Audiencias 1991 71

Miércoles 9 de octubre de 1991

La Iglesia y el misterio trinitario

(Lectura:
evangelio de san Mateo, capítulo 28, versículos 18-20)

1. El concilio Vaticano II en la constitución Lumen gentium termina la primera parte de su exposición sobre la Iglesia con una frase de san Cipriano muy sintética y densa de misterio: «Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium LG 4). Por tanto, según el Concilio, la Iglesia es en su esencia más íntima un misterio de fe, profundamente vinculado con el misterio infinito de la Trinidad. A este misterio en el misterio debemos dedicar ahora nuestras consideraciones, después de haber presentado a la Iglesia, en las catequesis anteriores, de acuerdo con las enseñanzas de Jesús y la «opus paschale» realizada por él con la pasión, muerte, resurrección, y coronada el día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Según el magisterio del concilio Vaticano II, heredero de la tradición, el misterio de la Iglesia está enraizado en Dios-Trinidad y por eso tiene como dimensión primera y fundamental la dimensión trinitaria, en cuanto que desde su origen hasta su conclusión histórica y su destino eterno la Iglesia tiene consistencia y vida en la Trinidad (cf. San Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4, 553).

2. Esa perspectiva trinitaria la abrió a la Iglesia Jesús con las últimas palabras que dijo a los Apóstoles antes de su retorno definitivo al Padre: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). «Todas las gentes», invitadas y llamadas a unirse en una sola fe, están marcadas por el misterio de Dios uno y trino. Todas están invitadas y llamadas al bautismo, que significa la introducción en el misterio de la vida divina de la Santísima Trinidad, a través de la Iglesia de los Apóstoles y de sus sucesores, quicio visible de la comunidad de los creyentes.

3. Dicha perspectiva trinitaria, indicada por Cristo al enviar a los Apóstoles a evangelizar el mundo entero que Pablo dirige a la comunidad de Corinto: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios [Padre] y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2Co 13,13). Es el mismo saludo que en la liturgia de la misa, renovada después del concilio Vaticano II, el celebrante dirige a la asamblea, como hacía en otro tiempo el apóstol Pablo con los fieles de Corinto. Ese saludo expresa el deseo de que los cristianos se hagan todos participes de los dones atribuidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: el amor del Padre creador, la gracia del Hijo redentor, la unidad en la comunión del Espíritu Santo, vínculo de amor de la Trinidad, de la que la Iglesia ha sido hecha partícipe.

72 4. La misma perspectiva trinitaria se halla también en otro texto paulino de gran importancia desde el punto de vista de la misión de la Iglesia: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos» (1Co 12,4-6). Sin duda la unidad de la Iglesia refleja la unidad de Dios, pero al mismo tiempo saca vitalidad de la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que se refleja en la riqueza de la vida eclesial. La unidad es fecunda en multiformes manifestaciones de vida. El misterio de Dios uno y trino se extiende soberano sobre todo el misterio de la riquísima unidad de la Iglesia.

5. En la vida de la Iglesia se puede descubrir el reflejo de la unidad y de la trinidad divina. En el origen de esta vida se ve especialmente el amor del Padre, que tiene la iniciativa tanto de la creación como de la redención, por la que él reúne a los hombres como hijos en su Hijo unigénito. Por eso, la vida de la Iglesia es la vida de Cristo mismo, que vive en nosotros, dándonos la participación en la misma filiación divina. Y esta participación es obra del Espíritu Santo, que hace que, como Cristo y con Cristo, llamemos a Dios: «Abbá, Padre!» (Rm 8,15).

