Audiencias 1992




1

Enero de 1992


Miércoles 8 de enero de 1992

Dimensión histórica y proyección escatológica de la unión nupcial de la Iglesia con Cristo

(Lectura:
Apocalipsis, capítulo 19, versículos 6-8) Ap 19,6-8


1. El apóstol Pablo nos dijo que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ep 5,25). Esta verdad fundamental de la eclesiología paulina, que se refiere al misterio del amor nupcial del Redentor hacia su Iglesia, queda recogida y confirmada en el Apocalipsis, en el que Juan habla de le esposa del Cordero: «Ven, que te voy a enseñar a la novia, a la esposa del Cordero» (Ap 21,9). El autor ya anticipó la descripción de los preparativos: «Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura ?el lino son las buenas acciones de los santos?... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19,7-9). Así, pues, la imagen de las bodas y del banquete nupcial se repite también en este libro de carácter escatológico, en el que la Iglesia aparece representada en su forma celeste. Pero se trata de la misma Iglesia de la que habló Jesús al presentarse como su Esposo; de la que habló el apóstol Pablo, al recordar la oblación del Cristo-Esposo por ella; y de la que habla ahora Juan como esposa por la que se inmoló al Cordero-Cristo. La tierra y el cielo, el tiempo y la eternidad se funden en esta visión trascendente de la relación entre Cristo y la Iglesia.

2. El autor del Apocalipsis describe a la Iglesia-esposa, ante todo, en una fase descendente: como un don de lo alto. La esposa del Cordero (cf. Ap 21,9) se presenta como «la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios» (Ap 21,10-11), y como «la nueva Jerusalén...engalanada como una esposa ataviada para su esposo» (Ap 21,2). Si en la carta a los Efesios Pablo presenta a Cristo como Redentor que otorga los dones a la Iglesia-esposa, en el Apocalipsis Juan asegura que la misma Iglesia-esposa, la esposa del Cordero, recibe de él, como de su fuente, la santidad y la participación en la gloria de Dios. En el Apocalipsis predomina, por tanto, el aspecto descendente del misterio de la Iglesia: el



Miércoles 15 de enero de 1992

La Iglesia, misterio de comunión fundada en el amor

1. Quiero comenzar también esta catequesis con un hermoso texto de la carta a los Efesios, que dice: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo... en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad... de hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ep 1,3-10). San Pablo, con vuelo de águila, con un profundo sentido del misterio de la Iglesia, se eleva a la contemplación del designio eterno de Dios, que quiere reunirlo todo en Cristo como Cabeza. Los hombres, elegidos desde la eternidad por el Padre en el Hijo amado, encuentran en Cristo el camino para alcanzar su fin de hijos adoptivos. Se unen a él convirtiéndose en su Cuerpo. Por él suben al Padre, como una sola realidad, junto con las cosas de la tierra y del cielo.

2 Este designio divino halla su realización histórica cuando Jesús instituye la Iglesia, que primero anuncia (cf. Mt 16,18) y luego funda con el sacrificio de su sangre y el mandato dado a los Apóstoles de apacentar su rebano. Es un hecho histórico y, al mismo tiempo, un misterio de comunión con Cristo. El apóstol no se limita a contemplar ese misterio; se siente impulsado a traducir esa verdad contemplada en un cántico de bendición: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo...».

2. Para la realización de esta comunión de los hombres en Cristo, querida desde la eternidad por Dios, reviste una importancia esencial el mandamiento que Jesús mismos define «el mandamiento mío» (Jn 15,12). Lo llama «un mandamiento nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

El mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo, tiene sus raíces en el Antiguo Testamento. Pero Jesús lo sintetiza, lo formula con palabras lapidarias y le da un significado nuevo, como signo de que sus discípulos le pertenecen. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Cristo mismo es el modelo vivo y constituye la medida de ese amor, del que habla en su mandamiento: «Como yo os he amado», dice. Más aún, se presenta la fuente de ese amor, como «la vid», que fructifica con ese amor en sus discípulos, que son sus «sarmientos»: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). De allí la observación: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). La comunidad de los discípulos, enraizada en ese amor con que Cristo mismo los ha amado, es la Iglesia, Cuerpo de Cristo, única vid, de la que somos sarmientos. Es la Iglesia-comunión, la Iglesia-comunidad de amor, la Iglesia-misterio de amor.

