Audiencias 1992 44

Miércoles 24 de junio de 1992

La Iglesia, comunidad de carismas

(Lectura:
45 carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 12, versículos 4-7. 11) 1Co 12,4-7 1Co 12,11

1. «El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y lo adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1Co 12,11) sus dones, con los que los hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia» (Lumen gentium LG 12). Esto es lo que enseña el concilio Vaticano II.

Así, pues, la participación del pueblo de Dios en la misión mesiánica no deriva sólo de la estructura ministerial y de la vida sacramental de la Iglesia. Proviene también de otra fuente, la de los dones espirituales o carismas.

Esta doctrina, recordada por el Concilio, se funda en el Nuevo Testamento y contribuye a mostrar que el desarrollo de la comunidad eclesial no depende únicamente de la institución de los ministerios y de los sacramentos, sino que también es impulsado por imprevisibles y libres dones del Espíritu, que obra también más allá de todos los canales establecidos. A través de estas gracias especiales, resulta manifiesto que el sacerdocio universal de la comunidad eclesial es guiado por el Espíritu con una libertad soberana («según quiere», dice san Pablo: 1Co 12,11), que a veces asombra.

2. San Pablo describe la variedad y diversidad de los carismas, que es preciso atribuir a la acción del único Espíritu (1Co 12,4).

Cada uno de nosotros recibe múltiples dones, que convienen a su persona y a su misión. Según esta diversidad, nunca existe un camino individual de santidad y de misión que sea idéntico a los demás. El Espíritu Santo manifiesta respeto a toda persona y quiere promover un desarrollo original para cada uno en la vida espiritual y en el testimonio.

3. Con todo, es preciso tener presente que los dones espirituales deben aceptarse no sólo para beneficio personal, sino ante todo para el bien de la Iglesia: «Que cada cual ?escribe san Pedro? ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios (1P 4,10).

En virtud de estos carismas, la vida de la comunidad está llena de riqueza espiritual y de servicios de todo género. Y la diversidad es necesaria para una riqueza espiritual más amplia: cada uno presta una contribución personal que los demás no ofrecen. La comunidad espiritual vive de la aportación de todos.

4. La diversidad de los carismas es también necesaria para un mejor ordenamiento de toda la vida del cuerpo de Cristo. Lo subraya san Pablo cuando ilustra el objetivo y la utilidad de los dones espirituales: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1Co 12,27).

En el único cuerpo que formamos, cada uno debe desempeñar su propio papel según el carisma recibido. Nadie puede pretender recibir todos los carismas, ni debe envidiar los carismas de los demás. Hay que respetar y valorar el carisma de cada uno en orden al bien del cuerpo entero.

5. Conviene notar que acerca de los carismas, sobre todo en el caso de los carismas extraordinarios, se requiere el discernimiento.

46 Este discernimiento es concedido por el mismo Espíritu Santo, que guía la inteligencia por el camino de la verdad y de la sabiduría. Pero, dado que Cristo ha puesto a toda la comunidad eclesial bajo la guía de la autoridad eclesiástica, a ésta compete juzgar el valor y la autenticidad de los carismas. Escribe el Concilio: «Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1Th 5,12 y 19-21)» (Lumen gentium LG 12).

6. Se pueden señalar algunos criterios de discernimiento generalmente seguidos tanto por la autoridad eclesiástica como por los maestros y directores espirituales:

a. La conformidad con la fe de la Iglesia en Jesucristo (cf. 1Co 12,3); un don del Espíritu Santo no puede ser contrario a la fe que el mismo Espíritu inspira a toda la Iglesia. «Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios» (1Jn 4,2-3).

b. La presencia del «fruto del Espíritu: amor, alegría, paz» (Ga 5,22). Todo don del Espíritu favorece el progreso del amor, tanto en la misma persona, como en la comunidad; por ello, produce alegría y paz.

Si un carisma provoca turbación y confusión, significa o que no es auténtico o que no es utilizado de forma correcta. Como dice san Pablo: «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1Co 14,44).

