Audiencias 1992 26

26 Todos estamos invitados a acoger en nuestra vida esta alegría, que recibimos a diario en la Eucaristía, en la que se renueva el misterio pascual: el sacrificio de Cristo se hace presente en la Eucaristía, de forma sacramental, mística, con su coronamiento en el misterio de la resurrección. La vida de la gracia, que llevamos dentro de nosotros mismos, es la vida de Cristo resucitado. Por consiguiente, con la gracia reina en nuestro interior una alegría que nada nos puede arrebatar, de acuerdo con la promesa de Cristo a sus discípulos: "Se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar" (Jn 16,22).

2. No podemos, sin embargo, contemplar el misterio de la resurrección sin echar una mirada a lo que la precedió: la victoria obtenida en Pascua tiene como presupuesto el sacrificio redentor de Cristo.

El Maestro divino, que había anunciado en repetidas ocasiones su resurrección, había subrayado al mismo tiempo que, antes de ella, debía recorrer el camino del dolor: "comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días" (Mc 8,31). Al declarar que su pasión era necesaria, Jesús quería enseñar que, de acuerdo con la voluntad del Padre su misión debía cumplirse por medio del sacrificio.

En medio de la alegría de la Pascua no podemos olvidar los sufrimientos del Salvador que, mediante la cruz, mereció la salvación de la humanidad. La cruz ha desempeñado un papel esencial en la misión salvífica de Cristo, como él mismo recuerda después de su resurrección a los discípulos de Emaús en el pasaje del evangelio de la misa de hoy: "¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24,26). A esos dos discípulos, entristecidos y desconcertados por el evento de su pasión, Jesús explica el sentido de las Escrituras proféticas, mostrando que el Mesías debía llegar al triunfo glorioso por el camino del sufrimiento.

Así, pues, ¿por qué asombrarnos de que la ley de la cruz, tan íntimamente relacionada con la vida y la actividad salvífica de Jesús, se aplique también a nuestra vida? A todos los que, aún hoy, se encuentran trágicamente inmersos en el misterio del sufrimiento, y podrían caer en la tentación del desaliento y la desesperación, conviene recordarles la verdad que enseñó y vivió Cristo: la cruz es necesaria en nuestra vida, pero como camino que conduce a la victoria del amor. Todos estamos llamados a uniros a la ofrenda redentora de Cristo, a fin de compartir con él la alegría de la resurrección.

La Iglesia, por tanto, en esta semana pascual, dirige una palabra llena de esperanza a todos los que sufren, a todos los que gimen bajo el peso de sus pruebas: "vuestra tristeza ?según la promesa de Jesús? se convertirá en gozo" (Jn 16,20).

3. A los discípulos de Emaús Jesús les reprocha su falta de fe, que les impide reconocerlo como el Salvador resucitado: "¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!" (Lc 24,25). En sus apariciones, Cristo resucitado ofrece las pruebas de su nueva vida, pero sus discípulos experimentan dificultades para entender y aceptar. La resurrección es un misterio que requiere la adhesión de la fe.

Mientras Juan, el discípulo predilecto, cuando descubre la tumba vacía, cree en el Maestro resucitado (cf. Jn 20,8), Tomás manifiesta su escepticismo y exige meter el dedo en las llagas de Cristo. Cuando al final, se rinde ante la evidencia, exclamando "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28), Jesús dice con tono de amable reproche: "Porque me has visto has creído", y luego añade: "Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn 20,29).

Los que no han visto y están llamados a creer son todos los que no han tenido el privilegio de ver a Jesús en sus apariciones de resucitado. Somos también nosotros. Por ello, estamos todos invitados a creer en la resurrección de Cristo: felices nosotros si sabemos exclamar con Tomás, al fin creyente: "Señor mío y Dios mío".

4. ¿Qué sucedió al tercer día? Nadie vio el cuerpo del Salvador mientras recuperaba la vida, o mejor, mientras pasaba directamente de la muerte a una vida superior, la vida celeste. Fue colmado de la vida del Espíritu Santo.

Así se transformó en un cuerpo glorioso. Era el mismo cuerpo que había sido clavado en la cruz, pero poseía propiedades superiores a las del cuerpo humano en la vida sobre la tierra. Jesús no recuperó una existencia terrestre después de la resurrección: simplemente se apareció a los que estaban dispuestos a la fe. Cuando se aparecía, podía desplazarse como quería e incluso entrar en una sala cuyas puertas se hallaban cerradas (cf. Jn 20,19). De ese modo, manifestaba que su verdadera vida era de orden celeste.

