Audiencias 1991 86

Miércoles 11 de diciembre de 1991

La Iglesia, presentada como Esposa por los Evangelios

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 3, versículos 27-30)

1. «Porque tu esposo es tu Hacedor, el Señor de los ejércitos; tu Redentor es el Santo de Israel» (Is 54,5). Una vez más citamos estas palabras de Isaías, para recordar que los profetas del Antiguo Testamento veían en Dios al Esposo del pueblo elegido. Israel era presentado como una esposa, a menudo infiel a causa de sus pecados, especialmente por las caídas en la idolatría. Con todo, el Señor de los ejércitos permanecía en su fidelidad hacia el pueblo elegido. Permanecía como «el Redentor, el Santo de Israel».

En el terreno preparado por los profetas, el Nuevo Testamento presenta a Jesucristo como Esposo para el nuevo pueblo de Dios: él es «el Redentor, el Santo de Israel» previsto y anunciado desde antes; en él, el Cristo-Esposo, se han cumplido las profecías.

2. El primero que presenta a Jesús a esta luz es Juan Bautista en su predicación a la orilla del Jordán: «Yo no soy el Cristo ?dice a los que le escuchan?, sino que he sido enviado delante de él. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo» (Jn 3,28-29). Como se ve, la tradición nupcial del Antiguo Testamento se manifiesta en la conciencia que este austero mensajero del Señor tiene de su misión con respecto a la identidad de Cristo. Él sabe quién es y «qué cosa le ha dado el cielo». Todo su servicio en medio del pueblo se dirige hacia el Esposo que ha de venir. Juan se presenta a sí mismo como «el amigo del esposo», y confiesa que su alegría más grande estriba en el hecho de que le ha sido concedido escuchar su voz. Por esta alegría está dispuesto a aceptar su propia «disminución», es decir, a dejar su lugar a aquel que ha de manifestarse, que es mayor que él, y por el cual está dispuesto a dar la vida, pues sabe que, según el designio divino de la salvación, ahora debe «crecer» el Esposo, «el Santo de Israel»: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).

87 3. Jesús de Nazaret es, pues, introducido en medio de su pueblo como el Esposo que había sido anunciado por los profetas. Lo confirma él mismo cuando, a la pregunta de los discípulos de Juan: «¿Por qué... tus discípulos no ayunan?» (Mc 2,18), responde: «¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Mientras tengan consigo al esposo no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán, en aquel día» (Mc 2,19-20). Con esta respuesta, Jesús da a entender que el anuncio de los profetas sobre el Dios-Esposo, sobre «el Redentor, el Santo de Israel», encuentra en él mismo su cumplimiento. Él revela su conciencia del hecho de ser Esposo entre sus discípulos, aunque al final «les será arrebatado». Es una conciencia de mesianidad y de la cruz en la que realizará su sacrificio en obediencia al Padre, como anunciaron los profetas (cf. Is 42,1-9 Is 49,1-7 Is 50,4-11 Is 52, 13-53, Is 12).

4. Lo que expresan la declaración de Juan a orillas del Jordán y la respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos del Bautista, a saber, que ya ha llegado el Esposo anunciado por los profetas, encuentra confirmación también en las parábolas, en las que la expresión del motivo nupcial es indirecta, pero bastante transparente. Jesús dice que «el reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo» (Mt 22,2). Todo el conjunto de la parábola da a entender que Jesús habla de sí mismo, pero lo hace en tercera persona, cosa frecuente en las parábolas. En el contexto de la parábola del rey que invita al banquete de bodas de su hijo, Jesús, con la analogía del banquete nupcial, quiere poner de relieve la verdad acerca del reino de Dios, que él mismo trae al mundo, y las invitaciones de Dios al banquete del Esposo, o se la aceptación del mensaje de Cristo en la comunión del nuevo pueblo, que la parábola presenta como convocado a las bodas. Pero añade la referencia a los rechazos de la invitación, que Jesús tiene ante sus ojos en la realidad de muchos de sus oyentes. También añade, para todos los invitados de su tiempo y de todos los tiempos, la necesidad de una actitud digna de la vocación recibida, simbolizada por el «vestido nupcial» que deben llevar quienes quieran participar del banquete, hasta el punto de que quien no lo tenga será rechazado por el rey, es decir, por Dios Padre que llama a la fiesta de su Hijo en la Iglesia.

5. Al parecer, en el mundo de Israel, con ocasión de los grandes banquetes, se ponían a disposición de los convidados, en el atrio de la casa del banquete, los vestidos que se habían de llevar. Eso explicaría aún mejor el significado de ese detalle de la parábola de Jesús: la responsabilidad no sólo de quien rechaza la invitación, sino también de los que pretenden participar sin respetar las condiciones exigidas para ser dignos. Lo mismo se ha de decir de quien se considerase o se declarase seguidor de Cristo y miembro de la Iglesia, sin llevar el «vestido nupcial» de la gracia, que engendra la fe viva, la esperanza y la caridad. Es verdad que este «vestido» ?interior, más que exterior? es dado por Dios mismo, autor de la gracia y de todo bien del alma. Pero la parábola subraya la responsabilidad de cada invitado, cualquiera que sea su procedencia, con respecto al sí que debe dar al Señor que lo llama y con respecto a la aceptación de su ley, la respuesta total a las exigencias de la vocación cristiana y la participación cada vez más plena en la vida de la Iglesia.

