cf. Dt 23,2-4 Dt 23,9). Es la conciencia permanente de una pertenencia fundada en la elección de Israel que Dios hizo en primera persona: «Seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos (...). Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6).

No es necesario recordar aquí, siempre en este contexto de análisis del lenguaje, que en el pueblo del Antiguo Testamento, por motivos del gran respeto que sentían hacia el nombre propio de Dios, «qehal Yahveh» se leía como «qehal Adonai», o sea, la «asamblea del Señor». Por eso, también en la versión griega de los Setenta se encuentra traducida por «ekklesía tou Kyríou»: podríamos decir «la Iglesia del Señor».

5. También hay que notar que los escritos del texto griego del Nuevo Testamento seguían la versión de los Setenta, y este hecho nos permite entender por qué llaman «ekklesía» al nuevo pueblo de Dios (el nuevo Israel), así como su referencia a la Iglesia de Dios. San Pablo habla a menudo de «Iglesia de Dios» (cf. 1Co 1,2 1Co 10,32 1Co 15,9 2Co 1,1 Ga 1,13), o de «Iglesias de Dios» (cf. 1Co 11,16 1Th 2,14 2Th 1,4). De este modo destacaba la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, hasta el punto de llamar a la Iglesia de Cristo «el Israel de Dios» (Ga 6,16). Pero muy pronto se produjo en san Pablo el paso a una formulación de las realidades de la Iglesia fundada por Cristo: como cuando habla de la Iglesia «en Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (1Th 1,1), o de la «Iglesia de Dios en Jesucristo» (1Th 2,14). En la carta a los Romanos, el Apóstol habla incluso de las «Iglesias de Cristo» (16, 16), en plural, y tiene en mente -y ante sus ojos- a las Iglesias cristianas locales surgidas en Palestina, Asia menor y Grecia.

6. Este desarrollo progresivo del lenguaje atestigua que en las primeras comunidades cristianas se aclara gradualmente la novedad encerrada en las palabras de Cristo: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia« (Mt 16,18). A esta Iglesia se aplican ahora, con sentido nuevo y mayor profundidad, las palabras de la profecía de Isaías: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre; tú eres mío» (43, 1). La «convocatoria divina» es obra de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado; funda y edifica «su» Iglesia, como «convocación de todos los hombres de la Nueva Alianza». Elige el fundamento visible de esta Iglesia y le confía el mandato de gobernarla. Por tanto, esta Iglesia le pertenece y seguirá siendo siempre suya. Ésta es la convicción de las primeras comunidades cristianas y ésta es su fe en la Iglesia de Cristo.

7. Como podemos ver, ya del análisis terminológico y conceptual de los textos del Nuevo Testamento emergen algunos resultados sobre el significado de la Iglesia. Podemos sintetizarlos desde ahora en la siguiente afirmación: la Iglesia es la nueva comunidad de las hombres, instituida por Cristo como una «convocación» de todos los llamados a formar parte del nuevo Israel para vivir la vida divina, según las gracias y exigencias de la Alianza establecida en el sacrificio de la cruz. La convocación se traduce para todos y cada uno en una llamada, que exige una respuesta de fe y cooperación con vistas al fin de la nueva comunidad, indicado por quien llama: «No me habéis elegido vosotros a mí sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto...» (Jn 15,16). De aquí deriva el dinamismo connatural a la Iglesia, cuyo campo de acción es inmenso, pues es una convocación a adherirse a Aquel que quiere «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ep 1,10).

51 8. El objetivo de la convocación consiste en ser introducidos en la comunión divina (cf. 1Jn 1,3). Para alcanzar este objetivo, el primer paso es la escucha de la Palabra de Dios, que la Iglesia recibe, lee y vive con la luz que le llega desde lo alto, como don del Espíritu Santo, según la promesa de Cristo a los Apóstoles: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). La Iglesia está llamada y mandada para llevar a todos la palabra de Cristo y el don del Espíritu: a todo el pueblo que será el nuevo «Israel» comenzando por los niños, de quienes Jesús dijo: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mt 19,14). Pero todos están llamado, pequeños y grandes; y, entre los grandes, las personas de cualquier condición. Como dice san Pablo: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).

