Discursos 1991 64


AL SEÑOR MANUEL ANTONIO HERNÁNDEZ GUTIÉRREZ,


EMBAJADOR DE COSTA RICA ANTE LA SANTA SEDE


Martes 19 de noviembre de 1991



Señor Embajador:

65 Con viva complacencia recibo las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Costa Rica ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida en este acto de presentación, me es grato reiterar ante su persona el profundo afecto que siento por todos los hijos de su noble País.

Al deferente saludo que el Señor Presidente de la República, D. Rafael Ángel Calderón Fournier, ha querido hacerme llegar por medio de Usted, correspondo con sincero agradecimiento y le ruego tenga a bien transmitirle mis mejores augurios, junto con las seguridades de mi plegaria al Altísimo por la prosperidad y bien espiritual de todos los costarricenses.

Sus palabras, Señor Embajador, me son particularmente gratas y me han hecho evocar las entrañables celebraciones de fe y esperanza que tuve la dicha de presidir en su País durante mi visita pastoral, y en las que pude apreciar los más genuinos valores del alma noble y cristiana de los costarricenses.

Costa Rica vive hoy un momento particular: mientras se siente justamente orgullosa por los logros alcanzados en el campo del desarrollo humano, mira confiada hacia el futuro y se esfuerza por alcanzar nuevas metas de progreso. Por otra parte es bien conocida la larga trayectoria de paz, democracia y preocupación por la justicia social que han caracterizado positivamente al País que Vuestra Excelencia representa y cómo, en esta última década, Costa Rica ha sido portadora de loables iniciativas con vistas a la pacificación del área centroamericana, trabajando con ahínco para llevar a término el “Proceso de Esquipulas”. Todo lo cual ha sido respaldado por la identidad cultural de un pueblo profundamente inspirado en el Evangelio, en la fe católica.

El interés prioritario actual que responde a un afán común a todas las Repúblicas Centroamericanas y constituye también el norte de las próximas Cumbres Presidenciales es el de acelerar las etapas de la estabilidad económica y de encontrar las formas adecuadas para plasmar un programa de atención preferencial a clases menos favorecidas.

Todo ello constituye sin duda un aspecto importante de la realidad integral, pero es necesario tener siempre presente —como lo he subrayado en la reciente Encíclica “Centesimus Annus”— que es ilusorio pensar en la construcción del bien común eludiendo el planteamiento moral (Centesimus Annus
CA 60). En la gran preocupación de acelerar un positivo desarrollo económico se debe respetar la íntima estructura espiritual y moral del hombre, su dignidad y su apertura a un destino trascendente.

Es esta la razón que, a lo largo de la historia, ha movido a la Iglesia a preocuparse por iluminar las realidades propias de la ciudad terrena, proclamando la Buena Nueva. Su obra evangelizadora no se limita a enseñar las verdades reveladas, sino que pretende transformar los criterios, las líneas de pensamiento, el sentido de la existencia del hombre en el mundo, para orientarlo según la Palabra de Dios y su designio de salvación. Como señalé al inicio de mi Pontificado: “No se avanzará en este camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la vida económica, si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. Es una tarea que requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios” (Redemptor hominis RH 16). También en Costa Rica, la Iglesia, guiada por su celosos Pastores, desea intensificar su obra evangelizadora, particularmente cuando ya está próximo el V Centenario de la llegada del mensaje cristiano al Nuevo Mundo.

El Gobierno que Usted tiene la honra de representar, Señor Embajador, ha reiterado su propósito de empeñarse en la mejora del orden social y económico sobre la base de los valores morales que han inspirado al pueblo costarricense en su caminar a lo largo de la historia. Es, pues, tarea de la Autoridad pública promover, con medidas eficaces, una cultura de auténtica solidaridad que, poniendo límite a los egoísmos encontrados de personas y grupos, haga prevalecer las razones de la justicia y el sincero y efectivo afán de servicio al bien común.

La Iglesia en Costa Rica, fiel a las exigencias del Evangelio, y consciente de que “se hará creíble por el testimonio de las obras más que por su coherencia y su lógica interna” (Centesimus Annus CA 57), no ahorrará esfuerzos en su tenaz labor de promoción y defensa del hombre, ciudadano e hijo de Dios. Los Pastores, sacerdotes y comunidades religiosas, movidos por su deseo de testimonio evangélico continuarán prestando su valiosa contribución en campos tan vitales como la educación, la asistencia sanitaria, el servicio a los más pobres y necesitados.

