Audiencias 1992 35

Miércoles 20 de mayo de 1992

El testimonio de la vida en Cristo en la Iglesia, comunidad profética

(Lectura:
36 carta a los Romanos, capítulo 6, versículos 3-4) Rm 6,3-4

1. La Iglesia ejercita el oficio profético, del que hemos hablado en la catequesis anterior, por medio del testimonio de la fe. Este testimonio comprende y pone de relieve todos los aspectos de la vida y la enseñanza de Cristo. Lo afirma el concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et spes, cuando presenta a Jesucristo como el hombre nuevo, que proyecta su luz sobre los enigmas de la vida y la muerte, de otra forma insolubles. «El misterio del hombre ?dice el Concilio? sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes GS 22). Y, más adelante, afirma que ésta es la ayuda que la Iglesia desea ofrecer a los hombres para que descubran o redescubran en la revelación divina su genuina y completa identidad. «Como a la Iglesia ?leemos? se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el último fin del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos» (Gaudium et spes GS 41). Eso significa que el oficio profético de la Iglesia, que consiste en anunciar la verdad divina, implica también la revelación al hombre de la verdad sobre él mismo, verdad que sólo en Cristo se manifiesta en toda su plenitud.

2. La Iglesia muestra al hombre esta verdad no sólo de forma teórica o abstracta, sino también de un modo que podemos definir existencial o muy concreto, porque su vocación es dar al hombre la vida que está en Cristo crucificado y resucitado: como Jesús mismo anuncia a los Apóstoles, «porque yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14,19).

El regalo al hombre de una vida nueva en Cristo tiene su inicio en el momento del bautismo. San Pablo lo afirma de modo inigualable en la carta a los Romanos: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante... Así también vosotros, considerados como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,3-5 Rm 6,11). Es el misterio del bautismo, como inauguración de la vida nueva participada por el «hombre nuevo», Cristo, a los que son injertados sacramentalmente en su único cuerpo, que es la Iglesia.

3. Se puede decir que, en el bautismo y en los demás sacramentos, de verdad «la Iglesia manifiesta plenamente al hombre el sentido de su propia existencia», de un modo vivo y vital. Se podría hablar de una «evangelización sacramental», que se halla incluida en el oficio profético de la Iglesia y ayuda a comprender mejor la verdad acerca de la Iglesia como «comunidad profética» .

El profetismo de la Iglesia se manifiesta al anunciar y producir sacramentalmente la «sequela Christi», que se transforma en imitación de Cristo no sólo en sentido moral, sino también como auténtica reproducción de la vida de Cristo en el hombre. Una «vida nueva» (Rm 6,4), una vida divina, que por medio de Cristo es participada al hombre como afirma en repetidas ocasiones san Pablo: «A vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos..., Dios os vivificó juntamente con él (Cristo)» (Col 2,13); «el que está en Cristo es una nueva creación» (2Co 5,17).

4. Así, pues, Cristo es la respuesta divina que la Iglesia da a los problemas humanos fundamentales: Cristo, que es el hombre perfecto. El Concilio dice que «el que sigue a Cristo... se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et spes GS 41). La Iglesia, al dar testimonio de la vida de Cristo, «hombre perfecto», señala a todo hombre el camino que lleva a la plenitud de realización de su propia humanidad. Asimismo, presenta a todos con su predicación un auténtico modelo de vida e infunde en los creyentes con los os sacramentos la energía vital que permite el desarrollo de la vida nueva, que se transmite de miembro a miembro en la comunidad eclesial. Por esto, Jesús llama a sus discípulos «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5,13-14).

5. En su testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia da a conocer a los hombres a aquel que en su existencia terrena realizó del modo más perfecto «el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22,38-40), que él mismo enunció. Lo realizó en su doble dimensión. En efecto, con su vida y con su muerte, Jesucristo mostró lo que significa amar a Dios «sobre todas las cosas», con una actitud de reverencia y obediencia al Padre, que le llevaba a decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). También confirmó y realizó de modo perfecto el amor al prójimo, con respecto al cual se definía y se comportaba como «el Hijo del hombre (que) no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20,28).