6. En esta invocación, la nueva conciencia de la participación del hombre en la filiación del Hijo de Dios en virtud del Espíritu Santo que da la gracia, halla una formulación de origen divino ¡y trinitario! El mismo Espíritu, con la gracia, actúa la promesa de Cristo sobre la inhabitación de Dios-Trinidad en los hijos de la adopción divina. Efectivamente, la promesa que hace Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23), está iluminada en el Evangelio por una promesa anterior: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14,15-16). Una enseñanza semejante nos la da san Pablo, que dice a los cristianos que son «templo de Dios» y explica este estupendo privilegio diciendo: «El Espíritu de Dios habita en vosotros» (1Co 3,16 cf. Rm 8,9 1Co 6,19 2Co 6,16).

Y he aquí que emerge de estos textos una gran verdad: el hombre-persona es en la Iglesia la morada de Dios-Trinidad, y toda la Iglesia, compuesta de personas habitadas por la Trinidad, es en su conjunto la morada, el templo de la Trinidad.

7. En Dios Trinidad se halla también la fuente esencial de la unidad de la Iglesia. Lo indica la plegaria «sacerdotal» de Cristo en el Cenáculo: «...para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tu me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,21-23). Ésta es la fuente y también el modelo para la unidad de la Iglesia. En efecto, dice Jesús: que sean uno, «como nosotros somos uno». Pero la realización de esta divina semejanza tiene lugar en el interior de la unidad de la Trinidad: «ellos en nosotros». Y en esta unidad trinitaria permanece la Iglesia, que vive de la verdad y de la caridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y la fuente de todos los esfuerzos encaminados a la reunión de los cristianos en la unidad de la Iglesia, herida en la dimensión humana e histórica de la unidad, está siempre en la Trinidad una e indivisible. En la base del verdadero ecumenismo se halla esta verdad de la unidad eclesial que la oración sacerdotal de Cristo nos revela como derivante de la Trinidad.

8. Incluso la santidad de la Iglesia ?y toda santidad en la Iglesia? tiene su fuente en la santidad de Dios Trinidad. El paso de la santidad trinitaria a la eclesial se realiza sobre todo en la Encarnación del Hijo de Dios, como dan a entender las palabras del anuncio a María: «por eso, el que ha de nacer será santo» (Lc 1,35). Ese «santo» es Cristo, el Hijo consagrado con la unción del Espíritu Santo (cf. Lc 4,18), el Hijo que con su sacrificio se consagra a sí mismo para poder comunicar a sus discípulos su consagración y su santidad: «Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,19). Glorificado por el Padre por medio de esta consagración (cf. Jn 13,31 Jn 17,1-2), Cristo resucitado comunica a su Iglesia el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22 Jn 7,39), que la hace santa (cf. 1Co 6,11)

9. Deseo concluir subrayando que esta Iglesia nuestra, una y santa, está llamada a ser y está puesta en el mundo como manifestación de ese amor que es Dios: «Dios es amor», escribe san Juan (1Jn 4,8). Y si Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, la vida infinita de conocimiento y de amor de las divinas Personas es la realidad trascendente de la Trinidad. Precisamente este «amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

La Iglesia, ?«un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», como la definió san Cipriano? es, pues, el «sacramento» del amor trinitario. Precisamente en esto consiste su misterio más profundo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Dirijo ahora mi cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española procedentes de América Latina y de España.

73 De entre los diversos grupos presentes, me es grato dar la bienvenida al grupo de nuevos alumnos del Pontificio Colegio Pío Latinoamericano, a quienes aliento a una intensa preparación académica y espiritual durante su estancia en la Ciudad Eterna para mejor servir a las comunidades eclesiales del Continente de la esperanza.

Igualmente saludo a los peregrinos montfortianos de Bogotá (Colombia), a la delegación procedente de México y a las peregrinaciones parroquiales españolas. Para todos pido que el misterio trinitario del que sois portadores aliente y dinamice la totalidad de los aspectos de vuestra vida, para que os transforméis en sacramento del amor de Dios para nuestros hermanos los hombres.

A todos los visitantes de lengua española os imparto con afecto la Bendición Apostólica.