Sin la caridad, incluso los carismas más extraordinarios carecen de utilidad (cf. 1Co 13,1-3 Mt 7,22-23).

c. La armonía con la autoridad de la Iglesia y la aceptación de sus disposiciones. Después de haber fijado reglas muy estrictas para el uso de los carismas en la Iglesia de Corinto, san Pablo dice: «Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor» (1Co 14,37). El auténtico carismático se reconoce por su docilidad sincera hacia los pastores de la Iglesia. Un carisma no puede suscitar la rebelión ni provocar la ruptura de la unidad.

d. El uso de los carismas en la comunidad eclesial está sometido a una regla sencilla: «Todo sea para edificación» (1Co 14,26); es decir, los carismas se aceptan en la medida en que aportan una contribución constructiva a la vida de la comunidad, vida de unión con Dios y de comunión fraterna. San Pablo insiste mucho en esta regla (1Co 14,4-5 1Co 14,12 1Co 14,18-19 1Co 14,26-32).

7. Entre los diversos dones, san Pablo ?como ya hemos observado? estimaba mucho el de la profecía, hasta el punto que recomendaba: «Aspirad también a los dones espirituales, especialmente a la profecía» (1Co 14,1). La historia de la Iglesia, y en especial la de los santos, enseña que a menudo el Espíritu Santo inspira palabras proféticas destinadas a promover el desarrollo o la reforma de la vida de la comunidad cristiana. A veces, estas palabras se dirigen en especial a los que ejercen la autoridad, como en el caso de santa Catalina de Siena, que intervino ante el Papa para obtener su regreso de Aviñón a Roma. Son muchos los fieles, y sobre todo los santos y las santas, que han llevado a los Papas y a los demás pastores de la Iglesia la luz y la confortación necesarias para el cumplimiento de su misión, especialmente en momentos difíciles para la Iglesia.

8. Este hecho muestra la posibilidad y la utilidad de la libertad de palabra en la Iglesia: libertad que puede también manifestarse mediante la forma de una crítica constructiva. Lo que importa es que la palabra exprese de verdad una inspiración profética, derivada del Espíritu. Como dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Co 3,17). El Espíritu Santo desarrolla en los fieles un comportamiento de sinceridad y de confianza recíproca (cf. Ep 4,25) y los capacita para amonestarse mutuamente (cf. Rm 15,14 Col 1,16).

La crítica es útil en la comunidad, que debe reformarse siempre y tratar de corregir sus propias imperfecciones. En muchos casos le ayuda a dar un nuevo paso hacia adelante. Pero, si viene del Espíritu Santo, la crítica no puede menos de estar animada por el deseo de progreso en la verdad y en la caridad. No puede hacerse con amargura; no puede traducirse en ofensas, en actos o juicios que vayan en perjuicio del honor de personas o grupos. Debe estar llena de respeto y afecto fraterno y filial, evitando el recurso a formas inoportunas de publicidad; y debe atenerse a las indicaciones dadas por el Señor para la corrección fraterna (cf. Mt 18,15-16).

47 9. Si ésta es la línea de la libertad de palabra, se puede decir que no existe oposición entre carisma e institución, puesto que es el único Espíritu quien con diversos carismas anima a la Iglesia. Los dones espirituales sirven también en el ejercicio de los ministerios. Esos dones son concedidos por el Espíritu para contribuir a la extensión del reino de Dios. En este sentido, se puede decir que la Iglesia es una comunidad de carismas.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo dirigir mi cordial bienvenida a todos los peregrinos de lengua española.

Provenientes de España, saludo particularmente al grupo de catequistas y feligreses de la parroquia San Pancracio, de Barcelona; así como a los feligreses de las otras parroquias aquí presentes. Igualmente doy mi cordial acogida a los profesores y alumnos de los diversos colegios que participan en la audiencia. De Latinoamérica, me es grato saludar a los grupos de visitantes procedentes de Puerto Rico; del movimiento Schönstatt, de Ecuador, y a los peregrinos mexicanos. Exhorto a todos a poner vuestros carismas al servicio de la edificación espiritual de la Iglesia.

Así mismo, dirijo mi afecto al grupo de Hermanas Adoratrices y a los miembros del Movimiento “Regnum Christi”. Os animo a seguir entregando generosamente vuestra vida para ser así testigos del amor misericordioso del Corazón de Cristo.

