Audiencias 1992 9

Miércoles 12 de febrero de 1992

La Iglesia, misterio de comunión en la santidad

(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 2, versículos 11-12) 1P 2,11-12

1. «Habló el Señor a Moisés, diciendo: Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,1-2). La llamada a la santidad pertenece a la esencia misma de la alianza de Dios con los hombres ya en el Antiguo Testamento. «Soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo» (Os 11,9). Dios, que por su esencia es la suma santidad, el tres veces santo (cf. Is 6,3), se acerca al hombre, al pueblo elegido, para insertarlo en el ámbito de la irradiación de esta santidad. Desde el inicio, en la alianza de Dios con el hombre se inscribe la vocación a la santidad, más aún, la «comunión» en la santidad de Dios mismo: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6). En este texto del Éxodo están vinculadas la «comunión» en la santidad de Dios mismo y la naturaleza sacerdotal del pueblo elegido. Es una primera revelación de la santidad del sacerdocio, que encontrará su cumplimiento definitivo en la nueva Alianza mediante la sangre de Cristo, cuando se realice la «adoración (culto) en espíritu y verdad», de la que Jesús mismos habla en Siquem, en su conversación con la samaritana (cf. Jn 4,24).

2. La Iglesia como «comunión» en la santidad de Dios y, por tanto, «comunión de los santos» constituye uno de los pensamientos-guía de la primera carta de san Pedro. La fuente de esta comunión es Jesucristo, de cuyo sacrificio deriva la consagración del hombre y de toda la creación. Escribe san Pedro: «Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu» (1P 3,18). Gracias a la oblación de Cristo, que contiene en si la virtud santificadora del hombre y de toda la creación, el Apóstol puede declarar: «Habéis sido rescatados... con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1P 1,18-19). Y en este sentido: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real (cf. Ex 19,6), nación santa» (1P 2,9). En virtud del sacrificio de Cristo se puede participar en la santidad de Dios, actuar «la comunión en la santidad».

3. San Pedro escribe: «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1P 2,21). Seguir las huellas de Jesucristo quiere decir revivir en vosotros su vida santa, de la que hemos sido hechos partícipes con la gracia santificante y consagrante recibida en el bautismo; quiere decir continuar realizando en la propia vida «la petición de salvación dirigida a Dios de parte de una buena conciencia, por medio de la resurrección de Jesucristo» (cf. 1P 3,21); quiere decir ponerse, mediante las buenas obras, en disposición de dar gloria a Dios ante el mundo y especialmente ante los no creyentes (cf. 1P 2,12 1P 3,1-2). En esto consiste, según el Apóstol, el «ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios, por medio de Jesucristo» (cf. 1P 2,5). En esto consiste el entrar en la «construcción de un edificio espiritual... cual piedras vivas... para un sacerdocio santo» (1P 2,5).

El «sacerdocio santo» se concreta al ofrecer sacrificios espirituales, que tienen su fuente y su modelo perfecto en el sacrificio de Cristo mismo. «Pues más vale padecer por obrar el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal» (1P 3,17). De este modo se realiza la Iglesia como «comunión» en la santidad. En virtud de Jesús y de obra del Espíritu Santo, la comunión del nuevo pueblo de Dios puede responder plenamente a la llamada de Dios: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo».

10 4. También en las cartas de san Pablo encontramos la misma enseñanza: «Os exhorto, pues, hermanos, ?escribe a los Romanos? por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). «Ofreceros vosotros mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y vuestros miembros, como armas de justicia al servicio de Dios» (Rm 6,13). El paso de la muerte a la vida, según el Apóstol, se ha realizado por medio del sacramento del bautismo. Y ése es el bautismo «en la muerte» de Cristo. «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,4).

Como Pedro habla de «piedras vivas» empleadas «para la construcción de un edificio espiritual», así también Pablo usa la imagen del edificio: «Vosotros sois ?escribe? edificación de Dios» (1Co 3,9), para después preguntar: «¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3,16), y añadir, finalmente, casi respondiendo a su misma pregunta: «El santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois este santuario» (1Co 3,17).