27 Después de cuarenta días de apariciones, Cristo desaparecerá definitivamente de la tierra, elevándose hacia el cielo. A partir de ese momento comienza a derramar en la humanidad la vida divina, de la que su cuerpo está colmado. Él ha resucitado por nosotros, para procurarnos la salvación y comunicarnos su vida divina: "yo vivo y también vosotros viviréis", dijo (Jn 14,19).

Antes de dejar la tierra para establecerse en su poder celeste, Jesús anuncia el envío del Espíritu Santo. Él desea que esa vida del Espíritu Santo, que colma su cuerpo resucitado, se convierta en la vida de la humanidad, a fin de que todos podamos beneficiarnos del fruto de su resurrección.

5. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo, que había sido prometido, descenderá sobre las mujeres y los discípulos, para convertirlos en testigos de Cristo resucitado. Así nacerá la Iglesia.

Desde entonces, el Espíritu Santo hace que Cristo resucitado viva en los creyentes. Más en particular, realiza en cada uno de ellos una vida "de hijos", que participan en la filiación divina de Cristo, y suscita en ellos la oración filial, que les hace gritar, como Jesús mismo: "Abbá, Padre", (cf. Ga 4,6 Rm 8,15).

Por otra parte, el Espíritu Santo reúne en la unidad de la Iglesia a los que tienen la misma fe en Cristo resucitado. Edifica y anima la comunidad, desarrollando el amor que Cristo vino a encender en el mundo, amor que ha alcanzado su culmen en la ofrenda del Calvario y que está destinado a alimentar las relaciones entre sus discípulos, que han recibido el nuevo mandamiento de amarse unos a otros como él mismo los ha amado (cf. Jn 13,34 Jn 15,12).

El entusiasmo que se apoderó de los Apóstoles cuando se pusieron a proclamar las maravillas de Dios no es más que la alegría pascual en su plenitud, tal como el Espíritu Santo la renueva y propaga sin cesar.

6. En este período pascual dirigimos la mirada hacia Cristo resucitado.

Sabemos que estamos llamados a confirmarle nuestra fe y nuestra voluntad de dar testimonio de Él.

Lo consideramos como la fuente de nuestra esperanza, sabiendo que el Espíritu Santo, del que se halla colmado, se nos comunica también a nosotros para realizar nuevas maravillas en nuestro mundo.

Esperamos de Cristo triunfante un nuevo impulso de amor, de aquel amor gracias al cual Él ha vencido el odio y la hostilidad con su sacrificio.

De Cristo, lleno de vida, sacamos la alegría que necesitamos para vivir "como hijos" y para perseverar en el compromiso de ser perfectos como es perfecto nuestro Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,48).

Saludos

28 Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los peregrinos y visitantes de lengua española, procedentes de América Latina y de España.

De modo particular, saludo a los peregrinos mexicanos de Monterrey y al grupo de argentinos, que regresan de una peregrinación por Tierra Santa.

Saludo igualmente a los feligreses de San Isidro Labrador de Cabo de Palos y los Belenos, de Murcia (España), venidos a Roma para conmemorar el Centenario de su Parroquia. Junto con ellos, saludo a los demás grupos españoles, sobre todo los escolares y parroquiales. Cristo resucitado es el fundamento de nuestra fe. Que vuestra vida sea, pues, un testimonio permanente de que sois verdaderos discípulos suyos.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Miércoles 29 de abril de 1992

La Unción de los enfermos, en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

(Lectura:
carta de Santiago, capítulo 5, versículos 14-15) Jc 5,14-15

1. Se puede decir que la realidad de la comunidad sacerdotal se actúa y manifiesta de modo particularmente significativo en el sacramento de la unción de los enfermos, del que el apóstol Santiago escribe: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (Jc 5,14-15).

Como se ve, la carta de Santiago recomienda la iniciativa del enfermo que, personalmente o por medio de sus seres queridos, solicita la presencia de los presbíteros. Se puede decir que de esta manera ya se da un ejercicio del sacerdocio común, mediante un acto personal de participación en la vida de la comunidad de los «santos», a saber, de los congregados en el Espíritu Santo, del que se recibe la unción. Pero la carta da a entender también que ayudar a los enfermos con la unción es una tarea del sacerdocio ministerial, llevado a cabo por los «presbíteros». Es un segundo momento de realización de la comunidad sacerdotal en la armoniosa participación activa en el sacramento.