Miércoles 23 de octubre de 1991

1. "¿A dónde vais?". En esta pregunta se manifestaba el hilo conductor del congreso eucarístico que se celebró en Fortaleza el año 1980, cuando tuve la oportunidad de visitar por primera vez la Iglesia en tierras brasileñas. Aunque hayan pasado ya once años desde aquella visita, es preciso volver a plantear esa pregunta después del viaje pastoral de este año al Brasil, que ha durado del 12 al 21 de este mes de octubre.

Ante todo, deseo dar las gracias a la Conferencia episcopal de Brasil, así como a las autoridades civiles: al señor presidente de la República, al señor ministro de Asuntos Exteriores y a todos los que, a lo largo de la peregrinación del Papa, han tenido gestos de sincera hospitalidad y de intensa colaboración.

Deseo agradecer, de modo particular, a mis hermanos en el episcopado, no sólo su participación en los diversos encuentros, sino también todo el programa, que, en su conjunto, ha constituido una respuesta a la pregunta formulada hace once años: "¿A dónde vais?". Los pastores en la tierra brasileña han mostrado el camino que recorre la Iglesia y que quiere seguir recorriendo resueltamente para cumplir la misión recibida de Cristo Redentor.

2. Esta misión se manifiesta, de modo sintético, en el hilo conductor del congreso eucarístico de este año, que ha reunido a toda la Iglesia brasileña en la arquidiócesis de Natal. Esa arquidiócesis se encargó de organizar este último congreso eucarístico, después del de Fortaleza (1980) y del de Aparecida (1985). El lema: "Eucaristía y evangelización" constituyó el punto de partida en que se inspiraron y se desarrollaron los diversos temas de la visita papal, encontrando expresión sobre todo en las homilías pronunciadas durante la liturgia eucarística (o durante la liturgia de la Palabra) en las respectivas etapas del viaje.

Un somero repaso de los temas nos permite ver los problemas más importantes que afronta la Iglesia en tierra brasileña. Quisiera recordarlos en el orden en que fueron insertados en la geografía del viaje.

Así, en San Luis de Maranhão (nordeste) el tema de la evangelización se concentró en problemas de particular urgencia: "tierra, justicia y reforma agraria". Desde el nordeste, el camino nos llevó al centro del país y, en primer lugar, a la capital, Brasilia, donde el tema de la homilía giró en torno a "la necesidad de la educación en la fe para una nueva sociedad". Durante la visita a Goiânia se subrayó un tema muy semejante: La Iglesia como comunidad y participación.

3. Brasil es un país gigantesco, uno de los más grandes de la tierra. En él, la Iglesia vive y lleva a cabo su misión en doscientas diez diócesis. El programa "local" del viaje se trazó como un complemento de la anterior visita, que tuvo lugar en 1980. Por primera vez se incluyó en el programa la parte occidental del Brasil, el Estado del Mato Grosso, con sus dos arquidiócesis: Cuiabá (en el norte, cerca de la Amazonia) y Campo Grande (en el sur). El tema de las homilías fue: "Evangelización: emigrantes y ecología" (en Cuiabá) y "La familia y las vocaciones" (en Campo Grande). El Estado del Mato Grosso es una zona de nuevas emigraciones, principalmente internas, y de una gran diversidad étnica.

74 Para todos esos grupos, tan diversos, la Iglesia sigue siendo un lugar de encuentro. Y es un lugar de encuentro también ?y se podría decir, de modo notable? para los primeros habitantes de ese territorio, los indios del Brasil, que están defendiendo sus derechos étnicos y, ante todo, el derecho a la tierra.

El desarrollo de la visita nos llevó, luego, al Estado de Santa Catarina, al sur del país. En la ciudad de Florianópolis el tema de la homilía, "Vocación cristiana a la santidad", se desarrolló en el ámbito de la beatificación de la madre Paulina, fundadora de la congregación de las Hermanitas de la Inmaculada Concepción.