La imagen del templo pone de relieve la participación de los cristianos en la santidad de Dios, su «comunión» en la santidad, que se realiza por obra del Espíritu Santo. El Apóstol habla asimismo del «sello del Espíritu Santo» (cf. Ep 1,13), con el que los creyentes han sido marcados: Dios, es «el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Co 1,21-22).

5. Según estos textos de los dos Apóstoles, la «comunión» en la santidad de Dios significa la santificación obrada en nosotros por el Espíritu Santo, en virtud del sacrificio de Cristo. Esta comunión se expresa mediante la oblación de sacrificios espirituales a ejemplo de Cristo. Por medio de esa oblación se realiza el «sacerdocio santo». A su servicio se desempeña el ministerio apostólico, que tiene como fin ?escribe san Pablo? hacer que «la oblación» de los fieles «sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,16). Así, el don del Espíritu Santo en la comunidad de la Iglesia fructifica con el ministerio de la santidad. La «comunión» en la santidad se traduce para los fieles en un compromiso apostólico para la salvación de toda la humanidad.

6. Esa misma enseñanza de los apóstoles Pedro y Pablo aparece también en el Apocalipsis. En este libro, inmediatamente después del saludo inicial de «gracia y paz» (Ap 1,4), leemos la aclamación siguiente, dirigida a Cristo: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1,5-6). En esta aclamación se expresa el amor agradecido y el júbilo de la Iglesia por la obra de santificación y de consagración sacerdotal que Cristo ha realizado «con su sangre». Otro pasaje precisa que la consagración alcanza a hombres y mujeres «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9) y esta multitud aparece luego «de pie delante del trono (de Dios) y del Cordero» (Ap 7,9) y da culto a Dios «día y noche en su santuario» (Ap 7,15).

Si la carta de Pedro muestra la «comunión» en la santidad de Dios mediante Cristo como tarea fundamental de la Iglesia en la tierra, el Apocalipsis nos ofrece una visión escatológica de la comunión de los santos en Dios. Es el misterio de la Iglesia del cielo, donde confluye toda la santidad de la tierra, subiendo por los caminos de la inocencia y de la penitencia, que tienen como punto de partida el bautismo, la gracia que ese sacramento nos confiere, el carácter que imprime en el alma, conformándola y haciéndola participar, como escribe santo Tomás de Aquino, en el sacerdocio de Cristo crucificado (cf. Summa Theologiae, III 63,3). En la Iglesia del cielo la comunión de la santidad se ilumina con la gloria de Cristo resucitado.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española procedentes de América Latina y de España.

De manera particular doy mi afectuosa bienvenida al grupo español de la Asociación cultural “Madre Esperanza” de Santomera (Murcia); así como a las familias y jóvenes que participan en esta audiencia. Que cada día vivamos con más fidelidad la vocación universal a la santidad.

A todos os bendigo de corazón.





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Miércoles 19 de febrero de 1992



Dirijo a vosotros, peregrinos de lengua italiana, mi afectuoso saludo, mientras me dispongo a emprender un nuevo viaje apostólico que durará hasta el próximo 26 de febrero. Iré por octava vez a África y visitaré, si Dios quiere, las amadas poblaciones de Senegal, Gambia y Guinea.

Estoy contento de encontrar a las jóvenes comunidades cristianas de aquellos países y confortarlas en la fe, compartiendo con ellas la comunión viva y ferviente de la única Iglesia de Cristo.

El ministerio petrino me lleva a difundir el evangelio de la esperanza a todos los rincones de la tierra y a proclamar el anuncio salvífico a la entera humanidad. Ésta es la razón por la que, peregrino de paz y de caridad evangélica, me encamino también ahora hacia el continente africano, con el único objetivo de servir a la cusa de Cristo, redentor del hombre y de todo hombre.