29 2. El primer fundamento de este sacramento se puede descubrir en la solicitud y cuidado de Jesús por los enfermos. Los evangelistas nos relatan cómo, desde el inicio de su vida pública, trataba con gran amor y compasión sincera a los enfermos y a todos los demás necesitados y atribulados, que le pedían su intervención. San Mateo atestigua que «sanaba toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35).

Para Jesús esas innumerables curaciones milagrosas eran el signo de la salvación que quería aportar a los hombres. Con frecuencia establece claramente esta relación de significado, como cuando perdona los pecados al paralítico y sólo después realiza el milagro, para demostrar que «el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar los pecados» (Mc 2,10). Su mirada, por consiguiente, no se detenía sólo en la salud del cuerpo; buscaba también la curación del alma, la salvación espiritual.

3. Este comportamiento de Jesús pertenecía a la economía de la misión mesiánica, que la profecía del libro de Isaías había descrito en términos de curación de los enfermos y de ayuda a los pobres (cf. Is 61,1 ss.; Lc 4,18-19). Es una misión que, ya durante su vida terrena, Jesús quiso confiar a sus discípulos, a fin de que socorriesen a los menesterosos y, en especial, curasen a los enfermos. En efecto, el evangelista san Mateo nos asegura que Jesús, «llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10,1). Y Marcos dice de ellos que «expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,13). Es significativo que ya en la Iglesia primitiva no sólo se subrayara este aspecto de la misión mesiánica de Jesús, al que se hallan dedicadas numerosas páginas de los evangelios, sino también la obra confiada por él a sus discípulos y apóstoles, en conexión con su misión.

4. La Iglesia ha hecho suya la atención especial de Jesús para con los enfermos. Por una parte, ha suscitado muchas iniciativas de dedicación generosa a su curación. Por otra, con el sacramento de la unción, les ha proporcionado y les proporciona el contacto benéfico con la misericordia de Cristo mismo.

Es conveniente notar a este respecto que la enfermedad nunca es sólo un mal físico; al mismo tiempo se trata de una prueba moral y espiritual. El enfermo experimenta gran necesidad de fuerza interior para salir victorioso de esa prueba. Por medio de la unción sacramental, Cristo le manifiesta su amor y le comunica la fuerza interior que necesita. En la parábola del buen samaritano, el aceite derramado sobre las heridas del viajero asaltado en el camino de Jericó, sirve simplemente como medio de curación física. En el sacramento, la unción con el aceite resulta signo eficaz de gracia y de salvación también espiritual, mediante el ministerio de los presbíteros.

5. En la carta de Santiago leemos que la unción y la oración sacerdotal tienen como efectos la salvación, la conformación y el perdón de los pecados. El concilio de Trento (DS 1696) comenta el texto de Santiago diciendo que, en este sacramento, se comunica una gracia del Espíritu Santo, cuya unción interna, por una parte, libra el alma del enfermo de las culpas y de las reliquias del pecado y, por otra, la alivia y fortalece, inspirándole gran confianza en la bondad misericordiosa de Dios. Así, le ayuda a soportar más fácilmente los inconvenientes y las penas de la enfermedad, y a resistir con mayor energía las tentaciones del demonio. Además, la unción a veces obtiene al enfermo también la salud del cuerpo, cuando conviene a la salvación de su alma. Esta es la doctrina de la Iglesia, expuesta por ese concilio.

Se da, por consiguiente, en el sacramento de la unción una gracia de fuerza que aumenta el valor y la capacidad de resistencia del enfermo. Esa gracia produce la curación espiritual, como perdón de los pecados, obrada por virtud de Cristo por el sacramento mismo, si no se encuentran obstáculos en la disposición del alma, y a veces también la curación corporal. Esta última no es la finalidad esencial del sacramento, pero, cuando se produce, manifiesta la salvación que Cristo proporciona por su gran caridad y misericordia hacia todos los necesitados, que ya revelaba durante su vida terrena. También en la actualidad su corazón palpita con ese amor, que perdura en su nueva vida en el cielo y que el Espíritu Santo derrama en las criaturas humanas.

