Audiencias 1992 18

Abril de 1992

Miércoles 1 de abril de 1992

La confirmación, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 8, versículos 14-17) Ac 8,14-17

1. Manteniendo como base el texto conciliar que dice: «El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes» (Lumen gentium LG 11), en la catequesis de hoy seguiremos desarrollando esta verdad acerca de la Iglesia, concentrando nuestra atención en el sacramento de la confirmación. Leemos en la constitución Lumen gentium: «Por el sacramento de la confirmación (los fieles bautizados) se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras» (LG 11).

2. Un primer testimonio de este sacramento aparece en los Hechos de los Apóstoles, que nos narran cómo el diácono Felipe (persona diversa de Felipe, el Apóstol), uno de los siete hombres «llenos de Espíritu y de Sabiduría» ordenados por los Apóstoles, había bajado a una ciudad de Samaria para predicar la buena nueva. «La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba... Cuando creyeron a Felipe que anunciaba la buena nueva del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres... Al enterarse los Apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (Ac 8,6-17).

El episodio nos muestra la relación que existía, desde los primeros tiempos de la Iglesia, entre el bautismo y una «imposición de manos», nuevo acto sacramental para obtener y conferir el don del Espíritu Santo. Este rito es considerado como un complemento del bautismo. Le conceden tanta importancia que envían expresamente a Pedro y a Juan desde Jerusalén a Samaría con esa finalidad.

3. El papel que desempeñaron los dos Apóstoles en el don del Espíritu Santo es el origen del papel atribuido al obispo en el rito latino de la Iglesia. El rito, que consiste en la imposición de las manos, ha sido practicado por la Iglesia desde el siglo segundo, como lo atestigua la Tradición apostólica de Hipólito Romano (alrededor del año 200), el cual habla de un doble rito: la unción hecha por el presbítero antes del bautismo y, luego, la imposición de la mano a los bautizados, hecha por un obispo, que derrama sobre su cabeza el santo crisma. Así se manifiesta la distinción entre la unción bautismal y la unción propia de la confirmación.

4. A lo largo de los siglos cristianos se han consolidado costumbres diversas en Oriente y Occidente con respecto a la administración de la confirmación.

En la Iglesia oriental la confirmación es conferida inmediatamente después del bautismo (bautismo que se hace sin unción), mientras que en la Iglesia occidental, a un niño bautizado se le confiere la confirmación cuando llega al uso de la razón o más tarde, según establezca la respectiva Conferencia episcopal (Código de Derecho Canónico, c. 891).

19 En Oriente, el ministro de la confirmación es el sacerdote que bautiza; en Occidente, el ministro ordinario es el obispo, pero también algunos presbíteros reciben la facultad de administrar el sacramento.

Además, en Oriente el rito esencial consiste únicamente en la unción; en Occidente la unción se hace con la imposición de la mano (c. 880).

A estas diferencias entre Oriente y Occidente se añade la variedad de disposiciones que en la Iglesia occidental se han tomado con respecto a la edad más oportuna para la confirmación, según los tiempos, los lugares y las condiciones espirituales y culturales. Todo ello en virtud de la libertad que la Iglesia conserva en la determinación de las condiciones particulares de la celebración del rito sacramental.

5. El efecto esencial del sacramento de la confirmación es el perfeccionamiento del don del Espíritu Santo recibido en el bautismo, que hace a quien lo recibe capaz de dar testimonio de Cristo con la palabra y con la vida.

El bautismo realiza la purificación, la liberación del pecado, y confiere una vida nueva. La confirmación pone el acento en el aspecto positivo de la santificación y en la fuerza que da el Espíritu Santo al cristiano con vistas a una vida auténticamente cristiana y a un testimonio eficaz.

6. Como en el bautismo, también en el sacramento de la confirmación se imprime en el alma un carácter especial. Es un perfeccionamiento de la consagración bautismal, conferida por medio de dos gestos rituales, la imposición de las manos y la unción.