3. Los miembros de esta comunidad aman a Cristo y, en él, se aman recíprocamente. Pero se trata de un amor que, derivando de aquel con que Jesús mismo los ha amado, se remonta a la fuente del amor de Cristo hombre-Dios, a saber, la comunión trinitaria. De esa comunión recibe toda su naturaleza, su característica sobrenatural, y a ella tiende como a su propia realización definitiva. Este misterio de comunión trinitaria, cristológica y eclesial, aflora en el texto de san Juan que reproduce la oración sacerdotal del Redentor en la última Cena. Esa tarde, Jesús dijo al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21). «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,23).

4. En esa oración final, Jesús trazaba el cuadro completo de las relaciones interhumanas y eclesiales, que tenían su origen en él y en la Trinidad, y proponía a los discípulos, y a todos nosotros, el modelo supremo de esa «communio» que debe llegar a ser la Iglesia en virtud de su origen divino; él mismo, en su íntima comunión con el Padre en la vida trinitaria. Jesús en su mismo amor hacia nosotros mostraba la medida del mandamiento que dejaba a los discípulos, como había dicho en otra ocasión: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Lo había dicho en el sermón de la montaña, cuando recomendó amar a los enemigos: «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,44-45). En otras muchas ocasiones, y especialmente durante su pasión, Jesús confirmó que este amor perfecto del Padre era también su amor: el amor con que él mismo había amado a los suyos hasta el extremo.

5. Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. «Que ellos también sean uno en nosotros», dice Jesús, «para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). Subraya que éste es el amor con que «me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24).

Y precisamente este amor, en el que se funda y edifica la Iglesia como «communio» de los creyentes en Cristo, es la condición de su misión salvífica: que sean uno como nosotros ?pide al Padre?, para que «el mundo conozca que tú me has enviado» (Jn 17,23). Es la esencia del apostolado de la Iglesia: difundir y hacer aceptable, creíble, la verdad del amor de Cristo y de Dios, atestiguado, hecho visible y practicado por ella. La expresión sacramental de este amor es la Eucaristía. En la Eucaristía la Iglesia, en cierto sentido, renace y se renueva continuamente como la «communio» que Cristo trajo al mundo, realizando así el designio eterno del Padre (cf. Ep 1,3-10). De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía la Iglesia encierra en sí el germen de la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que existe en la tierra, tal como dijo Pablo (cf. Ep 1,10): una comunión realmente universal y eterna.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con particular afecto a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los integrantes del grupo ORPRELA. Que vuestro lema «Ora, predica, labora» sea vuestra aportación específica a la nueva evangelización a que he convocado con motivo del V Centenario de la llegada de la Cruz de Cristo al continente americano. Pido a Nuestra Señora de Luján, cuya imagen os acompaña, que sea para todos vosotros, y para los miembros del « Movimiento eclesial contemplativo apostólico Lumen Christi » la Estrella en el Camino de la Nueva Evangelización.

3 Doy mi más cordial bienvenida a los Superiores y queridos estudiantes del Colegio de los Legionarios de Cristo de Roma que, como en ocasiones anteriores, han querido presentar al Papa sus buenos deseos al comenzar el nuevo año.

Saludo igualmente a la numerosa peregrinación organizada por la empresa M. Cluny y al grupo de jóvenes procedentes de Buenos Aires. A todos bendigo de corazón.



Miércoles 22 de enero de 1992



1. "Id, pues... Yo estoy con vosotros" (Mt 28,19-20). Estas palabras del Señor resucitado, que se hallan en la conclusión del evangelio de Mateo, han sido propuestas como fuente de inspiración y de reflexión para la Semana universal de oración por la unidad de los cristianos, que se está realizando en todo el mundo. También nosotros nos unimos a esa vasta asamblea de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes, que en el mundo entero, y a menudo juntos, se han puesto a la escucha de esas últimas palabras del Señor. Con los ojos de la fe contemplamos la escena del Resucitado, que manifiesta a sus discípulos su deseo de que el anuncio del Evangelio se extienda hasta los confines de la tierra, asegurándoles al mismo tiempo su presencia continua.