6. El sacramento de la unción es, pues, una intervención eficaz de Cristo en todo caso de enfermedad grave o de debilidad orgánica debida a la edad avanzada, en que los «presbíteros» de la Iglesia son llamados a administrarlo.

En el lenguaje tradicional se llamaba «extrema unción», porque se consideraba como el sacramento de los moribundos. El concilio Vaticano II ya no usó esa expresión, para que la unción se juzgase mejor, como es, el sacramento de los enfermos graves. Por ello, no está bien esperar a los últimos momentos para pedir este sacramento, privando así al enfermo de la ayuda que la unción procura al alma y, a veces, también al cuerpo. Los mismos parientes y amigos del enfermo deben hacerse tempestivamente intérpretes de su voluntad de recibirlo en caso de enfermedad grave. Esta voluntad se debe suponer, si no consta un rechazo, incluso cuando el enfermo ya no tiene la posibilidad de expresarla formalmente. Forma parte de la misma adhesión a Cristo con la fe en su palabra y la aceptación de los medios de salvación por él instituidos y confiados al ministerio de la Iglesia. También la experiencia demuestra que el sacramento proporciona una fuerza espiritual, que transforma el ánimo del enfermo y le da alivio incluso en su situación física. Esta fuerza es útil especialmente en el momento de la muerte, porque contribuye al paso sereno al más allá. Oremos diariamente para que, al final de la vida, se nos conceda ese supremo don de gracia santificante y, al menos en perspectiva, ya beatificante.

7. El concilio Vaticano II subraya el empeño de la Iglesia que, con la santa unción, interviene en la hora de la enfermedad, de la vejez y, finalmente, de la muerte. «Toda la Iglesia», dice el Concilio (Lumen gentium LG 11), pide al Señor que alivie los sufrimientos del enfermo, manifestando así el amor de Cristo hacia todos los enfermos. El presbítero, ministro del sacramento, expresa ese empeño de toda la Iglesia, «comunidad sacerdotal», de la que también el enfermo es aún miembro activo, que participa y aporta. Por ello, la Iglesia exhorta a los que sufren a unirse a la pasión y muerte de Jesucristo para obtener de él la salvación y una vida más abundante para todo el pueblo de Dios. Así, pues, la finalidad del sacramento no es sólo el bien individual del enfermo, sino también el crecimiento espiritual de toda la Iglesia. Considerada a esta luz, la unción aparece ?tal cual es? como una forma suprema de la participación en la ofrenda sacerdotal de Cristo, de la que decía san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

8. Por consiguiente, hay que atraer la atención hacia la contribución de los enfermos al desarrollo de la vida espiritual de la Iglesia. Todos ?los enfermos, sus seres queridos, los médicos y demás asistentes? deben ser cada vez más conscientes del valor de la enfermedad como ejercicio del «sacerdocio universal», es decir, del sufrimiento unido a la pasión de Cristo. Todos han de ver en ellos la imagen del Cristo sufriente (Christus patiens), del Cristo que ?según el oráculo del libro de Isaías acerca del siervo (cf. 53, 4)? tomó sobre sí nuestras enfermedades.

30 Por la fe y por las experiencias sabemos que la ofrenda que hacen los enfermos es muy fecunda para la Iglesia. Los miembros dolientes del Cuerpo místico son los que más contribuyen a la unción íntima de toda la comunidad con Cristo Salvador. La comunidad debe ayudar a los enfermos de todos los modos que señala el Concilio, también por gratitud a causa de los beneficios que de ellos recibe.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los miembros de la Asociación Cristiana Femenina de Mar del Plata (Argentina) y a los socios del Club de la Comunicación, de Madrid.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.

!Alabado sea Jesucristo!





Mayo de 1992

Miércoles 6 de mayo de 1992

El matrimonio en la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental

(Lectura:
31 carta de san Pablo a los Efesios, capítulo 5, versículos 28-32) Ep 5,28-32

1. Según el concilio Vaticano II, la Iglesia es una «comunidad sacerdotal», cuyo «carácter sagrado y orgánicamente estructurado» se actualiza por los sacramentos, entre los cuales ocupan un puesto especial el del orden y el del matrimonio.

A propósito del orden, leemos en la constitución Lumen gentium: «Aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios»; y a propósito del matrimonio: «Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ep 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse» (LG 11).

