Audiencias 1994 28

28 c) hacer progresar a toda la sociedad y la creación. El trabajo adquiere, por consiguiente, una dimensión histórico-escatológica e incluso cósmica, pues tiene como objetivo contribuir a mejorar las condiciones materiales de la vida y del mundo, ayudando a la humanidad a alcanzar, por este camino, las metas superiores a las que Dios la llama. El progreso actual hace más evidente esa verdad: el trabajo tiene como finalidad una mejora a escala universal. Pero queda mucho por hacer para adecuar el trabajo a estos fines queridos por el mismo Creador;

d) imitar a Cristo, con caridad efectiva. Volveremos sobre este punto.

4. Siempre a la luz del libro del Génesis, según el cual Dios instituyó y ordenó el trabajo dirigiéndose a la primera pareja humana (cf.
Gn 1,27-28), adquiere todo su significado la intención de muchos hombres y muchas mujeres que trabajan para el bien de su familia. El amor al cónyuge y a los hijos, que inspira e impulsa a la mayor parte de los seres humanos al trabajo, confiere a este trabajo una mayor dignidad, y hace más fácil y agradable su realización, incluso aunque sea muy fatigoso.

A este respecto, conviene hacer notar que también en la sociedad contemporánea, donde está vigente el principio del derecho de los hombres y las mujeres al trabajo retribuido, se ha de reconocer y apreciar el valor del trabajo no directamente lucrativo de muchas mujeres que, se dedican a las necesidades de la casa y de la familia. Es un trabajo que también hoy tiene una importancia fundamental para la vida de la familia y para el bien de la sociedad.

5. Baste aquí haber aludido a este aspecto de la cuestión, para pasar a un punto que trató el Concilio, el cual menciona «trabajos, muchas veces fatigosos» (Lumen gentium LG 41), en los que, también hoy, se cumplen las palabras bíblicas: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gn 3,19). Como escribí en la encíclica Laborem exercens, «esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo saben los hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente pesadas [...]. Lo saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa de trabajo intelectual [...]. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento por parte de la sociedad y' de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga y la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos» (LE 9).

Aquí se encuentra la dimensión ética, pero también ascética, que la Iglesia enseña a reconocer en él trabajo, porque, precisamente por la fatiga que implica, exige las virtudes del valor y la paciencia, y por tanto puede convertirse en camino hacia la santidad.

6. Precisamente en virtud de la fatiga que implica, el trabajo se manifiesta más claramente como un compromiso de colaboración con Cristo en la obra redentora. Su valor, ya constituido por la participación en la obra creadora de Dios, asume luz nueva si se lo considera como participación en la vida y la misión de Cristo. No podemos olvidar que, en la Encarnación, el Hijo de Dios, que se hizo hombre por nuestra salvación, también se dedicó rudamente al trabajo común. Jesucristo aprendió de José el oficio de carpintero y lo ejerció hasta el comienzo de su misión pública. En Nazaret, Jesús era conocido como «el hijo del carpintero»,(Mt 13,55) o como «el carpintero» (Mc 6,3). También por esta razón resulta muy natural que en sus palabras se refiera al trabajo profesional de los hombres o al trabajo doméstico de las mujeres, como expliqué en la encíclica Laborem exercens (LE 26), y que manifieste su estima por los trabajos más humildes. Y es un aspecto importante del misterio de su vida el hecho de que, como Hijo de Dios, Jesús haya podido y querido conferir una dignidad suprema al trabajo humano. Con manos humanas y con capacidad humana, el Hijo de Dios trabajó, como nosotros y con nosotros, hombres de la necesidad y de la fatiga diaria.

7. A la luz y a ejemplo de Cristo, el trabajo asume para los creyentes su más alta finalidad, vinculada al misterio pascual. Después de haber dado ejemplo de un trabajo semejante al de tantos otros trabajadores, Jesús realizó la obra más elevada para la que había sido enviado: la Redención, que culminó en el sacrificio salvífico de la cruz. En el Calvario, Jesús, por, obediencia al Padre, se ofrece a sí mismo por la salvación universal.