También la capacidad de ejercitar el culto, ya recibida en el bautismo, es corroborada con la confirmación. El sacerdocio universal queda más arraigado en la persona, y se hace más eficaz en su ejercicio. La función específica del carácter de la confirmación consiste en llevar a actos de testimonio y de acción cristiana, que ya San Pedro indicaba como derivaciones del sacerdocio universal (cf.
1P 2,11 ss.). Santo Tomás de Aquino precisa que quien ha recibido la confirmación da testimonio del nombre de Cristo, realiza las acciones propias del buen cristiano para la defensa y propagación de la fe, en virtud de la «especial potestad» del carácter (cf. Summa Theologiae, III 72,5, in c. y ad 1), por el hecho de que queda investido de una función y de un mandato peculiar. Es una «participación del sacerdocio de Cristo en los fieles, llamados al culto divino, que en el cristianismo es una derivación del sacerdocio de Cristo» (cf. Summa Theologiae, III 63,3). También el dar testimonio público de Cristo entra en el ámbito del sacerdocio universal de los fieles que están llamados a darlo «quasi ex officio» (cf. Summa Theologiae, III 72,5, ad 2).

7. La gracia conferida por el sacramento de la confirmación es más específicamente un don de fortaleza. Dice el Concilio que los bautizados, con la confirmación «se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo» (Lumen gentium LG 11). Este don responde a la necesidad de una energía superior para afrontar el «combate espiritual» de la fe y de la caridad (cf. Summa Theologiae, III 72,5), para resistir a las tentaciones y para dar testimonio de la palabra y de la vida cristiana en el mundo, con valentía, fervor y perseverancia. En el sacramento, el Espíritu Santo confiere esta energía.

Jesús había aludido al peligro de sentir vergüenza de profesor la fe: «Quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles» (Lc 9,26 cf. Mc 8,38). Avergonzarse de Cristo se manifiesta a menudo en diversas formas de «respeto humano» que llevan a ocultar la propia fe y a buscar compromisos, inadmisibles para quien quiere ser de verdad su discípulo. ¡Cuántos hombres, incluso entre los cristianos, hoy recurren a compromisos!

Con el sacramento de la confirmación el Espíritu Santo infunde en el hombre el valor necesario para profesar la fe en Cristo. Profesar esta fe significa, según el texto conciliar que tomamos como punto de partida «difundirla y defenderla por la palabra juntamente con las obras», como testigos coherentes y fieles.

8. Desde la edad media, la teología, desarrollada en un contexto de esfuerzo generoso por librar el «combate espiritual» por la causa de Cristo, no vaciló en subrayar la fuerza que confiere la confirmación a los cristianos llamados a «militar al servicio de Dios». Y, a pesar de ello, descubrió también en este sacramento el valor oblativo y consagratorio que encierra, en virtud de la «plenitud de la gracia» de Cristo (cf. Summa Theologiae, III 72,1, ad 4). Santo Tomás explicaba la distinción y sucesión de la confirmación con respecto al bautismo de la siguiente manera: «El sacramento de la confirmación es como el coronamiento del bautismo: en el sentido que, si en el bautismo ?según san Pablo? el cristiano es formado como un edificio espiritual (cf. 1Co 3,9) y queda escrito como una carta espiritual (cf. 2Co 3,2-3), en el sacramento de la confirmación este edificio espiritual es consagrado para convertirse en templo del Espíritu Santo, y esta carta queda sellada con el sello de la cruz» (Summa Theologiae, III 72,11).

20 9. Como es sabido, se plantean diversos problemas pastorales en relación con la confirmación, y en especial con respecto a la edad más adecuada para recibir este sacramento.

Existe una tendencia reciente a retrasar el momento de conferir la confirmación hasta la edad de 15 a 18 años, con el fin de que la personalidad del sujeto sea más madura y pueda asumir con plena conciencia un compromiso más serio y estable de vida y de testimonio cristiano.