6. La Iglesia es testigo de la verdad de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5,3-12). Trata de multiplicar en el mundo:
«los pobres de espíritu», que no buscan en los bienes materiales ni en el dinero la finalidad de la vida;
«los mansos», que revelan el «corazón manso y humilde» de Cristo y renuncian a la violencia;
37 «los limpios de corazón», que viven en la verdad y en la lealtad;
«los que tienen hambre y sed de justicia», es decir, de la santidad divina que quiere establecerse en la vida individual y social;
«los misericordiosos», que tienen compasión de los que sufren y les ayudan;
«los que trabajan por la paz», que promueven la reconciliación y la armonía entre los individuos y las naciones.

7. La Iglesia es testigo y portadora de la ofrenda sacrificial que Cristo hizo de sí mismo. Sigue el camino de la cruz y recuerda siempre la fecundidad del sufrimiento soportado y ofrecido en unión con el sacrificio del Salvador. Su oficio profético se ejercita en el reconocimiento del valor de la cruz. Por ello, la Iglesia se esfuerza por vivir de modo especial la bienaventuranza de los que lloran y los perseguidos.

Jesús anunció persecuciones a sus discípulos (cf.
Mt 24,9 y paralelos). La perseverancia en las persecuciones es parte del testimonio que la Iglesia da de Cristo: desde el martirio de san Esteban (cf. Ac 7,55-60), de los Apóstoles, de sus primeros sucesores y de tantos cristianos, hasta los sufrimientos de los obispos, sacerdotes, religiosos y simples fieles, que también en nuestro tiempo han derramado su sangre y sufrido torturas, encarcelamientos y humillaciones de todo tipo por su fidelidad a Cristo.

La Iglesia es testigo de la resurrección; testigo de la alegría de la buena nueva; testigo de la felicidad eterna y de la que da Cristo resucitado ya en la vida terrena, como veremos en la próxima catequesis.

8. Al dar este múltiple testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia ejercita su oficio profético. Al mismo tiempo, mediante este testimonio profético «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» como nos dijo el Concilio (Gaudium et spes GS 22).

Se trata de una misión profética que tiene un sentido netamente cristocéntrico y que, precisamente por ello, reviste un profundo valor antropológico, como luz y fuerza de vida que brota del Verbo encarnado. En esta misión en favor del hombre se encuentra comprometida hoy más que nunca la Iglesia, pues es consciente de que en la salvación del hombre se alcanza la gloria de Dios. Por esto, he dicho desde mi primera encíclica, Redemptor hominis, que «el hombre es el camino de la Iglesia» (RH 14).

Saludos

Deseo ahora presentar mi saludo afectuoso a los peregrinos y visitantes de lengua española.

38 Amadísimos hermanos y hermanas, se hallan presentes en la audiencia de hoy numerosos peregrinos de diversos países latinoamericanos: Costa Rica, México, Colombia, Panamá, Honduras y Argentina. A todos doy mi más cordial bienvenida, así como a la peregrinación procedente de Madrid.

Mientras encomiendo al Señor a vosotros y a vuestras familias para que deis siempre testimonio de vuestra fe cristiana, como hemos expuesto en nuestra catequesis de hoy, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.

¡Alabado sea Jesucristo!



Miércoles 27 de mayo de 1992

El testimonio de la esperanza en la Iglesia, comunidad profética

(Lectura:
carta de san Pablo a los Romanos, capítulo 8, versículos 24-25) Rm 8,24-25

1. Por ser testigo de la vida de Cristo y en Cristo, como hemos visto en la catequesis anterior, la Iglesia es también testigo de la esperanza: de la esperanza evangélica, que en Cristo encuentra su fuente. El concilio Vaticano II dice de Cristo en la constitución pastoral Gaudium et spes: «El Señor es el fin de la historia humana..., centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (GS 45). En ese texto el Concilio recuerda las palabras de Pablo VI que, en una alocución había dicho de Cristo que es «el centro de los deseos de la historia y la civilización» (Discurso 3 de febrero de 1965). Como se ve, la esperanza testimoniada por la Iglesia reviste dimensiones muy vastas, más aún, podríamos decir que es inmensa.

