Audiencias 1992 62

Miércoles 28 de octubre de 1992

La misión confiada a cada uno de los obispos

1. Los obispos, como sucesores de los Apóstoles, están llamados a participar en la misión que Jesucristo mismo confió a los Doce y a la Iglesia. Nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: «Los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda creatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio de la fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos» (Lumen gentium LG 24).

Según el texto conciliar, es una misión que los obispos «reciben del Señor» y que abarca el mismo ámbito de la misión de los Apóstoles. Compete al «colegio» episcopal en su conjunto, como hemos visto en la catequesis anterior. Pero es necesario agregar que la herencia de los Apóstoles ?como misión y potestad sagrada? se transmite a cada obispo en el ámbito del colegio episcopal. Esto es lo que queremos explicar en la catequesis de hoy recurriendo, sobre todo, a los textos del Concilio que ofrecen, acerca de este tema, las instrucciones más autorizadas y competentes.

63 2. La misión de cada obispo se realiza en un ámbito bien definido. Efectivamente, leemos en el texto conciliar: «Cada uno de los obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal» (Lumen gentium LG 23). Es una cuestión cuya norma se apoya en la «misión canónica» conferida a cada obispo (Lumen gentium LG 24).

En todo caso, la intervención de la autoridad suprema es garantía de que la asignación de la misión canónica se haga no sólo en función del bien de una comunidad local, sino para el bien de toda la Iglesia, con vistas a la misión universal común al Episcopado unido al Sumo Pontífice. Éste es un punto fundamental del «ministerio petrino».

3. La mayoría de los obispos ejerce su misión pastoral en las diócesis. ¿Qué es una diócesis? El decreto conciliar Christus Dominus sobre los obispos responde a esta pregunta del siguiente modo: «La diócesis es una porción del pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la cooperación de sus sacerdotes, de suerte que, adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica» (CD 11).

Así pues, según el Concilio, toda Iglesia particular vive de la vida de la Iglesia universal, que es la realidad fundamental de la Iglesia. Éste es el contenido más importante y más específico de la diócesis, que forma parte de la Iglesia universal, no sólo como porción del pueblo de Dios circunscrito regularmente a un territorio, sino también con características y propiedades particulares, que merecen respeto y estima. En algunos casos se trata de valores de gran importancia y de amplia irradiación en cada uno de los países e, incluso, en la Iglesia universal, como testimonia la historia. Pero se puede decir que siempre y por doquier la variedad de las diócesis contribuye a la riqueza espiritual y a la realización de la misión pastoral de la Iglesia.

4. Leemos también en el Concilio: «Todos y cada uno de los obispos a quienes se ha confiado el cuidado de una Iglesia particular apacientan sus ovejas en el nombre del Señor, bajo la autoridad del Romano Pontífice, como pastores propios, ordinarios e inmediatos de ellas, ejerciendo su oficio de enseñarlas, santificarlas y regirlas» (Christus Dominus CD 11). La jurisdicción de los obispos sobre la grey a ellos confiada es, por tanto, «propia, ordinaria e inmediata». Sin embargo, el buen orden y la unidad de la Iglesia exigen que sea ejercida en íntima comunión con la autoridad del Sumo Pontífice. Por estas mismas razones, los obispos «reconozcan los derechos que competen legítimamente tanto a los patriarcas como a otras autoridades jerárquicas» (Christus Dominus CD 11), según la articulación que históricamente presenta la estructura de la Iglesia en los diversos lugares. Pero, como subraya el Concilio, el hecho más importante y decisivo es que los obispos ejercen la misión pastoral «en nombre del Señor».

5. Considerada en esta perspectiva, la misión de los obispos en su valor institucional, espiritual y pastoral, en relación con las condiciones de las varias categorías del pueblo confiado a ellos, se presenta del siguiente modo: «Atiendan los obispos ?declara el Concilio? a su cargo apostólico como testigos de Cristo ante todos los hombres, proveyendo no sólo a los que siguen al Mayoral de los Pastores, sino consagrándose también con toda su alma a los que de cualquier modo se hubieren desviado del camino de la verdad e ignoran la misericordia saludable, hasta que todos, por fin, caminen en "toda bondad, justicia y verdad" (Ep 5,9) (Christus Dominus CD 11).

