Audiencias 1991 63

Miércoles 11 de septiembre de 1991

La obra de Cristo en la fundación de la Iglesia

(Lectura:
evangelio de san Marcos, capítulo 3, versículos 13-15 )

1. Concebida y querida en el designio eterno del Padre como reino de Dios y de su Hijo, el Verbo encarnado Jesucristo, la Iglesia se encarna en el mundo como hecho histórico y, aunque está llena de misterio y ha estado acompañada por milagros en su origen y, se podría decir, a lo largo de toda su historia, pertenece también al ámbito de los hechos verificables, experimentables y documentables.

En esta perspectiva, la Iglesia comienza con el grupo de doce discípulos a los que Jesús mismo elige entre la multitud de sus seguidores (cf. Mc 3,13-19 Jn 6,70 Ac 1,2) y que reciben el nombre de Apóstoles (cf. Mt 10,1-5 Lc 6,13). Jesús los llama, los forma de modo completamente peculiar y, en fin, los envía al mundo como testigos y anunciadores de su mensaje, de su pasión y muerte, y de su resurrección. Los Doce son, desde este punto de vista, los fundadores de la Iglesia como reino de Dios que, sin embargo, tiene siempre su fundamento (cf. 1Co 3,11 Ep 2,20) en él, en Cristo.

Después de la Ascensión, un grupo de discípulos se encuentra reunido en torno a los Apóstoles y a María en espera del Espíritu Santo que Jesús había prometido. En verdad, ante la «promesa del Padre» que Jesús les formula una vez más estando a la mesa con ellos ?promesa que se refería a un «bautismo en el Espíritu Santo» (Ac 1,4-5)?, preguntan al Maestro resucitado: «¿Es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Ac 1,6). Evidentemente, su mentalidad estaba influida todavía por de la esperanza de un reino mesiánico, que consistiría en la restauración temporal del reino davídico (cf. Mc 11,10 Lc 1,32-33) esperada por Israel. Jesús los había disuadido de esta expectativa y había reafirmado la promesa: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8).

2. El día de Pentecostés, que de primitiva fiesta de la cosecha (cf. Ex 23,16) se había convertido para Israel en fiesta de la renovación de la Alianza (cf. 2Ch 15,10 2Ch 15,13), la promesa de Cristo se cumple del modo que ya conocemos. Bajo la acción del Espíritu Santo, el grupo de los Apóstoles y los discípulos se consolida y alrededor de ellos se reúnen los primeros convertidos por el anuncio de los Apóstoles y, especialmente, de Pedro. Así inicia el crecimiento de la primera comunidad cristiana (cf. Ac 2,41) y se constituye la Iglesia de Jerusalén (cf. Ac 2,42-47), que muy pronto se ensancha y se extiende también a otras ciudades, regiones y naciones ?¡hasta Roma!?, ya sea en virtud de su propio dinamismo interno impreso por el Espíritu Santo, ya porque las circunstancias obligan a los cristianos a huir de Jerusalén y de Judea y a dispersarse por diversas localidades, y también a causa del ardor con el que, principalmente los Apóstoles, pretenden poner por obra el mandato de Cristo sobre la evangelización universal.

Éste es el acontecimiento histórico de los orígenes, descrito por Lucas en los Hechos de los Apóstoles y confirmado por los demás textos cristianos y no cristianos que documentan la difusión del cristianismo y la existencia de las distintas Iglesias en toda la zona del Mediterráneo ?y más allá?, a lo largo de los últimos decenios del primer siglo.

64 3. En el contexto histórico de este hecho está contenido el elemento misterioso de la Iglesia, al que se refiere el Concilio Vaticano II cuando escribe que «Cristo, en cumplimiento de voluntad del Padre inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por poder de Dios crece visiblemente en el mundo» (Lumen gentium LG 3). Estas palabras son la síntesis de la catequesis anterior sobre el comienzo del reino de Dios en la tierra, en Cristo y por Cristo y, a la vez, indican que la Iglesia está llamada por Cristo a la existencia, a fin de que este reino perdure y se desarrolle en ella y por ella en el curso de la historia del hombre en la tierra.