9. Por último, el objetivo de la convocación es un destino escatológico, porque el nuevo pueblo está completamente orientado hacia la comunidad celestial, como sabían y sentían los primeros cristianos: «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (He 13,14). «Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesús» (Ph 3,20).

A este vértice ultraterreno y sobrenatural nos ha conducido el análisis del nombre que dio Jesús a su Iglesia: el misterio de una nueva comunidad del pueblo de Dios que abarca, en el vínculo de la comunión de los santos, además de los fieles que en la tierra siguen a Cristo por el camino del Evangelio, a quienes completan su purificación en el purgatorio, y a los santos del cielo. Volveremos a retomar todos estos puntos en las siguientes catequesis.

Saludos

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Religiosas Adoratrices y a las Mercedarias del Santísimo Sacramento, a quienes aliento a una entrega generosa a Cristo y a la Iglesia, dando siempre testimonio de amor a los hermanos.

Mi cordial bienvenida al grupo Ciclista Colombiano y a los integrantes de la peregrinación organizada por la Revista General de los Cofrades Andaluces.

A todos bendigo de corazón.



Miércoles 24 de julio de 1991

Sí a la Iglesia

1. Estamos adentrándonos en el ciclo de catequesis dedicadas a la Iglesia. Ya hemos explicado que la profesión de esta verdad en el Símbolo presenta un carácter específico, en cuanto la Iglesia no es sólo objeto de la fe sino también su sujeto: nosotros mismos somos la Iglesia en la que confesamos creer; creemos en la Iglesia y somos al mismo tiempo Iglesia creyente y orante. Somos la Iglesia en su aspecto visible, la Iglesia que manifiesta su propia fe en su misma realidad divina y humana de Iglesia: dos dimensiones tan inseparables entre sí que, si faltara una, se anularía toda la realidad de la Iglesia, tal como la quiso y fundó Cristo.

52 Esta realidad divino-humana de la Iglesia está unida orgánicamente a la realidad divino-humana de Cristo mismo. La Iglesia es, en cierto sentido, la continuación del misterio de la Encarnación. Efectivamente, el apóstol Pablo decía de la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo (cfr. 1Co 12,27 Ep 1,23 Col 1,24), del mismo modo que Jesús comparaba el «todo» crístico-eclesial a la unidad de la vid con sus sarmientos (cf. Jn 15,1-5).

De esta premisa se deduce que creer en la Iglesia, pronunciar ante ella el «sí» de aceptación de fe, es consecuencia lógica de todo el «Credo» y, en particular, de la profesión de fe en Cristo, Hombre-Dios. Es exigencia lógica interna del Credo, que debemos tener presente principalmente en nuestros días, en que muchos separan e, incluso, contraponen la Iglesia a Cristo al decir, por ejemplo, Cristo sí, Iglesia no. Esta contraposición, que no es nueva, ha sido puesta en circulación en algunos ambientes del mundo contemporáneo. Por ello, resulta útil dedicar la catequesis de hoy a un examen atento y sereno del significado de nuestro sí a la Iglesia, también en relación con la contraposición apenas mencionada.

2. Podemos admitir que esta contraposición Cristo sí, Iglesia no, nace en el terreno de la complejidad particular de nuestro acto de fe con el que decimos: «Credo Ecclesiam». Podemos preguntarnos si es legítimo incluir entre las verdades divinas el hecho de creer en una realidad humana, histórica y visible como es la Iglesia; realidad que, como todas las cosas humanas, presenta límites, imperfecciones y pecaminosidad en sus miembros, en todos los niveles de su estructura institucional, tanto entre los laicos como entre los eclesiásticos, incluso entre nosotros, los pastores de la Iglesia; nadie está exento de esta triste herencia de Adán.