Os suplico me acompañéis con la plegaria. Queridísimos hermanos y hermanas, seguidme con vuestro constante recuerdo, ofreciendo al Señor con esta finalidad vuestros sufrimientos y pruebas diarios. Sobre todo, invocad la materna protección de la Virgen Santa, cuyo santuario de Poponguine (Senegal) visitaré en particular. Rogad para que María, estrella de la nueva evangelización, guíe siempre a los pueblos e Iglesias de África, cuyo camino está marcado, en nuestro tiempo, por crecientes preocupaciones y grandes esperanzas.

Os doy las gracias por vuestro apoyo espiritual e imparto a cada uno de los aquí presentes mi bendición.

Saludos

Deseo presentar mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

Conscientes de la universalidad de la Iglesia, os invito a uniros en la oración a nuestros hermanos del continente africano a quienes, con la ayuda de Dios, voy a tener el gozo de visitar durante estos días.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con particular afecto la bendición apostólica.





Marzo de 1992

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Miércoles 4 de marzo de 1992



1. En el período que precede a la Cuaresma he podido visitar las comunidades eclesiales de Senegal, Gambia y Guinea (Conakry), países que se hallan situados a lo largo de la costa occidental de África, en el Atlántico, y en los que se siente, de alguna manera, el influjo del gran desierto del Sahara. Los habitantes son en su mayoría musulmanes. Los cristianos constituyen sólo una pequeña minoría.

Expreso mi cordial gratitud a los Episcopados por la invitación que me hicieron y por la diligente preparación de la visita. Al mismo tiempo, deseo manifestar mi sincero aprecio por la iniciativa de las autoridades estatales y, en particular, de los presidentes de Senegal, Gambia y Guinea que me invitaron a visitar sus países y les agradezco la cordial hospitalidad que me dispensaron, con la colaboración de los diversos órganos de la Administración. Esa hospitalidad atestigua la buena convivencia que existe entre los cristianos y los musulmanes, según una hermosa tradición africana.

2. El islam llegó a esas poblaciones hacia fines del primer milenio después de Cristo. Los primeros cristianos arribaron en torno al siglo XV pero una verdadera acción misionera sólo tuvo lugar a partir de la mitad del siglo pasado, y el mérito de esa iniciativa correspondió, en este campo, a las congregaciones religiosas, tanto masculinas como femeninas. Al mismo tiempo, gracias al gradual desarrollo de las diócesis y a la institución de los seminarios, creció también el clero diocesano. En Senegal existen hoy seis diócesis. Dakar, la capital, es sede arzobispal y está gobernada por el cardenal Hyacinthe Thiandoum. En Gambia hay sólo una diócesis, Banjul, y la mayoría del clero está compuesta de misioneros. En el territorio de Guinea, además de la capital, Conakry, sede arzobispal, hay otras dos sedes episcopales.

Deseo manifestar mi gratitud a todos los sacerdotes del clero indígena y a los numerosos misioneros que llevan a cabo de forma incansable la tarea de la evangelización. Dirijo también palabras de viva gratitud a las religiosas de las diversas congregaciones femeninas y a los misioneros y misioneras laicos. Que el Señor de la mies bendiga su trabajo y mande constantemente nuevos obreros a su mies.

3. Un momento central de cada día fue la liturgia eucarística. En ella ?mediante el Opus divinum? se manifestaba, del modo más pleno, la Iglesia en su arraigo africano. Esas ceremonias han sido una muestra de la inculturación, que se expresa, por ejemplo, en la lengua, en el canto estupendo y en el ritmo de la procesión de las ofrendas, todo ello penetrado de gran devoción y lleno de vida. En la liturgia se advierte claramente el don particular que la Iglesia africana aporta al tesoro común de la Iglesia universal de Cristo (cf. Lumen gentium LG 12). Y, así se me han quedado grabadas en la memoria las celebraciones eucarísticas de cada día: en Ziguinchor, en el sur de Senegal; en el santuario mariano de Poponguine, donde pronuncié el acto de consagración a María, y también en la capital Dakar. En Banjul comenzamos con la santa misa, celebrada hacia el mediodía, luego, tuvimos la celebración de las Vísperas en la catedral, con uso de la lengua local.