Jesucristo, que desde el principio de su misión mesiánica proclamaba la conversión y llamada a la fe: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15), confió a los Apóstoles y a la Iglesia la tarea de congregar a los hombres en la unidad de esta fe, invitándolos a entrar en la comunidad de fe fundada por él.

4. La comunidad de fe es paralelamente una comunidad de salvación. Jesús había repetido muchas veces: «El hijo del hombre ha venido a buscar y salvarlo que estaba perdido» (Lc 19,10). Sabía y declaraba desde el comienzo que su misión era la de «anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos» (cf. Lc 4,18). Sabía y declaraba que el Padre lo había enviado como salvador (cf. Jn 3,17 Jn 12,47). De aquí derivaba su solicitud particular hacia los pobres y los pecadores.

En consecuencia, también su Iglesia debía surgir y desarrollarse como una comunidad de salvación. Lo subraya el Concilio Vaticano II en el decreto Ad gentes: «Lo que ha sido predicado una vez por el Señor, o lo que en él se ha obrado para salvación del género humano, debe ser proclamado y difundido hasta los últimos confines de la tierra, comenzando por Jerusalén, de suerte que lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto en todos en el curso de los tiempos» (AGD 3). De esta exigencia de expansión, manifestada por el evangelio y por los Hechos de los Apóstoles, se originan la misión y las misiones de la Iglesia en el mundo entero.

5. Los Hechos de los Apóstoles nos atestiguan que en la Iglesia primitiva .la comunidad de Jerusalén. la vida de oración era sumamente intensa y que los cristianos se reunían para la «fracción del pan» (Ac 2,42 ss.). Esta expresión tenía, en el lenguaje cristiano, el significado de un rito eucarístico inicial (cf. 1Co 10,16 1Co 11,24 Lc 22,19 etc.).

En efecto, Jesús había querido que su Iglesia fuera la comunidad del culto a Dios en espíritu y en verdad. Éste era el significado nuevo del culto que él había enseñado: «Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren» (Jn 4,25). Lo dijo Jesús durante su conversación con la samaritana. Pero ese culto en espíritu y en verdad no excluía el aspecto visible; no excluía, por tanto, los signos y los ritos litúrgicos, para los que los primeros cristianos se reunían tanto en el templo (cf. Ac 2,46) como en casas particulares (cf. Ac 2,46 Ac 12,12). Hablando con Nicodemo, Jesús mismo había aludido al rito bautismal: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Era el primer sacramento de la comunidad nueva, en el que se realizaba el renacimiento por obra del Espíritu Santo y la entrada en el reino de Dios, significada por el rito visible del lavado con el agua (cf. Ac 2,38 Ac 2,41).

6. El momento culminante del nuevo culto ?en espíritu y en verdad? era la Eucaristía. La institución de este sacramento había sido el punto clave en la formación de la Iglesia. Relacionándola con el banquete pascual de Israel, Jesús la había concebido y realizado como un convite, en el que él mismo se entregaba bajo las especies de comida y bebida: pan y vino, signos de participación de su vida divina .vida eterna. con los invitados al banquete. San Pablo expresa bien el aspecto eclesial de tal participación en la Eucaristía, cuando escribe a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10,16-17).

Desde sus orígenes, la Iglesia comprendió que la institución del sacramento, que tuvo lugar durante la Ultima Cena, significaba la introducción de los cristianos en el corazón mismo del reino de Dios, que Cristo mediante su encarnación redentora había iniciado y constituido en la historia del hombre. Los cristianos sabían desde el principio que este reino perdura en la Iglesia, especialmente a través de la Eucaristía. Y ésta ?como sacramento de la Iglesia? era y es también la expresión culminante de ese culto en espíritu y en verdad, al que Jesús había aludido durante su conversación con la samaritana. Al mismo tiempo, la Eucaristía-sacramento era y es un rito que Jesús instituyó para que fuera celebrado por la Iglesia. En realidad, había dicho en la Ultima Cena: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19 cf. 1Co 11,24-25).Son palabras pronunciadas en vísperas de su pasión y muerte en la cruz, en el marco de un discurso a los Apóstoles con el que Jesús los instruía y preparaba para su propio sacrificio. Ellos las comprendieron en este sentido. La Iglesia tomó de esas palabras la doctrina y la práctica de la Eucaristía como renovación incruenta del sacrificio de la cruz. Santo Tomás de Aquino expresó este aspecto fundamental del sacramento eucarístico en la famosa antífona: O Sacrum Convivium, in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius; y añadió lo que la Eucaristía produce en los participantes en el banquete, según el anuncio de Jesús sobre la vida eterna: mens impletur gratia, et futurae gloriae nobis pignus datur...