2. Se trata, ante todo, de la esperanza de la vida eterna. Esa esperanza responde al deseo de inmortalidad que el hombre lleva en su corazón en virtud de la naturaleza espiritual del alma. La Iglesia predica que la vida eterna es el «paso» a una vida nueva: a la vida en Dios, donde «no habrá ya muerte ni habrá llanto» (Ap 21,4). Gracias a Cristo, que ?como dice san Pablo? es «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18 cf. 1Co 15,20), gracias a su resurrección, el hombre puede vivir en la perspectiva de la vida eterna anunciada y traída por él.

3. Se trata de la esperanza de la felicidad en Dios. A esta felicidad estamos todos llamados, como nos revela el mandato de Jesús: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva toda la creación» (Mc 16,15). En otra ocasión Jesús asegura a sus discípulos que «en la casa de mi Padre hay muchas mansiones» (Jn 14,2) y que, dejándolos en la tierra, va al cielo «a prepararos el lugar», «para que donde esté yo, estéis también vosotros» (Jn 14,3).

4. Se trata de la esperanza de estar con Cristo «en la casa del Padre» después de la muerte. El apóstol Pablo estaba lleno de esa esperanza, hasta el punto que pudo decir: «deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor» (Ph 1,23). «Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2Co 5,8). La esperanza cristiana nos asegura, además, que «el exilio fuera del cuerpo» no durará y que nuestra felicidad en compañía del Señor alcanzará su plenitud con la resurrección de los cuerpos al fin del mundo. Jesús nos ofrece la certeza: la pone en relación con la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54) Es una auténtica resurrección de los cuerpos, con la plena reintegración de la persona en la nueva vida del cielo, y no una reencarnación entendida como vuelta a la vida en la misma tierra, en otros cuerpos. En la revelación de Cristo, predicada y testimoniada por la Iglesia, la esperanza de la resurrección se coloca en el contexto de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), en donde encuentra plenitud de realización la «vida nueva» participad los hombres por el Verbo encarnado.

39 5. Si la Iglesia da testimonio de esta esperanza ?esperanza de la vida eterna, de la resurrección de los cuerpos, de la felicidad eterna en Dios?, lo hace como eco de la enseñanza de los Apóstoles, y especialmente de san Pablo, según el cual Cristo mismo es fuente y fundamento de esta esperanza. «Cristo Jesús, nuestra esperanza», dice el Apóstol (1Tm 1,1); y también escribe que en Cristo se nos ha revelado «el misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio... que es Cristo..., la esperanza de la gloria» (Col 1,26-27).

El profetismo de la esperanza tiene, pues, su fundamento en Cristo, y de él depende el crecimiento actual de la «vida eterna».

6. Pero la esperanza que deriva de Cristo, aún teniendo un término último, que está más allá de todo confín temporal, al mismo tiempo penetra en la vida del cristiano también en el tiempo. Lo afirma san Pablo: «En él (Cristo) también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria» (Ep 1,13-14). En efecto, «es Dios el que nos conforta... en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Co 1,21-22).

La esperanza es, por consiguiente, un don del Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, por el cual el hombre, ya en el tiempo, vive la eternidad: vive en Cristo como partícipe de la vida eterna, que el Hijo recibe del Padre y d sus discípulos (cf. Jn 5,26 Jn 6,54-57 Jn 10,28 Jn 17,2). San Pablo dice que ésta es la esperanza que «no falla» (Rm 5,5), porque se apoya en el poder del amor de Dios, que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

De esta esperanza es testigo la Iglesia, que la anuncia y lleva como don a las personas que aceptan a Cristo y viven en él, y al conjunto de todos los hombres y de todos los pueblos, a los que debe y quiere dar a conocer, según la voluntad de Cristo, el evangelio del reino» (Mt 24,14).