Para todos vosotros y vuestras familias, mi Bendición.





Julio de 1992

Miércoles 1 de julio de 1992

La Iglesia, comunidad jerárquica fundada sobre los doce Apóstoles

(Lectura:
48 evangelio de san Lucas, capítulo 6, versículos 12-16) Lc 6,12-16

1. La Iglesia, comunidad sacerdotal, sacramental y profética, fue instituida por Jesucristo como sociedad estructurada, jerárquica y ministerial, en función del gobierno pastoral para la formación y el crecimiento continuo de la comunidad. Los primeros sujetos de esa función ministerial y pastoral son los doce Apóstoles, elegidos por Jesucristo como fundamentos visibles de su Iglesia. Como dice el concilio Vaticano II, «Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que él fue enviado por el Padre (cf. Jn 20,21) y quiso que los sucesores de aquellos, los obispos, que son los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos» (Lumen gentium LG 18)

Este pasaje de la constitución dogmática sobre la Iglesia ?Lumen gentium? nos recuerda, ante todo, el puesto original y único que ocupan los Apóstoles en el cuadro institucional de la Iglesia. La historia evangélica nos da a conocer que Jesús llamó discípulos a seguirlo y entre ellos eligió a doce (cf. Lc Lc 6,13). La narración evangélica nos muestra que para Jesús se trataba de una elección decisiva, hecha después de una noche de oración (cf. Lc Lc 6,12);de una elección hecha con una libertad soberana: Marcos nos dice que Jesús, después de haber subido al monte, llamó «a los que él quiso» (Mc 3,13). Los textos evangélicos refieren los nombres de los que fueron llamados (cf. Mc 3,16-19 y par): signo de que la Iglesia primitiva comprendió y reconoció su importancia.

2. Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia. La intención creadora de Jesús se manifiesta a través del mismo verbo que usa Marcos para describir la institución: «Hizo Doce: Hizo los Doce». El verbo «hacer» recuerda el verbo que usa la narración del Génesis acerca de la creación del mundo y el Déutero-Isaías (43, 1; 44, 2) acerca de la creación del pueblo de Dios, el antiguo Israel.

La voluntad creadora se manifiesta también en los nuevos nombres que da a Simón (Pedro) y a Santiago y a Juan (Hijos del trueno), pero también a todo el grupo o colegio en su conjunto. En efecto, escribe san Lucas que Jesús «eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 6,13). Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: «piedra», sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16,18).

3. Marcos define la finalidad de Jesús al instituir a los Doce: «Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar los demonios» (Mc 3,14-15).

El primer elemento constitutivo del grupo de los Doce es, por consiguiente, la adhesión absoluta a Cristo: se trata de personas llamadas a «estar con él», es decir, a seguirlo dejándolo todo. El segundo elemento es el carácter misionero, expresado en el modelo de la misma misión de Jesús, que predicaba y expulsaba demonios. La misión de los Doce es una participación en la misión de Cristo por parte de hombres estrechamente vinculados a él como discípulos, amigos, representantes.

4. En la misión de los Apóstoles el evangelista Marcos subraya el «poder de expulsar a los demonios». Es un poder sobre la potencia del mal, que en forma positiva significa el poder de dar a los hombres la salvación de Cristo, que arroja fuera al «príncipe de este mundo» (Jn 12,31).

Lucas confirma el sentido de este poder y la finalidad de la institución de los Doce, refiriendo la palabra de Jesús que confiere a los Apóstoles la autoridad en el reino: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22,28-29). También en esta declaración se hallan íntimamente ligadas la perseverancia en la unión con Cristo y la autoridad concedida en el reino.

Se trata de una autoridad pastoral, como muestra el texto acerca de la misión confiada específicamente a Pedro: «Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17). Pedro recibe personalmente la autoridad suprema en la misión de pastor. Esta misión se ejercita como participación en la autoridad del único Pastor y Maestro, Cristo.