Pues bien, los trabajadores están invitados a unirse al trabajo del Salvador. Como dice el Concilio, pueden y deben imitar, «en su activa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en los trabajos manuales y que continúan trabajando en unión con el Padre para la salvación de todos» (Lumen gentium LG 41). Así, el valor salvífico del trabajo, vislumbrado de alguna manera también en el ámbito de la filosofía y la sociología durante los últimos siglos, se manifiesta, a un nivel mucho más alto, como participación en la obra sublime de la Redención.

8. Por eso precisamente, el Concilio afirma que todos pueden ascender, «mediante su mismo trabajo diario, a una más alta santidad, incluso con proyección apostólica» (ib.). En esto estriba la elevada misión de los trabajadores, no sólo llamados a cooperar en la edificación de un mundo material mejor, sino también en la transformación espiritual de la realidad humana y cósmica que hizo posible el misterio pascual.

Las molestias y los sufrimientos procedentes de la fatiga del trabajo mismo o de las condiciones sociales en que se realiza, en virtud de la participación en el sacrificio redentor de Cristo, adquieren así fecundidad sobrenatural para todo el género humano. También en este caso valen las palabras de san Pablo: «La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8,22-23). Esta certeza de fe, en la visión histórica y escatológica del Apóstol, funda su afirmación, llena de esperanza: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8,18).

Saludos

29 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a los fieles de la parroquia María Auxiliadora de San Salvador y a la peregrinación procedente de México.

En este tiempo de Pascua, y en el gozo de Jesús Resucitado, imparto a todos con gran afecto la bendición apostólica.



Miércoles 27 de abril de 1994

Dignidad y apostolado de los que sufren

(Lectura:
2da. carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 4,
versículos 16 y siguientes) 2Co 4,16

1. La realidad del sufrimiento está desde siempre ante los ojos y, a menudo, en el cuerpo, en el alma y en el corazón de cada uno de nosotros. Fuera del área de la fe, el dolor ha constituido siempre el gran enigma de la existencia humana. Pero desde que Jesús, con su pasión y muerte, redimió al mundo, se abrió una nueva perspectiva: mediante el sufrimiento se puede progresar en la entrega y alcanzar el grado más elevado del amor (cf. Jn 13,1), gracias a aquel que «nos amó y se entregó por nosotros» (Ep 5,2). Como participación en el misterio de la cruz, el sufrimiento puede ahora aceptarse y vivirse como colaboración en la misión salvífica de Cristo. El concilio Vaticano II afirmó esta convicción de la Iglesia sobre la unión especial que tienen con Cristo paciente por la salvación del mundo todos los que se encuentran atribulados ú oprimidos (cf. Lumen gentium LG 41)

Jesús mismo, al proclamar las bienaventuranzas, tuvo en cuenta todas las manifestaciones del sufrimiento humano: los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son despreciados por la sociedad o son perseguidos injustamente. También nosotros, al contemplar el mundo, descubrimos mucha miseria, con múltiples formas, antiguas y nuevas: los signos del sufrimiento se ven por doquier. Por eso, hablemos de ellos en esta catequesis, tratando de descubrir mejor el plan de Dios que guía a la humanidad por un camino tan doloroso y el valor salvífico que el sufrimiento, al igual que el trabajo, tiene para la humanidad entera.

30 2. En la cruz se manifestó a los cristianos el «evangelio del sufrimiento» (Salvifici doloris, 25). Jesús reconoció en su sacrificio el camino establecido por el Padre para la redención de la humanidad, y lo recorrió. También anunció a sus discípulos que se asociarían a ese sacrificio: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará» (Jn 16,20). Pero esa predicción no queda aislada, no se agota en sí misma, porque se completa con el anuncio de que el dolor se transformará en gozo: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20). En la perspectiva redentora, la pasión de Cristo se orienta hacia la Resurrección. Así pues, también los están asociados al misterio de la cruz, para participar, con gozo, en el misterio de la Resurrección.