6. También en la parábola de las diez vírgenes «que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del esposo» (Mt 25,1), se encuentra la analogía nupcial usada por Jesús para dar a entender su pensamiento sobre el reino de Dios y la Iglesia, en la que ese reino se hace realidad. En esa misma parábola se puede apreciar también la insistencia en la necesidad de la disposición interior, sin la que no se puede participar en el banquete de bodas. Mediante esa parábola Jesús nos llama a la prontitud, a la vigilancia y al esfuerzo fervoroso en la espera del Esposo. Sólo cinco de las diez vírgenes se habían cuidado de que sus lámparas estuviesen encendidas a la llegada del Esposo. A las otras, por imprevisión, les faltó el aceite. «Llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta» (Mt 25,10). Es una alusión delicada, pero muy clara, a la suerte de quien no tiene la disposición interior adecuada para el encuentro con Dios y, por tanto, carece de fervor y de perseverancia en la espera. Esa alusión, por consiguiente, se refiere al peligro de que le cierren la puerta en el rostro. Una vez más encontramos la llamada al sentido de responsabilidad frente a la vocación cristiana.

7. Volviendo de la parábola a la narración evangélica de los hechos, debemos recordar el banquete de bodas que tuvo lugar en Caná de Galilea (cf. Jn 2,1-11). Según el evangelista Juan, en esa circunstancia Jesús hizo su primer milagro, es decir, el primer signo para demostrar su misión mesiánica. Es lícito interpretar ese gesto como un modo de dar a entender, indirectamente, que el Esposo anunciado por los profetas estaba ya presente en medio de su pueblo, Israel. Todo el contexto de la ceremonia nupcial toma en este caso un significado especial. En particular, notemos que Jesús realiza su primer «signo» a petición de su Madre. Conviene recordar aquí lo que hemos dicho en la catequesis anterior: María es el inicio y la figura de la Iglesia-Esposa de la Nueva Alianza.

Concluyamos con aquellas palabras finales de la página de san Juan: «Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11). En ese «así» se afirma que el Esposo está ya actuando. Y junto a él comienza a dibujarse la figura de la Esposa de la nueva Alianza, la Iglesia presente en María y en los discípulos en el banquete nupcial.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española aquí presentes, así como a cuantos siguen nuestro encuentro por la radio o la televisión. Durante este tiempo de Adviento, invito a todos a prepararse espiritualmente para que la venida del Señor sea un acontecimiento de salvación renovada que dé a los hombres nueva esperanza para hacer de nuestro mundo un lugar más justo, fraterno y acogedor.

A todas las personas procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 18 de diciembre de 1991

88

La Iglesia, descrita por san Pablo como Esposa

(Lectura:
carta de san Pablo a los Efesios, capítulo 5)

1. En su carta a los Efesios escribe san Pablo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ep 5,25). Como se ve, san Pablo utiliza la analogía del amor nupcial, heredada de los profetas de la antigua alianza, que recogió en su predicación Juan Bautista y que Jesús también usó, como atestiguan los evangelios. Juan Bautista y los evangelios presentan a Cristo como Esposo: lo hemos visto en la catequesis anterior. Esposo del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. En boca de Jesús y de su Precursor, la analogía recibida de la antigua alianza servía para anunciar que había llegado el tiempo de su realización. Los acontecimientos pascuales le confirieron su pleno significado. Precisamente con referencia a esos eventos, el Apóstol puede escribir en la carta a los Efesios que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella». En estas palabras resuena un eco de los profetas, que en la antigua Alianza habían usado esta analogía para hablar del amor nupcial de Dios hacia el pueblo elegido, Israel. Se encuentra en ellas, al menos de forma implícita, una referencia a la aplicación que Jesús había hecho a sí mismo, presentándose como Esposo, tal como lo debieron decir los Apóstoles a las primeras comunidades, en las que nacieron los evangelios. Asimismo, se descubre allí una profundización de la dimensión salvífica del amor de Cristo Jesús, que es al mismo tiempo nupcial y redentor: «Cristo se entregó a sí mismo por la Iglesia», recuerda el Apóstol.

2. Eso resulta aún más evidente si se considera que la carta a los Efesios coloca el amor nupcial de Cristo hacia la Iglesia en relación directa con el sacramento que une como esposos a un hombre y una mujer, consagrando su amor. En efecto, leemos: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra (alusión al bautismo), y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ep 5,25-27). Un poco más adelante, el Apóstol mismo subraya el gran misterio de la unión nupcial, porque la pone en relación con Cristo y la Iglesia (cf. Ep 5,32). Sus palabras, en su esencia, quieren significar que en el matrimonio y en el amor nupcial cristiano se refleja el amor nupcial del Redentor hacia la Iglesia: amor redentor, preñado de poder salvífico, operante en el misterio de la gracia con la que Cristo hace a los miembros de su Cuerpo partícipes de la vida nueva.