Cristo está misteriosa, pero realmente presente, también hoy, aquí entre nosotros y nos repite su mandato misionero: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18-20).

2. En esas palabras que Jesús resucitado dirigió a los Once resaltan tres elementos: la declaración de su soberanía universal, la instrucción a los discípulos y la promesa de una presencia permanente. La íntima conexión que guardan entre sí esos tres elementos muestra que la actividad misionera depende estrechamente de la iniciativa y de la asistencia continua del Señor. Precisamente porque Jesús sigue presente sin límites de tiempo y de espacio, puede perpetuar su misión por medio de sus Apóstoles y mandarlos a "hacer discípulos" a las gentes de todo tiempo y de todo lugar.

En lugar del término "proclamar", más usado para la evangelización, y que se encuentra en textos análogos (Mc 13,10 Mc 14,9 Mc 16,15 Lc 24,27), Mateo usa una expresión propia: "haced discípulos a todas las gentes", indicando así un proceso más complejo y completo: los Once no sólo deben anunciar el Evangelio, sino también ayudar a los oyentes a acogerlo y a madurar la decisión de seguir a Jesús, convirtiéndose en discípulos suyos. En ese momento podrán "bautizarlos" y, luego, enseñarles a guardar todo lo que Jesús les ha mandado". Allí aparecen los dos aspectos esenciales del proceso por el que se llega a ser cristiano: el primero, litúrgico-sacramental (el rito de la iniciación cristiana) y el segundo, existencial-ético (la observancia de los mandamientos del Señor).

El mandato misionero de "hacer discípulos" se extiende a "todas las gentes", a todas las naciones, a todos los pueblos, es decir, a todo hombre. No existen limitaciones de raza, linaje, cultura, lengua u organización social.

Considerando el término de la misión, san Pablo escribe a los Gálatas: "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,27-28).

"Hacer discípulos" a todas las gentes equivale, pues, a reunirlas en una unidad misteriosa, real y profunda. Jesús oró por sus discípulos de la siguiente manera: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21).

El bautismo en nombre de la Trinidad, que es sacramento de ese acontecimiento, se ha convertido en praxis normal de la iglesia desde los inicios, como lo muestra el antiguo texto de la Didaché: "Con respecto al bautismo, bautizad así: habiendo explicado con anterioridad todos estos mandamientos, bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en agua viva" (7, 1).

4 3. El Comité mixto internacional, compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo ecuménico de las Iglesias, ha propuesto leer el mandato misionero de Jesús a sus discípulos en el contexto de la actual Semana de oración por la unidad de los cristianos. En efecto, el mandato del Señor es permanente y presupone la unidad de los que han sido enviados a proclamar el Evangelio del único Señor. Ahora bien, la situación actual de los discípulos del Señor, espiritualmente dramática, nos ve aún divididos e incapaces de presentar un anuncio plenamente concorde. El concilio Vaticano II habla hecho notar con lucidez esa contradicción y había sacado las consecuencias, advirtiendo que la división "daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" (Unitatis redintegratio UR 1).

La reciente Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos estudió la tarea de los cristianos de evangelizar a Europa en su nueva situación. Los padres, considerando las urgencias, las posibilidades y los límites, destacaron la necesidad de la "intima cooperación con las demás Iglesias y comunidades eclesiales". En la Declaración final afirman: "Nos hemos persuadido aún más de que la nueva evangelización de Europa es una obligación común de todos los cristianos y de que de esto depende la credibilidad de las Iglesias" (III 7).

4. A pesar de las dificultades, también en este campo es posible fundar desde el punto de vista teológico una auténtica y sincera cooperación ecuménica. Ya lo había indicado el decreto conciliar sobre la actividad misionera, al proponer también sus motivaciones y modalidades:

"En cuanto lo permitan las condiciones religiosas, promuévase la acción ecuménica de forma que excluida toda especie tanto de indiferentismo y confusionismo como de emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del decreto sobre el ecumenismo" (Ad gentes AGD 15).

