Audiencias 1992 53

Miércoles 16 de septiembre de 1992

La oración cristiana hunde sus raíces en el Antiguo Testamento

54 1. La oración cristiana, en la que queremos detenernos hoy, hunde sus raíces en el Antiguo Testamento. En efecto, está íntimamente unida a la experiencia religiosa del pueblo de Israel, al que Dios quiso reservar la revelación de su misterio.

A diferencia de las poblaciones paganas, el israelita piadoso conoce "el rostro" de Dios, y puede dirigirse a él con confianza en el nombre de la alianza sellada al pie del monte Sinaí. Los israelitas rezan a Yahveh como creador del universo, señor de los destinos humanos y autor de los prodigios más extraordinarios, pero, sobre todo, se dirigen a él como al Dios de la alianza. En esta certeza descansa la confianza con que lo invocan en toda circunstancia: "Yo te amo, Señor, mi fortaleza (mi salvador, que de la violencia me has salvado). Señor, mi roca y mi baluarte, mi liberador, mi Dios; la peña en que me amparo, mi escudo y fuerza de mi salvación, mi ciudadela y mi refugio" (
Ps 18,2-3).

2. Hay confianza, por tanto, pero también profunda veneración y respeto. En efecto, la iniciativa de la alianza se debe a Dios. Por eso, en presencia de Dios, la actitud de fondo del orante sigue siendo la actitud de escucha. ¿No comienza precisamente con esta exhortación el shemá, la profesión diaria de fe, con la que el israelita empieza su jornada? "Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Dios" (Dt 6,4).

No es una casualidad que la adoración del único Dios constituya el primer mandamiento de la ley (cf. Dt Dt 6,5), del que brotan, como de su fuente más elevada, todos los demás deberes morales. El pacto de la alianza con el Dios "justo" y "santo" no puede menos de comprometer al creyente en una conducta digna de un interlocutor tan excelso. Ninguna oración podría suplir las carencias de una vida moral incorrecta. A este propósito, Jesús recordará un día a los fariseos un texto de Oseas particularmente significativo: "Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos" (6, 6).

3. En cuanto encuentro con el Dios de la alianza, la oración del fiel israelita no es, como para los paganos, un monólogo dirigido a ídolos sordos y mudos, sino un diálogo verdadero con un Dios que se ha manifestado muchas veces en el pasado con palabras y hechos y que, aún hoy, de muchas maneras, sigue haciendo sentir su presencia salvífica.

Es, además, una oración con un marcado sentido comunitario: cada israelita siente que puede hablar con Dios, precisamente porque pertenece al pueblo que Dios se ha elegido. No falta, sin embargo, la dimensión individual; basta hojear el "manual" de la oración bíblica, el libro de los Salmos, para recoger allí los ecos elocuentes de la piedad personal de los israelitas.

4. Por otra parte, los profetas exhortan con insistencia a vivir esa piedad. Frente a las continuas tentaciones de formalismo y de exterioridad vacía, y frente a situaciones de abatimiento y desconfianza, la acción de los profetas se orienta constantemente a impulsar a los israelitas a vivir una devoción más interior y espiritual, la única de la que puede nacer una experiencia verdadera de comunión con Yahveh.

Así, mientras la oración veterotestamentaria alcanza su cima, se prepara su forma definitiva, que asumirá con la encarnación de la misma Palabra de Dios.

Saludos

Me complace saludar ahora a los peregrinos venidos de España y de América Latina, de modo particular al grupo de Religiosas Hijas de María Madre de la Iglesia, así como al Coro Polifónico del Municipio argentino de Rafaela. Exhorto a todos a que vuestra oración sea un diálogo con Dios, que en el pasado se ha manifestado muchas veces con palabras y hechos, pero que también ahora hace sentir de tantas maneras su presencia salvífica.

Con todo afecto os imparto mi bendición apostólica.





