Audiencias 1994 36

36 6. En María se revela plenamente el valor atribuido en el plan divino a la persona y a la misión de la mujer. Para convencerse de ello, basta reflexionar en el valor antropológico de los aspectos fundamentales de la mariología: María está tan llena de gracia desde el primer instante de su existencia, que fue preservada del pecado. Resulta evidente que el favor divino se concedió con abundancia a la bendita entre todas las mujeres, y de María se refleja también en la condición de la mujer, excluyendo cualquier inferioridad (cf. Redemptoris Mater RMA 7-11).

Además, María está implicada en la alianza definitiva de Dios con la humanidad. Tiene la misión de dar su consentimiento, en nombre de la humanidad a la venida del Salvador. Esta misión supera todas las reivindicaciones de los derechos de la mujer, incluso las más recientes: María intervino de modo excelso y humanamente impensable en la historia de la humanidad y con su consentimiento contribuyó a la transformación de todo el destino humano.

Es más: María cooperó al desarrollo de la misión de Jesús, tanto al darlo a luz, al educarlo y acompañarlo en sus años de vida oculta, como después, durante los años de su ministerio público, al apoyar de modo discreto su acción, comenzando en Caná, donde obtuvo la primera manifestación del poder milagroso del Salvador: como dice el Concilio, fue María quien «suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías» (Lumen gentium LG 58).

Sobre todo, María cooperó con Cristo a la obra redentora, no sólo preparando a Jesús para su misión, sino también uniéndose a su sacrificio para la salvación de todos (cf. Mulieris dignitatem MD 3-5).

7. La luz de María puede difundirse, también hoy, sobre el mundo femenino, e iluminar los antiguos y nuevos problemas de la mujer, ayudando a todos a comprender su dignidad y a reconocer sus derechos. Las mujeres reciben una gracia especial; la reciben para vivir en la alianza con Dios según su dignidad y su misión. Están llamadas a unirse a su manera ?una manera que es excelente? a la obra redentora de Cristo. A las mujeres les corresponde desempeñar un gran papel en la Iglesia. Se percibe de modo muy claro a la luz del Evangelio y de la sublime figura de María.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A vosotros, peregrinos y visitantes de lengua española, os di rijo mi mas afectuoso saludo.

Nuestra reflexión en nuestro encuentro de hoy quiere centrarse en la dignidad y misión de la mujer cristiana. A la luz del Evangelio y de la excelsa figura de María, la Iglesia exalta el papel de mujer cristiana, madre, esposa, miembro activo de la comunidad eclesial.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.





Julio de 1994

37

Miércoles 6 de julio de 1994

Las mujeres en el Evangelio

1. Cuando se habla de la dignidad y de la misión de la mujer según la doctrina y el espíritu de la Iglesia, hay que tener presente el Evangelio, a cuya luz el cristiano ve, examina y juzga todo.

En la anterior catequesis hemos proyectado la luz de la Revelación sobre la identidad y el destino de la mujer, presentando como signo a la Virgen María, según las indicaciones del Evangelio. Ahora bien, en esa fuente divina encontramos otros signos de la voluntad de Cristo acerca de la mujer. Habla de ella con respeto y bondad, manifestando con su intención acogerla y pedirle que se comprometa en la instauración del reino de Dios en el mundo.

2. Podemos recordar, ante todo, los numerosos casos de curación de mujeres (cf. Mulieris dignitatem MD 13). Y las otras ocasiones en que Jesús revela su corazón de Salvador, lleno de ternura en los encuentros con quienes sufren, sean hombres o mujeres. «No llores», le dice a la viuda de Naím (Lc 7,13). Y luego le devuelve a su hijo resucitado. Este episodio permite vislumbrar cuál debía de ser el sentimiento íntimo de Jesús hacia su madre, María, en la perspectiva dramática de la participación en su pasión y muerte. Jesús habla también con ternura a la hija muerta de Jairo: «Muchacha, a ti te digo, levántate». Y, después de haberla resucitado, ordena que le den de comer (cf. Mc 5,41 Mc 5,43). Asimismo, manifiesta su simpatía por la mujer encorvada, a la que cura: y, en este caso, con su alusión a Satanás, nos hace pensar también en la salvación espiritual que ofrece a esa mujer (cf. Lc 13,10-17).

3. En otras páginas del Evangelio se expresa la admiración de Jesús por la fe de algunas mujeres. Por ejemplo, en el caso de la hemorroísa, a la que dice: «Tu fe te ha salvado» (Mc 5,34). Es un elogio que tiene gran valor, porque la mujer había sido objeto de la segregación impuesta por la ley antigua. Jesús libera a la mujer también de esa opresión social. A su vez, la cananea merece esta alabanza de Jesús: «Mujer, grande es tu fe» (Mt 15,28). Se trata de un elogio que tiene un significado muy especial, si pensamos que se dirige a una extranjera para el mundo de Israel. Podemos recordar también la admiración que Jesús siente por la viuda que da su óbolo para el tesoro del templo (cf. Lc 21,1-4); y su aprecio por el servicio que recibe de María en Betania (cf. Mt 26,6-13 Mc 14,3-9 Jn 12,1-8), cuyo gesto, como él mismo anuncia, se conocerá en todo el mundo.