Los obispos, por consiguiente, están llamados a ser semejantes al «Hijo del hombre», quien «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), como dijo Jesús durante su visita a la casa de Zaqueo. Esta es la esencia misma de su vocación misionera.

6. Con el mismo espíritu prosigue el Concilio: «Téngase solicitud particular por los fieles que, por la condición de su vida, no pueden gozar suficientemente del cuidado pastoral, común y ordinario de los párrocos, o carecen totalmente de él, como son la mayor parte de los emigrantes, los exiliados y prófugos, los navegantes por mar o aire, los nómadas y otros por el estilo. Promuévanse métodos pastorales adecuados para fomentar la vida espiritual de quienes, por razón de vacaciones, se trasladan temporalmente a otras regiones» (Christus Dominus CD 18). Todas las categorías, todos los grupos, todos los estamentos sociales, es más, cada una de las personas que pertenecen a las articulaciones nuevas y antiguas de la sociedad, entran dentro de la misión pastoral de los obispos, dentro o más allá de las estructuras fijas de sus diócesis, así como los abarca el abrazo universal de la Iglesia.

7. En el cumplimiento de su misión, los obispos se hallan en relación con todas las estructuras de la sociedad y con los poderes que la gobiernan. En este campo están llamados a comportarse conforme a las normas evangélicas de la libertad y la caridad, observadas por los mismos Apóstoles. En todos los casos vale lo que los apóstoles Pedro y Juan dijeron delante del Sanedrín: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Ac 4,19-20). En estas palabras está formulado claramente el principio de acción para los pastores de la Iglesia respecto a las diversas autoridades terrenas, válido para todos los siglos.

El Concilio enseña a este propósito: «En el cumplimiento de su cargo apostólico que mira a la salvación de las almas, los obispos gozan de suyo de plena y perfecta libertad e independencia respecto de cualquier potestad civil. No es licito, por tanto, impedir directa o indirectamente el ejercicio de su cargo eclesiástico, ni prohibirles que se comuniquen libremente con la Sede Apostólica y otras autoridades eclesiásticas y con sus propios súbditos. Sin duda, los sagrados pastores, al consagrarse al cuidado espiritual de su grey, favorecen también realmente el provecho y prosperidad social y civil, uniendo para este fin su acción eficaz con las autoridades públicas, de acuerdo con la naturaleza de su oficio y cual conviene a obispos, e inculcando la obediencia a las leyes justas y el respeto a los poderes legítimamente constituidos» (Christus Dominus CD 19).

8. Hablando de la misión y de las tareas de los obispos, el Concilio aborda también la cuestión de los obispos instituidos como auxiliares del obispo diocesano, «para procurar debidamente el bien de la grey, algunas veces han de ser nombrados obispos auxiliares, porque el obispo diocesano no puede desempeñar por sí mismo, tal como lo pide el bien de las almas, todas las funciones episcopales, ora por la excesiva extensión de la diócesis o el excesivo número de sus habitantes, ora por las peculiares circunstancias del apostolado o por otras causas de distinta índole. Es más, alguna vez, una necesidad especial pide que se nombre un obispo coadjutor en ayuda del propio obispo diocesano» (Christus Dominus CD 25). El obispo coadjutor es nombrado por norma con derecho a sucesión del obispo diocesano en funciones. Pero más allá de la distinción de naturaleza canónica, está el principio al que se refiere el texto conciliar: el «bien de las almas». Todo y siempre se debe disponer y realizar según la «suprema ley» que es la «salvación de las almas».