Un campo de particular importancia, tanto para la Iglesia como para las instituciones civiles, es la familia y la juventud. Por ello, los Pastores, en el ejercicio de su misión evangelizadora, no han dejado de manifestar su preocupación ante determinadas campañas antinatalistas y sobre ciertos programas escolares de educación sexual. En efecto, corresponde a la misión de la Iglesia formar las conciencias y ofrecer criterios en materias tan delicadas que inciden de modo relevante en el comportamiento y en los principios morales de las personas, sobre todo de los niños y los jóvenes.

No podemos por menos de constatar que si se ignora la dimensión ética y religiosa de los problemas referentes a la transmisión de la vida, se debilita su valor como gozoso don de Dios y se abren las puertas a actitudes de permisivismo que desvirtúan los ideales altos y nobles que hay que ofrecer a la juventud. La defensa de la vida, así como la sana educación a la castidad en cuanto virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona, son temas de suma importancia no sólo desde el punto de vista de los valores morales y espirituales, sino también como elementos constitutivos del bien común y que, por ello, deben ser respetados por las instancias responsables y convenientemente tutelados en el ordenamiento legal del Estado.

66 Señor Embajador, antes de concluir este encuentro, deseo expresarle las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores deseos para que su importante misión sea fecunda para bien de Costa Rica. Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante su Gobierno y demás instancias de su País, mientras invoco la bendición de Dios sobre Usted, sobre su familia y colaboradores, y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación costarricense.









AUDIENCIA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


AL SEÑOR JAIME PAZ ZAMORA,


PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE BOLIVIA


Viernes 23 de noviembre de 1991



Señor Presidente:

Es para mí motivo de viva satisfacción tener este encuentro con el Primer Mandatario de Bolivia, acompañado de altos funcionarios de su Gobierno, y me es muy grato darles la más cordial bienvenida.

Su visita a la Santa Sede es una feliz circunstancia que viene a reafirmar los estrechos lazos que existen entre ella y la noble Nación boliviana y que me permite reiterar ante su persona el sincero afecto que siento por todos y cada uno de sus conciudadanos, a los que tuve el gozo de poder visitar hace ahora tres años. A este propósito vuelven a mi mente las entrañables celebraciones de fe y esperanza que tuvieron lugar en La Paz, Cochabamba, Oruro, Sucre, Santa Cruz, Tarija y Trinidad, donde pude apreciar los más genuinos valores del alma boliviana: su calor humano, hospitalidad, entusiasmo, así como las aspiraciones de justicia y pacífica convivencia de un pueblo que se siente unido por los fuertes vínculos de la fe católica y de una antigua cultura.

El nombre de Bolivia evoca una gloriosa civilización que forma parte irrenunciable de vuestra identidad histórica. Es cierto que las presentes circunstancias por las que atraviesa el país plantean toda una serie de retos que hay que afrontar con esperanza y espíritu solidario. A este respecto, vienen a mi mente las palabras que dirigí en Santa Cruz a los líderes bolivianos y representantes del mundo de la cultura: “Vuestro desafío ha de tener como objetivo común servir al hombre boliviano en sus apremiantes necesidades concretas de hoy y prevenir las de mañana; luchar contra la pobreza y el hambre, el desempleo y la ignorancia; transformar los recursos potenciales de la naturaleza con inteligencia, laboriosidad, responsabilidad, constancia y honesta gestión en bienes y servicios útiles para todos los bolivianos, sin injustas diferencias que ofenden a la condición de hermanos, de hijos de un mismo Padre y copartícipes de los dones que el Creador puso en manos de todos los hombres” (Discurso a los representantes del mundo intelectual y de la clase dirigente, Santa Cruz, Bolivia, n. 5, 12 de mayo de 1988).

Las nobles gentes de su país, Señor Presidente, a lo largo de su historia, han hecho suyos los valores cristianos que han inspirado su vida y costumbres. Por ello, en el momento presente, el cristiano está llamado a tomar una mayor conciencia de las propias responsabilidades y, de cara a Dios y a sus deberes ciudadanos, ha de empeñarse con renovado entusiasmo en construir una sociedad más justa, fraterna y participativa. Es precisamente en este terreno donde se sitúa el importante papel que desempeñan los valores espirituales que, desde dentro, transforman la persona y la mueven a hacerse promotora de una mayor justicia social, de un mayor respeto de la dignidad del ser humano y sus derechos, de unas relaciones más fraternas donde reine el diálogo y el entendimiento frente a la tentación de la ruptura y el conflicto.