Pero debemos constatar que Jesucristo mismo, cuando eligió a Pedro como «piedra sobre la que edificar su Iglesia» (cf. Mt 16,18), quiso que nuestra fe en la Iglesia afrontara y superara estas dificultades. Se sabe por el Evangelio, que refiere las mismas palabras de Jesús, qué imperfecta y frágil desde el punto de vista humano era la roca elegida, tal como Pedro demostró en el momento de la gran prueba. Así y todo, el Evangelio mismo nos atestigua que la triple negación de Pedro, poco después de haber prometido fidelidad al Maestro, no hizo que Cristo anulara su elección (cf. Lc Lc 22,32 Jn 21,15-17). Por el contrario, se puede notar que Pedro alcanza una nueva madurez a través de la contrición por su pecado, de manera que, después de la resurrección de Cristo, puede compensar su triple negación con la triple confesión: «Señor, tú sabes que te quiero» (cf. Jn 21,15), y puede recibir de Cristo resucitado la triple confirmación de su mandato de pastor de la Iglesia: «Apacienta mis corderos» (Jn 21,15-17). Pedro dio, luego, muestras de amar a Cristo «más que los otros» (cf. Jn 21,15), sirviendo a la Iglesia según su mandato de apostolado y de gobierno, hasta la muerte por martirio, que fue su testimonio definitivo para la edificación de la Iglesia.

Reflexionando sobre la vida y muerte de Simón Pedro, es más fácil pasar de la contraposición Cristo sí, Iglesia no a la convicción Cristo sí, Iglesia sí, como prolongación del sí a Cristo.

3. La lógica del misterio de la Encarnación ?sintetizada en ese «sí a Cristo»? comporta la aceptación de todo lo que en la Iglesia es humano, por el hecho de que el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana en solidaridad con la naturaleza contaminada por el pecado en la estirpe de Adán. Aún siendo en absoluto sin pecado, cargó con el pecado de la humanidad: Agnus Dei qui tollit peccata mundi. El Padre «lo hizo pecado por nosotros», escribía el apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios (5, 21). Por eso, la pecaminosidad de los cristianos ?de quienes se dice, a veces con razón, que «no son mejores que los demás»?, la pecaminosidad de los mismos eclesiásticos, no debe originar una actitud farisaica de separación y rechazo; al contrario, debe impulsarnos hacia una aceptación más generosa y confiada de la Iglesia, hacia un más convencido y meritorio en su favor, porque sabemos que precisamente en la Iglesia y mediante la Iglesia esta pecaminosidad se transforma en objeto de la potencia divina de la redención, bajo la acción del amor que hace posible y realiza la conversión del hombre, la justificación del pecador, el cambio de vida y el progreso en el bien, a veces hasta el heroísmo, es decir, hasta la santidad. ¿Cómo negar que la historia de la Iglesia está llena de ejemplos de pecadores convertidos y de penitentes, que, habiendo vuelto a Cristo, lo siguieron fielmente hasta el fin?

Una cosa es cierta: el camino que Jesucristo ?y la Iglesia con él? propone al hombre está sembrado de exigencias morales que comprometen a realizar el bien hasta el extremo del heroísmo. Es necesario, por ello, estar atento al hecho de que cuando se pronuncie un «no a la Iglesia» en realidad no se intente escapar a esas exigencias. En este caso, más que en cualquier otro, el «no a la Iglesia» equivaldría a un «no a Cristo». Por desgracia, la experiencia dice que muchas veces es así.

Por otra parte, no se puede menos de observar que, si la Iglesia ?a pesar de todas las debilidades humanas y los pecados de sus miembros? permanece fiel a Cristo en el conjunto de sus fieles y hace que muchos de sus hijos, que han faltado a su compromiso bautismal, vuelvan a Cristo, esto acaece gracias al «poder desde lo alto» (cf. Lc Lc 24,49), el Espíritu Santo, que la anima y la guía en su peligroso camino a lo largo de la historia.