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Miércoles 23 de septiembre de 1992

La oración del Padre nuestro, compendio de todo el Evangelio

1. Con la encarnación del Verbo de Dios la historia de la plegaria conoce un cambio decisivo. En Jesucristo el cielo y la tierra se tocan, Dios se reconcilia con la humanidad y el diálogo entre la criatura y su Creador se reanuda plenamente.

Jesús es la propuesta definitiva del amor del Padre y, al mismo tiempo, la respuesta plena e irrevocable del hombre a las expectativas divinas. Por tanto él, Verbo encarnado, es el único mediador que presenta a Dios Padre todas las oraciones sinceras que suben del corazón humano.

Así, pues, la petición que los primeros discípulos formularon a Jesús se convierte también en nuestra petición: "Señor, enséñanos a orar'' (Lc 11,1).

2. Como a ellos, Jesús nos "enseña" también a nosotros. Lo hace, sobre todo con el ejemplo. ¿Cómo no recordar la conmovedora oración con la que se dirige al Padre ya desde el primer momento de la encarnación? "Al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... Entonces dije: ¡He aquí que vengo ?pues de mí está escrito en el rollo del libro? a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (He 10,5 He 10,7).

Después no hay momento importante de la vida de Cristo que no esté acompañado por la oración. Al comienzo de su misión pública el Espíritu Santo baja sobre él que, después de haber sido "bautizado, estaba en oración" (Lc 3,21 s.). Sabemos gracias al evangelista Marcos que Jesús, en el momento de empezar la predicación en Galilea "de madrugada cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración" (Mc 1,35). Antes de la elección de los Apóstoles "se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración" (Lc 6,12). Y de igual modo antes de la promesa del primado a Pedro, Jesús, según el relato de Lucas, "estaba orando a solas" (Lc 9,18). Jesús oró también en el momento de la transfiguración, cuando su gloria se irradió en el monte antes de que en el Calvario las tinieblas se hicieran más densas (cf. Lc 9,28-29).

Particularmente reveladora es la oración con la cual, durante la última cena, Jesús eleva al Padre sus sentimientos de amor, de alabanza, de súplica y de abandono confiado (cf. Jn 17). Son los mismos sentimientos que vuelven a aflorar en el huerto de Getsemaní (cf. Mt 26,39 Mt 26,42) y en la cruz (cf . Lc Lc 23,46), desde cuya altura Jesús nos ofrece el ejemplo de aquella última y conmovedora invocación: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).

3. Jesús nos enseña a rezar también con su palabra. Para subrayar la "necesidad de orar siempre, sin desfallecer", nos dice la parábola del juez injusto y de la viuda (cf. Lc Lc 18,1-5). Luego recomienda: "Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26,41). E insiste: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá" (Mt 7,7-8).

A los discípulos deseosos de una guía concreta, Jesús les enseña también la fórmula del Padre nuestro (Mt 6,9-13 Lc 11,2-4), que llegará a ser, a lo largo de los siglos, la plegaria típica de la comunidad cristiana. Ya Tertuliano la calificaba como breviarium totius evangelii, "un compendio de todo el Evangelio" (De oratione, 1). En ella Jesús entrega la esencia de su mensaje. Quien reza de modo consciente el padrenuestro, "se compromete" con el Evangelio; en efecto, no puede dejar de aceptar las consecuencias que derivan para su vida del mensaje evangélico, del cual la "oración del Señor" es su expresión más auténtica.

Saludos

56 Deseo saludar a todos los peregrinos procedentes de España y de América Latina; de manera particular al grupo de Religiosos Terciarios Capuchinos, a los Caballeros y Damas colombianos de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, a los fieles argentinos de la Parroquia de San Jerónimo Sur, de la arquidiócesis de Rosario, y a los peregrinos mexicanos y salvadoreños.

Un especial y afectuoso saludo al grupo de niños ecuatorianos.

A todos os imparto mi bendición apostólica.