Entre los factores que obstaculizan el logro de unas condiciones que permitan responder más adecuadamente a las legítimas aspiraciones de tantos bolivianos a un mayor bienestar y desarrollo se encuentra la crisis económica y el problema de la deuda exterior. En repetidas ocasiones la Iglesia ha abogado por la búsqueda de soluciones que permitan articular medidas a corto y largo plazo en orden a hacer posible un sistema económico en el que imperen los criterios de justicia, equidad y solidaridad. Las implicaciones sociales de esta problemática han adquirido dimensiones mundiales, y los pueblos pobres no pueden pagar costos sociales intolerables, sacrificando el derecho al desarrollo. El diálogo entre los pueblos es indispensable para llegar a acuerdos equitativos, en los que no todo quede sujeto a una economía únicamente tributaria de las leyes del mercado, sin alma y sin criterios morales. En este punto es patente la urgencia de la solidaridad internacional para hacer posible el desarrollo integral de “todo el hombre y de todos los hombres” (Populorum progressio, 14).

Para realizar los ideales de solidaridad y alcanzar las metas de desarrollo a que aspiran los bolivianos, es imprescindible el esfuerzo conjunto de todos los ciudadanos en favor del bien común. Pero también es necesario que se afiance en todos la convicción de que no existe verdadero progreso al margen de la verdad integral sobre el hombre y si no se respetan los principios morales. En efecto, para construir una sociedad más justa y fraterna es preciso que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia inspiren el comportamiento de las personas y de la colectividad. El Episcopado boliviano, movido por su solicitud pastoral, ha reiterado en numerosas ocasiones la necesidad de aunar los esfuerzos solidarios y colectivos para superar las dificultades que obstaculizan la voluntad de construir una comunidad que tenga como fundamentos la búsqueda de la verdad, el amor por la justicia, la vocación a la libertad; pero dichos esfuerzos serán vanos si no están inspirados en valores espirituales y transcendentes. Puedo asegurarle, Señor Presidente, que la Iglesia en Bolivia, fiel al mandato de su divino Fundador, continuará incansable en su vocación de servicio al hombre, ciudadano e hijo de Dios.

Su presencia en Roma coincide con el simposio organizado por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, bajo el lema “Droga y alcoholismo contra la vida”, al cual Vuestra Excelencia ha accedido a participar. Como tuve ocasión de manifestar durante mi visita pastoral a su País, “el comercio de la droga se ha convertido en un auténtico tráfico de la libertad por cuanto lleva a la más terrible forma de esclavitud y siembra vuestro suelo de corrupción y muerte. Por ello, es urgente no sólo proteger a los jóvenes del consumo de la droga, sino combatir el tráfico mismo, por tratarse de una actividad a todas luces infame” (Homilía en el aeropuerto "El Trompillo" de San Cruz, n. 9, 13 de mayo de 1988). Como hombres libres a quienes Cristo ha llamado a vivir en libertad, debemos luchar decididamente contra esa nueva forma de esclavitud que a tantos subyuga en muchas partes del mundo.

Mi mensaje de hoy quiere ser de aliento para continuar caminando por la vía de la superación, del esfuerzo, de la confianza en Dios. Los principios cristianos que han informado la vida de la Nación boliviana a lo largo de su historia, tienen que infundir una esperanza viva y un dinamismo nuevo que lleve a su País a ocupar el puesto que le corresponde en el concierto de las naciones.
67 Al concluir, Señor Presidente, deseo reiterarle mi vivo agradecimiento por esta visita, y en su persona rindo homenaje a Bolivia, mientras invoco sobre todos sus hijos las bendiciones de Dios.










AL SEÑOR JAVIER PÉREZ DE CUELLAR,


SECRETARIO GENERAL DE LA ONU





Señor secretario general:

Lo recibo con viva satisfacción en este momento en que usted llega con el fin de dirigirse a un congreso organizado por la Santa Sede y realiza un viaje por algunas capitales europeas.

No es la primera vez que usted me visita. Quisiera aprovechar este nuevo encuentro para reiterarle la confianza que la Sede apostólica ha depositado en la Organización de las Naciones Unidas, el interés activo y el apoyo que desea brindarle en el marco de su competencia.

Puesto que dentro de algunas semanas concluirá su misión como secretario general, quisiera manifestarle mi alta estima por la obra que ha realizado en el seno de la Organización de las Naciones Unidas durante casi diez años de incansable dedicación personal en favor de las grandes causas de la humanidad.

Bajo su impulso, la Organización ha conocido una evolución feliz. Después de un período difícil de crisis económica y de múltiples tensiones, hoy puede afrontar su misión con mayor esperanza de éxito. Dicha Organización se ha dedicado a servir a los grandes objetivos que han motivado su fundación, tras dos conflictos mundiales: mantener la paz en la justicia, promover los derechos humanos y tratar los problemas que tienen dimensión mundial. Por una parte, esto ha sido posible gracias a una mejor coordinación entre los diversos organismos, sobre todo entre la Secretaría general y el Consejo de seguridad; por otra, la situación de conjunto en el mundo ha cambiado sensiblemente. La alianza de poderosos intereses y el enfrentamiento entre grupos de países que hasta ayer parecía insuperable, se han atenuado o bien han cedido su lugar a nuevas formas de cooperación. En un marco internacional ampliamente renovado en el curso de los últimos años, se percibe más claramente la oportunidad de una reforma de las instituciones o de los mecanismos de decisión, a fin de que se afirme cada vez más la interdependencia de los pueblos, de sus intereses y responsabilidades.