3. Por este motivo, Jesús no duda en proclamar la bienaventuranza de los que sufren: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados... Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,5 Mt 5,10-12). Sólo se puede entender esta bienaventuranza si se admite que la vida humana no se limita al tiempo de la permanencia en la tierra, sino que se proyecta hacia el gozo perfecto y la plenitud de vida en el más allá. El sufrimiento terreno, cuando se acepta con amor, es como una fruta amarga que encierra la semilla de la vida nueva, el tesoro de la gloria divina que será concedida al hombre en la eternidad. Aunque el espectáculo de un mundo lleno de males y enfermedades de todo tipo es con frecuencia muy lastimoso, en él se esconde la esperanza de un mundo superior de caridad y de gracia. Se trata de una esperanza, que se funda en la promesa de Cristo. Apoyados en ella, los que sufren unidos a él en la fe experimentan ya en esta vida un gozo que puede parecer humanamente inexplicable. En efecto, el cielo comienza en la tierra; la bienaventuranza, por decir así, es anticipada en las bienaventuranzas. «En las personas santas ?decía santo Tomás de Aquino? se da un comienzo de la vida bienaventurada» (Summa Theol., I-II 69,2; cf. II-II 8,7).

4. Otro principio fundamental de la fe cristiana es la fecundidad del sufrimiento y, por tanto, la invitación, hecha a todos los que sufren, a unirse a la ofrenda redentora de Cristo. El sufrimiento se convierte así en ofrenda, en oblación: como aconteció y acontece en tantas almas santas. Especialmente los que se hallan oprimidos por sufrimientos morales, que pudieran parecer absurdos, encuentran en los sufrimientos morales de Jesús el sentido de sus pruebas, y entran con él en Getsemaní. En él encuentran la fuerza para aceptar el dolor con santo abandono y confiada obediencia a la voluntad del Padre. Y sienten que brota en su corazón la oración de Getsemaní: «No sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Se identifican místicamente con el deseo de Jesús en el momento de su detención: «La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» (Jn 18,11). En Cristo encuentran también el valor para ofrecer sus dolores por la salvación de todos los hombres, pues ven en la ofrenda del Calvario la fecundidad misteriosa de todo sacrificio, según el principio enunciado por Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).

5. La enseñanza de Jesús es confirmada por el apóstol Pablo, que tenía una conciencia muy viva de que en su vida debía participar en la pasión de Cristo y de que así podía contribuir al bien de la comunidad cristiana. Gracias a la unión con Cristo en el sufrimiento, podía decir que completaba en sí mismo lo que faltaba a los padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col Col 1,24). Convencido de la fecundidad de su unión con la pasión redentora, afirmaba: «la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida» (2Co 4,12). A san Pablo no lo desalentaban las tribulaciones de su vida de apóstol; al contrario, afianzaban su esperanza y su confianza, porque sabía que la pasión de Cristo era manantial de vida: «Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación. Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra» (2Co 1,5-6). Contemplando ese modelo, los discípulos de Cristo comprenden mejor la lección del Maestro, la vocación a la cruz, con vistas al pleno desarrollo de la vida de Cristo en su existencia personal y de la misteriosa fecundidad en beneficio de la Iglesia.

6. Los . discípulos de Cristo tienen el privilegio de entender el evangelio del sufrimiento, que ha tenido un valor salvífico, al menos implícito, en todos los tiempos, porque «a través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial» (Salvifici doloris, 26). Quien sigue a Cristo, quien acepta la teología del dolor de san Pablo, sabe que al sufrimiento va unida una gracia preciosa, un favor divino, aunque se trate de una gracia que para nosotros sigue siendo un misterio, porque se esconde bajo las apariencias de un destino doloroso. Ciertamente, no es fácil descubrir en el sufrimiento el auténtico amor divino, que, mediante el sufrimiento aceptado, quiere elevar la vida humana al nivel del amor salvífico de Cristo. Ahora bien, la fe nos lleva a aceptar este misterio y, a pesar de todo, infunde paz y alegría en el alma de quien sufre. A veces se llega a decir, con san Pablo: «Estoy llenó de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2Co 7,4).