7. También frente a las dificultades de la vida presente y a las dolorosas experiencias de prevaricaciones y fracasos del hombre en la historia, la esperanza es la fuente del optimismo cristiano. Ciertamente la Iglesia no puede cerrar los ojos ante el abundante mal que existe en el mundo. Con todo, sabe que puede contar con la presencia victoriosa de Cristo, y en esa certeza inspira su acción larga y paciente, recordando siempre aquella declaración de su Fundador en el discurso de despedida a los Apóstoles: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

La certeza de esta victoria de Cristo, que se va haciendo cada vez más profunda en la historia, es la causa del optimismo sobrenatural de la Iglesia al mirar el mundo y la vida, que traduce en acción el don de la esperanza. La Iglesia se ha entrenado en la historia a resistir y a continuar en su obra como ministra de Cristo crucificado y resucitado: pero es en virtud del Espíritu Santo como espera obtener siempre nuevas victorias espirituales, infundiendo en las almas y propagando en el mundo el fermento evangélico de gracia y de verdad (cf. Jn 16,13). La Iglesia quiere transmitir a sus miembros y, en cuanto le sea posible, a todos los hombres ese optimismo cristiano, hecho de confianza, valentía y perseverancia clarividente. Hace suyas las palabras del Apóstol Pablo en la carta a los Romanos: «El Dios (dador) de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). El Dios de la esperanza es «el Dios de la paciencia y del consuelo» (Rm 15,5).

8. De hecho, la Iglesia puede hacer suyas en todo tiempo las memorables palabras de san Francisco Javier, inspiradas por la gracia que actuaba en él: «No recuerdo haber tenido nunca tantas y tan continuas consolaciones espirituales, como en estas islas... (se trata de las Islas del Moro, donde entre grandes dificultades, el santo misionero anunciaba el Evangelio). He caminado mucho por islas rodeadas de amigos no muy sinceros, en tierras donde no se puede encontrar ningún remedio para las enfermedades corporales, ni ayuda humana para la conservación de la vida. Esas islas no deberían llamarse Islas del Moro, sino Islas de la esperanza en Dios» (Epist. S. Francisci Xavierii, en: Monumenta Missionum Societatis Iesu, vol. I, Romae, 1944, pág. 380).

Podemos decir que el mundo en que Cristo ha obtenido su victoria pascual se ha convertido, en virtud de su redención, en la «isla de la divina esperanza».

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

40 Deseo ahora presentar mi saludo afectuoso a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los peregrinos procedentes de Toledo (España), que se encuentran en Roma para participar en la Santa Misa en Rito Hispano–Mozárabe que tendré el gozo de celebrar mañana, solemnidad de la Ascensión del Señor.

Saludo igualmente a los miembros de la Confraternidad Sacerdotal “Operarios del Reino de Cristo”, a la peregrinación de la diócesis de Autlán (México), encabezada por su Obispo, y a la peregrinación de la Agencia Informativa Católica Argentina.

Mi cordial bienvenida a todas las personas, familias y grupos procedentes de España y de los diversos países de América Latina, en especial, de Chile, Venezuela y Colombia.

Mientras encomiendo al Señor a vosotros y a vuestras familias, os imparto de corazón la bendición apostólica.

¡Alabado sea Jesucristo!



Junio de 1992

Miércoles 3 de junio de 1992

El testimonio de la caridad en la Iglesia, comunidad profética

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, versículos 44-47) Ac 2,44-47

41 1. En la constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II leemos: «El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad» (LG 12). En las anteriores catequesis hemos hablado del testimonio del amor. Es un tema de suma importancia, pues, como dice san Pablo, de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, «la mayor es la caridad» (cf. 1Co 13,13). Pablo demuestra que conoce muy bien el valor que Cristo dio al mandamiento del amor. En el curso de los siglos la Iglesia no ha olvidado nunca esa enseñanza. Siempre ha sentido el deber de dar testimonio del evangelio de caridad con palabras y obras, a ejemplo de Cristo que, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, «pasó haciendo el bien» (Ac 10,38).