Usted, señor secretario general, es el primero que ha señalado la gravedad de los problemas que hay que afrontar con urgencia y decisión en muchas zonas del mundo y también a escala planetaria. Sé que usted trabaja con tenacidad digna de elogio para que no se olviden los azotes que, como tantas otras plagas, afectan a un número terriblemente elevado de hombres, mujeres y niños, en el umbral del tercer milenio: pobreza, analfabetismo, enfermedades, proliferación del tráfico de droga, difusión de la criminalidad y degradación del ambiente, por no mencionar más que algunos de los más manifiestos.

El honor de la Organización desde sus orígenes consiste en haber colocado en el primer plano la definición, la defensa y la promoción de los derechos del hambre. Desde la declaración universal, adoptada en 1948, se han realizado progresos notables, que hoy día continúan. Se ha hecho resaltar más la relación entre los derechos individuales y los derechos de las comunidades culturales y espirituales, de los pueblos y naciones. Se comprende mejor también que más allá de una salvaguardia en cierto modo pasiva, es necesario permitir que todos los miembros de la familia humana puedan expandirse y progresar. Ya no es posible afrontar el tema primordial del desarrollo sólo desde el punto de vista económico, sino que es preciso incluir en ese horizonte la promoción de la educación, de la familia, de la cultura, de las responsabilidades cívicas libremente ejercidas, en una palabra, es el hombre entero como su sujeto digno y responsable. Usted sabe cuántas preocupaciones centran la atención de la Iglesia, que trata de desarrollar su doctrina social en este sentido. Le agradezco que haya manifestado públicamente la atención que presta a la enseñanza social de la Santa Sede, sobre todo recientemente con ocasión del centenario de la encíclica Rerum novarum.

Las Naciones Unidas han tomado numerosas iniciativas durante sus dos mandatos con el fin de despertar las conciencias, profundizar la reflexión y suscitar medidas eficaces y coordinadas. Pienso, en particular, en las próximas conferencias convocadas: sobre el ambiente y el desarrollo, para 1992, y sobre la población, para 1994. La Santa Sede desea aportar su colaboración a dichos acontecimientos, en la medida de sus propios medios y conforme a su misión. También quiere hacer valer los puntos de vista que le parecen esenciales para la salvaguarda de la dignidad de los individuos y los pueblos, y desea que los organismos especializados no invoquen el crédito de las Naciones Unidas para imponer, principalmente en el terreno demográfico, políticas que violentan la libertad y el sentido de responsabilidad de las personas en todas las regiones del mundo. La inspiración de una acción internacional ante el conjunto de los problemas actuales no puede ser más que la intuición fundamental de las Naciones Unidas: el servicio de la paz y la justicia gracias a la colaboración de todos y a una mejor repartición de los recursos de la tierra.

El escenario del mundo no presenta sólo disparidad en el desarrollo o en el ejercicio de los derechos fundamentales; nos muestra día tras día una serie de conflictos dolorosos en casi todos los continentes. El lenguaje de las armas se hace oír más que el de la concordia. Muy cerca de nosotros, por ejemplo, tiene lugar una guerra fratricida e inútil que arrastra a poblaciones enteras hacia la desgracia y la desolación. Me refiero evidentemente a los combates que se están llevando a cabo en Yugoslavia. La acumulación alarmante de material bélico no puede dejar de entrañar su utilización, lo vemos muy a menudo. Así y todo, quisiera alabar y alentar los esfuerzos realizados por las Naciones Unidas para que se progrese por el camino del desarme, con la esperanza de que sigan adelante con convicción, a fin de que se hagan inútiles arsenales tan amenazadores y se haga un uso mejor tanto de ese potencial económico estéril como de las energías humanas movilizadas por causas tan controvertibles.