El Concilio atrae la atención hacia algunos peligros. Es preciso evitar, especialmente en este campo, toda forma de indiferentismo espiritual o de confusionismo doctrinal, al igual que toda emulación insensata, que suele ser causa de tensiones entre los testigos y de conflictos entre las comunidades. Por el contrario, en la medida de lo posible, hay que poner en práctica una común profesión de fe. En esa perspectiva, se señala la posibilidad de cooperar en la evangelización, no sólo en el campo técnico y social, en el que es más fácil realizarla, sino también en el campo ?más complejo? de la cultura, y en el mismo campo religioso. El decreto invita a una colaboración fraterna. Y añade la motivación de fondo: "Colaboren sobre todo por Cristo, su común Señor. ¡Que su nombre los junte! (ib.).

El Concilio considera posible esta cooperación no sólo entre las personas privadas, sino también entre las mismas Iglesias: "Esta colaboración hay que establecerla no sólo entre las personas privadas, sino también, a juicio del ordinario del lugar, entre las Iglesias o comunidades eclesiásticas y sus obras" (ib.).

5. Debido a su amplitud, delicadeza y complejidad, la cooperación en el campo de la evangelización pone a prueba todos los logros del movimiento ecuménico, tanto en el diálogo de la caridad, como en el diálogo teológico propiamente tal. Por lo demás, esa cooperación no sólo puede ayudar a la evangelización, sino también a la misma búsqueda de la unidad plena. En efecto, la misión exige unidad y, cuando ésta no es plena, impulsa a la búsqueda de la unidad en la oración, en el diálogo y en la cooperación.

En esta perspectiva, los padres de la Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos invitaron a las demás Iglesias al diálogo "recordando nuestra común responsabilidad con respecto a dar testimonio del Evangelio ante el mundo y sobre todo ante el Señor de la Iglesia" (III 7).

6. La Semana de oración por la unidad de los cristianos nos ofrece la oportunidad de dar gracias al Señor por lo que nos ha concedido alcanzar en la búsqueda de la reconciliación entre los cristianos, y de implorar el don de la unidad plena. También este año tenemos buenos motivos para dar gracias al Señor. El panorama ecuménico nos muestra que el camino hacia la unidad sigue su marcha en los diferentes diálogos, con ritmo diverso, y sigue positivamente abierto, con esperanzas fundadas. Hemos encontrado, también, dificultades e incomprensiones. En particular, no hemos podido gozar de la presencia de delegados de algunas Iglesias, que habían sido invitadas a la Asamblea especial del Sínodo de los obispos. Así, se perdió la oportunidad de discutir directamente con ellos. Espero de corazón que estas incomprensiones se superen pronto y que, a través de contactos y delegaciones, se pueda llegar a un pleno esclarecimiento, dentro de un clima de creciente confianza recíproca y de auténtica fraternidad.

Por los resultados alcanzados, por la continuación del diálogo, por la solución de los problemas existentes, invoquemos ahora la ayuda del Señor, recitando nosotros, los que estamos aquí presentes, junto con todos los cristianos, unidos por el bautismo común, el Padre nuestro.

Saludos

5 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular al grupo de jóvenes del Perú y a la delegación de la ciudad de Orihuela (Alicante).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 29 de enero de 1992

El primer germen de la comunión eclesial

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 1) Ac 1

1. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos «entonces (es decir, después de la ascensión de Cristo resucitado a los cielos) se volvieron a Jerusalén... Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Ac 1,12-14). Esta es la primera imagen de aquella comunidad, «communio ecclesialis», que los Hechos ?como se puede comprobar? nos describen con bastante detalle.

2. Era una comunidad reunida por voluntad del mismo Jesús que, poco antes de volver al Padre, había ordenado a sus discípulos que permanecieran unidos en espera del gran acontecimiento que les había anunciado: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49).

El evangelista Lucas, autor también de los Hechos de los Apóstoles, nos introduce en esa primera comunidad de la Iglesia en Jerusalén, recordándonos la recomendación de Jesús mismo: «mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Ac 1,4).