La autoridad suprema confiada a Pedro no anula la autoridad conferida a los demás Apóstoles en el reino. La misión pastoral es compartida por los Doce, bajo la autoridad de un solo pastor universal, mandatario y representante del buen Pastor, Cristo.

49 5. Las tareas específicas inherentes a la misión confiada por Jesucristo a los Doce son las siguientes:

a. Misión y poder de evangelizar a todas las gentes, como atestiguan claramente los tres Sinópticos (cf.
Mt 28,18-20 Mc 16,16-18 Lc 24,45-48). Entre ellos, Mateo pone de relieve la relación establecida por Jesús mismo entre su poder mesiánico y el mandato que confiere a los Apóstoles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,18-19). Los Apóstoles podrán y deberán llevar a cabo su misión gracias al poder de Cristo que se manifestará en ellos.

b. Misión y poder de bautizar (Mt 28,29), como cumplimiento del mandato de Cristo, con un bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28,29) que, por estar vinculado al misterio pascual de Cristo, en los Hechos de los Apóstoles es considerado también como bautismo en el nombre de Jesús (cf. Ac 2,38 Ac 8,16).

c. Misión y poder de celebrar la eucaristía: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19 1Co 11,24-25). El encargo de volver a hacer lo que Jesús realizó en la última cena, con la consagración del pan y el vino, implica un poder muy grande; decir en el nombre de Cristo: «Esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre», es casi identificarse con Cristo en el acto sacramental.

d. Misión y poder de perdonar los pecados (Jn 20,22-23). Es una participación de los Apóstoles en el poder del Hijo del hombre de perdonar los pecados en la tierra (cf. Mc 2,10); aquel poder que, en la vida pública de Jesús, había provocado el estupor de la muchedumbre, de la que el evangelista Mateo nos dice que «glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9,8).

6. Para llevar a cabo esta misión, los Apóstoles recibieron, además del poder, el don especial del Espíritu Santo (cf. Jn 20,21-22), que se manifestó en Pentecostés, según la promesa de Jesús (cf. Ac 1,8). Con la fuerza de ese don, desde el momento de Pentecostés, comenzaron a cumplir el mandato de la evangelización de todas las gentes. Nos lo dice el concilio Vaticano II en la constitución Lumen gentium: «Los Apóstoles..., predicando en todas partes el Evangelio, recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular (cf. Ap 21,14 Mt 16,18 Ep 2,20)» (LG 19).

7. La misión de los Doce comprendía un papel fundamental reservado a ellos, que no heredarían los demás: ser testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de Cristo (cf. Lc 24,48), transmitir su mensaje a la comunidad primitiva, como lazo de unión entre la revelación divina y la Iglesia, y por ello mismo dar comienzo a la Iglesia en nombre y por virtud de Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo. Por esta función, los Doce Apóstoles constituyen un grupo de importancia única en la Iglesia, que desde el Símbolo nicenoconstantinopolitano es definida apostólica (Credo unam sanctam, catholicam et «apostolicam» Ecclesiam) por este vínculo indisoluble con los Doce. Ese hecho explica por qué también en la liturgia la Iglesia ha insertado y reservado celebraciones especialmente solemnes en honor de los Apóstoles.

8. Con todo, Jesús confirió a los Apóstoles una misión de evangelización de todas las gentes, que requiere un tiempo muy largo; más aún, que dura «hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Los Apóstoles entendieron que era voluntad de Cristo que cuidaran de tener sucesores que, como herederos y legados suyos, prosiguiesen su misión. Por ello, establecieron «obispos y diáconos» en las diversas comunidades «y dispusieron que, después de su muerte, otros hombres aprobados recibiesen su sucesión en el ministerio» (1 Clem. 44, 2; cf. 42, 1-4).