4. Pero debemos agregar que el «no a la Iglesia» no se basa, a veces, en los defectos humanos de los miembros de la Iglesia, sino en el principio general del rechazo a la mediación. En realidad, hay gente que, aún admitiendo la existencia de Dios, quiere establecer con él contactos exclusivamente personales, sin aceptar ninguna mediación entre su propia conciencia y Dios; de ahí que lo primero que rechace sea la Iglesia.

De todas formas, no olvidemos que la valoración de la conciencia es también una preocupación de la Iglesia que, tanto en el orden moral como en el plano más específicamente religioso, se considera como portavoz de Dios para el bien del hombre y, por eso, esclarecedora, formadora y servidora de la conciencia humana. Su cometido es el de favorecer el acceso de las inteligencias y de las conciencias a la verdad de Dios que se reveló en Cristo, quien confió a los Apóstoles y a la Iglesia este ministerio, esta diaconía de la verdad en la caridad. Toda conciencia animada por un amor sincero a la verdad no puede menos de desear saber y, por consiguiente, escuchar ?por lo menos esto? lo que el Evangelio predicado por la Iglesia dice al hombre para su bien.

5. Con todo, a menudo el problema del o del no a la Iglesia se complica precisamente en este punto, porque se niega la misma mediación de Cristo y de su Evangelio. Se trata de un no a Cristo, más que a la Iglesia. Quien se considera cristiano, y quiere serlo, tiene que tener muy presente este hecho. No puede ignorar el misterio de la Encarnación, por el que Dios mismo concedió al hombre la posibilidad de establecer un contacto con él sólo mediante Cristo, Verbo encarnado, de quien dice san Pablo: «Hay (...) un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1Tm 2,5). Y tampoco puede ignorar que, desde los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles predicaban que «no hay bajo el cielo otro nombre [fuera de Cristo] dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Ac 4,12). Ni puede olvidar que Cristo instituyó la Iglesia como una comunidad de salvación, en la que se prolonga hasta el fin de los tiempos su mediación salvífica en virtud del Espíritu Santo que él envió. El cristiano sabe que, conforme a la voluntad de Dios, el hombre ?que como persona es un ser social? está llamado a actuar su relación con él en la comunidad de la Iglesia. Y sabe que no es posible separar la mediación de la Iglesia, la cual participa en la función de Cristo como mediador entre Dios y los hombres.

53 6. Por último, no podemos ignorar que el «no a la Iglesia» muchas veces tiene raíces más profundas, ya sea en los individuos, ya sea en los grupos humanos y en los ambientes ?sobre todo en ciertos sectores de cultura verdadera o supuesta?, en los que no es difícil, hoy por hoy, y quizá más que en otros tiempos, tropezar con actitudes de rechazo o, incluso, de hostilidad. Se trata, en el fondo, de una psicología caracterizada por la voluntad de autonomía total, que nace del sentido de autosuficiencia personal o colectiva, por medio del cual el hombre se considera independiente del Ser sobrehumano, a quien se propone ?o también se descubre en la interioridad? como autor y señor de la vida, de la ley fundamental, del orden moral y, por tanto, como fuente de distinción entre el bien y el mal. Hay quien pretende establecer por sí mismo lo que es bueno o malo y, en consecuencia, rehúsa ser dirigido desde fuera, ya sea por un Dios trascendente, ya por una Iglesia que lo representa en la tierra.

Esta posición proviene generalmente de una gran ignorancia de la realidad. Se concibe a Dios como enemigo de la libertad humana, como patrón tiránico; por el contrario, precisamente él ha creado la libertad y es el amigo más auténtico. Sus mandamientos no tienen otra finalidad que la de ayudar a los hombres a que eviten la esclavitud peor y más vergonzosa, la inmoralidad, y favorecer el desarrollo de la libertad verdadera. Sin una relación de confianza con Dios, la persona humana no puede realizar plenamente su propio crecimiento espiritual.