4. También en sus parábolas Jesús presenta comparaciones y ejemplos tomados del mundo femenino, a diferencia del midrash de los rabinos, donde sólo aparecen figuras masculinas. Jesús se refiere tanto a las mujeres como a los hombres. Si se hace una comparación, podríamos decir que las mujeres quizá tienen ventaja. Esto significa, por lo menos, que Jesús quiere evitar incluso la apariencia de que a la mujer se la considere inferior.

Más aún: Jesús abre la puerta de su reino tanto a las mujeres como a los hombres. Al abrirla a las mujeres, quiere abrirla a los niños. Cuando dice: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mc 10,14), reacciona contra la actitud de sus discípulos, que querían impedir a las mujeres presentar sus hijos al Maestro. Se podría decir que da razón a las mujeres y a su amor por los niños.

Numerosas mujeres acompañan a Jesús en su ministerio, lo siguen y lo sirven a él, así como a la comunidad de sus discípulos (cf. Lc Lc 8,1-3). Es un hecho nuevo con respecto a la tradición judía. Jesús, que atrajo a esas mujeres para que lo siguieran, manifiesta también así que superó los prejuicios difundidos en su ambiente, como en buena parte del mundo antiguo, sobre la inferioridad de la mujer. Su lucha contra las injusticias y la prepotencia le llevó también a esa eliminación de las discriminaciones entre las mujeres y los hombres en su Iglesia (cf. Mulieris dignitatem MD 13).

5. No podemos menos de añadir que el Evangelio destaca la benevolencia de Jesús también hacia algunas pecadoras, a las que pide arrepentimiento, pero sin reprenderlas por sus faltas, entre otras cosas porque dichas faltas implican la corresponsabilidad del hombre. Algunos episodios son muy significativos: a la mujer que va a la casa del fariseo Simón (cf. Lc 7,36-50) no sólo le perdona sus pecados, sino que también la elogia por su amor, a la samaritana la transforma en mensajera de la nueva fe (cf. Jn 4, 7?37); a la mujer adúltera, además de perdonarla, la invita a no pecar más (cf. Jn 8,3-11 Mulieris dignitatem MD 14). Es evidente que Jesús rechaza el mal, el pecado, no importa quién lo cometa; pero ¡cuánta comprensión muestra hacia la fragilidad humana y cuánta bondad hacia el que ya sufre a causa de su miseria espiritual y, más o menos conscientemente, busca en él al Salvador!

6. Por último, el Evangelio testimonia que Jesús invita expresamente a las mujeres a cooperar en su obra salvífica. No sólo admite que lo sigan para ponerse a su servicio y al de la comunidad de sus discípulos, sino que también les pide otras formas de compromiso personal. Así, a Marta le pide mayor empeño en la fe (cf. Jn 11,26-27): y ella, respondiendo a la invitación del Maestro, hace su profesión de fe antes de la resurrección de Lázaro. Después de la Resurrección, a las mujeres piadosas que habían ido al sepulcro y a María Magdalena les confió la tarea de transmitir su mensaje a los Apóstoles (cf. Mt 28,8-10 Jn 20,17-18): «Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo para los propios Apóstoles” (Catecismo de la Iglesia católica CEC 641). Son señales bastante elocuentes de su deseo de hacer participar también a las mujeres en el servicio del Reino.

38 7. Esta actitud de Jesús se explica teológicamente por su deseo de unificar a la humanidad. Como dice san Pablo, Cristo quiso reconciliar a todos los hombres, mediante su sacrificio, «en un solo cuerpo» y hacer de todos «un solo hombre nuevo» (Ep 2,15 Ep 2,16), de modo que «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).

Esta es la conclusión de nuestra catequesis: si Jesucristo ha reunido al hombre y a la mujer en la igualdad de su condición de hijos de Dios, los compromete a ambos en su misión, pero sin suprimir la diversidad, sino eliminando toda desigualdad injusta y reconciliando a todos en la unidad de la Iglesia.