De este modo, Cristo instituyó una estructura jerárquica y ministerial de la Iglesia, formada por los Apóstoles y sus sucesores; estructura que no deriva de una anterior comunidad ya constituida, sino que fue creada directamente por él. Los Apóstoles fueron, a la vez, las semillas del nuevo Israel y el origen de la sagrada jerarquía, como se lee en la constitución Ad gentes del Concilio (AGD 5). Dicha estructura pertenece, por consiguiente, a la naturaleza misma de la Iglesia, según el designio divino realizado por Jesús. Según este mismo designio, esa estructura desempeña un papel esencial en todo el desarrollo de la comunidad cristiana, desde el día de Pentecostés hasta el fin de los tiempos, cuando en la Jerusalén celestial todos los elegidos participen plenamente de la «vida nueva» por toda la eternidad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

50 Me es grato saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española que participan en esta audiencia.

A los procedentes de España, doy mi cordial bienvenida al grupo de Valencia y les exhorto a continuar con generosidad y fidelidad su preparación para el ministerio sagrado.

Igualmente dirijo un saludo afectuoso a los “Niños de Coro” de la catedral de Palencia, que nos han deleitado con sus voces, y a los grupos de alumnos del colegio de las Religiosas de María Inmaculada, de Vigo, y del colegio Nazaret, de Guimar.

Así mismo saludo a los feligreses de la parroquia de Medinya y a las Voluntarias de la caridad de Gijón; exhorto a todos a perseverar en su compromiso apostólico.

Igualmente saludo a los peregrinos de Monterrey (México) y al grupo de periodistas de este querido país, a los cuales aliento en su importante profesión de servicio a la sociedad desde una información veraz y objetiva.

A todos os imparto cordialmente mi Bendición.





Miércoles 8 de julio de 1992

Los obispos, sucesores de los Apóstoles

(Lectura:
carta de san Pablo a Tito, capítulo 1, versículos 5 y 7-9) Tt 1,5 Tt 1,7-9

1. En los Hechos y en las cartas de los Apóstoles se documenta lo que leemos en la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, a saber, que los Apóstoles «tuvieron diversos colaboradores en el ministerio» (LG 20). En efecto, entre las comunidades cristianas que se formaron rápidamente después de Pentecostés destaca sin duda alguna la de los Apóstoles y, en particular, el grupo de quienes en la comunidad de Jerusalén eran «considerados como columnas: Santiago, Cefas y Juan...», tal como lo atestigua san Pablo en la carta a los Gálatas (2, 9). Se trata de Pedro, a quien Jesús había designado cabeza de los Apóstoles y pastor supremo de la Iglesia; de Juan, el apóstol predilecto; y de Santiago, «hermano del Señor», reconocido como jefe de la Iglesia de Jerusalén.

51 Pero, junto a los Apóstoles, los Hechos mencionan a los «presbíteros» (cf. Ac 11,29-30 Ac 15,2 Ac 15,4), que constituían con ellos un primer grado subordinado de jerarquía. Ante los progresos que realizaba la evangelización en Antioquía, los Apóstoles envían allí como representante suyo a Bernabé (Ac 11,22). Los Hechos mismos nos dicen que Saulo (san Pablo), tras su conversión y su primer trabajo misionero, se dirigió junto con Bernabé (a quien en otro pasaje atribuyen la calificación de «apóstol»; cf. Ac 14,14) a Jerusalén, centro de la autoridad eclesial, para consultar a los demás Apóstoles y llevar una ayuda material a la comunidad local (cf. Ac 11,29). En la Iglesia de Antioquía, al lado de Bernabé y Saulo, se mencionan a «profetas y maestros... Simeón llamado Níger, Lucio el cirenense, Manahén» (Ac 13,1). Desde allí envían a Bernabé y a Saulo, «después de la imposición de las manos» (cf. Ac 13,2-3), a hacer un viaje apostólico. A partir de ese viaje, Saulo comienza a llamarse Pablo (cf. Ac 13,9). Por otra parte, en la medida en que van surgiendo las comunidades, oímos hablar de la «designación de presbíteros» (cf. Ac 14,23). Las cartas pastorales a Tito y a Timoteo, a los que Pablo constituyó jefes de comunidad (cf. Tt Tt 1,5 1Tm 5,17), describen con precisión la tarea de esos presbíteros.

Después del concilio de Jerusalén, los Apóstoles envían a Antioquía, junto con Bernabé y Pablo, a otros dos dirigentes: Judas, llamado Barsabás, y Silas, personas muy estimadas entre los hermanos (cf. Ac 15,22). En las cartas de san Pablo -no sólo en las que escribió a Tito y a Timoteo- se mencionan otros «colaboradores» y «compañeros» del Apóstol (cf. 1Th 1,1 2Co 1,19 Rm 16,1 Rm 16,3-5).