64 9. Con miras a este bien se explican asimismo las sucesivas leyes conciliares: «Como las necesidades pastorales requieren más y más que determinadas funciones pastorales se rijan y promuevan concordemente, conviene que, en servicio de todas o de varias diócesis de una región o nación determinada, se constituyan algunos organismos que pueden también encomendarse a los obispos» (Christus Dominus CD 42). Quien observa la realidad estructural y pastoral de la Iglesia de hoy en los diferentes países del mundo puede darse cuenta fácilmente de la realización de estas leyes en no pocos organismos creados por los obispos o por la misma Santa Sede antes y después del Concilio, en particular para las actividades misioneras, asistenciales y culturales. Un caso típico y bien conocido es el de la asistencia espiritual a los militares, para la cual el Concilio dispone la institución de especiales ordinarios, según la práctica adoptada por la Sede Apostólica desde hace mucho tiempo: «Como se debe especial solicitud al cuidado espiritual de los soldados por la peculiares condiciones de su vida, eríjase en cada nación, según se pudiere, un vicariato castrense» (Christus Dominus CD 43).

10. En estos nuevos ámbitos de actividad, a menudo complejos y difíciles, pero también en el normal cumplimiento de la misión pastoral en cada una de las diócesis confiadas a ellos, los obispos tienen necesidad de unión y colaboración entre sí, en espíritu de caridad fraterna y solidaridad apostólica, como miembros del colegio episcopal en la realización concreta de sus tareas grandes y pequeñas de cada día. También ésta es una declaración del Concilio: «Señaladamente en los tiempos modernos, no es raro que los obispos no puedan cumplir debida y fructuosamente su cargo si no unen cada día más estrechamente con otros obispos su trabajo concorde y mejor trabado» (Christus Dominus CD 37).

Como se ve, la unión y la colaboración se señalan siempre como el eje central del trabajo pastoral. Se trata de un principio eclesiológico al que tenemos que ser cada vez más fieles si queremos la «edificación del cuerpo de Cristo», tal como la quiso san Pablo (cf. Ep 4,12 Col 2,19 1Co 12,12 ss; Rm 12, 4-5, etc. ) y con él todos los auténticos pastores de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española.

En particular, a los jóvenes de Acción Católica y a la Asociación de Universitarias de Madrid. Igualmente doy mi bienvenida a los peregrinos colombianos de la diócesis de Buga.

A todos os aliento a ser fieles colaboradores del propio Obispo en la misión evangelizadora, a la vez que os imparto con afecto la bendición apostólica.





Noviembre de 1992

Miércoles 4 de noviembre de 1992

Los obispos «heraldos de la fe» en la predicación del Evangelio

(Lectura:
65 2da. carta de san Pablo a Timoteo, capítulo 4, versículos 1-2 y 5) 2Tm 4,1-2 2Tm 4,5

1. El concilio Vaticano II describió la misión de los obispos no sólo como colegio, sino también como pastores asignados personalmente a las diversas diócesis. Queremos considerar ahora los elementos esenciales de esta misión, tal como los expone el mismo concilio. El primer elemento es el de la predicación autorizada y responsable de la palabra de Dios. El Concilio dice: «Entre los principales oficios de los obispos se destaca la predicación del Evangelio» (Lumen gentium LG 25).

Es la primera función de los obispos, a quienes se confía, como a los Apóstoles, la misión pastoral del anuncio de la palabra de Dios. La Iglesia, hoy más que nunca, tiene viva conciencia de la necesidad de la proclamación de la buena nueva, tanto para la salvación de las almas como para la difusión y el establecimiento del propio organismo comunitario y social, y recuerda las palabras de san Pablo: «Pues todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!» (Rm 10,13-15).

2. Por este motivo, el Concilio dice que «los obispos son heraldos de la fe» y que, como tales, hacen que la fe del pueblo de Dios crezca y de fruto (cf. Lumen gentium LG 25).

El Concilio enumera, después, las tareas de los obispos con vistas a esta función principal de ser «heraldos»: proveer a la instrucción religiosa de jóvenes y adultos: predicar la verdad revelada, el misterio de Cristo, en su totalidad e integridad; recordar la doctrina de la Iglesia, especialmente sobre los puntos mas expuestos a dudas o críticas. En efecto, leemos, en el decreto Christus Dominus: «En el ejercicio de su deber de enseñar, anuncien a los hombres el evangelio de Cristo, deber que descuella entre los principales de los obispos, llamándolos a la fe por la fortaleza del Espíritu o afianzándolos en la fe viva; propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuya ignorancia es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que ha sido revelado por Dios para glorificarle, y por eso mismo para alcanzar la bienaventuranza eterna» (CD 12).