8. La historia de las primeras comunidades cristianas atestigua la gran contribución que las mujeres dieron a la evangelización, comenzando por «Febe, nuestra hermana como la llama san Pablo; diaconisa de la Iglesia de Cencreas [...]. Ella ?dice? ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo» (Rm 16,1-2). Me complace rendir homenaje aquí a su memoria y a la de tantas colaboradoras de los Apóstoles en Cencreas, en Roma y en todas las comunidades cristianas. Junto con ellas recordamos y exaltamos también a todas las demás mujeres ? religiosas y laicas ? que a lo largo de los siglos han dado testimonio del Evangelio y han transmitido la fe, ejerciendo un gran influjo en la creación de un clima cristiano en la familia y en la sociedad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas de lengua española

Me es muy grato dirigiros mi más cordial saludo de bienvenida a este encuentro en el que reflexionamos sobre la dignidad y misión de la mujer según la doctrina y el espíritu de la Iglesia, a la luz del Evangelio, en donde vemos numerosos episodios en los que Jesús alaba la fe da algunas mujeres. El Señor, no solamente supera el prejuicio cultural de su tiempo discriminatorio de la mujer, sino que las llama expresamente a colaborar en la obra salvífica.

A todas las personas, familias, y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la bendición apostólica





Miércoles 13 de julio de 1994

Los amplios espacios de acción de la mujer en la Iglesia

1. En la Iglesia todos los seguidores de Cristo pueden y deben ser miembros activos en virtud del bautismo y la confirmación, y los casados, en virtud del mismo sacramento del matrimonio. Pero quiero destacar hoy algunos puntos relacionados con el compromiso de la mujer que, ciertamente, está llamada a dar su contribución personal ?dignísima e importantísima? a la misión de la Iglesia.

La mujer, participando, como todos los fieles del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, manifiesta sus aspectos específicos, correspondientes y adecuados a la personalidad femenina; y precisamente por esta razón recibe algunos carismas, que abren caminos concretos a su misión.

39 2. No puedo repetir aquí cuanto he escrito en la carta apostólica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988) y en la exhortación apostólica Christifideles laici (30 de diciembre de 1988) sobre la dignidad de la mujer y los fundamentos antropológicos y teológicos de la condición femenina. He hablado allí de su participación en la vida de la sociedad humana y cristiana y en la misión de la Iglesia, en relación con la familia, la cultura y los diferentes estados de vida, los varios sectores en los que se realiza la actividad humana y las diversas experiencias de alegría y dolor, salud y enfermedad, éxito y fracaso, presentes en la vida de todos.

Según el principio enunciado por el Sínodo de 1987 y recogido por la Christifideles laici (
CL 51), «las mujeres participen en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultaciones y en la elaboración de las decisiones». De ahí que las mujeres tengan la posibilidad de participar en los varios consejos pastorales diocesanos y parroquiales, así como en los sínodos diocesanos y en los concilios particulares. Más aún, según la propuesta del Sínodo, las mujeres «deben ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civil» (Christifideles laici CL 51). En todos estos campos la intervención de mujeres preparadas puede dar una gran contribución de sabiduría y moderación, de valentía y entrega, de espiritualidad y fervor para el bien de la Iglesia y de la sociedad.

3. En todo el compromiso eclesial de la mujer puede y debe reflejarse la luz de la revelación evangélica, según la cual una mujer, como representante del género humano, fue llamada a dar su consenso a la encarnación del Verbo. El relato de la Anunciación sugiere esta verdad, cuando nos enseña que sólo después del fiat mihi de María, que aceptaba ser la madre del Mesías, «el ángel, dejándola, se fue» (Lc 1,38). El ángel había cumplido su misión: podía llevar a Dios el sí de la humanidad, pronunciado por María de Nazaret.

Siguiendo el ejemplo de María, a la que Isabel poco tiempo después proclama bendita por haber creído (cf. Lc 1,42), y recordando que también a Marta, antes de resucitar a Lázaro, Jesús le pide una profesión de fe (cf. Jn 11,26), la mujer cristiana se sentirá llamada de modo singular a profesar y a testimoniar su fe. La Iglesia necesita testigos decididos, coherentes y fieles que, ante las dudas y la incredulidad tan frecuentes en muchos sectores de la sociedad actual, muestren su adhesión a Cristo, siempre vivo, con sus palabras y sus obras.

No podemos olvidar que, según el relato evangélico, el día de la resurrección de Jesús las mujeres fueron las primeras en testimoniar esta verdad, afrontando las dudas y, quizá, cierto escepticismo de los discípulos, que no querían creer pero que, al final, compartieron su fe. También en aquel momento se manifestaba la naturaleza más intuitiva de la inteligencia de la mujer, que la hace más abierta a la verdad revelada y más capaz de captar el significado de los hechos y aceptar el mensaje evangélico. A lo largo de los siglos han sido innumerables las prueba de esta capacidad y de esta prontitud.