6 3. Esos textos nos dan a entender que esa primera comunidad de la Iglesia, que debía manifestarse a la luz del sol el día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo, se había formado por orden de Jesús mismo, que le había dado ?por así decir? su propia «forma». El último de esos textos nos presenta un detalle que merece nuestra atención: Jesús dio esa indicación «mientras estaba comiendo con ellos» (Ac 1,4). Una vez vuelto al Padre, la Eucaristía se convertirá para siempre en la expresión de la comunión de la Iglesia en la que Cristo se halla sacramentalmente presente. En esa cena de Jerusalén Jesús estaba presente visiblemente con su cuerpo resucitado, y celebraba con sus amigos la fiesta del Esposo que volvía para estar con ellos por algún tiempo.

4. Después de la ascensión de Cristo, la pequeña comunidad continuaba su vida. Hemos leído ante todo que «todos ellos (los Apóstoles) perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Ac 1,14). La primera imagen de la Iglesia nos la presenta como una comunidad que perseveraba en la oración. Todos oraban para invocar el don del Espíritu Santo, que les había prometido Cristo antes de su pasión y, de nuevo, antes de su ascensión al cielo.

La oración ?la oración en común? es la característica funda mental de esa «comunión» en los comienzos de la Iglesia, y así seguirá siendo siempre. Lo demuestra en todos los siglos también hoy la oración en común, especialmente en su forma litúrgica, en nuestras iglesias, en las comunidades religiosas y, ?quiera Dios concedernos cada vez más esta gracia? en las familias cristianas.

El autor de los Hechos de los Apóstoles pone de relieve la perseverancia de esa oración: una oración constante, regular, bien distribuida y comunitaria. Se trata de otra característica de la comunidad eclesial, heredera de la comunidad primitiva, que es modelo para todas las generaciones futuras.

5. San Lucas subraya también la «unanimidad» de esa oración (homothymadon). Esta palabra contribuye a destacar el significado comunitario de la oración. La oración de la comunidad primitiva ?como sucederá siempre en la Iglesia? expresa y está al servicio de la «comunión» espiritual y, al mismo tiempo, la crea, profundiza y consolida. En esta comunión de oración se superan las diferencias y las divisiones originadas por otros factores materiales y espirituales: la oración produce la unidad espiritual de la comunidad.

6. Otro detalle que destaca Lucas es el hecho de que los Apóstoles perseveraban en la oración «en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». En este caso, se les aplica la palabra hermanos a los primos, que pertenecían a la familia de Jesús, y a los que los evangelios aluden en varios momentos de la vida de Jesús. Los evangelios hablan también de varias mujeres que se hallaban presentes y participaban activamente en la acción evangelizadora del Mesías. El mismo Lucas nos lo atestigua en su evangelio: «Le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes» (Lc 8,1-3). En los Hechos describe, asimismo, cómo se mantuvo esa situación evangélica durante los comienzos de la comunidad eclesial. Esas mujeres generosas se reunían en oración con los Apóstoles. El día de Pentecostés debían recibir el Espíritu Santo junto con ellos. Ya en esos días se vivía en la comunidad eclesial lo que diría luego el apóstol san Pablo: «Ya no hay... ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Ya por aquellos días la Iglesia se manifestaba como el germen de la nueva humanidad, llamada en su totalidad a la comunión con Cristo.

7. San Lucas pone de relieve la presencia de María, la Madre de Jesús, en aquella primera comunidad (cf. Ac 1,14). Ya se sabe que María no había participado directamente en la actividad pública de Jesús. Pero el evangelio de Juan nos asegura que se hallaba presente en dos momentos decisivos: en Caná de Galilea, cuando, gracias también a su intervención, Jesús comenzó sus «signos» mesiánicos, y en el Calvario. A su vez, Lucas, que en su evangelio destacó la importancia de María ante todo en la anunciación, en la visitación, en el nacimiento, en la presentación en el templo y en el período de la vida oculta de Jesús en Nazaret, ahora, en los Hechos, nos la muestra como la mujer que, después de haber dado la vida humana al Hijo de Dios, está también presente en el nacimiento de la Iglesia, a través de la oración, el silencio, la comunión y la espera confiada.