Por fin, en Conakry: el primer día nos reunimos para celebrar la santa misa en la catedral, y el siguiente, en el estadio para las ordenaciones sacerdotales. Por doquier se notaba una viva y numerosa participación por parte de los fieles. Y a lo largo de los desplazamientos, en las calles y carreteras, se veían multitudes de habitantes: cristianos y musulmanes juntos. Se hallaban presentes también los representantes de las religiones africanas tradicionales.

El diálogo interreligioso es, ante todo, el "diálogo de la vida ordinaria", en el que reina el respeto recíproco, que tal vez es algo más que tolerancia. Con ese telón de fondo, tuvieron un significado singular los encuentros con los representantes del islam, sobre todo en Dakar y en Conakry. Esos encuentros reflejaban el mismo clima en que viven las sociedades locales.

4. Las comunidades católicas son proporcionalmente poco numerosas pero vigorosas. Esto vale de modo especial por lo que se refiere a los laicos, muchos de los cuales realizan comprometedoras tareas apostólicas. Por ello, fue muy importante el encuentro con los catequistas, con los miembros de los consejos pastorales y con cuantos desempeñan funciones indispensables en la vida de toda la comunidad. Los catequistas, en los países misioneros, tienen el mérito de ser pioneros. En los períodos de las persecuciones ?como sucedió en Guinea? ellos han sido el baluarte de la existencia misma de la Iglesia. Tras el encarcelamiento del arzobispo de Conakry, monseñor Raymond-Marie Tchidimbo, y la expulsión de los misioneros europeos, los catequistas fueron en la vida cotidiana un apoyo indispensable para los pocos sacerdotes locales que quedaron en el país.

Esas Iglesias, por tanto, tienen un vivo pasado misionero, pero también de martirio, y se insertan en el dinamismo del período actual mediante las generaciones jóvenes, que se dieron a conocer durante los encuentros reservados a ellas. La juventud senegalesa nos narró, con gran arte, las vicisitudes de su país y de su Iglesia, nos explico su vida y nos manifestó sus dificultades y esperanzas. Otros encuentros con los jóvenes tuvieron lagar en la escuela católica en Banjul y en Conakry, en veladas interesantes.

Por todas partes la juventud invita a mirar al futuro y a salir al paso de las dificultades y sufrimientos de la existencia africana con la esperanza cristiana.

13 5. No conviene olvidar otra etapa que, en el curso de esta peregrinación africana tuvo una elocuencia más dolorosa. Pienso en las horas pasadas en la isla de Gorée cerca de Dakar. Esa isla de basalto durante siglos fue testigo del comercio de esclavos, brutalmente arrancados de sus familias para ser transportados, en condiciones humillantes, a América y vendidos como "mercancía humana".

Hoy, miércoles de ceniza, la Iglesia comienza la Cuaresma. Al recibir la ceniza en nuestra cabeza, acojamos, al mismo tiempo, la llamada a la penitencia y a la conversión: "Convertíos y creed en el Evangelio" (
Mc 1,15).

Esta llamada ha de abrazar todas las culpas del pasado, de las que es símbolo la isla de Gorée. Desde hace quinientos años resuena en el área del continente americano la exhortación de Cristo: "Convertíos y creed en el Evangelio". Deseamos reconocer, con espíritu de penitencia, todos los agravios que, en ese largo período, se produjeron a los hombres y a los pueblos de África con ese vergonzoso comercio. Confiamos en que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20) de la redención de Cristo. Con esta fe entramos en el corazón mismo de la evangelización de ayer, de hoy y de mañana, mediante la que Cristo nuestra Pascua (cf. 1Co 5,7) ha abrazado de modo especial a los que han sufrido más humillaciones y agravios de parte de los demás.

La Cuaresma, al prepararnos para la Semana Santa y la Pascua, nos invita a un mayor recogimiento y a una mayor seriedad de vida. Constituye un tiempo de reflexión y oración más intensas, junto con formas oportunas de sacrificio y de penitencia, y gestos de solidaridad concreta y fraterna. También es tiempo de silencio interior y de meditación, en el que, dejando a un lado cuanto turba o amenaza con trastornar la conciencia y la fantasía, cada uno se esfuerza por redescubrir y vivir mejor los profundos valores de la fe cristiana.