Miércoles 30 de septiembre de 1992

El episcopado, orden sacramental

(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 5, versículos 1-4) 1P 5,1-4

1. Reanudamos, después de una larga pausa, las catequesis acerca de la Iglesia, que habíamos interrumpido a comienzos de julio. Entonces estábamos hablando de los obispos en calidad de sucesores de los Apóstoles, y apuntábamos que dicha sucesión implica la participación en la misión y en los poderes conferidos por Jesús a los mismos Apóstoles.

Hablando de esto, el concilio Vaticano II puso de relieve el valor sacramental del episcopado, que refleja en sí el sacerdocio ministerial que los Apóstoles recibieron de Jesús mismo. De esta forma se especifica la naturaleza de la misión que los obispos desempeñan en la Iglesia.

2. En efecto, leemos en la constitución Lumen gentium que Jesucristo, «sentado a la diestra del Padre, no está ausente de la congregación de sus pontífices», sino que, principalmente a través de su servicio eximio:

a) en primer lugar «predica la palabra de Dios a todas las gentes» (Lumen gentium LG 21). Así pues, Cristo glorioso, con su poder soberano de salvación, actúa mediante los obispos, cuyo ministerio de evangelización con razón es definido «excelso» (Lumen gentium LG 21). La predicación del obispo no sólo prolonga la predicación evangélica de Cristo, sino que es predicación de Cristo mismo en su ministerio.

57 b) Además, por medio de los obispos (y de sus colaboradores), Cristo «administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf. 1Co 4,15) va congregando nuevos miembros a su Cuerpo» (Lumen gentium LG 21). Todos los sacramentos son administrados en nombre de Cristo. De modo particular, la paternidad espiritual, significada y actuada en el sacramento del bautismo, está vinculada a la regeneración que viene de Cristo.

c) Finalmente, Cristo, «por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad» (Lumen gentium LG 21). La sabiduría y la prudencia la ponen en práctica los obispos, pero vienen de Cristo que es quien, por medio de ellos, gobierna al pueblo de Dios.

3. Aquí conviene anotar que el Señor, cuando actúa por medio de los obispos, no quita los límites y las imperfecciones de su condición humana, tal como se manifiesta en su temperamento, su carácter, su comportamiento y su dependencia de fuerzas históricas de cultura y de vida. También en este aspecto podemos recurrir a las noticias que el evangelio nos refiere acerca de los Apóstoles elegidos por Jesús.

Eran hombres que, sin duda, tenían sus defectos. Durante la vida pública de Jesús, disputaban por conseguir el primer lugar y todos abandonaron a su Maestro cuando fue arrestado. Después de Pentecostés, con la gracia del Espíritu Santo, vivieron en la comunión de fe y caridad. Pero eso no quiere decir que hubieran desaparecido en ellos todos los límites propios de la condición humana. Como sabemos, Pablo reprochó a Pedro su comportamiento demasiado condescendiente hacia los que querían conservar en el cristianismo la observancia de la ley judaica (cf. Ga 2,11-14). De Pablo mismo sabemos que no tenía un carácter fácil y que se produjo un gran enfrentamiento entre él y Bernabé (Ac 15,39), aunque éste era «un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe» (Ac 11,24).

Jesús conocía la imperfección de aquellos a quienes había elegido, y mantuvo su elección incluso cuando la imperfección se manifestó en formas graves. Jesús quiso actuar por medio de hombres imperfectos, y en ciertos momentos tal vez censurarles, porque por encima de sus debilidades debía triunfar la fuerza de la gracia, concedida por el Espíritu Santo. Puede suceder que, con sus imperfecciones, o incluso con sus culpas, también los obispos fallen en el cumplimiento de las exigencias de su misión o perjudiquen a la comunidad. Por ello, debemos orar por los obispos, para que se esfuercen siempre por imitar al buen Pastor. Y, de hecho, en muchos de ellos el rostro de Cristo pastor se ha manifestado y se manifiesta de forma evidente.