4. De Florianópolis la peregrinación prosiguió, los últimos dos días, hacia el norte del país, a lo largo de la costa del océano Atlántico. La homilía del sábado pronunciada en la arquidiócesis de Vitoria (en el Estado de Espíritu Santo), tuvo como tema principal "María en la vida de la Iglesia". La santa misa terminó con un acto de consagración a la Virgen santísima.

En la zona periférica de la ciudad de Vitoria volvió el tema social, con ocasión de la visita a la "Favela de Lixao de San Pedro". La atención que se prestó allí a la contraposición entre civilización del amor y civilización del egoísmo ha significado uno de los puntos más notables del programa de evangelización. Ese tema volvió con motivo de la visita a la arquidiócesis de Maceió (en el Estado de Alagoas). La Iglesia, saliendo al encuentro de las necesidades de los más pobres, afronta los problemas cruciales del "trabajo y de la casa", que en esa región se sienten de una forma especialmente dolorosa.

Al mismo grupo de temas se añade la catequesis pronunciada en San Salvador de Bahía durante el encuentro con los niños, pues también éstos son, por desgracia, víctimas de muchas injusticias, que se reflejan en la vida familiar desordenada y en la falta de una atención adecuada a la familia.

Sobre toda la vida brasileña pesa la distribución desigual de los bienes: existe un abismo entre un pequeño grupo de hombres muy ricos y la ingente mayoría de los "desheredados". Los niños, que son las víctimas de esta injusticia, deben llegar a ser un objetivo particular en el esfuerzo de la evangelización de la sociedad.

5. San Salvador de Bahía, antigua capital del Brasil y sede primada de la Iglesia en ese país, fue la última etapa de esta peregrinación. En esa ciudad, en la que tantas espléndidas iglesias atestiguan el pasado de la cultura brasileña, era preciso tocar el tema del ya inminente V Centenario de la evangelización de América (1992).

El tema de la homilía: "Evangelización y misión ad gentes" nos recordó el pasado, y nos señaló también el proceso de maduración de la Iglesia en el "continente de la esperanza", por lo que se refiere al deber misionero. En efecto, la Iglesia es siempre y por doquier un gran agente de las misiones. El programa de los encuentros previstos en el itinerario de la visita al Brasil había sido trazado de tal forma que, en el ámbito de los dos polos "misión y evangelización", encontrasen su lugar los diversos agentes de las misiones. Al inicio se tuvieron los encuentros con los obispos, con los sacerdotes (en Natal) y las familias religiosas, masculinas y femeninas (en Florianópolis), para centrarse luego en el problema de las vocaciones y de los seminarios (en Brasilia). Al mismo tiempo, cada una de las etapas ofrecía la oportunidad de realizar encuentros con los laicos (en Campo Grande), con los jóvenes (en Cuiabá) y con el mundo de la cultura (en San Salvador de Bahía).

A través de esos círculos pasa la corriente de la evangelización, que mira a transformar "el mundo" brasileño según el espíritu del Evangelio de Cristo.

La evangelización se realiza también mediante el diálogo ecuménico: éste ha encontrado lugar en el programa de la visita al Brasil en la ciudad de Florianópolis. Se tuvo también el encuentro con la comunidad judía (en Brasilia).

6. Así, pues, la pregunta "¿A dónde vais?", dirigida al Brasil, a la sociedad y a la Iglesia, ha encontrado en el marco de esta visita papal una respuesta meditada y sistemática.

75 Merece un relieve particular el hecho de que, por primera vez, en la tierra brasileña se celebró una beatificación.La beata madre Paulina es el primer signo de la evangelización en su dimensión definitiva y más plena: la dimensión de la vocación a la santidad. Mediante esta dimensión, la Iglesia, en todo país y nación, revela su madurez evangélica. El primer beato del Brasil fue el misionero José de Anchieta (jesuita del siglo XVI) que, desde Tenerife, donde nació, llegó al nuevo continente. La beata madre Paulina maduró en la santidad creciendo en el terreno espiritual de la Iglesia brasileña. Es la primera beata del Brasil.Abrigamos la esperanza de que este gran pueblo de Dios que está en tierra brasileña, tan variado desde el punto de vista étnico, esconda aún dentro de sí muchos otros frutos de santidad madura, que se manifestarán cada vez más en el futuro. De este modo, se cumplirán las palabras de Cristo a los Apóstoles: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15 Jn 16).