Dispongámonos con confianza, amadísimos hermanos y hermanas, a recorrer este itinerario de conversión y de renovación interior mediante la escucha de la palabra de Dios, la oración y el ejercicio diario de la caridad hacia el prójimo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Igualmente, a los miembros de las Comunidades Neocatecumenales de Murcia y Cartagena, a quienes aliento a un renovado dinamismo apostólico en la sociedad española.

Un especial saludo de bienvenida deseo dedicar a los numerosos grupos de jóvenes presentes en esta audiencia: de Madrid, de Tarragona, de Cádiz, de Cartagena y de otros lugares de España. Que vuestra visita a Roma os confirme en vuestra fe y encienda vuestra ilusión y esperanza para hacer de nuestro mundo un lugar más justo, fraterno y acogedor.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.







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Miércoles de 18 de marzo de 1992

La Iglesia, comunidad sacerdotal

1. Hemos visto en la catequesis anterior que, según las cartas de Pedro y Pablo y el Apocalipsis de Juan, Cristo Señor, «sacerdote tomado de entre los hombres» (cf. He 5,1), hizo del nuevo pueblo «un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6 cf. Ap 5,9-10). Así se realizó la «comunión» en la santidad de Dios, según la petición dirigida por él ya en el antiguo Israel y que comprometía aún más al nuevo: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). La «comunión» en la santidad de Dios se ha hecho realidad como fruto del sacrificio redentor de Cristo, en virtud del cual somos partícipes de aquel amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). El don del Espíritu santificador lleva a cabo en nosotros «un sacerdocio santo» que, según Pedro, nos hace capaces de «ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1P 2,5). Así, pues, existe un «sacerdocio santo». Por ello, podemos reconocer en la Iglesia una comunidad sacerdotal, en el sentido que queremos explicar ahora.

2 . Leemos en el concilio Vaticano II, que cita la primera carta de Pedro, que «los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1P 2,4-10)» (Lumen gentium LG 10).

En ese texto, el Concilio vincula luego la oración, mediante la cual los cristianos dan gloria a Dios, con la ofrenda de sí mismos «como hostia viva, santa y grata a Dios» (cf. Rm 12,1) y con el testimonio que es preciso dar de Cristo. Vemos así resumida la vocación de todos los bautizados como participación en la misión mesiánica de Cristo, que es sacerdote, profeta y rey.

3. El Concilio considera la participación universal en el sacerdocio de Cristo, llamada también sacerdocio de los fieles (sacerdotium universale fidelium), en su relación particular con el sacerdocio ministerial: «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (Lumen gentium LG 10). El sacerdocio jerárquico como «oficio» (officium)es un servicio particular, gracias al cual el sacerdocio universal de los fieles puede realizarse de modo que la Iglesia constituya la plenitud de la «comunidad sacerdotal» según la medida de la repartición hecha por Cristo. «Aquéllos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y la gracia de Dios (Lumen gentium LG 11).

4. El Concilio subraya que el sacramento universal de los fieles y el sacerdocio ministerial (o jerárquico) están ordenados el uno al otro. Al mismo tiempo afirma que entre ellos existe una diferencia esencial «y no sólo en grado» (Lumen gentium LG 10). El sacerdocio jerárquico-ministerial no es un «producto» del sacerdocio universal de los fieles. No proviene de una elección o una delegación de la comunidad de los creyentes, sino de una llamada divina particular: «Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón» (He 5,4). Un cristiano se convierte en sujeto de ese oficio en virtud de un específico sacramento, el del orden.

5. «El sacerdocio ministerial ?siempre según el Concilio? por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios» (Lumen gentium LG 10).

Mucho más ampliamente trata este punto el Concilio en el decreto sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes: «El Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rm 12,4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal... Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (Presbyterorum ordinis PO 2 cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III 63,3). Con el carácter se les confiere la gracia necesaria para desempeñar dignamente su ministerio: «Como los presbíteros participan por su parte el ministerio de los Apóstoles, dales Dios gracia para que sean ministros de Cristo en las naciones, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio» (Presbyterorum ordinis PO 2).