2. En un determinado momento la Iglesia tuvo necesidad de contar con nuevos jefes, sucesores de los Apóstoles. El concilio Vaticano II dice a este propósito que los Apóstoles, «a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos, encomendándoles que atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Ac 20,28). Y así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio (cf. S. Clem. Rom., Ep. ad Cor. 44, 2)» (Lumen gentium LG 20).

Esa sucesión está atestiguada en los primeros autores cristianos extrabíblicos, por ejemplo en san Clemente, san Ireneo y Tertuliano, y constituye el fundamento de la transmisión del auténtico testimonio apostólico de generación en generación. Escribe el Concilio: «Así, como atestigua san Ireneo, por medio de aquellos que fueron instituidos por los Apóstoles obispos y sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo (S. Ireneo, Adv. haer . III, 3,1; cf. Tertuliano, De Praescr. 20, 4-8: PL 2, 32: CC 1, 202)» (Lumen gentium LG 20).

3. De estos textos se deduce que la sucesión apostólica presenta dos dimensiones relacionadas entre sí: una, pastoral y otra, doctrinal, en continuidad con la misión de los mismos Apóstoles. A este propósito, basándose en los textos, hay que precisar lo que muchas veces se ha dicho, esto es, que los Apóstoles no podían tener sucesores porque habían sido invitados a realizar una experiencia única de amistad con Cristo durante su vida terrena y a desempeñar un papel único en la inauguración de la obra de salvación.

Es verdad que los Apóstoles tuvieron una experiencia excepcional, incomunicable a los demás en cuanto experiencia personal, y que desempeñaron un papel único en la formación de la Iglesia, es decir, tanto en el testimonio y la transmisión de la palabra y del misterio de Cristo gracias a su conocimiento directo, como en la fundación de la Iglesia de Jerusalén. Pero recibieron simultáneamente una misión de magisterio y de guía pastoral para el desarrollo de la Iglesia. Y esa misión era transmisible, y debía ser transmitida, conforme a la intención de Jesús, a sus sucesores, para proseguir la evangelización universal. Por tanto, en este segundo sentido, los Apóstoles tuvieron primero colaboradores y luego sucesores. Lo afirma muchas veces el Concilio (Lumen gentium LG 18,20 y 22).

4. Los obispos realizan la misión pastoral confiad los Apóstoles y poseen todos los poderes que ella comporta. Además, como los Apóstoles, la realizan con la ayuda de sus colaboradores. Leemos en la constitución Lumen gentium: «Los obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los sacerdotes y diáconos, presidiendo en nombre de Dios la grey (cf. San Ignacio de Antioquía, Philad., Praef, 1, 1), de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno» (LG 20).

5. El Concilio insistió en esa sucesión apostólica de los obispos, afirmando que es de institución divina. Leemos también en la Lumen gentium: «Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien lo envió (cf. Lc 10,16)» (LG 20).

En virtud de esa institución divina, los obispos representan a Cristo, de manera que escucharlos significa escuchar a Cristo. Así pues, además del sucesor de Pedro, también los otros sucesores de los Apóstoles representan a Cristo pastor. Por eso, enseña el Concilio: «En la persona de los obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, pontífice supremo, está presente en medio de los fieles» (Lumen gentium LG 21). Las palabras de Jesús: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16), citadas por el Concilio, tienen una aplicación aún más amplia, porque fueron dirigidas a los setenta y dos discípulos. Y, en los textos de los Hechos de los Apóstoles, citados en los dos primeros párrafos de esta catequesis, hemos contemplado el florecimiento de colaboradores que había alrededor de los Apóstoles, una jerarquía que enseguida se desdobló en presbíteros (los obispos y sus colaboradores) y diáconos, sin excluir la participación de los simples fieles, colaboradores en el ministerio pastoral.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

52 Deseo dar mi afectuosa bienvenida a todos los peregrinos de lengua española.

Saludo cordialmente al grupo de religiosos y profesores de los Colegios de las Escuelas Pías y les aliento a continuar con generosidad el carisma de San José de Calasanz, cuyo cuarto centenario de su venida a Roma estamos celebrando.