En efecto, a esa meta lleva siempre y por doquier el camino de la Eucaristía y de la evangelización.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española de América Latina y de España.

En primer lugar, doy mi cordial bienvenida a las Religiosas Dominicas de la Presentación: que la Virgen María sea siempre vuestro modelo de ofrenda agradable al Padre para testimoniar el amor de Dios a los hombres.

Igualmente saludo a los jóvenes del Centro Elis y les aliento a que sigan viviendo su fe desde el trabajo diario y como apóstoles entre sus compañeros. Del mismo modo, dirijo mi saludo al grupo de peregrinos procedente de México. Pido para todos los grupos y visitantes de lengua española que la Virgen os acompañe y os proteja siempre; que este mes de octubre, mes del Rosario, sea una ocasión propicia para intensificar y redescubrir el valor de la oración en familia.

Para todos vosotros y para Vuestras familias imparto con profundo afecto mi bendición apostólica.



Miércoles 30 de octubre de 1991

El pueblo de Dios en el Antiguo Testamento

(Lectura: Deuteronomio, capítulo 7, versículos 6-8)

Dt 7,6-8

76 1. Según el Concilio Vaticano II, que recoge el texto de san Cipriano sobre el que hemos reflexionado en la catequesis anterior, «la Iglesia aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (Lumen gentium LG 4 cf. san Cipriano, De oratione dominica LG 23, PL LG 4,41). Como ya explicamos, con esas palabras el Concilio enseña que la Iglesia es ante todo un misterio arraigado en Dios-Trinidad. Un misterio cuya dimensión primera y fundamental es la dimensión trinitaria. La Iglesia «aparece como un pueblo» (Lumen gentium LG 4 cf. san Cipriano, De oratione dominica LG 23, PL LG 4,41) precisamente por su relación con la Trinidad, fuente eterna de la que brota. Así, pues, es el pueblo de Dios, del Dios uno y trino. A este tema queremos dedicar esta catequesis y las sucesivas, siguiendo siempre como hilo conductor la enseñanza del Concilio, que se inspira todo él en la Sagrada Escritura.

2. El Concilio declara, en efecto, que «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Lumen gentium LG 9). Este plan de Dios comenzó a manifestarse desde la historia de Abraham, con las primeras palabras que Dios le dirigió: «El Señor dijo a Abraham: Vete de tu tierra (...) a la tierra que yo te mostraré. De ti haré un gran pueblo y te bendeciré» (Gn 12,1-2).

Esta promesa fue confirmada posteriormente con una alianza (Gn 15,18 Gn 17,1-14) y proclamada solemnemente después del sacrificio de Isaac. Abraham, siguiendo el mandato de Dios, estaba dispuesto a sacrificarle su hijo único, que el Señor le había dado a él y a su esposa Sara en su vejez. Pero lo que Dios quería era sólo probar su fe. Isaac, por tanto, en este sacrificio, no sufrió la muerte, sino que permaneció vivo. Ahora bien, Abraham había aceptado el sacrificio en su corazón, y este sacrificio del corazón, prueba de una fe magnifica, le obtuvo la promesa de una descendencia innumerable: «Por mí mismo juro, oráculo de Yahveh, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa» (Gn 22,16-17).