7. El Concilio Vaticano II resume así la doctrina de la Iglesia acerca de este punto: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado (1Co 5,7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1Co 10,17)» (Lumen gentium LG 3).

Según el Concilio, la Ultima Cena es el momento en que Cristo, anticipando su muerte en la cruz y su resurrección, da comienzo a la Iglesia: la Iglesia es engendrada junto con la Eucaristía, en cuanto que está llamada «a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Lumen gentium LG 3). Cristo es luz del mundo sobre todo en su sacrificio redentor. Es entonces cuando realiza plena mente las palabras que dijo un día: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45 Mt 20,28). Cumple entonces el designio eterno del Padre, según el cual Cristo «iba a morir ( ) para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,51-52). Por ello, en el sacrificio de la cruz Cristo es el centro de la unidad de la Iglesia, como había predicho: «Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). En el sacrificio de la cruz renovado en el altar, Cristo sigue siendo el perenne centro generador de la Iglesia, en la que los hombres están llamados a participar en su vida divina para alcanzar un día la participación en su gloria eterna. Et futurae gloriae nobis pignus datur.

Saludos

65 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con particular afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española, procedentes de España y de América Latina.

De modo particular dirijo mi saludo al grupo de peregrinos de la Basílica de Maipú (Chile), que peregrinan a Tierra Santa con una imagen de la Virgen del Carmen su Patrona; sed portadores de mis deseos de paz y reconciliación entre todos los pueblos de la tierra.

También me es grato saludar al grupo de peregrinos de la arquidiócesis de Monterrey (México), así como a los peregrinos procedentes de Málaga, San Sebastián, Pamplona y de otros puntos de España. Os aliento a que seáis miembros vivos y comprometidos en vuestras respectivas diócesis y parroquias, siendo constructores del Reino de Dios.

A todos os bendigo de corazón.




Miércoles 18 de septiembre de 1991

El significado del Reino de Dios en las parábolas evangélicas

(Lectura:
evangelio de san Mateo, capítulo 13, versículo 34-35)
Mt 13,34-35

1. Los textos evangélicos documentan la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios en relación con la Iglesia. Documentan, también, de qué modo lo predicaban los Apóstoles, y cómo la Iglesia primitiva lo concebía y creía en él. En esos textos se vislumbra el misterio de la Iglesia como reino de Dios. Escribe el Concilio Vaticano II: «El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido (...). Este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo» (Lumen gentium LG 5). A todo lo que dijimos en las catequesis anteriores acerca de este tema, especialmente en la última, agregamos hoy otra reflexión sobre la enseñanza que Jesús imparte sobre el reino de Dios haciendo uso de parábolas, sobre todo de las que se sirvió para darnos a entender su significado y su valor esencial.

2. Dice Jesús: «El reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo» (Mt 22,2). La parábola del banquete nupcial presenta el reino de Dios como una iniciativa real ?y, por tanto, soberana? de Dios mismo. Incluye también el tema del amor y, con mayor propiedad, del amor nupcial: el hijo, para el que el padre prepara el banquete de bodas, es el esposo. Aunque en esta parábola no se habla de la esposa por su nombre, las circunstancias permiten suponer su presencia y su identidad. Esto resultará más claro en otros textos del Nuevo Testamento, que identifican a la Iglesia con la Esposa (Jn 3,29 Ap 21,9 2Co 11,2 Ep 5,23-27 Ep 5,29).