Otros, en cambio, prefieren conferirlo antes de esa edad. En cualquier caso, es de desear que se realice una preparación profunda a este sacramento, que permita a los que lo reciben renovar las promesas del bautismo con plena conciencia de los dones que reciben y de las obligaciones que asumen. Sin una larga y seria preparación, correrían el peligro de reducir el sacramento a pura formalidad, o a un rito meramente externo; o, incluso, correrían el peligro de perder de vista el aspecto sacramental esencial, insistiendo unilateralmente en el compromiso moral.

10. Quiero concluir recordando que la confirmación es el sacramento adecuado para suscitar y sostener los esfuerzos de los fieles que quieren dedicarse al testimonio cristiano en la sociedad. Espero que todos los jóvenes cristianos merezcan ?especialmente ellos, con la ayuda de la gracia de la confirmación? el elogio del apóstol san Juan: «Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno» (
1Jn 2,14).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes provenientes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Religiosas Escolapias y a los grupos de estudiantes de Madrid y Barcelona, así como a los Señores Profesores de la Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey (México).

Mi cordial bienvenida a los profesores y alumnos, altos Oficiales del Quincuagésimo Curso de Promoción de la Escuela Superior del Aire de España que, junto con algunos familiares, han querido participar en este encuentro para testimoniar su adhesión y cercanía al Sucesor de Pedro y su condición de hijos de la Iglesia.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Miércoles 8 de abril de 1992

La Eucaristía, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

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1. Según el concilio Vaticano II, la verdad de la Iglesia como comunidad sacerdotal, que se realiza por medio de los sacramentos, alcanza su plenitud en la Eucaristía. En efecto, leemos en la Lumen gentium que los fieles, «participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (
LG 11).

La Eucaristía es la fuente de la vida cristiana, pues quien participa de ella recibe el impulso y la fuerza necesaria para vivir como auténtico cristiano. La ofrenda de Cristo en la cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico, comunica al creyente su dinamismo de amor generoso; el banquete eucarístico nutre a los fieles con el cuerpo y la sangre del Cordero divino, inmolado por nosotros y les da la fuerza para «seguir sus huellas» (cf. 1P 2,21).

La Eucaristía es el culmen de toda la vida cristiana, porque los fieles llevan a ella todas sus oraciones y obras buenas, sus gozos y sufrimientos, y estas modestas ofrendas se unen a la oblación perfecta de Cristo, quedan plenamente santificadas y se elevan hasta Dios en un culto perfectamente agradable, que introduce a los fieles en la intimidad divina (cf. Jn 6,56-57). Por ello, como escribe santo Tomás de Aquino, la Eucaristía es «el coronamiento de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos» (Summa Theologiae III 66,6).

2. El doctor angélico hace notar también que «el efecto de este sacramento es la unidad del cuerpo místico (la Iglesia), sin la cual no puede existir la salvación. Por ello, es necesario recibir la Eucaristía, al menos con el deseo (in voto), para salvarse» (Summa Theologiae, III 73,1, arg. 2). En estas palabras se percibe el eco de lo que dijo Jesús mismo acerca de la necesidad de la Eucaristía para la vida cristiana: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,53-54).

Según estas palabras de Jesús, la Eucaristía es prenda de la resurrección futura, pero ya en el tiempo es fuente de vida eterna. Jesús no dice «tendrá vida eterna» sino «tiene vida eterna». La vida eterna de Cristo, con el pan eucarístico, penetra y se da en la vida humana.

3. La Eucaristía requiere la participación de los miembros de la Iglesia. Según el Concilio, «sea por la oblación, o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica (eucarística) una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto» (Lumen gentium LG 11).

La participación es común a todo el «pueblo sacerdotal», admitido a unirse en la oblación y en la comunión. Pero es diversa según la situación en que se encuentran los miembros de la Iglesia de acuerdo con la institución sacramental. El ministerio sacerdotal desempeña un papel específico, pero no quita, sino que más bien promueve el papel del sacerdocio común. Se trata de un papel específico querido por Cristo, cuando encargó a sus Apóstoles que realizaran la Eucaristía en conmemoración suya, instituyendo para este oficio el sacramento del orden, conferido a obispos y presbíteros (y a los diáconos, como ministros del altar).