Señor secretario general, deseo rendir homenaje aquí a la acción perseverante que usted ha llevado a cabo personalmente durante estos últimos años para llegar a la solución de algunos de los conflictos más difíciles de apaciguar. Se le ha visto en todos los continentes como sembrador de paz. Así su acción diplomática tenaz y sabia consiguió un acuerdo sobre el alto el fuego que puso fin al conflicto entre Irán e Irak. Namibia le debe el haber podido al fin obtener la independencia. Usted ha contribuido a los acuerdos que se refieren a Afganistán. Su mediación ha permitido la puesta en marcha de procesos de liberación en muchos países de América central, desde hace mucho tiempo lacerados por conflictos sangrientos. Usted no ha dejado de prestar atención a la preocupante situación de Chipre. Recientemente, gracias a su compromiso paciente y discreto, los rehenes detenidos en Oriente Medio durante muchos años han recobrado su libertad. Y en estos días las Naciones Unidas están acompañando al pueblo camboyano a lo largo del camino de la pacificación y el renacimiento. No puedo evocar todos los campos en los que usted ha intervenido personalmente en una acción positiva de las Naciones Unidas; basta citar la evolución de las relaciones entre el Este y el Oeste. Por todo eso, me hago intérprete de la gratitud de los pueblos al servicio de los cuales usted ha puesto todas sus cualidades y toda su dedicación.

68 Excelencia, deseo fervientemente que pueda tener la satisfacción, al cabo de diez años de responsabilidad internacional, de ver que su obra prosigue y que el impulso que usted ha dado progresa incesantemente en los numerosos ámbitos propios de las Naciones Unidas.

Formulo los mejores votos de felicidad para usted, señor secretario general, sus colaboradores y sus seres queridos. Pido al Todopoderoso que le conceda siempre su apoyo y sus bendiciones.









                                                                                  Diciembre de 1991


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS DE TOLEDO, SANTIAGO Y MADRID EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Lunes 16 de diciembre de 1991



Amadísimos hermanos en el episcopado:

La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1,3).

1. Con estas palabras del Apóstol deseo expresar mis sentimientos de afecto y gozosa comunión con vosotros, Pastores de las provincias eclesiásticas de Toledo, Santiago de Compostela y Madrid, que realizáis la visita “ad Limina” siendo portadores hasta la Sede de Pedro de las preocupaciones y alegrías, anhelos y esperanzas que os animan en la edificación de las comunidades que el Señor ha confiado a vuestros cuidados. En estos momentos de cercanía y afecto eclesial, mi pensamiento se dirige también a todas las diócesis que representáis, a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles.

Agradezco vivamente las palabras que, en nombre de todos, ha tenido a bien dirigirme el Señor Cardenal Marcelo González Martín. Mi profunda gratitud además por esta visita, que habéis preparado con tanto esmero y que viene a reforzar el vínculo interior que nos une en la oración, en la fe y en el amor operante.

En los coloquios personales que hemos mantenido durante estos días he podido apreciar nuevamente la vitalidad de vuestras Iglesias particulares, vuestra solicitud de Pastores, la entrega de vuestros colaboradores en el ministerio y la fidelidad a este centro de unidad, que es la Sede Apostólica.

2. Permanece aún vivo en mi mente el recuerdo de las intensas jornadas vividas con los fieles de no pocas de vuestras diócesis durante mis visitas a España. Con muchos de ellos he tenido el gozo de encontrarme en otras ocasiones; últimamente, con los jóvenes españoles que participaron en la VI Jornada Mundial de la Juventud en Czêstochowa y que aportaron su entusiasmo a aquel memorable encuentro de libertad y amor, como fueron las celebraciones en torno al Santuario de Jasna Góra. Durante aquellos días de profundas vivencias humanas y cristianas, los jóvenes europeos mostraron que la Iglesia es camino de unión entre las culturas y los pueblos, indicando así las vías por las que las generaciones actuales quieren construir la Europa nueva de las patrias solidarias. Hecho éste para vosotros no insólito, por cuanto no pocas de vuestras Iglesias están marcadas por ese camino de Santiago, que ha sido y es como uno de los puntos de referencia que ha construido la peculiar simbiosis de unidad y de diversidad que ha caracterizado la cultura de la Europa cristiana. Hoy esta vieja Europa, necesita encontrar de nuevo en el evangelio de Jesucristo las raíces vivas y la fuente fecunda de su patrimonio espiritual y moral. Tal es el anhelo pastoral que me ha movido a convocar el Sínodo extraordinario de los Obispos que acaba de celebrarse en Roma y al cual el Episcopado español ha dado su valiosa aportación.

3. En este contexto, ¿cómo no recordar dos acontecimientos singulares del año 1989 para vuestras comunidades diocesanas y para toda la Iglesia en España? En Toledo celebrabais la conmemoración del XIV Centenario del III Concilio de Toledo, tan decisivo en la adhesión de todos vuestros pueblos a la fe católica. En Santiago de Compostela, como respuesta a mi gozosa llamada, se reunían medio millón de jóvenes peregrinos de todo el mundo para “descubrir, en el umbral del año dos mil, las raíces apostólicas de la fe y comprometerse activamente en la evangelización del mundo contemporáneo” (Mensaje, 27 de marzo de 1988). Por otra parte, y para ofrecer una mejor atención pastoral a los fieles, en julio de este año ha sido erigida la Provincia eclesiástica de Madrid y creadas las nuevas diócesis de Alcalá de Henares y Getafe.