66 3. Por el contrario, la parábola contiene de modo explícito la indicación acerca del Esposo, Cristo, que lleva a cumplimiento la Alianza nueva del Padre con la humanidad. Ésta es una alianza de amor, y el reino mismo de Dios se presenta como una comunión (comunidad de amor), que el Hijo realiza por voluntad del Padre. El «banquete» es la expresión de esta comunión. En el marco de la economía de la salvación descrita por el Evangelio, es fácil descubrir en este banquete nupcial una referencia a la Eucaristía: el sacramento de la Alianza nueva y eterna, el sacramento de las bodas de Cristo con la humanidad en la Iglesia.

4. A pesar de que en la parábola no se nombra a la Iglesia como Esposa, en su contexto se encuentran elementos que recuerdan lo que el Evangelio dice sobre la Iglesia como reino de Dios. Por ejemplo, la universalidad de la invitación divina: «Entonces [el rey] dice a sus siervos (...): «a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (
Mt 22,9). Entre los invitados al banquete nupcial del Hijo faltan los que fueron elegidos en primer lugar: esos debían ser huéspedes, según la tradición de la antigua Alianza. Rechazan asistir al banquete de la nueva Alianza, aduciendo diversos pretextos. Entonces Jesús pone en boca del rey, dueño de la casa: «Muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mt 22,14). En su lugar, la invitación se dirige a muchos otros, que llenan la sala del banquete. Este episodio nos hace pensar en otras palabras que Jesús había pronunciado en tono de admonición: «Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt 8,11-12). Aquí se observa claramente cómo la invitación se vuelve universal: Dios tiene intención de sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el pueblo elegido, sino con la humanidad entera.

5. El desenlace de esta parábola indica que la participación definitiva en el banquete nupcial está supeditada a ciertas condiciones esenciales. No basta haber entrado en la Iglesia para estar seguro de la salvación eterna: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de bodas?» (Mt 22,12), pregunta el rey a uno de los invitados. La parábola, que en este punto parece pasar del problema del rechazo histórico de la elección por parte del pueblo de Israel al comportamiento individual de todo aquel que es llamado, y al juicio que se pronunciará sobre él, no especifica el significado de ese «traje» Pero se puede decir que la explicación se encuentra en el conjunto de la enseñanza de Cristo. El Evangelio, en particular el sermón de la montaña, habla del mandamiento del amor, que es el principio de la vida divina y de la perfección según el modelo del Padre: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Se trata del «mandamiento nuevo» que, como enseña Cristo, consiste en esto: «Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Por ello, parece posible colegir que el «traje de bodas», como condición para participar en el banquete, es precisamente ese amor.

Esa apreciación es confirmada por otra gran parábola, de carácter escatológico: la parábola del juicio final. Sólo quienes ponen en práctica el mandamiento del amor en las obras de misericordia espiritual y corporal para con el prójimo, pueden tomar parte en el banquete del reino de Dios: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros des de la creación del mundo» (Mt 25,34).

6. Otra parábola nos ayuda a comprender que nunca es demasiado tarde para entrar en la Iglesia. Dios puede dirigir su invitación al hombre hasta el último momento de su vida. Nos referimos a la conocida parábola de los obreros de la viña: «El reino de los cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña» (Mt 20,1). Salió, luego, a diferentes horas del día, hasta la última. A todos dio un jornal, pero a algunos, además de lo estrictamente pactado, quiso manifestarles todo su amor generoso.

Estas palabras nos traen a la memoria el episodio conmovedor que narra el evangelista Lucas sobre el «buen ladrón» crucificado al lado de Cristo en el Gólgota. A él la invitación se le presentó como una manifestación de la iniciativa misericordiosa de Dios: cuando, a punto de expirar, exclamó: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino», oyó de boca del Redentor-Esposo, condenado a morir en la cruz: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43).

7. Citemos otra parábola de Jesús: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13,44). De modo parecido, también el mercader que andaba buscando perlas finas, «al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra» (Mt 13,45). Esta parábola enseña una gran verdad a los llamados: para ser dignos de la invitación al banquete real del Esposo es necesario comprender el valor supremo de lo que se nos ofrece. De aquí nace también la disponibilidad a sacrificarlo todo por el reino de los cielos, que vale más que cualquier otra cosa. Ningún valor de los bienes terrenos se puede parangonar con él. Es posible dejarlo todo, sin perder nada, con tal de tomar parte en el banquete de Cristo-Esposo.