7. No tenemos por qué maravillarnos al observar que una actitud de autonomía radical produce fácilmente una forma de sometimiento peor que el temido por la «heteronomía», esto es, la dependencia de las opiniones de los demás, de los vínculos ideológicos y políticos, de las presiones sociales, o de las propias inclinaciones y pasiones. ¡Cuántas veces quien cree ser independiente y se gloría de ser un hombre libre de cualquier forma de esclavitud, está sometido a la opinión pública y a la otras formas antiguas y nuevas de dominio del espíritu humano! Es fácil comprobar que el intento de prescindir de Dios, o la pretensión de prescindir de la mediación de Cristo y de la Iglesia, tiene un precio muy alto. Era necesario concentrar la atención en este problema para terminar nuestra introducción al ciclo de catequesis eclesiológicas que ahora comenzaremos. Repitamos hoy una vez más: «sí a la Iglesia», precisamente en virtud de nuestro «sí a Cristo».

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Hermanas Franciscanas del Espíritu Santo y a las Misioneras del Corazón de María, que celebran su Capítulo General. Os encomiendo al Señor para que os ilumine en vuestras reuniones y seáis siempre testimonios vivos de consagración a Dios y a la Iglesia.

Saludo igualmente al grupo de Profesores y alumnos de la Facultad Teológica “San Vicente Ferrer”, de Valencia, y a los numerosos peregrinos provenientes de México.

A todos bendigo de corazón.



Miércoles 31 de julio de 1991

La Iglesia en el designio eterno del Padre

54 (Lectura: carta de san Pablo a los Efesios)

1. La Iglesia es un hecho histórico, cuyo origen es documentable y está documentado, como veremos a su debido tiempo. Pero, al empezar un ciclo de catequesis teológicas sobre la Iglesia, queremos partir, como hizo el Concilio Vaticano II, de la fuente más alta y más auténtica de la verdad cristiana: la revelación. En efecto, en la constitución Lumen gentium consideró a la Iglesia en su fundamento eterno, que es el designio salvífico concebido por el Padre en el seno de la Trinidad. El Concilio escribe precisamente que «el Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor» (
LG 2).

En el designio eterno de Dios la Iglesia constituye, en Cristo y con Cristo, una parte esencial de la economía universal de salvación en la que se traduce el amor de Dios.

2. Este designio eterno encierra el destino de los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, llamados a la dignidad de hijos de Dios y adoptados por el Padre celestial como hijos en Jesucristo. Como leemos en la carta a los Efesios, Dios nos ha elegido «de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (1, 4-6). Y en la carta a los Romanos: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (8, 29).

Por tanto, para comprender bien el comienzo de la Iglesia como objeto de nuestra fe (el «misterio de la Iglesia»), hemos de remitirnos al programa de san Pablo, que consiste en «esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios (...) para que sea ahora manifestado a los Principados y las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó [Dios] en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ep 3,9-11). Como se desprende de este texto, la Iglesia forma parte del plan cristocéntrico que está en el designio de Dios, Padre desde toda la eternidad.

3. Los mismos textos paulinos se refieren al destino del hombre elegido y llamado a ser hijo adoptivo de Dios, no sólo en la dimensión individual de la humanidad, sino también en la comunitaria. Dios piensa, crea y llama a sí a una comunidad de personas. Este designio de Dios es enunciado más explícitamente en un paso importante de la carta a los Efesios: «Según el benévolo designio que en él [Cristo] se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (1, 9-10). Así, pues, en el designio eterno de Dios la Iglesia como unidad de los hombres en Cristo-Cabeza se inserta en un plano que abraza a toda la creación ?se podría decir, en un plano «cósmico»?, el de unir todas las cosas en Cristo-Cabeza. El primogénito de toda la creación se convierte en el principio de «recapitulación» de esta creación, para que Dios pueda ser «todo en todo» (1Co 15,28). Cristo, por consiguiente, es la clave de lectura del universo. La Iglesia, cuerpo viviente de quienes se adhieren a él como respuesta a la vocación de hijos de Dios, está asociada a él, como partícipe y administradora, en el centro del plan de redención universal.