7. Quien revive el espíritu de oblación de Cristo es impulsado a imitarlo también en la ayuda a los demás que sufren. Jesús alivió los innumerables sufrimientos humanos que lo rodeaban. Es un modelo perfecto también en esto. Asimismo, nos dio el mandamiento del amor mutuo, que implica la compasión y la ayuda recíproca. En la parábola del buen samaritano, Jesús enseña la iniciativa generosa en favor de los que sufren, y reveló su presencia en todos los que padecen necesidad y dolor, pues todo acto de caridad hacia los que sufren es hecho a Cristo mismo (cf. Mt 25,35-40).

A todos los que me escucháis quisiera dejaros como conclusión las palabras de Jesús: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Eso significa que el sufrimiento, destinado a santificar a los que sufren, también está destinado a santificar a los que les proporcionan ayuda y consuelo. Estamos siempre en el centro del misterio de la cruz salvífica.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato dar mi cordial bienvenida a todos los visitantes de lengua española; en particular al Señor Obispo de San Justo (Argentina), Monsenor Jorge Meinvielle, y a sus diocesanos.

Deseo saludar también a los peregrinos de Panamá, Ecuador y Estados Unidos. De España, saludo con afecto al grupo de sacerdotes que realizan un curso de formación permanente en el Colegio Español.

31 Saludo igualmente a las Hermanas de María Reparadora y al Colegio de la Purísima de Alcira.

A todos os exhorto a ser portadores de esperanza y consuelo para los que sufren, a la vez que os imparto mi bendición apostólica.



Junio de 1994

Miércoles 1 de junio de 1994



Queridísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial bienvenida a todos vosotros, que os habéis congregado en la plaza de San Pedro para esta audiencia general un poco especial, con la cual reanudo los encuentros semanales con los peregrinos.

Comienza hoy el mes de junio, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, ese Corazón divino que fue atravesado por la lanza en la cruz, para que fluyesen de él tesoros de gracia para todos los hombres. Es como una fuente perenne, de la que todo creyente y la Iglesia entera extraen energías siempre nuevas de fe, esperanza y caridad.

La devoción al Corazón de Cristo es inseparable de la Eucaristía, sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor, cuya fiesta solemne se celebra precisamente mañana. Aquí en Roma tendrá lugar la tradicional . y sugestiva procesión desde San Juan de Letrán hasta Santa María la Mayor.

En el resto de Italia la celebración se traslada al domingo próximo. Los fieles italianos están viviendo una semana bajo el signo de la Eucaristía. Efectivamente, en estos días se está celebrando, en Siena, el congreso eucarístico nacional, que se concluirá el domingo próximo. Invito a todos los cristianos, especialmente a las familias, a formar un solo corazón y una sola alma y a elevar al Padre su acción de gracias por el don inestimable del cuerpo y de la sangre del Señor, que en la cultura y el arte, y sobre todo en la vida de los santos y de las santas de este amado país nuestro, de esta Italia, ha hallado expresiones verdaderamente admirables.

A la vez que os deseo a todos que acojáis, como María santísima, la fuerza vivificante del amor de Dios, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo a vuestros seres queridos, a los niños, a los enfermos y a los que sufren.

Saludos

32 Saludo a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En este inicio del mes de junio, consagrado al Corazón de Jesús, les imparto con gran afecto la bendición apostólica.



Miércoles 8 de junio de 1994



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Pasado mañana celebraremos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Es una fiesta litúrgica que irradia una peculiar tonalidad espiritual sobre todo el mes de junio. Es importante que en los fieles siga viva la sensibilidad ante el mensaje que de ella brota: en el Corazón de Cristo el amor de Dios salió al encuentro de la humanidad entera.

Se trata de un mensaje que, en nuestros días, cobra una actualidad extraordinaria. En efecto, el hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al contrario, su dimensión instintiva, mientras que el centro de la persona no es ni la pura razón, ni el puro instinto. El centro de la persona es lo que la Biblia llama «el corazón».