Se trata de la condición esencial de desprendimiento y pobreza que Cristo nos señala, junto con las restantes, cuando llama bienaventurados a «los pobres de espíritu», a «los mansos» y a «los perseguidos por causa de la justicia», porque «de ellos es el reino de los cielos» (cf. Mt 5,3 Mt 5,10); y cuando presenta a un niño como «el mayor en el reino de los cielos»: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos» (Mt 18,2-4).

8. Podemos concluir, con el Concilio Vaticano II, que en las palabras y en las obras de Cristo, especialmente en su enseñanza a través de las parábolas, «este reino ha brillado ante los hombres» (Lumen gentium LG 5). Predicando la llegada de ese reino, Cristo fundó su Iglesia y manifestó su íntimo misterio divino (cf. Lumen gentium LG 5).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

67 Deseo dirigir mi cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española procedentes de España y de América Latina.

De modo particular saludo al grupo de sacerdotes de la arquidiócesis de Morelia (México), que celebran sus Bodas de Plata Sacerdotales; así como al numeroso grupo de Legionarios de Cristo y al nuevo grupo de sacerdotes del Colegio Mexicano, que inician sus estudios en Roma. Pido al Señor que siempre seáis fieles e incansables trabajadores en su viña.

Igualmente me es grato dar la bienvenida a un grupo de parlamentarios, autoridades regionales y otros peregrinos de Chile, entre ellos los del movimiento de Schoenstatt, presentes en Roma, en este día de su Fiesta Nacional. En esta particular circunstancia elevo mi plegaria a Dios por el bienestar y la paz del querido pueblo chileno.

Entre los grupos españoles quiero saludar a los feligreses de la Insigne Colegiata de Gandía, de Valencia, que conmemoran el cincuenta aniversario de fundación de la Acción Católica, así como a los miembros del Coro “Francisco Salinas” de Salamanca. Que vuestro compromiso cristiano y la participación litúrgica por medio del canto os ayude al crecimiento del Reino de Dios en vuestra vida y en la sociedad.

A todos los peregrinos de lengua española os otorgo de corazón la bendición apostólica.




Miércoles 25 de septiembre de 1991: El crecimiento del reino de Dios según las parábolas evangélicas

25991 (Lectura:
evangelio de san Marcos, capítulo 4, versículos 26-29)

Mc 4,26-29

1. Como dijimos en la catequesis anterior, no es posible comprender el origen de la Iglesia sin tener en cuenta todo lo que Jesús predicó y realizó (cf. Ac 1,1). Precisamente de este tema habló a sus discípulos, y nos ha dejado su enseñanza fundamental en las parábolas del reino de Dios. Entre éstas, revisten importancia particular las que enuncian y nos permiten descubrir el carácter de desarrollo histórico y espiritual que es propio de la Iglesia según el proyecto de su mismo Fundador.

2. Jesús dice: «El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4,26-29). Por tanto, el reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que viene de Dios, y de uno obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el Reino también está presente la «hoz» del sacrificio: el desarrollo del Reino no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra el evangelio de Marcos.

3. Volvemos a encontrar el mismo concepto también en otras parábolas, especialmente en las que están agrupadas en el texto de Mateo (Mt 13,3-50).

«El reino de los cielos ?leemos en este evangelio? es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13,31-32). Se trata del crecimiento del Reino en sentido «extensivo».

Por el contrario, otra parábola muestra su crecimiento en sentido «intensivo» o cualitativo, comparándolo a la «levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13,33).

4. En la parábola del sembrador y la semilla, el crecimiento del reino de Dios se presenta ciertamente como fruto de la acción del sembrador; pero la siembra produce fruto en relación con el terreno y con las condiciones climáticas: «una ciento, otra sesenta, otra treinta» (Mt 13,8). El terreno representa la disponibilidad interior de los hombres. Por consiguiente, a juicio de Jesús, también el hombre condiciona el crecimiento del reino de Dios. La voluntad libre del hombre es responsable de este crecimiento. Por eso Jesús recomienda que todos oren: «Venga tu Reino» (cf. Mt 6,10 Lc 11,2). Es una de las primeras peticiones del Pater noster.