Jesús puso de relieve el carácter central del mandamiento de la caridad cuando lo llamó su mandamiento: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). No se trata sólo del amor al prójimo como lo prescribió el Antiguo Testamento, sino de un «mandamiento nuevo» (Jn 13,34). Es «nuevo» porque el modelo es el amor de Cristo («como yo os he amado»), expresión humana perfecta del amor de Dios hacia los hombres. Y, más en particular, es el amor de Cristo en su manifestación suprema, la del sacrificio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos» (Jn 15,13).

Así, la Iglesia tiene la misión de testimoniar el amor de Cristo hacia los hombres, amor dispuesto al sacrificio. La caridad no es simplemente manifestación de solidaridad humana: es participación en el mismo amor divino.

2. Jesús dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). El amor que nos enseña Cristo con su palabra y su ejemplo es el signo que debe distinguir a sus discípulos. Cristo manifiesta el vivo deseo que arde en su corazón cuando confiesa: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). El fuego significa la intensidad y la fuerza del amor de caridad. Jesús pide a sus seguidores que se les reconozca por esta forma de amor. La Iglesia sabe que bajo esta forma el amor se convierte en testimonio de Cristo. La Iglesia es capaz de dar este testimonio porque, al recibir la vida de Cristo, recibe su amor. Es Cristo quien ha encendido el fuego del amor en los corazones (cf. Lc 12,49) y sigue encendiéndolo siempre y por doquier. La Iglesia es responsable de la difusión de este fuego en el universo. Todo auténtico testimonio de Cristo implica la caridad; requiere el deseo de evitar toda herida al amor. Así, también a toda la Iglesia se la debe reconocer por medio de la caridad.

3. La caridad encendida por Cristo en el mundo es amor sin límites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre personas, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que desearían limitar la caridad a las fronteras de un pueblo. Con su amor, abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el seno de su propio pueblo, sino también a estimar y a amar a los miembros de las demás naciones, e incluso a los pueblos mismos.

4. La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo; trata de vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, incluso hacia aquellos que algunos quisieran considerar enemigos. Poniendo en práctica el mandamiento del amor de Cristo, la Iglesia exige justicia social y, por consiguiente, justa participación de los bienes materiales en la sociedad y ayuda a los más pobres, a todos los desdichados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y la reconciliación en la sociedad.

5. La caridad de la Iglesia implica esencialmente una actitud de perdón, a imitación de la benevolencia de Cristo que, aún condenando el pecado, se comportó como «amigo de pecadores» (cf. Mt 11,19 Lc 19,5-10) y no quiso condenarlos (cf. Jn 8,11). De este modo, la Iglesia se esfuerza por reproducir en sí, y en el espíritu de sus hijos, la disposición generosa de Jesús, que perdonó y pidió al Padre que perdonara a los que lo habían llevado al suplicio (cf. Lc Lc 23,34).

Los cristianos saben que no pueden recurrir nunca a la venganza y que, según la respuesta de Jesús a Pedro, deben perdonar todas las ofensas, sin cansarse jamás (cf. Mt 18,22). Cada vez que recitan el Padre nuestro reafirman su deseo de perdonar. El testimonio del perdón, dado y recomendado por la Iglesia, está ligado a la revelación de la misericordia divina: precisamente para asemejarse al Padre celeste, según la exhortación de Jesús (cf. Lc 6,36-38 Mt 6,14-15 Mt 18,33-35), los cristianos se inclinan a la indulgencia, a la comprensión y a la paz. Con esto no descuidan la justicia, que nunca se debe separar de la misericordia.

6. La caridad se manifiesta también en el respeto y en la estima hacia toda persona humana, que la Iglesia quiere practicar y recomienda practicar. Ha recibido la misión de difundir la verdad de la revelación y dar a conocer el camino de la salvación, establecido por Cristo. Pero, siguiendo a Jesucristo, dirige su mensaje a hombres que, como personas, reconoce libres, y les desea el pleno desarrollo de su personalidad, con la ayuda de la gracia. En su obra, por tanto, toma el camino de la persuasión, del diálogo, de la búsqueda común de la verdad y del bien; y, aunque se mantiene firme en su enseñanza de las verdades de fe y de los principios de la moral, se dirige a los hombres proponiéndoselos, más que imponiéndoselos, respetuosa y confiada en su capacidad de juicio.