En esta catequesis nos ocuparemos exclusivamente del sacramento del matrimonio. Sobre el sacerdocio ministerial volveremos a su debido tiempo.

2. Ya hemos recordado en una catequesis anterior que el primer milagro realizado por Jesús tuvo lugar en Caná, durante un banquete de bodas. Aunque el significado de ese milagro, con el que Jesús «manifestó su gloria» (Jn 2,11),va mucho más allá del hecho narrado, podemos descubrir en él el aprecio del Señor hacia el amor conyugal y hacia la institución del matrimonio, así como su intención de llevar la salvación a este aspecto fundamental de la vida y de la sociedad humana. Cristo da un vino nuevo, símbolo del amor nuevo. El episodio de Caná nos ayuda a caer en la cuenta de que el matrimonio se halla amenazado cuando el amor corre el peligro de agotarse. Con el sacramento, Jesús nos manifiesta de modo eficaz su intervención a fin de salvar y reforzar, mediante el don de la caridad teologal, el amor entre los cónyuges, y a fin de darles la fuerza para la fidelidad. Podemos añadir que el milagro, realizado por Jesús al comienzo de su vida pública, es un signo de la importancia del matrimonio en el plan salvífico de Dios y en la formación de la Iglesia.

Y, por último, se puede decir que la iniciativa de María, que pide y obtiene el milagro, anuncia su futuro papel en la economía del matrimonio cristiano: una presencia benévola, una intercesión y una ayuda para superar las dificultades, que nunca han de faltar.

3. A la luz de Caná, queremos subrayar ahora el aspecto del matrimonio que más nos interesa en este ciclo de catequesis eclesiológicas. Y es que en el matrimonio cristiano el sacerdocio común de los fieles se ejercita de modo notable, porque los cónyuges mismos son los ministros del sacramento.

El acto humano, «por el cual los esposos ?como dice el Concilio? se dan y se reciben mutuamente» (Gaudium et spes GS 48), ha sido elevado a la dignidad de sacramento. Los cónyuges se administran mutuamente el sacramento con su consentimiento reciproco.

El sacramento manifiesta el valor del consentimiento libre del hombre y la mujer, como afirmación de su personalidad y expresión del amor mutuo.

4. Siempre según el Concilio, los cónyuges cristianos, con el sacramento, «significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ep 5,32)» (Lumen gentium LG 11).

«El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos a fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial» (Gaudium et spes GS 48).

32 Es muy importante esta última afirmación de la Gaudium et spes, o sea, que los cónyuges están «como consagrados por un sacramento especial». Precisamente en esto se manifiesta el ejercicio de su sacerdocio de bautizados y confirmados.

5. En esta participación especial en el sacerdocio común de la Iglesia, los cónyuges pueden realizar su santidad. En efecto, con el sacramento, reciben la fuerza para cumplir su deber conyugal y familiar, y para progresar en la santificación mutua. «Se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del pueblo de Dios, en su estado y forma de vida (cf.
1Co 7,7)» (Lumen gentium LG 11).

6. El sacramento del matrimonio está orientado hacia la fecundidad.Es una inclinación ya ínsita en la naturaleza humana. «Por su, índole natural ?dice el Concilio? la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia» (Gaudium et spes GS 48).

El sacramento les proporciona fuerzas espirituales de fe, caridad y generosidad para el cumplimiento del deber de la procreación y la educación de la prole. Es un recurso de gracia divina, que corrobora y perfecciona la recta inclinación natural y configura la misma psicología de la pareja, que toma conciencia de su propia misión de «cooperadores del amor de Dios creador», como dice el Concilio (Gaudium et spes GS 50).

La conciencia de cooperar en la obra divina de la creación, y en el amor que inspira esta obra, ayuda a los cónyuges a entender mejor el carácter sagrado de la procreación y del amor procreante, y refuerza la orientación de su amor hacia la transmisión de la vida.

7. El Concilio subraya también la misión educativa de los cónyuges. En efecto, leemos en la Gaudium et spes: «En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete» (GS 48). Pero esta exhortación se ilumina a la luz espiritual de la Lumen gentium, que escribe: «En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe» (LG 11). El Concilio, por consiguiente, proyecta una luz eclesial sobre la misión de los cónyuges-padres, en cuanto miembros de la Iglesia, comunidad sacerdotal y sacramental.