4. No es posible enumerar aquí a los obispos santos que han sido guías y forjadores de sus Iglesias en los tiempos antiguos y en todas las épocas sucesivas, incluidas las más recientes. Baste aludir a la grandeza espiritual de alguna figura eminente. Pensemos, por ejemplo, en el celo apostólico y el martirio de san Ignacio de Antioquía; en la sabiduría doctrinal y el ardor pastoral de san Ambrosio y de san Agustín; en el empeño de san Carlos Borromeo por la auténtica reforma de la Iglesia; en el magisterio espiritual y la lucha de san Francisco de Sales por la conversión de la fe católica; en la dedicación de san Alfonso María de Ligorio a la santificación del pueblo y a la dirección de las almas; en la irreprochable fidelidad de san Antonio María Gianelli al Evangelio y a la Iglesia. Y ¡cuántos otros pastores del pueblo de Dios, de todas las naciones y de todas las Iglesias del mundo, sería preciso recordar y celebrar! Contentémosnos con dirigir aquí un pensamiento de homenaje y gratitud a todos los obispos de ayer y de hoy que con su acción, su oración y su martirio (a menudo, del corazón, pero a veces también de su sangre) continúan el testimonio de los Apóstoles de Cristo.

Desde luego, a la grandeza del «ministerio excelso» recibido de Cristo como sucesores de los Apóstoles, corresponde su responsabilidad de «ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (cf. 1Co 4,1). Como administradores que disponen de los misterios de Dios para distribuirlos en nombre de Cristo, los obispos deben estar estrechamente unidos y firmemente fieles a su Maestro, que no ha dudado en confiarles a ellos, como a los Apóstoles, una misión decisiva para la vida de la Iglesia en todos los tiempos: la santificación del pueblo de Dios.

5. El concilio Vaticano II, después de haber afirmado la presencia activa de Cristo en el ministerio de los obispos, enseña la sacramentalidad del episcopado. Durante mucho tiempo este punto fue objeto de controversia doctrinal. El concilio de Trento había afirmado la superioridad de los obispos con respecto a los presbíteros: superioridad que se manifiesta en el poder que se les ha concedido de confirmar y de ordenar (DS 1777). Pero no había afirmado la sacramentalidad de la ordenación episcopal.

Podemos, por consiguiente, constatar el progreso doctrinal que en este aspecto se ha producido gracias al último Concilio, que declara: «Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado» (Lumen gentium LG 21).

6. Para hacer esta afirmación el Concilio se basa en la Tradición e indica los motivos para afirmar que la consagración episcopal es sacramental. En efecto, ésta les confiere la capacidad de «hacer las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actuar en lugar suyo» (Lumen gentium LG 21). Por otra parte, el rito litúrgico de la ordenación es sacramental: «por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter» (Lumen gentium LG 21).

Ya en las cartas pastorales (cf. 1Tm 4,14) todo eso se consideraba como obra del sacramento que reciben los obispos y éstos, a su vez, transmiten a los presbíteros y diáconos: sobre esa base sacramental se forma la estructura jerárquica de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

58 7. El Concilio atribuye a los obispos el poder sacramental de «incorporar, por medio del sacramento del orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal» (Lumen gentium LG 21). Es la manifestación más elevada del poder jerárquico, en cuanto toca un elemento vital del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia: la constitución de jefes y pastores que prosigan y perpetúen la obra de los Apóstoles en unión con Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo.

Algo análogo se puede decir también con respecto a la ordenación de los presbíteros, reservada a los obispos sobre la base de la concepción tradicional, vinculada al Nuevo Testamento, que les atribuye a ellos, como sucesores de los Apóstoles, el poder de «imponer las manos» (cf. Ac 6,6 Ac 8,19 1Tm 4,14 2Tm 1,6), para constituir en la Iglesia ministros de Cristo estrechamente unidos a los titulares de la misión jerárquica. Eso significa que la acción de los presbíteros brota de un todo único, sacramental, sacerdotal y jerárquico, dentro del cual está destinada a desarrollarse en comunión de caridad eclesial.