7. La caridad requiere, asimismo, una disponibilidad para servir al prójimo. Y en la Iglesia de todos los tiempos siempre han sido muchos los que se dedican a este servicio. Podemos decir que ninguna sociedad religiosa ha suscitado tantas obras de caridad como la Iglesia: servicio a los enfermos, a los minusválidos, servicio a los jóvenes en las escuelas, a las poblaciones azotadas por desastres naturales y otras calamidades, ayuda a toda clase de pobres y necesitados. También hoy se repite este fenómeno, que a veces parece prodigioso: a cada nueva necesidad que va apareciendo en el mundo responden nuevas iniciativas de socorro y de asistencia por parte de los cristianos que viven según el espíritu del Evangelio. Es una caridad testimoniada en la Iglesia, a menudo, con heroísmo. En ella son numerosos los mártires de la caridad. Aquí recordamos sólo a Maximiliano Kolbe, que se entregó a la muerte para salvar a un padre de familia.

8. Debemos reconocer que, al ser la Iglesia una comunidad compuesta también por pecadores, no han faltado a lo largo de los siglos las transgresiones al mandamiento del amor. Se trata de faltas de individuos y de grupos, que se adornaban con el nombre cristiano, en el plano de las relaciones recíprocas, sea de orden interpersonal, sea de dimensión social e internacional. Es la dolorosa realidad que se descubre en la historia de los hombres y de las naciones, y también en la historia de la Iglesia. Conscientes de la propia vocación al amor, a ejemplo de Cristo, los cristianos confiesan con humildad y arrepentimiento esas culpas contra el amor, pero sin dejar de creer en el amor, que, según san Pablo, «todo lo soporta» y «no acaba nunca» (1Co 13,7-8). Pero, aunque la historia de la humanidad y de la Iglesia misma abunda en pecados contra la caridad, que entristecen y causan dolor, al mismo tiempo se debe reconocer con gozo y gratitud que en todos los siglos cristianos se han dado maravillosos testimonios que confirman el amor, y que muchas veces -como hemos recordado- se trata de testimonios heroicos.

42 El heroísmo de la caridad de las personas va acompañado por el imponente testimonio de las obras de caridad de carácter social. No es posible hacer aquí un elenco de las mismas, aún sucinto. La historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos cristianos hasta hoy, está llena de este tipo de obras. Y, a pesar de ello, la dimensión de los sufrimientos y de las necesidades humanas rebasa siempre las posibilidades de ayuda. Ahora bien, el amor es y sigue siendo invencible (omnia vincit amor), incluso cuando da la impresión de no tener otras armas, fuera de la confianza indestructible en la verdad y en la gracia de Cristo.

9. Podemos resumir y concluir con una aseveración, que encuentra en la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de sus santos, una confirmación que podríamos definir experimental: la Iglesia, en su enseñanza y en sus esfuerzos por alcanzar la santidad, siempre ha mantenido vivo el ideal evangélico de la caridad; ha suscitado innumerables ejemplos de caridad, a menudo llevada hasta el heroísmo; ha producido una amplia difusión del amor en la humanidad; está en el origen, más o menos reconocido, de muchas instituciones de solidaridad y colaboración social que constituyen un tejido indispensable de la civilización moderna; y, finalmente, ha progresado y sigue siempre progresando en la conciencia de las exigencias de la caridad y en el cumplimiento de las tareas que esas exigencias le imponen: todo esto bajo el influjo del Espíritu Santo, que es Amor eterno e infinito.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de Generales españoles del Estado Mayor así como a la peregrinación procedente de Venezuela y a los grupos de Barcelona y Pamplona.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.

¡Alabado sea Jesucristo!