4. El ministerio sacerdotal tiene como finalidad la convocación del pueblo de Dios «de suerte que todos los que a este pueblo pertenecen, por estar santificados por el Espíritu Santo, se ofrezcan a sí mismos como sacrificio viviente, santo y acepto a Dios (Rm 12,1)» (Presbyterorum ordinis PO 2).

Si, como ya puse de relieve en catequesis anteriores, el sacerdocio común está destinado a ofrecer sacrificios espirituales, los fieles pueden hacer esta ofrenda porque están «santificados por el Espíritu Santo». El Espíritu Santo, que animó la ofrenda de Cristo en la cruz (cf. He 9,14), anima también la ofrenda de los fieles.

5. Según el Concilio, gracias al ministerio sacerdotal, los sacrificios espirituales pueden alcanzar su meta. «Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, mediador único, que, por manos de ellos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía hasta que el Señor mismo retorne» (Presbyterorum ordinis PO 2).

22 En virtud del bautismo y la confirmación, como hemos dicho en las catequesis anteriores, el cristiano es capacitado para participar «quasi ex officio» en el culto divino, que tiene su centro y culmen en el sacrificio de Cristo, presente en la Eucaristía. Pero la ofrenda eucarística implica la intervención de un ministro ordenado, pues tiene lugar dentro del acto consagratorio realizado por el sacerdote en nombre de Cristo.

Así, el ministerio sacerdotal contribuye a la plena valoración del sacerdocio universal. Como recuerda el Concilio, citando a san Agustín, el ministerio de los presbíteros tiene como finalidad que «toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, sea ofrecida como sacrificio universal a Dios por medio del gran sacerdote (Cristo), que también se ofreció a sí mismo en la pasión por nosotros para que fuéramos cuerpo de tan extensa cabeza (De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284)» (Presbyterorum ordinis
PO 2).

6. Realizada la ofrenda, la comunión eucarística que la sigue está destinada a proporcionar a los fieles las fuerzas espirituales necesarias para el pleno desarrollo del «sacerdocio» y especialmente para la ofrenda de todos los sacrificios de su existencia diaria. «Los presbíteros —leemos en el decreto Presbyterorum ordinis— enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la víctima divina en el sacrificio de la misa y a hacer, juntamente con ella, oblación de su propia vida» (PO 5).

Se puede decir que, según la intención de Jesús, que en la última cena formuló el nuevo mandamiento del amor, la comunión eucarística hace a los que participan de ella capaces de ponerlo en práctica: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13,34 Jn 15,12).

7. La participación en el banquete eucarístico es testimonio de unidad, como subraya el Concilio cuando escribe que los fieles, «confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento» (Lumen gentium LG 11).

Es la verdad que la fe de la Iglesia ha heredado de san Pablo, que escribía: «El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10,16-17). Por esta razón, santo Tomás veía en la Eucaristía el sacramento de la unidad del «cuerpo místico» (Summa Theologiae, III 72,3).

Quisiera concluir esta catequesis eclesiológico-eucarística subrayando que, si la comunión eucarística es el signo eficaz de la unidad, de ella todos los fieles reciben también un nuevo impulso al amor mutuo y a la reconciliación, así como la energía sacramental necesaria para mantener en las relaciones familiares y eclesiales una benéfica concordia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los numeroso grupos de jóvenes procedentes de Barcelona, de Madrid, de Oviedo, de Córdoba, Cádiz, La Coruña y de otros lugares de España. A vosotros, queridos chicos y chicas, os repito la palabras del apóstol Jean en su primera carta: «Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros» (1Jn 2,14).

23 Saludo igualmente a la peregrinación procedente de México, así como a las demás personas, familias y grupos de los diversos países de América Latina aquí presentes.

Con gran afecto imparto la bendición apostólica.