6. Como hemos dicho, el sacerdocio jerárquico-ministerial fue instituido en la Iglesia para actuar todos los recursos del sacerdocio universal de los fieles. El Concilio lo afirma en diversos puntos y en particular cuando trata de la participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía. Leemos: «Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento» (Lumen gentium LG 11).

Según esa doctrina, que pertenece a la más antigua tradición cristiana, la «actividad» de la Iglesia no se reduce al ministerio jerárquico de los pastores, como si los laicos tuvieran que permanecer en un estado de pasividad. Toda la actividad cristiana que han desempeñado los laicos en todo tiempo, y especialmente el apostolado moderno de los laicos, da testimonio de la enseñanza conciliar, según la cual el sacerdocio de los fieles y el ministerio sacerdotal de la jerarquía eclesiástica están «ordenados el uno al otro».

15 7. «Los ministros que poseen la sacra potestad ?sostiene el Concilio? están al servicio de los hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación» (Lumen gentium LG 18).

Por esto, el sacerdocio de la jerarquía tiene carácter ministerial. Precisamente por ello los obispos y los sacerdotes son en la Iglesia pastores. Su tarea consiste en estar al servicio de los fieles, como Jesucristo, el Buen Pastor, el único Pastor universal de la Iglesia y de toda la humanidad, que dice de sí mismo: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). A la luz de la enseñanza y del ejemplo del Buen Pastor, toda la Iglesia, partícipe de la gracia de la Redención difundida en todo el cuerpo de Cristo por el Espíritu Santo, es y actúa como una comunidad sacerdotal.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a la peregrinación procedente de Alcañiz (Teruel) y a los grupos de estudiantes de Granada, Córdoba y Gran Canaria.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, imparto con afecto la bendición apostólica.









Miércoles 25 de marzo de 1992

El bautismo, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

1. Leemos en la constitución pastoral Lumen gentium del concilio Vaticano II: «El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes» (LG 11). Eso significa que el ejercicio del sacerdocio universal se halla ligado a los sacramentos, que ciertamente desempeñan un papel fundamental en la vida cristiana. Pero el Concilio asocia «sacramentos» y «virtudes». Esta asociación significativa indica, por una parte, que la vida sacramental no puede reducirse a un conjunto de palabras y de gestos rituales: los sacramentos son expresiones de fe, esperanza y caridad. Por otra parte, dicha asociación subraya que el desarrollo de esas virtudes y de todas las demás en la vida cristiana es suscitado por los sacramentos. Podemos, pues, decir que, según la concepción católica, el culto sacramental tiene su prolongación natural en el florecimiento de la vida cristiana.

El Concilio hace referencia, ante todo, al bautismo, sacramento que, al constituir a la persona humana como miembro de la Iglesia, la introduce en la comunidad sacerdotal. Leemos: «Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (Lumen gentium LG 11). Es un texto denso de doctrina, derivada del Nuevo Testamento y desarrollada por la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia. En esta catequesis queremos captar sus puntos esenciales.

16 2. El Concilio comienza recordando que el bautismo hace entrar en la Iglesia, cuerpo de Cristo. Es un eco de san Pablo, que escribía: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1Co 12,13).

Es importante subrayar el papel y el valor del bautismo para el ingreso en la comunidad eclesial. También hoy hay personas que manifiestan poco aprecio hacia ese papel, descuidando o aplazando el bautismo, particularmente en el caso de los niños. Ahora bien, según la tradición consolidada de la Iglesia, la vida cristiana se inaugura no simplemente con disposiciones humanas, sino con un sacramento dotado de eficacia divina. El bautismo, como sacramento, es decir, como signo visible de la gracia invisible, es la puerta a través de la cual Dios actúa en el alma ?también en la de un recién nacido? para unirla a sí mismo en Cristo y en la Iglesia. La hace partícipe de la Redención. Le infunde la «vida nueva». La inserta en la comunión de los santos. Le abre el acceso a todos los demás sacramentos, que tienen la función de llevar a su pleno desarrollo la vida cristiana. Por esto, el bautismo es como un renacimiento, por el que un hijo de hombre se convierte en hijo de Dios.