3. La realización de esta promesa debía comprender diversas etapas. En efecto, Abraham estaba destinado a convertirse en «padre de todos los creyentes» (cf. Gn 15,6 Ga 3,6-7 Rm 4,16-17). La primera etapa se realizó en Egipto, donde «los israelitas fueron fecundos y se multiplicaron; llegaron a ser muy numerosos y fuertes y llenaron el país» (Ex 1,7). El linaje de Abraham ya se había convertido en «el pueblo de los israelitas» (Ex 1,9), pero se encontraba en una situación humillante de esclavitud. Fiel a su alianza con Abraham, Dios llamó a Moisés y le dijo: «Bien vista tengo la aflicción de mí pueblo en Egipto y he escuchado su clamor (...). He bajado para librarle (...). Ahora, pues, ve : yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Ex 3,7-10).

Así fue llamado Moisés para sacar a ese pueblo de Egipto, pero Moisés era sólo el ejecutor del plan de Dios, el instrumento de su poder, porque, según la Biblia, es Dios mismo quien saca a Israel de la esclavitud de Egipto. «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo», leemos en el libro del profeta Oseas (11, 1). Israel es, por tanto, el pueblo de la predilección divina: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres» (Dt 7,7-8). Israel es el pueblo de Dios no por sus cualidades humanas, sino sólo por la iniciativa de Dios.

4. La iniciativa divina, esa elección soberana del Señor, toma forma de alianza. Así sucedió con respecto a Abraham. Y así acontece también después de la liberación de Israel de la esclavitud egipcia. El mediador de esa alianza establecida a los pies del monte Sinaí es Moisés: «Vino, pues, Moisés y refirió al pueblo todas las palabras del Señor y todas sus normas. Y todo el pueblo respondió a una voz: "cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor". Entonces escribió Moisés todas las palabras del Señor y, levantándose de mañana, alzó al pie del monte un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel». Luego, se ofrecieron sacrificios y Moisés derramó sobre el altar una parte de la sangre de las víctimas. «Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo», tras lo cual recibió una vez más de los presentes la promesa de obediencia a las palabras de Dios. Y al fin, roció con la sangre al pueblo (cf. Ex 24,3-8).

5. En el libro del Deuteronomio se explica el significado de ese acontecimiento: «Has hecho decir al Señor que él será tu Dios ?tú seguirás sus caminos, observarás sus preceptos, sus mandamientos y sus normas, y escucharás su voz?. Y el Señor te ha hecho decir hoy que serás su pueblo propio» (Dt 26,17-18). La alianza con Dios es para Israel una «elevación» particular. De este modo, Israel se convierte en «un pueblo consagrado al Señor su Dios» (cf. Dt Dt 26,19), y eso significa una particular pertenencia a Dios. Más aún: se trata de una pertenencia recíproca: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 7,23). Ésta es la disposición divina. Dios se compromete a sí mismo en la Alianza. Todas las infidelidades del pueblo, en las diversas etapas de su historia, no alteran la fidelidad de Dios a esa alianza. Si acaso, se puede decir que esas infidelidades abren, en cierto sentido, el camino a la nueva alianza, anunciada ya en el libro del profeta Jeremías: «Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días (...): pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones le escribiré» (Jr 31,33).

6. En virtud de la iniciativa divina en la alianza, un pueblo se transforma en el pueblo de Dios y, como tal, es santo, es decir, consagrado a Dios-Señor: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios» (Dt 7,6 cf. Dt Dt 26,19). En el sentido de esta consagración se aclaran también las palabras del Éxodo: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6). A pesar de que, en el curso de su historia, aquel pueblo comete muchos pecados, no deja de ser pueblo de Dios. Por eso, remitiéndose a la fidelidad del Señor a la alianza establecida por él mismo, Moisés se dirige a él con la súplica conmovedora: «No destruyas a tu pueblo, tu heredad», como leemos en el Deuteronomio (9, 26).

7. Dios, por su parte, no cesa de dirigirse al pueblo elegido con su palabra. Le habla muchas veces por medio de los profetas. El principal mandamiento sigue siendo siempre el del amor a Dios sobre todas las cosas: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,5). A este mandamiento se halla unido el mandamiento del amor al prójimo: «Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo (...). No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,13 Lv 19,18).