Miércoles 15 de abril de 1992

La Penitencia, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 20, versículos 21-23) Jn 20,21-23

Amadísimos hermanos y hermanas:

Hemos entrado en la Semana Santa. En los próximos días, guiados por la liturgia de la Iglesia, reviviremos los misterios de nuestra salvación. El Triduo pascual constituye el culmen del año litúrgico. En él recordamos con ánimo conmovido y agradecido que Cristo, con su muerte y, resucitando, nos devolvió la vida.

Dispongámonos a vivir con intensidad las próximas celebraciones, conscientes de que, si participamos ahora en los sufrimientos de Cristo, podremos un día alegrarnos y exultar con la revelación de su gloria (cf. 1P 4,13).

Prosigamos ahora nuestra catequesis acerca de la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental.

1. Como dice el concilio Vaticano II, «el carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes» (Lumen gentium LG 11). En la catequesis de hoy queremos descubrir el reflejo de esta verdad en el sacramento de la reconciliación, que tradicionalmente es llamado sacramento de la penitencia. En él se realiza un ejercicio real del «sacerdocio universal», común a todos los bautizados, porque es tarea fundamental del sacerdocio eliminar el obstáculo del pecado, que impide la relación vivificante con Dios. Ahora bien, este sacramento fue instituido para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo y en el los bautizados desempeñan un papel activo. No se limitan a recibir un perdón ritual y formal, como sujetos pasivos. Al contrario, con la ayuda de la gracia, toman la iniciativa de luchar contra el pecado, confesando sus culpas y pidiendo perdón por ellas. Los bautizados saben que el sacramento implica de su parte un acto de conversión. Y con esta conciencia participan activamente y desempeñan su papel en el sacramento, como se desprende del mismo rito.

24 2. Es preciso reconocer que en tiempos recientes se ha manifestado en muchos lugares una crisis de la frecuencia de los fieles al sacramento de la penitencia. Las razones, que guardan relación con las mismas condiciones espirituales y socioculturales de grandes estratos de la humanidad de nuestro tiempo, pueden resumirse en dos.

Por una parte, el sentido del pecado se ha debilitado también en la conciencia de cierto número de fieles que, bajo el influjo del clima de reivindicación de una libertad e independencia total del hombre, vigente en el mundo moderno, experimentan dificultad para reconocer la realidad y la gravedad del pecado y la propia culpabilidad, incluso delante de Dios.

Por otra, hay algunos fieles que no ven la necesidad y la utilidad de recurrir al sacramento, y prefieren pedir más directamente a Dios el perdón: en este caso experimentan dificultad para admitir una mediación de la Iglesia en la reconciliación con Dios.

3. A estas dos dificultades responde brevemente el Concilio, que considera el pecado en su doble aspecto de ofensa a Dios y de herida a la Iglesia. Leemos en la Lumen gentium: «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones» (
LG 11). Las palabras del Concilio, sintéticas, meditadas e iluminadas, sugieren varias reflexiones importantes para nuestra catequesis.

4. Ante todo, el Concilio recuerda que una característica esencial del pecado es ser ofensa a Dios. Se trata de un hecho enorme, que incluye el acto perverso de la criatura que, a sabiendas y voluntariamente, se opone a la voluntad de su Creador y Señor, violando la ley del bien y entrando, mediante una opción libre, bajo el yugo del mal. Es un acto de lesa majestad divina, ante el cual santo Tomás de Aquino no duda en decir que «el pecado cometido contra Dios tiene una cierta infinidad, en virtud de la infinidad de la majestad divina» (Summa Theologiae, III 1,2, ad 2). Es preciso decir que es también un acto de lesa caridad divina, en cuanto infracción de la ley de la amistad y alianza que Dios estableció con su pueblo y con todo hombre mediante la sangre de Cristo; y, por tanto, un acto de infidelidad y, en la práctica, de rechazo de su amor. El pecado, por consiguiente, no es un simple error humano, y no comporta sólo un daño para el hombre: es una ofensa hecha a Dios, en cuanto que el pecador viola su ley de Creador y Señor, y hiere su amor de Padre. No se puede considerar el pecado exclusivamente desde el punto de vista de sus consecuencias psicológicas: el pecado adquiere su significado de la relación del hombre con Dios.