3. El Concilio, hablando de los bautizados, dice: «regenerados como hijos de Dios». Se trata de un eco de las palabras del apóstol Pedro, que bendice a Dios Padre porque «por su gran misericordia... nos ha regenerado» (1P 1,3).Y es también un eco de la enseñanza de Jesús en la narración de la conversación con Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5).

Jesús nos enseña que es el Espíritu quien da origen al nuevo nacimiento. Lo subraya la carta a Tito, según la cual Dios nos ha salvado «por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tt 3,5-6). Ya el Bautista había anunciado el bautismo en el Espíritu (cf. Mt 3,11). Y Jesús nos dice que el Espíritu Santo es «el que da la vida» (Jn 6,63). Nosotros profesamos la fe en esta verdad revelada, diciendo con el Credo nicenoconstantinopolitano: «Et in Spiritum Sanctum Dominum et vivificantem». Se trata de la vida nueva, por la que somos hijos de Dios en sentido evangélico: y es Cristo quien hace a los creyentes partícipes de su filiación divina por medio del bautismo, instituido por él como bautismo en el Espíritu.

En este sacramento tiene lugar el nacimiento espiritual a la nueva vida, que es fruto de la Encarnación redentora: el bautismo hace que el ser humano viva la misma vida de Cristo resucitado. Es la dimensión soteriológica del bautismo, del que san Pablo afirma: «cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte... pues, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos..., así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,3-4). Este pasaje de la carta a los Romanos nos permite comprender bien el aspecto sacerdotal del bautismo. Nos demuestra que recibir el bautismo significa estar unidos personalmente al misterio pascual de Jesús, que constituye la única ofrenda sacerdotal realmente perfecta y agradable a Dios. De esta unión todo bautizado recibe la capacidad de hacer que toda su existencia sea ofrenda sacerdotal unida a la de Cristo (cf. Rm 12,1 1P 2,4-5).

4. El bautismo, con la vida de Cristo, infunde en el alma su santidad, como nueva condición de pertenencia a Dios con la liberación y purificación. Así lo dice san Pablo a los Corintios: «habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Co 6,11).

Siempre según la doctrina del Apóstol, toda la Iglesia es purificada por Cristo «mediante el baño del agua, en virtud de la palabra»: es «santa e inmaculada» en sus miembros, en virtud del bautismo (Ep 5,26), que es liberación del pecado también para bien de toda la comunidad, cuyo constante camino de crecimiento espiritual sostiene (cf. Ep 2,21). Es evidente que la santificación bautismal produce en los cristianos ?tanto individuos como comunidad? la posibilidad y la obligación de una vida santa. Según san Pablo, los bautizados están «muertos al pecado» y deben renunciar ala vida de pecado (Rm 6,2). Y recomienda: «Consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11). En este sentido, el bautismo nos hace participar en la muerte y resurrección de Cristo, en su victoria sobre los poderes del mal.

Ese es el significado del rito bautismal, en el que se pregunta al candidato: «¿Renuncias a Satanás?», para pedirle el compromiso personal por la total liberación del pecado y, por tanto, del poder de Satanás; el compromiso de luchar, a lo largo de toda la vida terrena, contra las seducciones de Satanás. Será una «hermosa lucha», que hará al hombre más digno de su vocación celeste, pero también más perfeccionado en cuanto hombre. Por esta doble razón, la petición y la aceptación del compromiso merecen hacerse también en el bautismo de un niño, que responde por medio de sus padres y padrinos. En virtud del sacramento, es purificado y santificado por el Espíritu, que le infunde la vida nueva como participación en la vida de Cristo.