Miércoles 17 de junio de 1992



1. La solemnidad de Pentecostés hace público el nacimiento de la Iglesia que, al recibir la fuerza del Espíritu Santo, sale del cenáculo de Jerusalén para anunciar en las diversas lenguas "las maravillas de Dios" (Ac 2 Ac 11). Al mismo tiempo, se trata del inicio de la misión que Cristo confió a los Apóstoles, a los que ordenó que fueran por todo el mundo a predicar el Evangelio a todos los pueblos (cf. Mc 16,15).

Prosiguiendo este histórico camino de la evangelización, del 4 al 10 de junio he podido visitar, en el continente africano, la Iglesia que está en Santo Tomé y Príncipe y la Iglesia que está en Angola. El Episcopado local no sólo me invitó sino que también insistió mucho para que mi visita tuviese lugar dentro del jubileo conmemorativo del V Centenario del comienzo de la evangelización en su patria.

2. El año 1992 nos impulsa a volver nuestra mirada hacia América, donde, junto con el descubrimiento de la tierra nueva, tuvo inicio hace quinientos años, la obra evangelizadora de la Iglesia. El anuncio del Evangelio había llegado un año antes a África, particularmente a Angola, y había sido aceptado con espíritu de hospitalidad por el soberano del lugar. Él mismo recibió el bautismo, junto con su hijo mayor Mvemba-Nzinga, que en esa circunstancia tomó el nombre de Alfonso. Tras haber sucedido a su padre, reinó durante cuarenta años, esforzándose activamente por favorecer la difusión del Evangelio entre su pueblo. Esos años se consideran la época de oro de la evangelización del reino del Congo. Uno de sus hijos, Enrique, fue el primer obispo negro.

43 Signo de la vitalidad cristiana de ese período son también las relaciones diplomáticas que se establecieron por entonces con la Sede Apostólica. El peregrino que se dirige a M'Banza Congo, en el norte del país, se arrodilla con conmoción ante las ruinas de la primera catedral, ruinas que han permanecido hasta hoy para atestiguar la solidez religiosa del comienzo de la fe en la tierra angoleña.

El cristianismo en los siglos sucesivos hubo de afrontar varias dificultades, pero sobrevivió y se pusieron los cimientos para el trabajo de los misioneros, que se desarrolló plenamente a partir de la mitad del siglo pasado.

3. En la solemnidad de Pentecostés concluyeron las celebraciones del V Centenario, iniciadas, el 6 de enero de 1991. En Luanda, capital de la actual Angola, dimos gracias a la Santísima Trinidad por el don de la fe que, desde el cenáculo de Jerusalén, llegó a esa tierra africana produciendo abundantes frutos: más de la mitad de los habitantes de Angola pertenece a la Iglesia católica. También los representantes de otras Iglesias y comunidades cristianas tomaron parte, el mismo día de Pentecostés en una celebración ecuménica de la palabra de Dios.

En los últimos decenios la sociedad y la Iglesia de Angola han atravesado situaciones especialmente difíciles. La lucha por la independencia, que debía poner fin al período colonial, se transformó en guerra civil, con enormes destrucciones y numerosas víctimas humanas: basta pensar también en el gran número de jóvenes mutilados de guerra.

La Iglesia fue muy amenazada por la ideología marxista, entonces dominante. El hecho de que en esas condiciones haya logrado sobrevivir es don de la divina Providencia, mérito de misioneros realmente heroicos y ?algo que conviene poner muy de relieve? fruto del esfuerzo perseverante de los catequistas del lugar. Fueron precisamente ellos los que, a menudo arriesgando su vida, aseguraron el servicio de la palabra de Dios, manteniendo en la unidad a las respectivas comunidades. En efecto, era muy limitado el número de sacerdotes y muchos de ellos, así como varias religiosas, fueron asesinados.

A fines de mayo de 1991 se firmó la tregua entre las partes que estaban en guerra. A pesar de que la Iglesia en este largo período de guerra sufrió grandes pérdidas, gracias al testimonio de su servicio y a la solidaridad con los sufrimientos de sus conciudadanos, se ha convertido en un apoyo moral para toda la sociedad.