69 Historia, presente y futuro se abrazan en el momento actual de vuestra Iglesia como un signo de la voluntad del Señor, que os pide renovar la fidelidad a la herencia de la fe apostólica que recibisteis con una ilusionada disposición espiritual para llevar a cabo la obra evangelizadora con nuevo ardor, nuevos métodos, nuevas expresiones. Lo venís haciendo ya a través de vuestros programas pastorales, pero sobre todo mediante el testimonio y acción apostólica promoviendo en vuestras diócesis una nueva evangelización.

La nueva evangelización en la que estáis comprometidos ha de tener como primer objetivo el hacer vida entre los fieles el ideal de santidad. Una santidad que se manifieste en el testimonio de la propia fe, en la caridad sin límites, en el amor vivido y ejercido en las actividades de cada día. Una santidad a la que todos los cristianos sin excepción están llamados. A este propósito, quiero compartir con vosotros algunas reflexiones acerca de una preocupación pastoral de vital importancia para el futuro de la Iglesia: la participación del laicado cristiano en la misión redentora de Cristo, en la difusión del Evangelio.

4. Los laicos, por su condición secular, están llamados a desarrollar en la sociedad la nueva vida que han recibido en el bautismo. A ellos les corresponde “impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico” (Apostolicam actuositatem
AA 5), ejerciendo “su apostolado en el mundo a manera de fermento” (Ibíd., 2). Desde sus actividades diarias han de “testificar cómo la fe cristiana... constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad” (Christifideles laici CL 34). Mas su condición de fieles seguidores de Cristo y, a la vez, miembros de la ciudad terrena no ha de conducirlos al error de llevar como “dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida "espiritual", con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida "secular", es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura” (Ibíd., 59). Sé muy bien que, como Pastores del Pueblo de Dios, habéis señalado repetidamente este peligro, que priva a la sociedad de la irrenunciable presencia activa de los laicos en los asuntos temporales.

Vuestra última Asamblea de la Conferencia Episcopal ha estudiado precisamente el tema de los laicos. Como en ocasiones anteriores, habéis puesto de relieve la necesidad de hacer presentes los valores evangélicos en la sociedad y en los diversos ámbitos donde se configura la identidad de un pueblo. En el seno de la sociedad española los laicos cristianos, movidos por su fe y espíritu apostólico, deben sentirse urgidos a promover alternativas socioculturales de todo tipo, capaces de contrarrestar las que, negando el mundo de la transcendencia, pretenden instaurar una sociedad como si Dios no existiese (Ibíd., 34) o fuese sólo algo del pasado.

5. Su propia vocación compromete a los seglares a vivir inmersos en las realidades temporales como constructores de paz y armonía y, al mismo tiempo, sintiendo siempre a la Iglesia como patria espiritual; seglares conscientes de la eclesialidad de la fe, de la que brotarán, como en otras épocas de vuestra historia, obras admirables donde Evangelio y cultura han quedado íntimamente unidos como expresión original y creativa de la fecundidad del amor cristiano. Los seglares, mujeres y hombres, han de sentirse llamados a contribuir generosamente al bien común. Todos deben promover la justicia y la solidaridad, en su vida cotidiana, en el campo de sus responsabilidades sociales concretas, en la actividad económica, en la acción sindical o política, en la actividad educativa y cultural, en las instituciones al servicio de la salud, en las iniciativas al servicio de la familia, en los proyectos de promoción humana integral de sectores de población marginados, en los medios de comunicación social, etc.

Un campo que espera la acción generosa y decidida de los laicos cristianos es el de aquellos sectores alejados de la Iglesia, al cual ellos deben acercarse sin miedos ni arrogancias, pero convencidos de que “los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como "el lugar histórico" del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo” (Ibíd., 59) . Tarea no fácil, pues supone una paciente y sólida catequesis acerca del puesto que los laicos ocupan en la Iglesia y en el mundo. En esta catequesis no debe faltar —especialmente para los comprometidos en el campo social y político— un adecuado conocimiento de la doctrina social católica, que ha de inspirar la conducta cristiana en una conversión continua a los valores evangélicos. En este itinerario espiritual ha de vivirse también la opción preferencial por los pobres que es “una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana de la que da testimonio toda la tradición de la Iglesia” (Sollicitudo rei socialis SRS 42) y, a la vez, un modo de manifestar “la universalidad del ser y de la misión” de la misma (Congr. pro Doctrina Fidei, Libertatis Conscientia, 68).