El Concilio exhorta, además, a los obispos a presentar esta doctrina de modo adecuado a las necesidades de los tiempos: «Expongan la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los tiempos, es decir, que responda a las dificultades y problemas que agobian y angustian señaladamente a los hombres, y miren también por esa misma doctrina, enseñando a los fieles mismos a defenderla y propagarla» (Christus Dominus CD 13).

3. Entra en el ámbito de la predicación, a la luz del misterio de Cristo, la necesidad de la enseñanza sobre el valor verdadero del hombre, de la persona humana y también de las «cosas terrenas». De hecho, el Concilio recomienda: «Muéstrenles, además, que... las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas se ordenan también a la salvación de los hombres, y, por ende, pueden contribuir no poco a la edificación del cuerpo de Cristo. Enseñen, consiguientemente, hasta qué punto, según la doctrina de la Iglesia, haya de ser estimada la persona humana con su libertad y la vida misma del cuerpo; la familia y su unidad y estabilidad y la procreación y educación de la prole; la sociedad civil con sus leyes y profesiones; el trabajo y el descanso, las artes e inventos técnicos; la pobreza y la abundancia de riquezas; expongan, finalmente, los modos como hayan de resolverse los gravísimos problemas acerca de la posesión, incremento y recta distribución de los bienes materiales, sobre la guerra y la paz y la fraterna convivencia de todos los pueblos» (Christus Dominus CD 12).

Se trata de la dimensión histórico-social de la predicación, y del mismo evangelio de Cristo transmitido por los Apóstoles con su predicación. No hay que maravillarse de que el interés por el aspecto histórico y social del hombre ocupe hoy mayor espacio en la predicación, aunque ésta tiene que realizarse siempre en el ámbito religioso y moral que le es propio. La solicitud por la condición humana, agitada y afligida actualmente en el plano económico, social y político, se traduce en el esfuerzo constante de llevar a los hombres y a los pueblos el auxilio de la luz y de la caridad evangélicas.

4. Los fieles deben responder a la enseñanza de los obispos adhiriéndose a ella con espíritu de fe: «Los obispos ?dice el Concilio?, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto» (Lumen gentium LG 25).

Como se puede ver, el Concilio precisa que la condición esencial del valor y de la obligatoriedad de la enseñanza de los obispos es que estén y hablen en comunión con el Romano Pontífice. Sin duda alguna todo obispo tiene su propia personalidad y propone la doctrina del Señor sirviéndose de las capacidades de que dispone; pero precisamente porque se trata de predicar la doctrina del Señor confiada a la Iglesia, debe mantenerse siempre en comunión de pensamiento y de corazón con la cabeza visible de la Iglesia.

5. Cuando los obispos en la Iglesia enseñan universalmente como definitiva una doctrina de fe o de moral, su magisterio goza de una autoridad infalible. Es otra afirmación del Concilio: «Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aún estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe» (Lumen gentium LG 25).

66 6. El Romano Pontífice, como cabeza del colegio de los obispos, goza personalmente de esta infalibilidad, que trataremos en una próxima catequesis. Por ahora completemos la lectura del texto conciliar acerca de los obispos: «La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el Sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe» (Lumen gentium LG 25).

El Espíritu Santo, que garantiza la verdad de la enseñanza infalible del Cuerpo de los obispos, favorece también con su gracia el asenso a la fe de la Iglesia. La comunión en la fe es obre del Espíritu Santo, alma de la Iglesia.

7. El Concilio afirma también: «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito Revelación... Mas cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos, y la cual es íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la sucesión legítima de los obispos, y especialmente por cuidado del mismo Romano Pontífice, y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente conservada y fielmente expuesta en la Iglesia» (Lumen gentium LG 25).