8. El concilio Vaticano II, recogiendo esa tradición bimilenaria iniciada por Lucas y Juan, en el último capítulo de la constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium, VIII) destacó la particular importancia de la Madre de Cristo en la economía de la salvación, que se hace realidad en la Iglesia. María es la figura de la Iglesia (typus Ecclesiae), principalmente cuando se trata de la unión con Cristo. Y esa unión es la fuente de la «communio ecclesialis», como hemos visto en las catequesis anteriores. Por ello, María está al lado de Cristo en la raíz de esta comunión.

Es preciso notar también que la presencia de la Madre de Cristo en la comunidad apostólica, el día de Pentecostés, fue preparada de modo particular a los pies de la cruz en el Gólgota, donde Jesús dio la vida «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). El día de Pentecostés este «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» comienza a realizarse mediante la acción del Espíritu Santo. María ?que Jesús entregó como Madre al discípulo que amaba y, mediante él, a la comunidad apostólica de toda la Iglesia? está presente «en la estancia superior» (Ac 1,13), para lograr y estar al servicio de la consolidación de la «communio» que, por voluntad de Cristo, debe ser la Iglesia.

9. Eso vale para todos los tiempos, incluido el presente, en el que sentimos particularmente viva la necesidad de recurrir a la mujer que es tipo y Madre de la unidad de la Iglesia, como nos recomienda el Concilio, en un texto que resume la tradición y la doctrina cristiana, y con el que queremos concluir esta catequesis. Leemos en él: «Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones a la Iglesia naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de todos los ángeles y bienaventurados, interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo pueblo de Dios, para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium LG 69).

Saludos

7 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española procedentes de América Latina y de España.

De manera particular doy mi afectuosa bienvenida al grupo de jóvenes argentinos “Juvenalia 92”. A todos exhorto para que os sintáis miembros de la comunión eclesial, cultivando el espíritu de oración y acogiendo a María como verdadera Madre.

A todos os bendigo de corazón.


Febrero de 1992

Miércoles 5 de febrero de 1992

La Iglesia-comunión en el período que siguió a Pentecostés

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, versículos 44-47) Ac 2,44-47

1. Los primeros rasgos de la comunidad que se iba convertir en la Iglesia se encuentran ya antes de Pentecostés. La «communio ecclesialis» se formó siguiendo las recomendaciones hechas directamente por Jesús, antes de su ascensión al cielo, en espera de la venida del Paráclito. Aquella comunidad ya poseía los elementos fundamentales que, después de la venida del Espíritu Santo, se consolidaron aún más y cobraron relieve. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Ac 2,4) y también: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32). Estas últimas palabras expresan, tal vez, de modo más claro y más concreto el contenido de la koinonia, o comunión eclesial. La enseñanza de los Apóstoles, la oración en común -también en el templo de Jerusalén (cf. Ac 2,46)- contribuían a esa unidad interior de los discípulos de Cristo: «un solo corazón y una sola alma».

2. Con vistas a esa unidad, un momento muy importante era la oración, alma de la comunión, de manera especial en las situaciones difíciles. Así, leemos que Pedro y Juan, después de haber sido puestos en libertad por el Sanedrín, «vinieron a los suyos y les contaron todo lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y ancianos. Al oírlo, todos a una elevaron su voz a Dios y dijeron: "Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos"...» (Ac 4,23-24). «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía» (Ac 4,31). El Consolador, como se ve, respondía también de modo inmediato a la oración de la comunidad apostólica. Era casi un coronamiento constante de Pentecostés.

8 Dicen también los Hechos: «Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Ac 2,46). Aunque también en ese tiempo el templo de Jerusalén era el lugar de oración, celebraban la Eucaristía «por las casas», uniéndola a una alegre comida en común.

El sentido de la comunión era tan intenso que impulsaba a cada uno a poner sus propios bienes materiales al servicio de las necesidades de todos: «Nadie consideraba como propiedad suya lo que le pertenecía, sino que todo era común entre ellos». Eso no significa que tuviesen como principio el rechazo de la propiedad personal (privada); sólo indica una gran sensibilidad fraterna frente a las necesidades de los demás, como lo demuestran las palabras de Pedro en el incidente con Ananías y Safira (cf. Ac 5,4).