6. Ayudad, pues, a los seglares, amados Hermanos, en esa ardua y permanente exigencia de vivir según el Evangelio. Es necesario proclamar abiertamente que “la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia” (Christifideles laici CL 17). Consagrad a esta tarea todas vuestras energías. Promoved en vuestras comunidades esa nueva conciencia de misión que dé abiertamente testimonio de la grandeza de la vida cristiana. Que las parroquias y las diócesis acojan y promuevan todas aquellas iniciativas pastorales y apostólicas que la Iglesia ha aprobado y que aportan nuevas riquezas a la vida eclesial. Que estemos todos, como discípulos, en disposición de aprender unos de otros. Esta actitud generosa y atenta es el mejor camino para responder adecuadamente a los nuevos retos de la historia.

7. La realidad de la situación actual nos hace ver la apremiante necesidad de fomentar en los cristianos una esmerada formación religiosa. Vosotros mismos no habéis dejado de manifestar reiteradamente vuestra preocupación ante actitudes secularizadoras que ponen en entredicho valores irrenunciables de la fe de vuestro pueblo y que pretenden arrinconar el mensaje evangélico o amortiguar su influjo, de manera que no ejerza su función iluminadora en medio de la sociedad. Por ello, la formación religiosa de los cristianos, y en particular de los niños y los jóvenes, tiene una importancia capital en nuestro tiempo.

Como es bien sabido, esta formación de los niños, adolescentes y jóvenes se realiza principalmente en tres ámbitos fundamentales: la familia, la comunidad parroquial y la escuela, ya sea ésta la escuela católica o la escuela pública o estatal en donde haya alumnos cuyos padres, en virtud de su derecho, demanden para sus hijos dicha formación de acuerdo con sus propias convicciones.

En las actuales circunstancias socioculturales, no es infrecuente que muchos niños y jóvenes padezcan un cierto desvalimiento en su formación religiosa y moral. Por lo cual es cada vez más necesario el hacer efectiva, por su complementariedad, la colaboración de los tres ámbitos educativos mencionados: por una parte la familia, dando en su seno testimonio de su fe y transmitiendo los contenidos de la misma y las prácticas de vida cristiana en el hogar; luego, la comunidad parroquial, en forma de catequesis sistemática para todas las edades; en esta tarea colaboran también los grupos cristianos y asociaciones o movimientos apostólicos; finalmente, la escuela, en todos sus niveles, como enseñanza religiosa que capacita especialmente para el diálogo entre la fe y la cultura en armonía con los demás saberes y disciplinas.

Esta enseñanza religiosa tiene su propia identidad y su innegable valor en el ámbito de la formación escolar. Sin embargo, hay que notar que aun siendo alta su demanda en la sociedad española, se necesitaría un apoyo social más efectivo dada su importancia para la educación integral del alumno. Por otra parte, como habéis señalado en reiteradas ocasiones, las normas legales sobre esta delicada materia no son satisfactorias. Es un deber de todos, pues, contribuir a que se respete de modo efectivo este derecho fundamental de los alumnos. A este propósito, el Concilio Vaticano II “recuerda a los padres la grave obligación que tienen de disponer, y aun de exigir, todo lo necesario para que sus hijos puedan disfrutar de tales auxilios y progresen en la formación cristiana a la par que en la profana” (Gravissimum educationis GE 7).

70 8. Por su parte, la escuela católica está asentada sobre el derecho, universalmente reconocido, de las personas físicas y jurídicas a crear y dirigir centros de enseñanza. Esta escuela ha ofrecido hasta nuestros días un amplio servicio a la sociedad española; pero ahora se ve enfrentada a restricciones legales y de otra índole que la hacen cada vez más precaria, y que incluso amenazan la subsistencia misma de no pocos centros escolares. En las presentes circunstancias, y ante la tentación de abandono de esta irrenunciable tarea, los cristianos han de estar dispuestos a una colaboración decidida y generosa a fin de mantener y adaptar esta institución educativa, tan importante para la misión de la Iglesia y para la misma sociedad civil.

Por todo ello, los padres y las diversas instituciones, así como las parroquias y las diócesis, han de poner cuanto esté de su parte para hacer cada vez más efectiva la acción educativa y evangelizadora de la Iglesia en el campo escolar; y ello con tanto mayor empeño cuanto más grandes sean las dificultades. Es de desear que las instancias públicas, por su parte, acojan estos derechos, garantizándolos eficazmente a través de la legislación y de las normas de aplicación. Teniendo en cuenta la no confesionalidad del Estado, el sistema escolar, sin embargo, no puede dejar de respetar estos derechos educativos, sobre todo si se considera que, al ser debidamente atendidos, redundan en un factor positivo para el bien común, ya que contribuyen a preparar ciudadanos dispuestos a construir una sociedad que sea cada vez más justa, fraterna y solidaria.