Al final del siglo XX, parece ya superada la incredulidad de corte iluminista, que dominó durante mucho tiempo. Las personas, experimentan una gran nostalgia de Dios, pero dan la impresión de haber perdido el camino del santuario interior en donde es preciso acoger su presencia: ese santuario es precisamente el corazón, donde la libertad y la inteligencia se encuentran con el amor del Padre que está en los cielos.

El Corazón de Cristo es la sede universal de la comunión con Dios Padre, es la sede del Espíritu Santo. Para conocer a Dios, es preciso conocer a Jesús y vivir en sintonía con su Corazón, amando, como él, a Dios y al prójimo.

2. La devoción al Sagrado Corazón, tal como se desarrolló en la Europa de hace dos siglos, bajo el impulso de las experiencias místicas de santa Margarita María Alacoque, fue la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita misericordia de Dios. Hoy, a la humanidad reducida a una sola dimensión o, incluso, tentada de ceder a formas de nihilismo, si no teórico por lo menos práctico, la devoción al Corazón de Jesús le ofrece una propuesta de auténtica y armoniosa plenitud en la perspectiva de la esperanza que no defrauda.

Hace más o menos un siglo, un conocido pensador denunció la muerte de Dios. Pues bien, precisamente del Corazón del Hijo de Dios, muerto en la cruz, ha brotado la fuente perenne de la vida que da esperanza a todo hombre. Del Corazón de Cristo crucificado nace la nueva humanidad, redimida del pecado. El hombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la civilización del amor.

Os invito, por tanto, amadísimos hermanos y hermanas, a mirar con confianza al Sagrado Corazón de Jesús y a repetir a menudo, sobre todo durante este mes de junio: ¡Sacratísimo Corazón de Jesús, en ti confío!

Saludos

33 ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con esta ferviente jaculatoria, en este mes dedicado al Corazón de Jesús, deseo saludar a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, presentes en este encuentro.

Os imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Miércoles 15 de junio de 1994

Eficacia apostólica de la enfermedad en la perspectiva de la fe y de la salvación

1. En la catequesis anterior hablamos de la dignidad de los que sufren y del apostolado que pueden realizar en la Iglesia. Hoy reflexionaremos, más en particular, sobre los enfermos, porque las pruebas a las que está sometida la salud son hoy, como en el pasado, de notable importancia en la vida humana. La Iglesia no puede menos de sentir en su corazón la necesidad de la cercanía y la participación en este misterio doloroso que asocia a tantos hombres de todo tiempo al estado de Jesucristo durante su pasión.

En el mundo todos padecen algún quebranto en su salud, pero algunos más que otros, como los que sufren una enfermedad permanente, o se hallan sometidos, por alguna irregularidad o debilidad corporal, a muchas molestias. Basta entrar en los hospitales para descubrir el mundo de la enfermedad, el rostro de una humanidad que gime y sufre. La Iglesia no puede por menos de ver y ayudar a ver en este rostro los rasgos del Christus patiens; no puede por menos de recordar el designio divino que guía esas vidas, en una salud precaria, hacia una fecundidad de orden superior. No puede por menos de ser una Ecclesia compatiens: con Cristo y con todos los que sufren.

2. Jesús manifestó su compasión para con los enfermo, revelando la gran bondad y ternura de su corazón, que le llevó a socorrer a las personas que sufrían en su alma y en su cuerpo, también con su poder de hacer milagros. Por eso, realizaba numerosas curaciones, hasta el punto de que los enfermo acudían a Él para obtener los beneficios de su poder taumatúrgico. Como dice el evangelista Lucas, grandes muchedumbres iban no sólo para oírlo, sino también para «ser curados de sus enfermedades» (Lc 5,15). Con su empeño por librar del peso de la enfermedad a los que se acercaban a Él, Jesús nos deja vislumbrar la especial intención de la misericordia divina con respecto a ellos: Dios no es indiferente ante los sufrimientos de la enfermedad y da su ayuda a los enfermos, en el plan salvífico que el Verbo encarnado revela y lleva a cabo en el mundo.