8. Otro elemento emerge de los textos bíblicos: el Dios que establece la alianza con Israel quiere estar presente de un modo particular en medio de su pueblo. Esa presencia, durante la peregrinación a través del desierto, se expresa mediante la tienda del encuentro. Más adelante, se expresará mediante el templo, que el rey Salomón construirá en Jerusalén.

Con respecto a la tienda del encuentro, leemos en el Éxodo: «Cuando salía Moisés hacia la tienda, todo el pueblo se levantaba y se quedaba de pie ala puerta de su tienda, siguiendo con la vista a Moisés hasta que entraba en la tienda. Y una vez entrado Moisés en la tienda, bajada la columna de nube y se detenía a la puerta de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Todo el pueblo veía la columna de nube detenida en la puerta de la tienda y se levantaba el pueblo, y cada cual se postraba junto a la puerta de su tienda. El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33,8-11). El don de esa presencia era un signo particular de elección divina, que se manifestaba en formas simbólicas y casi en presagios de la realidad futura: la Alianza de Dios con su nuevo pueblo en la Iglesia.

Saludos

77 Amadísimos hermanos y hermanas:

Dirijo ahora mi cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española procedentes de América Latina y de España.

De entre los diversos grupos que participan en nuestro encuentro, doy mi bienvenida al grupo de jubilados del Club Edad de Oro, de Navarra (España), así como a la Capilla de música de la Catedral de Pamplona y a las autoridades civiles de aquella región presentes hoy aquí. Que la tradición católica de vuestras gentes os impulse a un renovado compromiso misionero para que seáis testigos del Evangelio a ejemplo de San Francisco Javier.

Igualmente me complace saludar a la peregrinación procedente de Panamá, así como a los grupos familiares y a todas las personas de los distintos países latinoamericanos.

A todos los visitantes de lengua española les exhorto a vivir cada día con renovado ardor la alianza que Dios ha hecho con nosotros y les imparto con afecto la bendición apostólica.



Noviembre de 1991

Miércoles 6 de noviembre de 1991

La Iglesia, pueblo de Dios

(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 2, versículos 9-10)

1. Según el programa y el método que nos hemos propuesto, podemos comenzar también esta catequesis con la lectura de un pasaje de la constitución conciliar Lumen gentium que dice así: «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que lo confesara en verdad y lo sirviera santamente (...). Pactó con él una alianza y lo instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí» (LG 9). El objeto de la catequesis anterior era ese pueblo de Dios en la Antigua Alianza. Pero el Concilio agrega enseguida que «todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne» (Lumen gentium LG 9). Todo este pasaje de la constitución conciliar sobre la Iglesia que hemos citado se encuentra al comienzo del capítulo II, titulado «El pueblo de Dios».
78 Efectivamente, según el Concilio, la Iglesia es el pueblo de Dios de la Nueva Alianza. Éste es el pensamiento que san Pedro transmite ya a las primeras comunidades cristianas: «Vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el pueblo de Dios» (1P 2,10).

2. En su realidad histórica y en su misterio teológico, la Iglesia emerge del pueblo de Dios de la Antigua Alianza. Aunque se la designa con el nombre qahal (=asamblea), se desprende claramente del Nuevo Testamento que ella es el pueblo de Dios constituido de un modo nuevo por obra de Cristo y en virtud del Espíritu Santo.

San Pablo escribe en la segunda Carta a los Corintios: «Nosotros somos santuario de Dios vivo, como dijo Dios: "Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mí pueblo"» (6, 16). El pueblo de Dios se constituye de un modo nuevo, porque forman parte de él todos los creyentes en Cristo, sin «ninguna discriminación» entre judíos y no judíos (cf. Ac 15,9). San Pedro lo afirma claramente en los Hechos de los Apóstoles al referir que «Dios ya al principio intervino para procurarse entre los gentiles un pueblo para su Nombre» (Ac 15,14). Y Santiago declara que «con esto concuerdan los oráculos de los Profetas» (Ac 15,15).