4. Expreso mi gratitud a los obispos y en particular, al cardenal Alexandre do Nascimento. Doy las gracias también a las autoridades civiles por la invitación, y deseo dirigirme principalmente a todos los que, en condiciones realmente difíciles, han hecho posible mi visita a lugares hoy accesibles. Me refiero, ante todo, a la parte occidental del país.

La visita se desarrolló en los principales centros de la vida eclesial: Huambo, Lubango y Benguela, en el sur; Cabida y la mencionada M'Banza Congo, en el norte. Los encuentros litúrgicos, tanto santas misas como celebraciones de la Palabra, fueron solemnes y sugestivos, en su tradicional expresión africana.

5. Por lo que se refiere al archipiélago de Santo Tomé y Príncipe, situado al noroeste de Angola, entra en la historia de la colonización a fines del siglo XV. La mayoría de sus habitantes, cerca de ciento veinte mil, pertenece a la Iglesia católica, y la diócesis de Santo Tomé fue erigida en el siglo XVI. El archipiélago forma un Estado independiente, con un presidente y un Parlamento propios. También aquí, como en Angola, acabado el período de la dominación marxista, se ha instaurado un régimen democrático, al tiempo que se intensifican los contactos con Occidente. La Iglesia tiene ante sí tareas y compromisos pastorales semejantes a los de Angola. En primer lugar, el desafío de la familia y de las generaciones jóvenes, así como el problema de las vocaciones autóctonas tanto al sacerdocio como a la vida religiosa, que se halla ligado al problema de los seminarios y el apostolado de los laicos. El trabajo misionero en Santo Tomé y Príncipe ha sido realizado en el pasado principalmente por familias religiosas; hoy trabajan eficazmente los claretianos y algunos institutos religiosos femeninos.

6. En el programa de la visita, con ocasión del V Centenario de la evangelización de Angola, se incluyó una sesión pública ?análoga a la que tuvo lugar en Yamoussoukro en Costa de Marfil en septiembre de 1990? del Consejo de la Secretaria general, como preparación para la Asamblea especial del Sínodo de los obispos para África y Madagascar. Los trabajos de este Sínodo después de una vasta consulta en todos los ambientes del continente africano, entran en la fase preparatoria del Instrumentum laboris, que constituirá la base para las deliberaciones sinodales finales. La Iglesia en Angola y en Santo Tomé y Príncipe es rica en experiencias espirituales y apostólicas, y el Sínodo africano le ofrecerá seguramente la posibilidad de compartirlas con otras Iglesias locales, a fin de que se difunda el Evangelio en todos los rincones de África, crezca la comunión entre las diversas comunidades eclesiales y los cristianos puedan contribuir al bien de la sociedad entera.

7. Gracias a la tregua que existe desde hace un año después de una larga guerra civil, he tenido la posibilidad de visitar Angola.

44 Doy gracias a Dios por esta circunstancia providencial y por todo el bien recibido del encuentro con el pueblo de Dios del primer país del continente negro que recibió el anuncio del Evangelio.

Al mismo tiempo, deseo confiar a Cristo, por intercesión de la Reina de la paz, la causa de la consolidación de la paz en Angola y la reconstrucción del país, tan anhelada y tan necesaria.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española.

De modo particular doy mi cordial bienvenida al grupo de sacerdotes franciscanos procedentes de diversos países de América Latina, así como a las Hermanas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús y a las Religiosas de María Inmaculada Misioneras Claretiana. Os exhorto a todos a seguir viviendo con generosidad y entrega vuestra consagración a Dios y vuestro servicio eclesial.

Saludo también a los grupos de los distintos colegios y parroquias procedentes de España; igualmente expreso mi afecto a los peregrinos de Puerto Rico, Paraguay, México y Colombia. Que la próxima celebración de la solemnidad del Corpus Christi sea una ocasión para intensificar la devoción a la Eucaristía y vuestro compromiso de ser miembros activos de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

A todos os bendigo en el Señor.






Audiencias 1992 35