3. En efecto, Jesús considera y trata a los enfermos en la perspectiva de la obra de salvación que el Padre le mandó realizar. Las curaciones corporales forman parte de esa obra de salvación y, al mismo tiempo, son signos de la gran curación espiritual que brinda a la humanidad. Unos manifiesta de forma muy clara esa intención superior cuando a un paralítico, presentado ante Él para obtener la curación, le otorga ante todo el perdón de sus pecados; luego, conociendo las objeciones interiores de algunos escribas y fariseos presentes acerca del poder exclusivo de Dios al respecto, declara: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados; ?dice al paralítico?: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mc 2,10-11).

En este; como en otros muchos casos, Jesús con el milagro quiere demostrar su poder de librar al alma humana de sus culpas, purificándola. Cura a los enfermos con miras a ese don superior, que ofrece a todos los hombres, es decir: la salvación espiritual (cf. Catecismo de la Iglesia Católica CEC 549). Los sufrimientos la enfermedad no pueden hacernos olvidar que para toda persona tiene mucha más importancia la salvación espiritual.

34 4. En esta perspectiva de salvación, Jesús pide, por tanto, la fe en su poder de Salvador. En el caso del paralítico, que acabamos de recordar, Jesús responde a la fe de las cuatro personas que le llevaron al enfermo: «Viendo la fe de ellos», dice san Marcos (Mc 2,5).

Al padre fiel epiléptico le exige la fe, diciendo «Todo es posible para quien cree» (Mt 9,23). Admira la fe del centurión: «Anda, que te suceda cono has creído» (Mt 8,13), y la de la cananea: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15,28). El milagro hecho e favor del ciego Bartimeo lo atribuye a la fe «Tu fe te ha salvado» (Mc 10,52) Palabras semejantes dirige a la hemorroísa: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5,34).

Jesús quiere inculcar la idea de que la fe en él, suscitada por el deseo de la curación, está destinada a procurar la salvación que cuenta más: la salvación espiritual. De los episodios evangélicos citados se deduce que la enfermedad como un tiempo de fe más intensa y, por consiguiente, como un tiempo de santificación y de acogida más plena y más consciente de la salvación que viene de Cristo. Es una gran gracia recibir esa luz sobre la verdad profunda de la enfermedad.

5. El evangelio atestigua que Jesús asoció a sus Apóstoles, a su poder de curar a los enfermos (cf. Mt 10,1); más aún, en su despedida antes de la Ascensión, les aseguró que en las curaciones realizarían uno de los signos de la verdad de la predicación evangélica (cf. Mc 16,17-20). Se trataba de llevar el Evangelio a todas las gentes del mundo, entre dificultades humanamente insuperables. Por eso, se explica que en los primeros tiempos de la Iglesia se produjeran numerosas curaciones milagrosas, destacadas por los Hechos de los Apóstoles (cf. 3, 1-10; 8, 7; 9, 33-35; 14, 8-10; 28, 8-10). Tampoco en los tiempos sucesivos faltaron las curaciones consideradas milagrosas, como lo testimonien las fuentes históricas y biográficas autorizadas y la documentación de los procesos de canonización. Se sabe que la Iglesia es muy exigente al respecto. Eso responde a un deber de prudencia. Pero, a la luz de la historia, no se pueden negar muchos casos que en todo tiempo demuestran la intervención extraordinaria del Señor en favor de los enfermos. La Iglesia, sin embargo, a pesar de contar siempre con esas formas de intervención, no se siente dispensada del esfuerzo diario por socorrer y curar a los enfermos, tanto con las instituciones caritativas tradicionales, como con las modernas organizaciones de los servicios sanitarios.

6. En efecto, en la perspectiva de la fe, la enfermedad asume una nobleza superior y manifiesta una eficacia particular como ayuda al ministerio apostólico. En este sentido la Iglesia no duda en declarar que tiene necesidad de los enfermos y de su oblación al Señor para obtener gracias más abundantes para la humanidad entera. Si a la luz del Evangelio la enfermedad puede ser un tiempo de gracia, un tiempo en que el amor divino penetra más profundamente en los que sufren, no cabe duda que, con su ofrenda, los enfermos se santifican y contribuyen a la santificación de los demás.