San Pablo nos da otra confirmación de esta perspectiva, durante su primera estancia en la ciudad pagana de Corinto, donde oyó estas palabras de Cristo: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles (...) pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad» (Ac 18,9-10). Finalmente, en el Apocalipsis se proclama: «Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, "Dios-con-ellos", será su Dios» (Ap 21,3).

De todo esto se trasluce la conciencia que desde el principio existe en la Iglesia sobre la continuidad y al mismo tiempo la novedad de su realidad como pueblo de Dios.

3. Ya en el Antiguo Testamento, Israel debió el hecho de ser pueblo de Dios a una elección y a una iniciativa divina. Pero estaba limitada a una única nación. El nuevo pueblo de Dios supera esa frontera. Comprende en sí a hombres de todas las naciones, lenguas y razas. Tiene carácter universal, es decir, católico. Como dice el Concilio: «Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1Co 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios» (Lumen gentium LG 9). El fundamento de esa novedad ?el universalismo? es la redención obrada por Cristo. Por eso, «también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta» (He 13,12). «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo» (He 2,17).

4. Así se ha formado el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, que había sido anunciada por los profetas del Antiguo Testamento, en particular por Jeremías y Ezequiel. Leemos en Jeremías: «He aquí que días vienen ?oráculo del Señor? en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza» (31, 31). «Ésta será la alianza que yo pacté con la casa de Israel, después de aquellos días ?oráculo del Señor?: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,33).

El profeta Ezequiel hace que se transparente aún más la perspectiva de una efusión del Espíritu Santo en la que se cumplirá la Nueva Alianza: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36,26-27).

5. El Concilio saca principalmente de la primera Carta de Pedro su enseñanza sobre el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, heredero de la Antigua Alianza. «Quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición (...), que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (Lumen gentium LG 9). Como se ve, esta doctrina conciliar subraya, con san Pedro, la continuidad del pueblo de Dios con el de la Antigua Alianza, pero destaca asimismo la novedad, en cierto sentido absoluta, del nuevo pueblo instituido en virtud de la redención de Cristo, salvado (= adquirido) por la sangre del Cordero.

6. El Concilio describe la novedad de «este pueblo mesiánico» que «tiene por cabeza a Cristo, que "fue entregado por nuestros pecado y resucitó para nuestra salvación" (Rm 4,25) (...). La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13,34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos él mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col Col 3,4), y "la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21)» (Lumen gentium LG 9).

7. Se trata de la descripción de la Iglesia como pueblo de Dios de la Nueva Alianza (cf. Lumen gentium LG 9), núcleo central de la humanidad nueva llamada en su totalidad a formar parte del nuevo pueblo. En efecto, el Concilio añade que «el pueblo mesiánico (...) aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)» (Lumen gentium LG 9).

79 La próxima catequesis la dedicaremos a este tema fundamental y fascinante.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina.

Saludo de modo particular al grupo de Hermanas Hijas de María Madre de la Iglesia, que procedentes de diversos lugares de misión celebran aquí sus Bodas de Oro de profesión religiosa. También saludo a las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación. Que el Señor os bendiga copiosamente a todas por vuestros años de vida consagrada y de apostolado.

Saludo asimismo a un grupo del Colegio Oficial de Graduados Sociales de Madrid, en el trigésimo quinto aniversario de su promoción. Me complace saludar también a algunos grupos parroquiales y, de modo especial, al Orfeò Misericordia, de Canet de Mar (Barcelona).

Exhorto a todos a sentiros miembros vivos de la Iglesia, pueblo de Dios, y a dar testimonio de su universalidad y presencia salvífica en el mundo, mientras os imparto con gran afecto mi bendición apostólica.




Audiencias 1991 71