También procedentes de España, saludo al grupo franciscano, a los miembros de la Archicofradía de María Santísima de la Sierra y a los diversos grupos parroquiales, así como a los componentes de la coral “Eskifaya”.

Igualmente saludo con afecto a las niñas del Movimiento “Regnum Christi” y a todos los peregrinos mexicanos.

Así mismo, expreso mi gratitud por participar en esta audiencia a los miembros del Instituto “María Auxiliadora” y a los de la Sociedad Deportiva “Sodegua”, de Guatemala.

A todos os exhorto a sentiros colaboradores activos del ministerio pastoral de los Obispos, a la vez que os imparto mi bendición.





Septiembre de 1992

Miércoles 9 de septiembre de 1992

La oración nos es tan necesaria como la respiración

1. "Señor enséñanos a orar" (Lc 11,1)

Cuando los Apóstoles se dirigieron a Jesús, en el monte de los Olivos, con estas palabras, no le plantearon una pregunta cualquiera, sino que manifestaron con confianza espontánea una de las necesidades más profundas del corazón humano.

53 Realmente a esa necesidad el mundo contemporáneo no dedica mucho espacio. El mismo ritmo frenético de las actividades diarias, junto con la invasión rumorosa y a menudo frívola de los medios de comunicación, no constituye ciertamente un elemento favorable para el recogimiento interior que requiere la oración. Además hay dificultades más profundas: en el hombre moderno se ha ido atenuando cada vez más la visión religiosa del mundo y de la vida. El proceso de secularización parece haberlo persuadido de que el curso de los acontecimientos tiene su explicación suficiente en el juego de las fuerzas inmanentes en este mundo, independientemente de intervenciones superiores. Además, las conquistas de la ciencia y de la técnica han alimentado en él la convicción de que puede dominar ya hoy en medida notable, y aún más mañana, las situaciones, orientándolas según sus propios deseos.

Incluso en los mismos ambientes cristianos se ha ido difundiendo una visión "funcional" de la oración, que corre el riesgo de comprometer su carácter trascendente. El verdadero encuentro con Dios ?afirman algunos? se realiza en la apertura al prójimo. La oración no sería, pues, un substraerse a la disipación del mundo para recogerse en el diálogo con Dios; más bien, se expresaría en el compromiso incondicional de caridad hacia los otros. Oración auténtica serían, por tanto, las obras de caridad y solamente ellas.

2. En realidad, el ser humano, que en cuanto criatura es en sí mismo incompleto e indigente, se dirige espontáneamente hacia el que es la fuente de todo don, para alabarlo, suplicarle y buscar apagar en él la angustiosa nostalgia que abrasa su corazón. San Agustín lo había comprendido bien cuando anotaba: "Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". (Confesiones 1, 1).

Precisamente por esto la experiencia de la oración, como acto fundamental del creyente, es común a todas las religiones, incluso a aquellas en las que la fe en un Dios personal es más bien vaga o está ofuscada por falsas representaciones.

En particular, es propia de la religión cristiana, en la que ocupa un lugar central. Jesús exhorta a "orar siempre, sin desfallecer" (
Lc 18,1). El cristiano sabe que la oración le es tan necesaria como la respiración y, una vez que ha gustado la dulzura del coloquio íntimo con Dios, no duda en sumergirse en él con abandono confiado.

Volveremos sobre este tema, tan importante para la vida de cada persona y de toda la comunidad cristiana.

Saludos

Deseo saludar ahora a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina, de modo particular al grupo de matrimonios del Movimiento de Schoenstatt, provenientes de Argentina, Chile, México y Paraguay. Aliento a todos a dedicar a la oración algunos momentos de la vida diaria, para entrar así en diálogo directo con Dios.

Queridos hermanos y hermanas: os agradezco profundamente vuestra presencia aquí y os imparto con afecto mi bendición apostólica.








Audiencias 1992 44