8. Por último, el Concilio asegura: «El depósito de la Revelación... debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Lumen gentium LG 25).

Todo el Cuerpo de los obispos, por consiguiente, unido al Romano Pontífice tiene la responsabilidad de custodiar constante y fielmente el patrimonio de verdad, que Cristo confió a su Iglesia. Depositum custodi, recomendaba san Pablo a su discípulo Timoteo (1Tm 6,20), a quien había confiado el cuidado pastoral de la Iglesia de Éfeso (cf. 1Tm 1,3). Todos nosotros, obispos de la Iglesia católica, debemos sentir esta responsabilidad. Todos sabemos que, si somos fieles en la custodia de este «depósito», tendremos siempre la posibilidad de conservar integra la fe del pueblo de Dios y asegurarla divulgación de su contenido en el mundo actual y en las generaciones futuras.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española; en particular, al grupo de Religiosas del Sagrado Corazón; al grupo de la Unión Iberoamericana de Padres de Familia y Padres de Alumnos, venidos de España. Saludo igualmente a los peregrinos procedentes de Argentina y de México.

Exhorto a todos a seguir las enseñanzas de vuestros Obispos, a la vez que os imparto con afecto mi bendición apostólica.





Miércoles 11 de noviembre de 1992

Los obispos, administradores de la gracia del supremo sacerdocio

(Lectura:
67 1ra. carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 4, versículos 1-4) 1Co 4,1-4

1. Hablando de las funciones del obispo, el concilio Vaticano II atribuye al obispo mismo un hermoso título, tomado de la oración de consagración episcopal en el rito bizantino: «El obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del orden, es «el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» (Lumen gentium LG 26). Ese es el tema que desarrollaremos en la catequesis de hoy. Está relacionado con el de la catequesis anterior acerca de los «obispos, heraldos de la fe». En efecto, el servicio del anuncio del Evangelio está ordenado al servicio de la gracia de los santos sacramentos de la Iglesia. Como ministro de la gracia, el obispo actúa en los sacramentos el munus sanctificandi, al que se orienta el munus docendi, que realiza en medio del pueblo de Dios que se le ha confiado.

2. En el centro de este servicio sacramental del obispo se encuentra la Eucaristía, «que él mismo celebra o procura que sea celebrada» (Lumen gentium LG 26). Enseña el Concilio: «Toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el obispo, a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la divina Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamento en conformidad con los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, precisadas más concretamente para su diócesis según su criterio» (Lumen gentium LG 26).

Así, el obispo aparece a los ojos de su pueblo sobre todo como el hombre del culto nuevo y eterno a Dios, instituido por Jesucristo con el sacrificio de su cruz y de la última cena; como el sacerdos et pontifex, del que se traduce la figura misma de Cristo, el principal agente del sacrificio eucarístico, que el obispo, y con él el presbítero, realiza in persona Christi (cf. santo Tomás, Summa Theologiae III 78,1 III 82,1); y como el jerarca, que se ocupa de realizar los sagrados misterios del altar, que anuncia y explica con su predicación (cf. Dionisio Pseudo. areopagita, De Ecclesiastica hierarchia, P. III, 7; PG 3, 513; santo Tomás, Summa Theologiae II-II 184,5).

3. En su función de administrador de los misterios sagrados, el obispo es el constructor de la Iglesia como comunión en Cristo, pues la Eucaristía es el principio esencial de la vida, no sólo de los simples fieles, sino también de la misma comunidad en Cristo. Los fieles, reunidos mediante la predicación del evangelio de Cristo, forman comunidades en las que está realmente presente la Iglesia de Cristo, porque encuentran y demuestran su plena unidad en la celebración del sacrificio eucarístico. Leemos en el Concilio: «En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación" (cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III 73,3). En estas comunidades, aunque con frecuencia sean pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica, pues "la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos" (san León Magno, Serm.63, 7; PL 54, 357 c)» (Lumen gentium LG 26).