5. Es Jesús quien ?de manera especial en la parábola del hijo pródigo? nos hace comprender que el pecado es ofensa al amor del Padre, cuando describe el desprecio ultrajante de un hijo hacia la autoridad y la casa de su padre. Son muy tristes las condiciones de vida a las que se reduce el hijo: reflejan la situación de Adán y sus descendientes después del primer pecado. Pero el gran don que Jesús nos hace con su parábola es la revelación consoladora y confortante del amor misericordioso de un Padre que permanece con los brazos abiertos, en espera de que vuelva el hijo pródigo, para apresurarse a abrazarlo y perdonarlo, borrando todas las consecuencias del pecado y celebrando en su honor la fiesta de la vida nueva (cf. Lc Lc 15,11-32). ¡Cuánta esperanza ha encendido en los corazones! ¡Cuántos retornos a Dios ha facilitado, a lo largo de los siglos cristianos, la lectura de esta parábola, referida por Lucas, quien con plena razón ha sido definido «el escribano de la mansedumbre de Cristo» (scriba mansuetudinis Christi)! El sacramento de la penitencia pertenece a la revelación que Jesús nos hizo del amor y de la bondad paterna de Dios.

6. El Concilio nos recuerda que el pecado es también una herida infligida a la Iglesia. En efecto, todo pecado va contra la santidad de la comunidad eclesial. Dado que todos los fieles son solidarios en la comunidad cristiana, no existe nunca un pecado que no tenga algún efecto sobre toda la comunidad. Como es verdad que el bien hecho por uno procura un beneficio y una ayuda a todos, también es verdad, por desgracia, que el mal cometido por uno va contra la perfección a la que todos tienden. Si cada alma que se eleva levanta al mundo entero, como dice la beata Isabel Leseur, también es verdad que todo acto de traición al amor divino perjudica a la condición humana y empobrece a la Iglesia. La reconciliación con Dios es también reconciliación con la Iglesia y, en cierto sentido, con toda la creación, cuya armonía ha quedado violada por el pecado. La Iglesia es la mediadora de esta reconciliación. Es un papel que le asignó su mismo Fundador, quien le confirió la misión y el poder de «perdonar los pecados». Toda reconciliación con Dios se realiza, pues, en relación explícita o implícita, consciente o inconsciente, con la Iglesia. Como escribe santo Tomás, «no puede existir salvación sin la unidad del Cuerpo místico: nadie puede salvarse sin la Iglesia, como en el diluvio nadie se salvó fuera del arca de Noé, símbolo de la Iglesia, tal como enseña san Pedro (1P 3,20-21)» (Summa Theologiae, III 73,3; cf. Suppl., q. 17, a. 1). Sin duda, el poder de perdonar corresponde a Dios, y la remisión de los pecados es obra del Espíritu Santo. Con todo, el perdón proviene de la aplicación al pecador de la redención realizada en la cruz de Cristo (cf. Ep 1,7 Col 1,14 Col 1,20), que confió a su Iglesia la misión y el ministerio de llevar en su nombre la salvación a todo el mundo (cf. Summa Theologiae, III 84,1). El perdón, por tanto, hay que pedirlo a Dios; y es Dios quien lo concede, pero no lo hace de forma independiente de la Iglesia, fundada por Jesucristo para la salvación de todos.

7. Sabemos que Cristo resucitado, para comunicar a los hombres los frutos de su pasión y muerte, confirió a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23). Como herederos de la misión y del poder de los Apóstoles, los presbíteros, en la Iglesia, perdonan los pecados en nombre de Cristo. Pero se puede decir que en el sacramento de la reconciliación el ministerio específico de los sacerdotes no excluye, sino que comprende el ejercicio del «sacerdocio común» de los fieles, que confiesan sus pecados y piden el perdón bajo el influjo del Espíritu Santo, que los convierte en su interior con la gracia de Cristo redentor. Santo Tomás, cuando afirma este papel de los fieles, cita las famosas palabra de san Agustín: «El que te creó sin ti, no te justificará sin ti» (San Agustín, Super Joannem, serm. 169, c. 11; Santo Tomás, Summa Theologiae, III 84,5 III 84,7).