5. Una de las parábolas que narra Jesús acerca del crecimiento del reino de Dios en la tierra, nos permite descubrir con mucho realismo el carácter de lucha que entraña el Reino a causa de la presencia y la acción de un «enemigo» que «siembra cizaña (gramínea) en medio del grano». Dice Jesús que cuando «brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña». Los siervos del amo del campo querrían arrancarla, pero éste no se lo permite, «no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero» (Mt 13,24-30). Esta parábola explica la coexistencia y, con frecuencia, el entrelazamiento del bien y del mal en el mundo, en nuestra vida y en la misma historia de la Iglesia. Jesús nos enseña a ver las cosas con realismo cristiano y a afrontar cada problema con claridad de principios, pero también con prudencia y paciencia. Esto supone una visión trascendente de la historia, en la que se sabe que todo pertenece a Dios y que todo resultado final es obra de su Providencia. Como quiera que sea, no se nos oculta aquí el destino final ?de dimensión escatológica? de los buenos y los malos; está simbolizado por la recogida del grano en el granero y la quema de la cizaña.

6. Jesús mismo da la explicación de la parábola del sembrador a petición de sus discípulos (cf. Mt 13,36-43). En sus palabras se transparenta la dimensión temporal y escatológica del reino de Dios.

Dice a los suyos: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios» (Mc 4,11). Los instruye acerca de este misterio y, al mismo tiempo, con su palabra y su obra «prepara un Reino para ellos, así como el Padre lo preparó para él [el Hijo]» (cf. Lc 22,29). Esta preparación se lleva a cabo incluso después de su resurrección. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles que «se les apareció durante cuarenta días y les hablaba acerca de lo referente al reino de Dios» (cf. Ac 1,3) hasta el día en que «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,19). Eran las últimas instrucciones y disposiciones para los Apóstoles sobre lo que debían hacer después de la Ascensión y Pentecostés, a fin de que comenzara concretamente el reino de Dios en los orígenes de la Iglesia.

7. También las palabras dirigidas a Pedro en Cesarea de Filipo se inscriben en el ámbito de la predicación sobre el Reino. En efecto, le dice: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16,19), inmediatamente después de haberlo llamado piedra, sobre la que edificará su Iglesia, que será invencible para las «puertas del Hades» (cf. Mt 16,18). Es una promesa que en ese momento se formula con el verbo en futuro, «edificaré», porque la fundación definitiva del reino de Dios en este mundo todavía tenía que realizarse a través del sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Después de este hecho, Pedro y los demás Apóstoles tendrán viva conciencia de su vocación a «anunciar las alabanzas de Aquel que les ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (cf. 1P 2,9). Al mismo tiempo, todos tendrán también conciencia de la verdad que brota de la parábola del sembrador, es decir, que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer», como escribió san Pablo (1Co 3,7).

8. El autor del Apocalipsis da voz a esta misma conciencia del Reino cuando afirma en el canto al Cordero: «Porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes» (Ap 5,9 Ap 5,10). El apóstol Pedro precisa que fueron hechos tales «para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (cf. 1P 2,5). Todas éstas son expresiones de la verdad aprendida de Jesús quien, en las parábolas del sembrador y la semilla, del grano bueno y la cizaña, y del grano de mostaza que se siembra y luego se convierte en un árbol, hablaba de un reino de Dios que, bajo la acción del Espíritu, crece en las almas gracias a la fuerza vital que deriva de su muerte y su resurrección; un Reino que crecerá hasta el tiempo que Dios mismo previó.

9. «Luego, el fin ?anuncia san Pablo? cuando [Cristo] entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad» (1Co 15,24). En realidad, «cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1Co 15,28).

Desde el principio hasta el fin, la existencia de la Iglesia se inscribe en la admirable perspectiva escatológica del reino de Dios, y su historia se despliega desde el primero hasta el último día.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con afecto a todos los peregrinos de lengua española.

De modo particular doy mi bienvenida al grupo de religiosos Terciarios Capuchinos, de diversos países de Europa y de América Latina; también saludo a las Religiosas Oblatas al Divino Amor, de Costa Rica, y a las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, de México. Seguid viviendo todos vuestra consagración religiosa como testigos de los valores del Reino de Dios.