4. De ahí se sigue que, entre las tareas fundamentales del obispo, se encuentra la de proveer a la celebración eucarística en las diversas comunidades de su diócesis, según las posibilidades de los tiempos y lugares, recordando la afirmación de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53).

Son de todos conocidas las dificultades que se encuentran en muchos territorios, tanto de las nuevas como de las antiguas Iglesias cristianas, para satisfacer esta necesidad, por falta de sacerdotes y por otras razones. Pero eso hace que el obispo, que conoce su propia tarea de organizar el culto de la diócesis, esté aún más atento al problema de las vocaciones y de la sabia distribución del clero de que dispone. Es necesario lograr que el mayor número posible de fieles tenga acceso al cuerpo y a la sangre de Cristo en la celebración eucarística, que culmina en la comunión. Corresponde al obispo preocuparse también de los enfermos o minusválidos, que sólo pueden recibirla Eucaristía en su domicilio o donde se encuentran reunidos para su curación. Entre todas las exigencias del ministerio pastoral, el compromiso de la celebración y de lo que pudiéramos llamar el apostolado de la Eucaristía es el más urgente e importante.

5. Lo que acabamos de decir con respecto a la santísima Eucaristía se puede repetir refiriéndonos al conjunto del servicio sacramental y de la vida sacramental de la diócesis. Como leemos en la constitución Lumen gentium: los obispos «disponen la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, los dispensadores de las sagradas órdenes y los moderadores de la disciplina penitencial y ellos solícitamente exhortan e instruyen a sus pueblos para que participen con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la misa» (Lumen gentium LG 26).

6. En este texto conciliar se establece una distinción entre el bautismo y la confirmación, dos sacramentos cuya diferencia tiene su fundamento en el acontecimiento, narrado por los Hechos de los Apóstoles, según el cual los Doce, aún reunidos en Jerusalén, al escuchar que «Samaria había aceptado la palabra de Dios», enviaron allá a Pedro y a Juan, los cuales «bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (Ac 8,14-17 cf. Ac 1,5 Ac 2,38).

La imposición de las manos por parte de los dos Apóstoles para transmitir el «don del Espíritu» que los Hechos llaman también «don de Dios» (Ac 8,20 cf. Ac 2,38 Ac 10,45 Ac 11,17 cf. Lc Lc 11,9-13), está asimismo en el origen de la tradición de la Iglesia occidental que conserva y reserva al obispo el papel ministerial de la confirmación. Como sucesor de los apóstoles, el obispo es ministro ordinario de este sacramento, y es también su ministro originario, porque el crisma (la materia), que es un elemento esencial del rito sacramental, sólo puede ser consagrado por el obispo.

Por lo que atañe al bautismo, que de forma habitual, el obispo no administra personalmente, es preciso recordar que también este sacramento entra dentro de la reglamentación práctica establecida por él.

68 7. Otra tarea de los obispos es la de ser «dispensadores de las sagradas; órdenes y moderadores de la disciplina penitencial», como dice el Concilio al trazar el cuadro de su responsabilidad pastoral. Cuando ese texto conciliar afirma que el obispo es dispensador de las sagradas órdenes quiere decir que tiene el poder de «ordenar», pero, dado que este poder está vinculado a la misión pastoral del obispo, tiene también, como ya hemos dicho, la responsabilidad de promover el desarrollo de las vocaciones sacerdotales y proveer a la buena disciplina de los candidatos al sacerdocio.

Como moderador de la disciplina penitencial, el obispo regula las condiciones de la administración al sacramento del perdón. De modo particular, recordemos que tiene la tarea de procurar a los fieles el acceso a este sacramento poniendo a su disposición confesores.

8. El Concilio, por último, pone ante los obispos la necesidad de ser ejemplos y modelos de vida cristiana: «deben edificar a sus súbditos con el ejemplo de sus vida, guardando su conducta de todo mal y, en la medida que puedan y con la ayuda de Dios transformándola en bien, para llegar, juntamente con la grey que les ha sido confiada, a la vida eterna» (Lumen gentium
LG 26).