8. En la cima de esta comunión permanece el obispo, que ejerce el poder que le ha conferido la «plenitud» del sacramento del orden, plenitud recibida como un servicio de amor, y que es participación, según su modo propio, de la caridad derramada en la Iglesia por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Impulsado por la conciencia de esta caridad, el obispo, imitado por el presbítero, no actuará de modo individualista o absolutista, sino «en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (Lumen gentium LG 21). Es evidente que la comunión de los obispos, unidos entre sí y con el Papa, y proporcionalmente la de los presbíteros y los diáconos, manifiesta del modo más elevado la unidad de toda la Iglesia como comunidad de amor.



Octubre de 1992

Miércoles 7 de octubre de 1992

El colegio episcopal

(Lectura:
evangelio de san Lucas, capítulo 6, versículos 12-16) Lc 6,12-16

1. En la constitución Lumen gentium el concilio Vaticano II establece una analogía entre el colegio de los Apóstoles y el de los obispos unidos con el Romano Pontífice: «Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un solo colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles» (LG 22). Es la doctrina sobre la colegialidad del Episcopado en la Iglesia, que tiene su primer fundamento en el hecho de que Cristo nuestro Señor, al fundar su Iglesia, llamó a los Doce, constituyéndolos en Apóstoles y encargándoles la misión de la predicación del Evangelio y la del gobierno pastoral del pueblo cristiano, estableciendo así la estructura ministerial de la Iglesia. Los doce Apóstoles se nos presentan como un corpus y un collegium de personas unidas entre sí por la caridad de Cristo que los puso bajo la autoridad de Pedro, a quien dijo: «Tu eres Pedro (es decir, roca), y sobre esta piedra edificaré mi iglesia» (Mt 16,18). Pero aquel grupo originario, por haber recibido la misión de la evangelización que era preciso llevar a cabo hasta el fin de los tiempos, debía tener sucesores, que son precisamente los obispos. Según el Concilio, esa sucesión reproduce la estructura original del colegio de los Doce unidos entre sí por voluntad de Cristo bajo la autoridad de Pedro.

2. El Concilio no presenta esta doctrina como una novedad, salvo ?tal vez? en la formulación, sino como el contenido de una realidad histórica de aceptación y cumplimiento de la voluntad de Cristo, que conocemos por la Tradición.

a) «Ya según la más antigua disciplina ?dice?, los obispos esparcidos por todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz».

59 b) «También los concilios convocados para decidir en común las cosas más importantes, sometiendo la resolución al parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y la forma colegial del orden episcopal, confirmada manifiestamente por los concilios ecuménicos celebrados a lo largo de los siglos».

c) La colegialidad «está indicada también por la costumbre, introducida de antiguo, de llamar a varios obispos para tomar parte en la elevación del nuevo elegido al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza y con !os miembros del colegio» c.

3. El colegio ?leemos también? «en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola cabeza, la unidad de la grey de Cristo» (Lumen gentium
LG 22). En unión con el Sucesor de Pedro, todo el colegio de los obispos ejercita la suprema autoridad en la Iglesia universal. En las catequesis siguientes trataremos del «ministerio petrino» en la Iglesia. Pero es preciso tenerlo presente también cuando se habla de la colegialidad del Episcopado.

Sin duda, según la Lumen gentium, «la potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico» (Lumen gentium LG 22); pero añade que «es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos» (Lumen gentium LG 22). Un concilio no puede ser verdaderamente ecuménico, si no ha sido confirmado o, al menos, aceptado por el Romano Pontífice. Le faltaría el sello de la unidad garantizada por el Sucesor de Pedro. Cuando la unidad y la catolicidad quedan aseguradas, el concilio ecuménico puede también definir de modo infalible las verdades en el campo de la fe y de la moral. Históricamente, los concilios ecuménicos han desempeñado un papel muy importante y decisivo en la precisación, la definición y en el desarrollo de la doctrina: baste pensar en los concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia.