3. Por este motivo, al desarrollar su idea, el Apóstol recurre al pasaje del Génesis que, hablando de la unión del hombre y la mujer, dice: «los dos se harán una sola carne» (Ep 5,31 Gn 2,24). Inspirándose en esta afirmación, el Apóstol escribe: «Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia» (Ep 5,28-29).

Se puede decir que en el pensamiento de Pablo el amor nupcial entra en una ley de igualdad, que el hombre y la mujer realizan en Jesucristo (cf. 1Co 7,4). Con todo, cuando el Apóstol constata: «El marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo» (Ep 5,23), queda superada la igualdad, la paridad interhumana, porque en el amor hay un orden. El amor del marido hacia la mujer es participación del amor de Cristo hacia la Iglesia. Ahora bien, Cristo, Esposo de la Iglesia, ha sido el primero en el amor, porque ha realizado la salvación (cf. Rm 5,6 1Jn 4,19). Así, pues, él es al mismo tiempo «Cabeza» de la Iglesia, su «Cuerpo», que él salva, alimenta y cuida con amor inefable.

Esta relación entre Cabeza y Cuerpo no anula la reciprocidad nupcial, sino que la refuerza. Precisamente la precedencia del Redentor con respecto a los redimidos (y, por tanto, con respecto a la Iglesia) es lo que hace posible esa reciprocidad nupcial, en virtud de la gracia que Cristo mismo concede. Ésta es la esencia del misterio de la Iglesia como Esposa de Cristo-Redentor, verdad repetidamente testimoniada y enseñada por san Pablo.

4. El Apóstol no es un testigo lejano o desinteresado, como si hablase o escribiese de forma académica o notarial. En sus cartas se muestra profundamente comprometido en la tarea de inculcar esta verdad. Como escribe a los Corintios: «Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2Co 11,2). En este texto, Pablo se presenta a sí mismo como el amigo del Esposo, cuya gran preocupación consiste en favorecer la fidelidad perfecta de la esposa a la unión conyugal. En efecto, prosigue: «Temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo» (2Co 11,3). Ése es el celo del Apóstol.

5. También en la primera carta a los Corintios leemos la misma verdad de la carta a los Efesios y de la segunda carta a los mismos Corintios, que hemos citado más arriba. Escribe el Apóstol: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo!» (1Co 6,15). También aquí es fácil advertir casi un eco de los profetas de la antigua Alianza, que acusaban al pueblo de prostitución, especialmente por sus caídas en la idolatría. Los profetas hablaban de «prostitución» en sentido metafórico, para echar en cara cualquier culpa grave de infidelidad a la ley de Dios. San Pablo, en cambio, habla efectivamente de relaciones sexuales con prostitutas y las declara totalmente incompatibles con un auténtico cristiano. No es posible tomar los miembros de Cristo y hacerlos miembros de una prostituta. Pablo precisa, luego, un punto importante: mientras la relación de un hombre con una prostituta se realiza sólo a nivel de la carne y, por ello, provoca un divorcio entre carne y espíritu, la unión con Cristo se lleva a cabo al nivel del espíritu y corresponde, por consiguiente a todas las exigencias del amor auténtico: «¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1Co 6,16-17). Como se ve, la analogía usada por los profetas para condenar con tanta pasión la profanación, la traición y el amor nupcial de Israel con su Dios, sirve aquí al Apóstol para poner de relieve la unión con Cristo, que es la esencia de la nueva Alianza, y para precisar las exigencias que implica para la conducta cristiana: «Quien se une al Señor, forma con él un solo espíritu».

6. Era necesaria la «experiencia» de la Pascua de Cristo; era necesaria la «experiencia» de Pentecostés, para atribuir ese significado a la analogía del amor nupcial, heredada de los profetas. Pablo conocía esa doble experiencia de la comunidad primitiva, que había recibido de los discípulos no sólo la instrucción, sino también la comunicación viva de ese misterio. Él había recibido y profundizado esa experiencia, y ahora, a su vez, se hacía apóstol de la misma con los fieles de Corinto, de Éfeso y de todas las Iglesias a las que escribía. Era una traducción sublime de su experiencia del carácter esponsal de la relación entre Cristo y la Iglesia: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» (1Co 6,19).

89 7. Concluyamos también nosotros con esta constatación de fe, que nos hace desear esa hermosa experiencia: la Iglesia es la Esposa de Cristo. Como esposa, pertenece a él en virtud del Espíritu Santo que, sacando «de los manantiales de la salvación» (Is 12,3), santifica a la Iglesia y le permite responder con amor al amor.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Hermanas Misioneras Claretianas, así como a las Religiosas Hijas de Jesús. Os aliento a una entrega generosa a Dios y a la Iglesia en fidelidad a vuestra vocación.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la bendición apostólica.







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