5. Además de la gracia vivificante y santificante del Espíritu, en el bautismo se recibe la impresión de un sello que se llama carácter, del que el Apóstol dice a los cristianos: «Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa» (Ep 1,13 cf. Ep 4,30 2Co 1,22). El carácter (en griego sfragís)es signo de pertenencia: el bautizado se convierte en propiedad de Cristo, propiedad de Dios, y en esta pertenencia se realiza su santidad fundamental y definitiva, por la que san Pablo llamaba «santos» a los cristianos (Rm 1,7 1Co 1,2 2Co 1, 1, etc. ). Es la santidad del sacerdocio universal de los miembros de la Iglesia, en la que se cumple de modo nuevo la antigua promesa: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6). Se trata de una consagración definitiva, permanente, obrada por el bautismo y fijada con un carácter indeleble.

6. El Concilio de Trento, intérprete de la tradición cristiana, afirmó que el carácter es un «signo espiritual e indeleble», impreso en el alma por tres sacramentos: bautismo, confirmación y orden (DS 1609). Eso no significa que se trate de un signo visible, aunque en muchos bautizados son visibles algunos de sus efectos, como el sentido de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, que se manifiesta en las palabras y en las obras de los cristianos ?presbíteros y laicos? realmente fieles.

Una de esas manifestaciones puede ser el celo por el culto divino. En efecto, según la hermosa tradición cristiana, citada y confirmada por el concilio Vaticano II, los fieles «están destinados por el carácter al culto de la religión cristiana», es decir, a tributar culto a Dios en la Iglesia de Cristo. Lo había sostenido, basándose en esa tradición, santo Tomás de Aquino, según el cual el carácter es «potencia espiritual» (Summa Theologiae, III 63,2), que da la capacidad de participar en el culto de la Iglesia como miembros suyos reconocidos y convocados a la asamblea, especialmente a la ofrenda eucarística y a toda la vida sacramental. Y esa capacidad es inalienable y no puede serles arrebatada, pues deriva de un carácter indeleble. Es motivo de gozo descubrir este aspecto del misterio de la «vida nueva» inaugurada por el bautismo, primera fuente sacramental del «sacerdocio universal», cuya tarea fundamental consiste en rendir culto a Dios.

17 Con todo, en este momento quiero añadir que la capacidad que encierra el carácter implica una misión y, por tanto, una responsabilidad: quien ha recibido la santidad de Cristo la debe manifestar al mundo «en toda su conducta» (1P 1,15) y, en consecuencia, la ha de alimentar con la vida sacramental, en especial con la participación en el banquete eucarístico.

7. La gracia del Espíritu Santo infundida en el bautismo, hace vital el carácter. En su dinamismo, esa gracia produce todo el desarrollo de la vida de Cristo Sacerdote en nosotros: de Cristo que da el culto perfecto al Padre en la Encarnación, en la cruz y en el cielo, y admite al cristiano a la participación de su sacerdocio en la Iglesia, instituida para que sea en el mundo ante todo renovadora de su sacrificio.

Y de la misma forma que Cristo en la tierra conformó toda su vida a las exigencias de la oblación sacerdotal, así sus seguidores ?como individuos y como comunidad? están llamados a extender la capacidad oblativa recibida con el carácter en un comportamiento que entre en el espíritu del sacerdocio universal, al que han sido admitidos con el bautismo.

8. El Concilio subraya en particular el desarrollo del testimonio de la fe: «Regenerados como hijos de Dios, (los bautizados) están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia».

En efecto, el bautismo, según san Pablo, tiene como efecto una iluminación: «Te iluminará Cristo» (Ep 5,14 cf. He 6,4 He 10,32). Los bautizados, que han salido de la antigua noche, deben vivir en esta luz: «En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz» (Ep 5,8).

Esta vida en la luz se traduce también en la profesión pública de la fe, exigida por Jesús: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32). Es una profesión personal que el cristiano hace en virtud de la gracia bautismal: una profesión de la fe «recibida de Dios mediante la Iglesia», como dice el Concilio (Lumen gentium LG 11). Por tanto, se inserta en la profesión de la Iglesia universal, que cada día repite en coro, «con obras y según la verdad» (1Jn 3,18), su Credo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús y a las Religiosas Siervas del Espíritu Santo; así como a los grupos de jóvenes procedentes de Badajoz y Alicante.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





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Abril de 1992


Audiencias 1992 9