4. Además de por los concilios ecuménicos, «esta misma potestad colegial puede ser ejercida por los obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la cabeza del colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de éstos o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial (Lumen gentium LG 22).

Los sínodos episcopales, instituidos después del concilio Vaticano II, tienen por finalidad realizar de forma más concreta la participación del colegio episcopal en el gobierno universal de la Iglesia. Estos sínodos estudian y discuten temas pastorales y doctrinales de notable importancia para la Iglesia universal; los frutos de sus trabajos, elaborados de acuerdo con la Sede Apostólica, se recogen en documentos que tienen una difusión universal. Los documentos publicados después de los últimos sínodos llevan expresamente la calificación de «postsinodales».

5. Dice, asimismo, el Concilio: «La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal» (Lumen gentium LG 23). «Cada obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad» (Lumen gentium LG 23).

Por este motivo, los obispos, «en cuanto miembros del colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo, están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal» (Lumen gentium LG 23). «Deben, pues, todos los obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el cuerpo místico de Cristo, especialmente de los miembros pobres, de los que sufren y de los que son perseguidos por la justicia (cf. Mt 5,10); promover, en fin, toda actividad que sea común a toda la Iglesia, particularmente en orden a la dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los hombres» (Lumen gentium LG 23).

6. Al respecto, recuerda el Concilio que «la divina Providencia ha hecho que varias Iglesias fundadas en diversas regiones por los Apóstoles y sus sucesores, al correr de los tiempos, se hayan reunido en numerosos grupos estables, orgánicamente unidos, los cuales, quedando a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, tienen una disciplina propia, unos ritos litúrgicos y un patrimonio teológico y espiritual propios. Entre las cuales, algunas, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras como hijas y han quedado unidas con ellas hasta nuestros días con vínculos más estrechos de caridad en la vida sacramental y mutua observancia de derechos y deberes» (Lumen gentium LG 23).

7. Como se ve, el Concilio pone de relieve ?en el marco de la doctrina sobre la colegialidad del Episcopado? también la verdad fundamental de la mutua compenetración e integración de la realidad particular y la dimensión universal en la estructura de la Iglesia. Desde este punto de vista es preciso tomar en consideración también el papel de las Conferencias episcopales. La constitución conciliar sobre la Iglesia afirma: «Las Conferencias episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta» (Lumen gentium LG 23).

De modo más detallado se pronuncia sobre este tema el decreto Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia. En este decreto leemos: «La Conferencia episcopal es como una junta en que los obispos de una nación o territorio ejercen conjuntamente su cargo pastoral para promover el mayor bien que la Iglesia procura a los hombres, señaladamente por las formas y modos de apostolado, adaptados en forma debida a las circunstancias del tiempo» (CD 38, 1).

60 De estos textos se sigue que las Conferencias episcopales pueden afrontar los problemas del territorio de su competencia, más allá de los límites de cada una de las diócesis, y proponer respuestas de orden pastoral y doctrinal. Pueden también emitir opiniones acerca de problemas que atañen a la Iglesia universal. Sobre todo pueden, con autoridad, salir al paso de las necesidades del desarrollo de la Iglesia según las exigencias y conveniencias de la mentalidad y cultura nacional. Pueden tomar decisiones que, con el consentimiento de los obispos miembros, tendrán gran influjo en las actividades pastorales.