Eso vale, en particular para los que se dedican al servicio de los enfermos. Dicho servicio, al igual que la enfermedad, es un camino de santificación. A lo largo de los siglos, ha sido una manifestación de la caridad de Cristo, que es precisamente la fuente de la santidad.

Es un servicio que requiere entrega, paciencia y delicadeza, así como una gran capacidad de compasión y comprensión, sobre todo porque, además de la curación bajo el aspecto estrictamente sanitario, hace falta llevar a los enfermos también el consuelo moral, como sugiere Jesús: «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36).

7. Todo ello contribuye a la edificación del cuerpo de Cristo en la caridad, tanto por la eficacia de la oblación de los enfermos, como por el ejercicio de las virtudes en los que los curan o visitan. Así se hace realidad el misterio de la Iglesia madre y ministra de la caridad. Así la han representado algunos pintores, como Piero della Francesca: en el Políptico de la misericordia, pintado en 1448 y conservado en Borgo San Sepolcro, representa a la Virgen María, imagen de la Iglesia, en el momento de extender su manto para proteger a los fieles, que son los débiles, los miserables, los desahuciados, el pueblo, el clero y las vírgenes consagradas, como los enumeraba el obispo Fulberto de Chartres en una homilía escrita en el año 1208.

Debemos esforzarnos por lograr que nuestro humilde y afectuoso servicio a los enfermos participe en el de la Iglesia, nuestra madre, cuyo modelo perfecto es María (cf. Lumen gentium LG 64-65), para un ejercicio eficaz de la terapia del amor.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

35 La Iglesia se acerca a los que sufren en el cuerpo o en el espíritu con la misma caridad y ternura que Cristo tuvo con ellos. Los enfermos que El sanó son signo de la gran curación espiritual que trajo a la humanidad, es decir, la liberación del pecado. Por eso, con su pasión, Cristo ayuda a cada enfermo a aceptar los propios dolores y molestias y a ofrecerlos por la salvación de los demás.

Con todo afecto saludo a los peregrinos de lengua española y les imparto mi bendición, extensiva especialmente a sus familiares enfermos.





Miércoles 22 de junio de 1994

Dignidad y misión de la mujer cristiana

1. En las catequesis sobre la dignidad y el apostolado de los laicos en la Iglesia, hemos expuesto el pensamiento y los proyectos de la Iglesia válidos para todos los fieles, tanto hombres como mujeres. Pero ahora queremos considerar más en particular el papel de la mujer cristiana, no sólo por la importancia que siempre han tenido las mujeres en la Iglesia, sino también por las esperanzas que en ellas se ponen y se deben poner para el presente y para el futuro. Muchas voces se han elevado en nuestro tiempo para pedir el respeto de la dignidad personal de la mujer y el reconocimiento de una efectiva igualdad de derechos con respecto al hombre, a fin de brindarle la plena posibilidad de desempeñar su misión en todos los sectores y en todos los niveles de la sociedad.

La Iglesia considera el movimiento, llamado de emancipación o liberación o promoción de la mujer, a la luz de la doctrina revelada sobre la dignidad de la persona humana, sobre el valor de las diversas personas, tanto mujeres como hombres, ante el Creador y sobre la misión que se atribuye a la mujer en la obra de la salvación. Así pues, la Iglesia piensa que, en realidad, el reconocimiento del valor de la mujer tiene como fuente última la conciencia cristiana del valor de toda persona. Esa conciencia, estimulada por el desarrollo de las condiciones socioculturales e iluminada por el Espíritu Santo, lleva a comprender cada vez mejor las intenciones del designio divino contenido en la Revelación. Y debemos esforzarnos por estudiar esas intenciones divinas sobre todo en el Evangelio, tratando del valor de la vida de los laicos, y en particular del de las mujeres, a fin de favorecer su contribución a la obra de la Iglesia para la difusión del mensaje evangélico y para la llegada del reino de Dios.