Entre los grupos españoles, doy mi cordial bienvenida, de modo particular, a la Coral del Colegio de la Presentación de María, de Granada, a la Coral “Gaudeamus”, de Trigueros (Huelva), al grupo de la Cooperativa Católica de Ferreteros, de Alicante, y al grupo “Monumento a la Paz”, de Valencia. Que vuestro apostolado y el canto que ejecutáis os ayuden al crecimiento del Reino de Dios en vosotros y en la sociedad.

A todos los peregrinos de lengua española, de Latinoamérica y de España, imparto mi cordial bendición apostólica.




Miércoles 2 de octubre de 1991: El Espíritu Santo en el origen de la Iglesia

21091
(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, versículos 1-4)

Ac 2,1-4

1. Hemos aludido varias veces, en las catequesis anteriores, a la intervención del Espíritu Santo en el origen de la Iglesia. Es conveniente, ahora, dedicar una catequesis especial a este tema tan hermoso e importante.

Jesús mismo, antes de subir a los cielos, dice a los Apóstoles: «Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). Jesús quiere preparar directamente a los Apóstoles para el cumplimiento de la «promesa del Padre». El evangelista Lucas repite la misma recomendación final del Maestro también en los primeros versículos de los Hechos de los Apóstoles: «Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentaran de Jerusalén, sino que aguardaran la promesa del Padre» (1, 4).

Durante toda su actividad mesiánica, Jesús, predicando sobre el reino de Dios, preparaba «el tiempo de la Iglesia», que debía comenzar después de su partida. Cuando ésta ya se hallaba próxima, les anunció que estaba para llegar el día que iba a comenzar ese tiempo (cf. Ac 1,5), a saber, el día de la venida del Espíritu Santo. Y mirando hacia el futuro, agregó: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8).

2. Cuando llegó el día de Pentecostés, los Apóstoles, que estaban reunidos en oración en compañía de la Madre del Señor, tuvieron la demostración de que Jesucristo obraba de acuerdo con lo que había anunciado, es decir: se estaba cumpliendo «la promesa del Padre». Lo proclamó Simón Pedro, el primero de entre los Apóstoles, hablando a la asamblea. Pedro habló recordando en primer lugar la muerte en la cruz y, luego, el testimonio de la resurrección y la efusión del Espíritu Santo: «A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Ac 2,32-33).

Pedro afirma ya desde el primer día que la «promesa del Padre» se cumple como fruto de la redención porque Cristo, el Hijo exaltado «a la diestra de Dios», en virtud de su cruz y resurrección manda al Espíritu, como había anunciado ya antes de su pasión, en el momento de la despedida en el Cenáculo.

3. El Espíritu Santo comenzaba así la misión de la Iglesia instituida para todos los hombres. Pero no podemos olvidar que el Espíritu Santo obraba como «Dios desconocido» (Ac 17,23) ya antes de Pentecostés. Obraba de modo particular en la Antigua Alianza, iluminando y guiando al pueblo elegido por el camino que llevaba la historia antigua hacia el Mesías. Obraba en los mensajes de los profetas y en los escritos de todos los autores inspirados. Obró, sobre todo, en la encarnación del Hijo, como testimonian el Evangelio de la anunciación y la historia de los acontecimientos sucesivos relacionados con la venida al mundo del Verbo eterno que asumió la naturaleza humana. El Espíritu Santo obró en el Mesías y alrededor del Mesías desde el momento mismo en que Jesús empezó su misión mesiánica en Israel, como atestiguan los textos evangélicos acerca de la teofanía durante el bautismo en el Jordán y sus declaraciones en la sinagoga de Nazaret. Pero desde aquel momento, y a lo largo de toda la vida de Jesús, iban acentuándose y renovándose las promesas de una venida futura y definitiva del Espíritu Santo. Juan Bautista relacionaba la misión del Mesías con un nuevo bautismo «en el Espíritu Santo», Jesús prometía «ríos de agua viva» a quienes creyeran en él, tal como narra el evangelio de Juan, que explica así esta promesa: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). El día de Pentecostés, Cristo, habiendo sido ya glorificado tras el cumplimiento final de su misión, hizo brotar de su seno «ríos de agua viva» e infundió el Espíritu para llenar de vida divina a los Apóstoles y todos los creyentes. Así, pudieron ser «bautizados en un solo Espíritu» (cf. 1Co 12,13). Éste fue el comienzo del crecimiento de la Iglesia.