8. Las Conferencias episcopales desempeñan su propia responsabilidad en el territorio de su competencia, pero sus decisiones repercuten, sin duda, en la Iglesia universal. El ministerio petrino del Obispo de Roma sigue siendo el garante de la sincronización de la actividad de las Conferencias con la vida y la enseñanza de la Iglesia universal. A este propósito, el decreto conciliar establece: «Las decisiones de la Conferencia de los obispos, si han sido legítimamente tomadas y por dos tercios al menos de los votos de los prelados que pertenecen a la Conferencia con voto deliberativo y reconocidas por la Sede apostólica, tendrán fuerza de obligar jurídicamente sólo en aquellos casos en los que o el derecho común lo prescribiese o lo estatuyere un mandato peculiar de la Sede Apostólica, dado motu proprio o a petición de la misma Conferencia» (Christus Dominus
CD 38,4). El decreto, por último, establece: «Donde lo pidan circunstancias especiales, los obispos de varias naciones podrán constituir, con aprobación de la Sede Apostólica, una sola Conferencia» (Christus Dominus CD 38,5).

Algo similar puede suceder por lo que se refiere a los Consejos y a las Asambleas de obispos a nivel continental, como por ejemplo en el caso del Consejo de las Conferencias de América Latina (CELAM) o el de las Iglesias europeas (CCEE). Se trata de un amplio abanico de nuevas agrupaciones y organizaciones, con las que la única Iglesia trata de responder a instancias y problemas de orden espiritual y social del mundo actual. Signo de una Iglesia que vive, reflexiona y se compromete en el trabajo como apóstol del Evangelio en nuestro tiempo. En todo caso, la Iglesia siente la necesidad de presentarse, actuar y vivir en la fidelidad a las dos notas fundamentales de la comunidad cristiana de siempre y, en particular, del colegio apostólico: la unidad y la catolicidad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En primer lugar, al grupo de los Legionarios de Cristo y al de Religiosas de San José de Gerona. Igualmente a los grupos procedentes de Córdoba (Argentina), Panamá y a los participantes en la peregrinación a Tierra Santa.

A todos imparto con afecto mi bendición apostólica.







Miércoles 21 de octubre de 1992



1. "Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre" (He 13,8).

Estas palabras adquieren un significado muy particular en relación con la fecha del 12 de octubre de 1492. Cristóbal Colón, que había partido de España hacia Occidente para buscar una ruta nueva hacia las Indias (por tanto, hacia Asia), descubrió aquel día un nuevo continente. El descubrimiento de América comenzó desde las islas del archipiélago de las Antillas y, en particular, desde aquella isla que fue llamada entonces "Hispaniola". Precisamente en aquella isla se plantó por primera vez la cruz, signo de la redención, y desde allí empezó también la evangelización.

61 Con la fuerza de su cruz y de su resurrección, Cristo envió a los Apóstoles por todo el mundo: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28 Mt 19-20). Con el descubrimiento del "nuevo mundo" ?gracias al cual el conocimiento del globo terrestre progresó ulteriormente y la vida de la humanidad se enriqueció de una nueva dimensión? , esas palabras del Redentor se transformaron en un reto para sus discípulos.

2. El 12 de octubre de 1992 el Obispo de Roma, junto con toda la Iglesia y en especial con el Episcopado americano, ha ido en peregrinación hasta esa cruz desde la que ?hace quinientos años? inició la evangelización de la nueva tierra ?primero hacia el sur, y luego hacia el norte? . Ha sido, sobre todo, una peregrinación de acción de gracias.Su camino llevaba a Santo Domingo y, al mismo tiempo, al santuario de la Virgen de la Altagracia.

La primera evangelización comenzó el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles, reunidos en el mismo lugar en oración con la Madre de Cristo, recibieron el Espíritu Santo. Aquella que, según las palabras del arcángel, es "llena de gracia", se encuentra en el camino de la evangelización apostólica y en todos los caminos que los sucesores de los Apóstoles han recorrido para anunciar la buena nueva de la salvación.