Lo que se deduce claramente de los Hechos, y de otras fuentes neotestamentarias, es que la Iglesia primitiva era una comunidad que impulsaba a sus miembros a compartir unos con otros los bienes de que disponían, especialmente en favor de los más pobres.

3. Eso vale aún más con respecto al tesoro de verdad recibido y poseído. Se trata de bienes espirituales que debían compartir, es decir, comunicar, difundir, predicar, como enseñan los Apóstoles con el testimonio de su palabra y ejemplo: «No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Ac 4,20). Por eso hablan, y el Señor confirma su testimonio. En efecto, «por mano de los Apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo» (Ac 5,12).

El apóstol Juan expresará este propósito y este compromiso de los Apóstoles con la declaración que hace en su primera carta: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1,3). Este texto nos da a entender la conciencia que tenían los Apóstoles, y la comunidad primitiva formada por ellos, sobre la comunión de la que la Iglesia saca su impulso hacia la evangelización, que a su vez sirve para un desarrollo ulterior de la comunidad («communio ecclesialis»).

En el centro de esta comunión, y de la comunión en que se abre, se encuentra Cristo. En efecto, escribe Juan: «(Os anunciamos) lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó» (1Jn 1,1-2). San Pablo, a su vez, escribe a los Corintios: «Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Co 1,9).

4. San Juan pone de relieve la comunión con Cristo en la verdad. San Pablo subraya la «comunión en sus padecimientos», concebida y propuesta como comunión con la Pascua de Cristo, comunión en el misterio pascual, o sea, en el «paso» redentor del sacrificio de la cruz a la manifestación del «poder de la resurrección» (Ph 3,10).

La comunión y la Pascua de Cristo, en la Iglesia primitiva, y en la de siempre, se convierte en fuente de comunión recíproca: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él (1Co 12,26). De aquí nace la tendencia a compartir los bienes temporales, que san Pablo recomienda dar a los pobres, casi para llevar a cabo una cierta compensación, en la equiparación de amor entre el dar de los que tienen y el recibir de los necesitados: «Vuestra abundancia remedia sus necesidades, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad» (2Co 8,14). Como se puede ver, los que dan, según el Apóstol, reciben al mismo tiempo. Y ese proceso no sirve sólo para nivelar la sociedad (cf. 2Co 8,14-15), sino también para edificarla comunidad del Cuerpo-Iglesia, que «recibe trabazón y cohesión..., realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ep 4,16). También mediante ese intercambio la Iglesia se realiza como «communio».

5. La fuente de todo sigue siendo siempre Cristo, en su misterio pascual. Ese «paso» del sufrimiento al gozo fue comparado por Cristo, según el texto de Juan, con los dolores del parto: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo (Jn 16,21). Este texto puede referirse también al dolor de la Madre de Jesús en el Calvario, como a la mujer que «precede» y resume en sí a la Iglesia en el «paso» del dolor de la Pasión al gozo de la Resurrección. Jesús mismo aplica esa metáfora suya a los discípulos y a la Iglesia: «También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16,22).

6. Para realizar la «comunión» y alimentar la comunidad congregada en Cristo, interviene siempre el Espíritu Santo, de forma que en la Iglesia siempre se da la «comunión en el Espíritu» (koinonía pnéumatos), como dice san Pablo (cf. Flp Ph 2,1). Precisamente mediante esta «comunión en el Espíritu», también el compartir los bienes temporales entra en la esfera del misterio y sirve a la institución eclesial, incrementa la comunión y ésta se resuelve en un «crecer en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo» (cf. Ep 4,15).

De Cristo, por él y en él, en virtud del Espíritu vivificante, la Iglesia se realiza como un Cuerpo «que recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes» (Ep 4,16). De la experiencia de «comunión» de los primeros cristianos, percibida en toda su profundidad, derivó la enseñanza de Pablo sobre la Iglesia como «Cuerpo» de Cristo «Cabeza».

Saludos

9 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, entre los cuales se encuentra un nutrido grupo de jóvenes chilenos, así como los integrantes del equipo de rugby de Lomas de Zamora (Argentina).

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1992