4. Como escribió el concilio Vaticano II, «Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevara a cabo interiormente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma. El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación y fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por medio de la Iglesia de la Nueva Alianza, que habla en todas las lenguas, comprende y abraza en la caridad todas las lenguas y supera así la dispersión de Babel» (Ad gentes AGD 4).

El texto conciliar pone de relieve en qué consiste la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, a partir del día de Pentecostés. Se trata de unción salvífica e interior que, al mismo tiempo, se manifiesta externamente en el nacimiento de la comunidad e institución de salvación. Esa comunidad ?la comunidad de los primeros discípulos? está completamente impregnada por el amor que supera todas las diferencias y las divisiones de orden terreno. El acontecimiento de Pentecostés es signo de una expresión de fe en Dios comprensible para todos, a pesar de la diversidad de las lenguas. Los Hechos de los Apóstoles aseguran que la gente, reunida en torno a los Apóstoles en aquella primera manifestación pública de la Iglesia, decía estupefacta: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros los oímos en nuestra propia lengua nativa?» (Ac 2,7-8).

5. La Iglesia recién nacida, de ese modo, por obra del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, se manifiesta inmediatamente al mundo. No es una comunidad cerrada, sino abierta ?podría decirse abierta de par en par? a todas las naciones «hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8). Quienes entran en esta comunidad mediante el bautismo, llegan a ser, en virtud del Espíritu Santo de verdad, testigos de la Buena Nueva, dispuestos para transmitirla a los demás. Es, por tanto, una comunidad dinámica, apostólica: la Iglesia «en estado de misión».

El mismo Espíritu Santo es el primero que «da testimonio» de Cristo (cf. Jn 15,26), y este testimonio invade el alma y el corazón de quienes participan en Pentecostés, los cuales, a su vez, se convierten en testigos y anunciadores. Las «lenguas como de fuego» (Ac 2,3) que se posan sobre la cabeza de cada uno de los presentes constituyen el signo externo del entusiasmo que el Espíritu Santo había suscitado en ellos. Este entusiasmo se extiende de los Apóstoles a sus oyentes, ya desde el primer día en que, después del discurso de Pedro, «se unieron unas tres mil almas» (Ac 2,41).

6. Todo el libro de los Hechos de los Apóstoles es una gran descripción de la acción del Espíritu Santo en los comienzos de la Iglesia, que ?como leemos? «se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo» (Ac 9,31). Es bien sabido que no faltaron dificultades internas y persecuciones, y que surgieron los primeros mártires. Pero los Apóstoles tenían la certeza de que era el Espíritu Santo quien los guiaba. Esta conciencia se iba a formalizar, en cierto modo, durante el Concilio de Jerusalén, cuyas resoluciones comienzan con las palabras «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Ac 15,28). De esta manera, la comunidad testimoniaba la conciencia que tenía de estar obrando movida por la acción del Espíritu Santo.

Saludos

71 Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española. De modo particular doy mi cordial bienvenida al grupo de profesores y estudiantes del Colegio “XXI de Abril” de Mendoza (Argentina); así como al grupo de visitantes peruanos que peregrinan hacia Tierra Santa y a otros fieles procedentes de aquel amado país. Saludo también al grupo de Oficiales de la Academia Militar de Chile y a los peregrinos mexicanos venidos de Monterrey y de Aguascalientes.

Entre los grupos procedentes de España, saludo a la Junta Directiva del Skal Club de Barcelona, que celebran el cuarenta aniversario de su fundación. Pido que todos seáis iluminados por el Espíritu Santo, para que recibáis sus dones que os permitan vivir cada día con más autenticidad y vigor los genuinos valores del Evangelio.

A todos los peregrinos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, os imparto con afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1991 63