Se trata del ejemplo de una vida plenamente orientada según las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Se trata de toda una manera de vivir y actuar basada en el poder de la gracia divina: un modelo que contagia, que atrae, que persuade, que responde verdaderamente a las recomendaciones de la primera carta de san Pedro: «Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey» (5, 2-3).

9. Es especialmente importante este último punto, que se refiere al desinterés personal, a la solicitud por los pobres, a la entrega total al bien de las almas y de la Iglesia. Es el ejemplo que, según los Hechos de los Apóstoles, daba Pablo, que podría decir de sí mismo: «En todo os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (20, 35). En la segunda carta a los Tesalonicenses escribía también: «Día y noche con fatiga y cansancio trabajamos para no ser una carga a ninguno de vosotros. No porque no tengamos derecho, sino por daros en nosotros un modelo que imitar» (3, 8-9). Y podía, finalmente, exhortar a los Corintios: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (1Co 11,1).

10. Es una misión grande y ardua la del obispo, «administrador de la gracia». No puede cumplirla sin la oración. Concluyamos, pues, diciendo que la vida del obispo está compuesta de oración. No sólo se trata de dar el «testimonio de la oración», sino de una vida interior animada por el espíritu de oración como fuente de todo su ministerio. Nadie es más consciente que el obispo del significado de las palabras de Cristo a los Apóstoles y, a través de ellos, a sus sucesores: «separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Ahora deseo saludar cordialmente a todos los peregrinos de lengua española, en particular, al grupo de sacerdotes españoles de Valencia, ordenados por mí hace diez años.

Saludo igualmente a los grupos de Argentina y Guatemala, así como al coro procedente de México y de Sudamérica.

Aliento a todos a amar al propio Obispo y a colaborar activamente en su ministerio pastoral.

69 Con afecto os imparto mi bendición apostólica.





Miércoles 18 de noviembre de 1992

El servicio pastoral de los obispos

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 20, versículos 28-31) Ac 20,28-31

1. Además del servicio profético y sacramental de los obispos, que hemos analizado en las catequesis precedentes, existe un servicio pastoral, acerca del cual leemos en el concilio Vaticano II: «Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc 22,26 Lc 22,27)» (Lumen gentium LG 27).

Es una enseñanza admirable, que se apoya en este principio fundamental: en la Iglesia la autoridad tiene como finalidad la edificación. Así la concebía san Pablo que, escribiendo a los Corintios, hablaba de «ese poder nuestro que el Señor nos dio para edificación vuestra y no para ruina» (2Co 10,8). Y a los mismos miembros de esa Iglesia tan querida para él les manifestaba la esperanza de no tener que actuar con severidad «conforme al poder que me otorgó el Señor para edificar y no para destruir» (2Co 13,10).

Esta finalidad de edificación exige por parte del obispo paciencia e indulgencia. Se trata de «edificar a su grey en la verdad y en la santidad», como dice el Concilio: verdad de la doctrina evangélica y santidad como la vivió, quiso y propuso Cristo.

2. Se debe insistir en el concepto de «servicio», que se puede aplicar a todo «ministerio» eclesiástico, comenzando por el de los obispos. Sí, el episcopado es más un servicio que un honor. Y, si es también un honor, lo es cuando el obispo, sucesor de los Apóstoles, sirve con espíritu de humildad evangélica, a ejemplo del Hijo del hombre, que advierte a los Doce: «el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22,26). «El que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,44-45 cf. Mt 20,27-28).

3. En el decreto Christus Dominus, el Concilio añade: «En el ejercicio de su oficio de padre y pastor sean los obispos en medio de los suyos como los que sirven; buenos pastores, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para con todos, y a cuya autoridad, conferida, desde luego, por Dios, todos se someten de buen grado. De tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» (CD 16).

4. A esta luz del servicio como «buenos pastores» se debe entender la autoridad que el obispo posee como propia, aunque esté siempre sometida a la del Sumo Pontífice. Leemos en la constitución Lumen gentium que «Esta potestad que personalmente ejercen (los obispos) en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia y pueda ser circunscrito dentro de ciertos límites con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27).


Audiencias 1992 62