Está claro que, para los creyentes, la educación cristiana es el don más hermoso que los padres puedan dar a sus hijos, y la manifestación más genuina y más elevada de su amor. Esa educación requiere una fe sincera y coherente, y una vida conforme a la fe.

8. El Concilio escribe, también, que la unión conyugal «como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (Gaudium et spes GS 48). La fidelidad y la unidad vienen del «don especial de la gracia y la caridad» (Gaudium et spes GS 49) dado por el sacramento. Ese don asegura que, a imitación de Cristo que amó a la Iglesia, «los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad» (Gaudium et spes GS 48). Se trata de una fuerza inherente a la gracia del sacramento.

9. Por último, leemos en el Concilio que «la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros» (Gaudium et spes GS 48).

Así, pues, no sólo todo cristiano, considerado individualmente, sino la familia entera ?formada por padres e hijos cristianos? como tal, está llamada a ser testigo de la vida, del amor y de la unidad que la Iglesia lleva en sí como propiedades derivadas de su naturaleza de comunidad sagrada, constituida, y que vive en la caridad de Cristo.

Saludos

33 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, a los grupos provenientes de México, y a los integrantes del Movimiento Familiar Cristiano Argentino.

A todos bendigo de corazón.



Miércoles 13 de mayo de 1992

El testimonio de la fe en la Iglesia, comunidad profética

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 1, versículos 6-8) Ac 1,6-8

1. En las catequesis anteriores hemos hablado de la Iglesia como de una «comunidad sacerdotal» de «carácter sagrado y orgánicamente estructurado» que «se actualiza por los sacramentos y por las virtudes» (Lumen gentium LG 11). Era un comentario al texto de la constitución conciliar Lumen gentium, dedicado ala identidad de la Iglesia. Pero, en la misma constitución leemos que «el pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. He 13,15)» (Lumen gentium LG 12). Según el Concilio, por tanto, la Iglesia tiene un carácter profético como partícipe del mismo oficio profético de Cristo. De este carácter trataremos en esta catequesis y en las siguientes, siempre en la línea de la citada constitución dogmática, donde el Concilio expone más expresamente esta doctrina (Lumen gentium LG 12).

Hoy nos detendremos en los presupuestos que fundan el testimonio de fe de la Iglesia.

2. El texto conciliar, presentando a la Iglesia como «comunidad profética», pone este carácter en relación con la función de «testimonio» para el que fue querida y fundada por Jesús. En efecto, dice el Concilio, que la Iglesia «difunde el vivo testimonio de Cristo». Es evidente la referencia a las palabras de Cristo, que se encuentran en el Nuevo Testamento. Ante todo a las que dirige el Señor resucitado a los Apóstoles, y que recogen los Hechos: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Ac 1,8). Con estas palabras Jesucristo subraya que la actuación de la función de testimonio, que es la tarea particular de los Apóstoles, depende del envío del Espíritu Santo prometido por él y que tuvo lugar el día de Pentecostés. En virtud del Paráclito, que es espíritu de verdad, el testimonio acerca de Cristo crucificado y resucitado se transforma en compromiso y tarea también de los demás discípulos, y en particular de las mujeres, que junto con la Madre de Cristo se hallan presentes en el cenáculo de Jerusalén, como parte de la primitiva comunidad eclesial. Más aún, las mujeres ya han sido privilegiadas, pues fueron las primeras en llevar el anuncio y ser testigos de la resurrección de Cristo (cf. Mt 28,1-10).

34 3. Cuando Jesús dice a los Apóstoles: «Seréis mis testigos» (Ac 1,8), habla del testimonio de la fe en un sentido que encuentra en ellos una actuación bastante peculiar. En efecto, ellos fueron testigos oculares de las obras de Cristo, oyeron con sus propios oídos las palabras pronunciadas por él, y recogieron directamente de él las verdades de la revelación divina. Ellos fueron los primeros en responder con la fe a lo que habían visto y oído. Eso hace Simón Pedro cuando, en nombre de los Doce, confiesa que Jesús es «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). En otra ocasión, cerca de Cafarnaún, cuando algunos comenzaron a abandonar a Jesús tras el anuncio del misterio eucarístico, el mismo Simón Pedro no dudó en aclarar: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

4. Este particular testimonio de fe de los Apóstoles era un «don que viene de lo Alto» (cf. Jc 1,17). Y no sólo lo era para los mismos Apóstoles, sino también para aquellos a quienes entonces y más adelante transmitirían su testimonio. Jesús les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios» (Mc 4,11). Y a Pedro, con vistas a un momento crítico, le garantiza: «yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32).