4. El Concilio Vaticano II sitúa y explica el «misterio de la Iglesia» en este horizonte de la concepción paulina, en el que se refleja y precisa la visión bíblica del mundo. Escribe: «Y [el Padre] estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua Alianza, constituida "en los tiempos definitivos", manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos "desde Abel hasta el último elegido", serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre» (Lumen gentium LG 2). No se podía concentrar de modo mejor en pocos renglones toda la historia de la salvación, tal como se despliega en los libros sagrados, fijando su significado eclesiológico ya formulado e interpretado por los Padres según las indicaciones de los Apóstoles y del mismo Jesús.

5. Vista en la perspectiva del designio eterno del Padre, la Iglesia aparece, desde el comienzo, en el pensamiento de los Apóstoles y de las primeras generaciones cristianas, como fruto del infinito amor divino que une al Padre con el Hijo en el seno de la Trinidad: en virtud de este amor, el Padre ha querido reunir a los hombres en su Hijo. El mysterium Ecclesiae deriva, así, del mysterium Trinitatis. Debemos exclamar también aquí, como en el momento de la misa en que se realiza la renovación del sacrificio eucarístico, donde a su vez se reúne la Iglesia: mysterium fidei!

6. En esa fuente eterna está también el principio de su dinamismo misionero. La misión de la Iglesia es como la prolongación, o la expansión histórica, de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, por lo que es posible afirmar que se trata de una participación vital, bajo la forma de asociación ministerial, en la acción trinitaria en la historia humana.

En la constitución Lumen gentium (cf. núms. LG 1-4), el Concilio Vaticano II habla extensamente de la misión del Hijo y del Espíritu Santo. En el decreto Ad gentes precisa el carácter comunitario de la participación humana en la vida divina, cuando escribe que el plan de Dios «dimana del "amor fontal" o caridad de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el Espíritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por un acto de su excesiva y misericordiosa benignidad y llamándonos, además, graciosamente a participar con él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse "todo en todas las cosas" (1Co 15,28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad. Y plugo a Dios llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente, sin mutua conexión alguna entre ellos, sino constituirlos en un pueblo en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en unidad (cf. Jn 11,52)» (AGD 2).

7. El fundamento de la comunidad querido por Dios en su designio eterno es la obra de la Redención, que libera a los hombres de la división y la dispersión producida por el pecado. La Biblia nos presenta el pecado como fuente de hostilidad y violencia, tal como aparece ya en el fratricidio cometido por Caín (cf. Gn 4,8); y también como fuente de fragmentación de los pueblos, que en los aspectos negativos encuentra su expresión paradigmática en el pasaje de la torre de Babel.

55 Dios quiso liberar a la humanidad de este estado por medio de Cristo. Esta voluntad salvífica suya parece resonar en el discurso de Caifás ante el Sanedrín. De Caifás escribe el evangelista Juan que «como era sumo sacerdote (...) profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,51-52). Caifás pronunció estas palabras con la finalidad de convencer al Sanedrín y condenar a muerte a Jesús, poniendo como pretexto el peligro político que por su causa corría la nación frente a los romanos que ocupaban Palestina. Pero Juan sabía bien que Jesús había venido para quitar el pecado del mundo y salvar a los hombres (cf. Jn 1,29), y por eso no duda en atribuir a las palabras de Caifás un significado profético, como revelación del designio divino. Efectivamente, estaba escrito en este designio que Cristo, mediante su sacrificio redentor culminado en su muerte en la cruz, se convertiría en fuente de una nueva unidad para los hombres llamados en él a recuperar la dignidad de hijos adoptivos de Dios.

En ese sacrificio y en esa cruz se encuentra el origen de la Iglesia como comunidad de salvación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas de la Sagrada Familia de Urgel y del Sagrado Corazón, a quienes aliento a una entrega generosa a Cristo y a la Iglesia.

Igualmente saludo a las peregrinaciones procedentes de México, de Argentina y de los demás países de América Latina y de España, e imparto con afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1991 49