Después de quinientos años era necesario pronunciar, junto con la Madre de Dios, las palabras de agradecimiento por las "maravillas" que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han realizado en favor del pueblo del continente americano mediante el ministerio de tantos mensajeros y administradores de los misterios de Dios (cf. 1Co 4,1). La evangelización es obra del amor de Cristo, que actúa a través de los hombres.La evangelización de América se llevó a cabo gracias a la obra de misioneros imbuidos de amor, cuya humildad y valentía, entrega y santidad, y a menudo el ofrecimiento de su misma vida, dieron testimonio de aquel que es Camino, Verdad y Vida.

3. Mediante la peregrinación al lugar donde comenzó la evangelización, peregrinación que tuvo carácter de acción de gracias, hemos querido realizar también un acto de expiación ante la infinita santidad de Dios por todo lo que, en este impulso hacia el continente americano, ha estado marcado por el pecado, la injusticia y la violencia. A este respecto, hubo entre los misioneros quienes nos transmitieron testimonios impresionantes. Basta recordar los nombres de Montesinos, Las Casas, Córdoba, fray Juan del Valle y muchos otros más.

Después de quinientos años nos presentamos ante Cristo, el Señor de la historia de toda la humanidad, para pronunciar las palabras de la oración al Padre que él mismo nos enseñó: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado..." (cf. Mt 6,12).

La plegaria del Redentor se dirige al Padre y, a la vez, a los hombres, contra quienes se han cometido muchas injusticias. No dejamos de pedir "perdón", a estos hombres. Esta petición de perdón se dirige, sobre todo, a los primeros habitantes de la nueva tierra, a los "indios", y también a quienes, como esclavos, fueron deportados allí desde Africa para realizar los trabajos más duros.

"Perdónanos nuestras deudas...": también esta plegaria forma parte de la evangelización. Es necesario agregar que las injusticias cometidas fueron la ocasión para que se realizara la primera elaboración del código de derechos humanos, tarea en que sobresalió particularmente la Universidad de Salamanca. Ese trabajo dio frutos gradualmente. En nuestra época esos derechos son aceptados comúnmente como principios de la moral universal.

"Perdónanos nuestras deudas...". Enséñanos a vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21).

4. "Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre" (He 13,8). El V Centenario de la evangelización ?en cuanto celebración de acción de gracias y de expiación? representa igualmente el tiempo de un nuevo comienzo. En estrecha relación con la fecha del 12 de octubre de 1992, los obispos de toda América Latina han inaugurado la Conferencia dedicada a la nueva evangelización. Dicha Conferencia de Santo Domingo constituye una continuación de las que se celebraron en Río de Janeiro, Medellín y Puebla. Los trabajos de la IV Conferencia general durarán casi hasta fines de este mes.

Nueva evangelización no significa un "nuevo Evangelio", porque "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre". Nueva evangelización quiere decir: una respuesta adecuada a los "signos de los tiempos", a las necesidades de los hombres y de los pueblos de este último tramo del segundo milenio cristiano. Significa, además, promoción de una nueva dimensión de justicia y de paz, así como de una cultura más profundamente radicada en el Evangelio ?un hombre nuevo en Jesucristo?.

62 Ojalá que Santo Domingo sea como un nuevo cenáculo en el que los sucesores de los Apóstoles, reunidos en oración junto con la Madre de Cristo, preparen los caminos de la nueva evangelización para toda América. Que en el umbral del tercer milenio los pastores sepan presentar al mundo a Jesucristo, que "ayer como hoy es el mismo, y lo será siempre".

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo dar ahora mi cordial bienvenida a todos los peregrinos de lengua española.

En primer lugar, a las Franciscanas Misioneras de la Madre del Divino Pastor.

Saludo igualmente a la Delegación de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina); así como a los miembros de la Cofradía “Nuestra Señora de Gracia”, de San Lorenzo del Escorial (España), y al grupo de oración de Puerto Rico.

A todos exhorto a ser apóstoles de la nueva evangelización, a la vez que os imparto mi bendición apostólica.







Audiencias 1992 53