2. En la perspectiva de la antropología cristiana, toda persona humana tiene su dignidad; y la mujer, como persona, no tiene una dignidad menor que la del hombre. Ahora bien, con demasiada frecuencia la mujer es considerada como objeto a causa del egoísmo masculino, que se ha manifestado de muchas formas en el pasado y se sigue manifestando también en nuestros días. En la situación actual intervienen múltiples razones de índole cultural y social, que es preciso analizar con serena objetividad; pero no es difícil descubrir en ellas también el influjo de una tendencia al predominio y a la prepotencia, que ha encontrado y encuentra sus víctimas especialmente en las mujeres y en los niños. Por lo demás, el fenómeno ha sido y es también más general: tiene origen, como escribí en la Christifideles laici, en «aquella injusta y demoledora mentalidad que considera al ser humano como una cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés egoísta o del solo placer» (CL 49).

Los laicos cristianos están llamados a luchar contra todas las formas que asuma esa mentalidad, incluso cuando se exprese en espectáculos y publicidad, encaminados a acentuar la carrera frenética al consumo. Pero también las mujeres deben contribuir a lograr el respeto a su persona, sin rebajarse a ninguna forma de complicidad con lo que va contra su dignidad.

3. Siempre sobre la base de la misma antropología, la doctrina de la Iglesia enseña que es preciso sacar con coherencia todas las consecuencias que derivan del principio de la igualdad de la mujer con respecto al hombre, en la dignidad personal y en los derechos humanos fundamentales. La Biblia nos deja vislumbrar esa igualdad. A este respecto, puede ser interesante notar que en la redacción más antigua de la creación de Adán y Eva (cf. Gn 2,4-25) la mujer es creada por Dios de la costilla del hombre, y está puesta al lado del hombre como otro yo con quien él, de manera diferente a la de cualquier otra realidad creada, pueda dialogar de igual a igual. En esta perspectiva se coloca el otro relato de la creación (cf. Gn 1,26-28), en el que se afirma inmediatamente que el hombre creado a imagen de Dios es varón y mujer. «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gn 1,27 cf. Mulieris dignitatem MD 6). Así se manifiesta la diferencia de sexos, pero sobre todo su necesaria complementariedad. Se podría decir que al autor sagrado, en definitiva, le interesaba afirmar que la mujer, al igual que el hombre, lleva en sí la semejanza con Dios, y que fue creada a imagen de Dios en lo que es específico de su persona de mujer y no sólo en lo que tiene de común con el hombre. Se trata de una igualdad en la diversidad (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 369). Así pues, para la mujer la perfección no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer: su perfección, que es también un secreto de afirmación y de relativa autonomía, consiste en ser mujer, igual al hombre pero diferente. En la sociedad civil, y también en la Iglesia, se deben reconocer la igualdad y la diversidad de las mujeres.

4. Diversidad no significa una oposición necesaria y casi implacable. En el mismo relato bíblico de la creación, se afirma la cooperación del hombre y de la mujer como condición del desarrollo de la humanidad y de su obra de dominación sobre el universo: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1,28). A la luz de este mandato del Creador, la Iglesia sostiene que «el matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos» (Christifideles laici CL 40). En un plano más general, digamos que la instauración del orden temporal debe brotar de la cooperación del hombre y de la mujer.

5. Pero el texto siguiente del Génesis muestra asimismo que en el designio divino la cooperación del hombre y de la mujer debía realizarse, en un nivel superior, en la perspectiva de la asociación del nuevo Adán y de la nueva Eva. En efecto, en el protoevangelio (cf. Gn 3,15) la enemistad se establece entre el demonio y la mujer. Como primera enemiga del maligno, la mujer es la primera aliada de Dios (cf. Mulieris dignitatem MD 11). En esa mujer podemos reconocer, a la luz del Evangelio, a la Virgen María. Pero en ese texto podemos leer también una verdad que atañe a las mujeres en general: por una elección gratuita de Dios, han sido llamadas a desempeñar un papel de primer plano en la alianza divina. De hecho eso se puede apreciar en las figuras de tantas santas, verdaderas heroínas del reino de Dios; pero también la historia y la cultura humana muestran la obra de la mujer al servicio del bien.


Audiencias 1994 28