El papel activo del cristiano en el sacramento de la penitencia consiste en reconocer sus propias culpas con una «confesión» que, salvo casos excepcionales, se hace individualmente al sacerdote; con la manifestación del propio arrepentimiento por la ofensa hecha a Dios: «contrición»; con la sumisión humilde al sacerdocio institucional de la Iglesia, para recibir el «signo eficaz» del perdón divino; con el ofrecimiento de la «satisfacción» impuesta por el sacerdote como signo de participación personal en el sacrificio reparador de Cristo, que se ofreció al Padre como hostia por nuestras culpas; y, finalmente, con la acción de gracias por el perdón obtenido.

8. Conviene recordar que todo cuando hemos dicho vale para el pecado que rompe la amistad con Dios y priva de la «vida eterna»: y que, por ello, se llama «mortal». Recurrir al sacramento es necesario cuando se ha cometido incluso un solo pecado mortal (cf. Concilio de Trento, DS 1707). Pero el cristiano que cree en la eficacia del perdón sacramental recurre al sacramento, también fuera del caso de necesidad, con una cierta frecuencia, y encuentra en él el camino de una creciente delicadeza de conciencia y de una purificación cada vez más profunda, una fuente de paz, una ayuda en la lucha contra las tentaciones y en el esfuerzo por llevar una vida más acorde con las exigencias de la ley y del amor de Dios.

9. La Iglesia está al lado del cristiano, como comunidad que «colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones» (Lumen gentium LG 11). El cristiano nunca queda solo, ni siquiera cuando se halla en estado de pecado: siempre forma parte de la «comunidad sacerdotal», que lo sostiene con la solidaridad de la caridad, la fraternidad y la oración, para obtenerle la reintegración en la amistad de Dios y en la compañía de los «santos». La Iglesia, comunidad de los santos, en el sacramento de la penitencia se manifiesta y actúa como comunidad sacerdotal de misericordia y perdón.

Saludos

25 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a aquellas personas que han venido a Roma para participar en las celebraciones litúrgicas del Triduo sacro. Que el clima de oración y las prácticas de piedad cristiana os hagan vivir intensamente los misterios de nuestra fe para luego poder dar testimonio de ello en vuestra vida de cada día.

Saludo de modo especial a los numerosos grupos de jóvenes españoles aquí presentes. Os aliento, queridos chicos y chicas, a buscar siempre los valores auténticos, los valores del espíritu, que dan sentido a la vida y llevan a la felicidad.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 22 de abril de 1992

La cruz es necesaria como camino que conduce a la victoria del amor

(Lectura:
evangelio de san Lucas, capítulo 24, versículos 13-17 y 25-27) Lc 24,13-17 Lc 24,25-27

1. En esta semana de Pascua celebramos con gozo el misterio de la resurrección de Cristo. En él, acontecimiento del Hijo de Dios, encarnado en medio de la humanidad alcanza su culmen. El triunfo obtenido por el Salvador sobre la muerte es el "evento" por excelencia de la revelación. Por ello, la fiesta de Pascua es la mayor del año litúrgico.

La resurrección del Señor da a la religión cristiana el clima característico de alegría, que le es propio. Alegría desbordante, como la de las mujeres y los discípulos ante su Maestro, vivo de nuevo. Es una alegría permanente, porque el Cristo resucitado ya no puede morir, y los efectos de su resurrección ya no cesarán de manifestarse. Esa alegría, nacida el día de la resurrección, ha sido transmitida a la Iglesia como alegría inagotable, destinada a crecer hasta el fin del mundo y a colmar cada vez más el corazón de los hombres.


Audiencias 1992 18