Podemos, por consiguiente, decir, a la luz de estas páginas significativas del Nuevo Testamento, que, si la Iglesia, como pueblo de Dios, participa en el oficio profético de Cristo, difundiendo el vivo testimonio de él, como leemos en el Concilio (cf. Lumen gentium LG 12), ese testimonio de la fe de la Iglesia encuentra su fundamento y apoyo en el testimonio de los Apóstoles. Ese testimonio es primordial y fundamental para el oficio profético de todo el pueblo de Dios.

5. En otra constitución conciliar, la Dei Verbum, leemos que los Apóstoles, «con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo le enseñó». Pero también otros, junto con los Doce, cumplieron el mandato de Cristo acerca del testimonio de fe en el Evangelio, a saber: «los mismos Apóstoles (como Pablo) y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (DV 7). «Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (Dei Verbum DV 8).

Como se ve, según el Concilio existe una íntima relación entre la Iglesia, los Apóstoles, Jesucristo y el Espíritu Santo. Es la línea de la continuidad entre el misterio cristológico y la institución apostólica y eclesial: misterio que incluye la presencia y la acción continua del Espíritu Santo.

6. Precisamente en la constitución sobre la divina revelación, el Concilio formula la verdad acerca de la Tradición, mediante la cual el testimonio apostólico perdura en la Iglesia como testimonio de fe de todo el pueblo de Dios. «Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc Lc 2,19 Lc Lc 2,51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Dei Verbum DV 8).

Según el Concilio, por tanto, este tender a la plenitud de la verdad divina, bajo la tutela del Espíritu de verdad, se actualiza mediante la comprensión, la experiencia (o sea, la inteligencia vivida de las cosas espirituales) y la enseñanza (cf. Dei Verbum DV 10).

También en este campo, María es modelo para la Iglesia, por cuanto fue la primera que «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19 y 51).

7. Bajo el influjo del Espíritu Santo, la comunidad profesa su fe y aplica la verdad de fe a la vida. Por una parte, está el esfuerzo de toda la Iglesia para comprender mejor la revelación, objeto de la fe: un estudio sistemático de la Escritura y una reflexión o meditación continua sobre el significado profundo y sobre el valor de la palabra de Dios. Por otra, la Iglesia da testimonio de la fe con su propia vida, mostrando las consecuencias y aplicaciones de la doctrina revelada y el valor superior que de ella deriva para el comportamiento humano. Enseñando los mandamientos promulgados por Cristo, sigue el camino que él abrió y manifiesta la excelencia del mensaje evangélico.

Todo cristiano debe «reconocer a Cristo ante los hombres» (cf. Mt 10,32) en unión con toda la Iglesia y tener entre los no creyentes «una conducta irreprensible» a fin de que alcancen la fe (cf. 1P 2,12).

8. Por estos caminos, señalados por el Concilio, se desarrolla y se transmite, con el testimonio «comunitario» de la Iglesia, aquel «sentido de la fe» mediante el cual el pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo. «Con este sentido de la fe ?leemos en la Lumen gentium? que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (Jud 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1Th 2,13)» (Lumen gentium LG 12).

35 El texto conciliar pone de relieve el hecho de que «el Espíritu de verdad suscita y mantiene el sentido de la fe». Gracias a ese «sentido» en el que da frutos «la unción» divina, «el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe... guiado en todo por el sagrado Magisterio» (Lumen gentium LG 12). «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Lumen gentium LG 12).

Adviértase que este texto conciliar muestra muy bien que ese «consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» no deriva de un referéndum o un plebiscito. Puede entenderse correctamente sólo si se tienen en cuenta las palabras de Cristo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi saludo afectuoso a los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a los Sacerdotes de la Sociedad de vida apostólica “Cruzados de Cristo Rey”, de Toledo, así como a los miembros de la Asociación Castrense de la Guardia Civil y de la Asociación de Damas del Pilar.

Mi cordial bienvenida igualmente a los numerosos peregrinos mexicanos aquí presentes y al grupo de la Sierra de Segovia.

A todos bendigo de corazón.




Audiencias 1992 26