La Conferencia Episcopal y otras instancias de la Iglesia española han expresado, en repetidas ocasiones, el deseo de que el nuevo sistema educativo sea plenamente respetuoso con los derechos de los alumnos y de sus padres en esta materia, siempre al servicio de todos los españoles y “no sujeto al vaivén de cambios políticos” (Conferencia episcopal Española, Coetus plenarius, 20 de noviembre de 19919. El momento de la reforma del sistema educativo es una oportunidad histórica, y sería lamentable que esta aspiración quedase frustrada por falta de comprensión, lo cual redundaría en perjuicio de todos. Es de esperar, pues, que se pueda mejorar la actual situación y se disipen así estos temores.

9. El presente y el futuro de vuestras comunidades eclesiales requiere que se preste una particular atención a la juventud. No cejéis en vuestro empeño pastoral en favor de los jóvenes, pues de ellos, de cómo se identifiquen con el Evangelio, dependerá en gran parte el futuro de la nueva evangelización. Proponedles, pues, ideales altos y nobles, haciéndoles sentir que sólo Cristo puede satisfacer las ansias de sus corazones inquietos. Sólo cuando Cristo es conocido y amado como centro de la propia vida es posible pensar en una entrega total de la existencia a su servicio, y cabe plantear adecuadamente el problema vocacional.

Los jóvenes de hoy, al igual que los de épocas pasadas, son sensibles y generosos en su seguimiento a Jesús, que les llama. Y esto, viviendo su compromiso cristiano a través de la comunidad parroquial o en movimientos apostólicos especializados, o bien por medio de la consagración religiosa o del sacerdocio ministerial, con esa vinculación teológica y canónica del celibato consagrado por el Reino de los cielos, que no ha perdido ninguna actualidad y vigencia para la Iglesia contemporánea, dentro y fuera de los países europeos, como se ponía de manifiesto en el último Sínodo ordinario de los Obispos.

10. Como Pastor de la peculiar porción del Pueblo de Dios que tiene encomendada, cumple también su visita “ad limina” el Arzobispo castrense. Junto con los sacerdotes que colaboran con él, se ocupa de la asistencia religiosa y pastoral a las Fuerzas Armadas y de Seguridad, así como a sus familias.

La Iglesia presta a estos servidores de la patria una particular atención pastoral impulsando una acción evangelizadora, educativa y asistencial que corresponda adecuadamente a las necesidades actuales de este sector de la sociedad. Vale la pena, en verdad, continuar cultivando en el ámbito castrense, la fe y los valores espirituales y morales que profesan, junto con sus familias, los miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad de España; fe y valores profesados sin ostentación vana, pero sí con la hondura y la sencillez de la actitud del centurión elogiado por Nuestro Señor (cf. Mt
Mt 8,9-10).

A este propósito, aliento a los Capellanes castrenses a un renovado empeño en este legítimo ejercicio del ministerio sacerdotal, confiando siempre en la ayuda del Señor, que les ha encomendado esta misión y que les ofrece la posibilidad de presentar el verdadero rostro de Cristo a tantos jóvenes que realizan el servicio militar así como a los profesionales de las Fuerzas Armadas y de Seguridad y a sus familias.

11. Amados Hermanos, esta es la hora de la esperanza cristiana; hora en la que la Iglesia en España ha de mostrar a los hombres que el Evangelio de Jesús tiene vigencia y que se expresa de forma concreta en la vida de cada cristiano comprometido y consciente de su dignidad de hijo de Dios. Es la hora en la que la fidelidad a los principios del Evangelio exigirá, en no pocas ocasiones, dolorosas renuncias y martirios silenciosos, tan sólo conocidos por Dios. Es la hora de la confianza, en que es preciso que el trigo siga creciendo en el seno de la tierra, para que una mañana luminosa se convierta en espiga dorada de abundante fruto.

Al volver a vuestras diócesis os ruego que transmitáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles el saludo entrañable del Papa, que en todos piensa y por todos ora con gran afecto y firme esperanza. A la intercesión de la Santísima Virgen encomiendo vuestras personas, vuestras intenciones y propósitos pastorales, para que llevéis a cabo la tarea de una nueva evangelización que prepare los corazones a la venida del Señor.

Con estos deseos os acompaña mi plegaria y mi Bendición Apostólica.










Discursos 1991 64