4. La mujer tiene una aptitud particular para transmitir la fe y, por eso, Jesús recurrió a ella para la evangelización. Así sucedió con la samaritana, a la que Jesús encuentra en el pozo de Jacob y elige para la primera difusión de la nueva fe en territorio no judío. El evangelista anota que, después de haber aceptado personalmente la fe en Cristo, la samaritana se apresura a comunicarla a los demás, con entusiasmo pero también con la sencillez que favorece el consenso de fe: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?» (Jn 4,29). La samaritana, pues, se limita a formular una pregunta y atrae a sus paisanos hacia Jesús, con la humildad sincera que acompaña la comunicación del maravilloso descubrimiento que ha hecho.

En su actitud pueden vislumbrarse las cualidades típicas del apostolado femenino también en nuestro tiempo: la iniciativa humilde, el respeto a las personas, sin la pretensión de imponer un modo de ver, y la invitación a repetir su experiencia, como camino para llegar a la convicción personal de la fe.

5. Es preciso observar que, en la familia, la mujer tiene la posibilidad y la responsabilidad de la transmisión de la fe en la primera educación de los hijos. De modo peculiar, le corresponde la tarea gozosa de llevarlos a descubrir el mundo sobrenatural. La comunión profunda que la une a ellos le permite orientarlos eficazmente hacia Cristo.

Sin embargo, esta tarea de transmisión de la fe por parte de la mujer no está destinada a realizarse sólo en el ámbito de la familia, sino - como se lee en la Christifideles laici - «también en los más diversos lugares educativos y, en términos más amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción de la palabra de Dios, su comprensión y su comunicación, también mediante el estudio, la investigación y la docencia teológica» (CL 51). Se trata de alusiones al papel que la mujer desempeña en el campo de la catequesis, que ha ganado hoy espacios amplios y diversos, algunos de los cuales eran impensables en tiempos pasados.

6. Además, la mujer tiene un corazón comprensivo, sensible y compasivo, que le permite conferir un estilo delicado y concreto a la caridad. Sabemos que ha habido siempre en la Iglesia numerosas mujeres ? religiosas y laicas, madres de familia y solteras ? que se han dedicado a aliviar los sufrimientos humanos. Han escrito páginas maravillosas de entrega a las necesidades de los pobres, de los que sufren, de los enfermos, de los minusválidos y de todos los que ayer eran ?y a menudo aún lo son hoy? abandonados o rechazados por la sociedad. ¡Cuántos nombres suben del corazón a los labios incluso cuando se quiere hacer sólo una simple alusión a esas figuras heroicas de la caridad, ejercida con tacto y habilidad completamente femenina, en las familias en los institutos, en los casos de males físicos, y con personas que eran víctimas de la angustia moral, la opresión y la explotación! Nada de esto escapa a la mirada divina y también la Iglesia lleva en su corazón los nombres y las experiencias ejemplares de tantas nobles representantes de la caridad, que a veces inscribe en el catálogo de sus santos.

7. Por último, un campo significativo del apostolado femenino en la Iglesia es el de la animación de la liturgia. La participación femenina en las celebraciones, generalmente más numerosa que la masculina, muestra el compromiso en la fe, la sensibilidad espiritual, la inclinación a la piedad y la adhesión de la mujer a la oración litúrgica y a la Eucaristía.

40 En esta cooperación de la mujer con el sacerdote y con los otros fieles en la celebración eucarística, podemos ver proyectada la luz de la cooperación de la Virgen María con Cristo, en la Encarnación y en la Redención. Ecce arcilla Domini: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María es el modelo de la mujer cristiana en el espíritu y en la actividad, que dilata en el mundo el misterio del Verbo encarnado y redentor.

Jesús confió la continuación de su obra redentora en la Iglesia al ministerio de los Doce y de sus colaboradores y sucesores. No obstante, junto a ellos quiso la cooperación de las mujeres, como lo demuestra el hecho de haber asociado a María a su obra. Más específicamente, manifestó esa intención con la elección de María Magdalena como pregonera del primer mensaje del Resucitado a los Apóstoles. Es una colaboración que aparece ya al comienzo de la evangelización, y se ha repetido luego muchísimas veces, desde los primeros siglos cristianos, ya sea como actividad educativa o escolar, ya como compromiso de apostolado cultural, o de acción social, o de colaboración con las parroquias, las diócesis y las diferentes instituciones católicas. En todo caso, la luz de la Ancilla Domini, y de las otras mujeres ejemplares, que el Evangelio ha inmortalizado, resplandece en el ministerio de la mujer. Aunque a muchas no las conocemos, de ninguna de ellas se olvida Cristo, quien, al referirse a María de Betania, que habla derramado sobre su cabeza aceite perfumado, afirmó: «Dondequiera que se proclame esta buena nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho» (Mt 26,13).

Agradezco al Señor que me haya permitido celebrar hoy un nuevo encuentro en esta sala.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española, de modo especial a los de Argentina. De España, saludo a los grupos parroquiales y a las peregrinaciones diocesanas de Segorbe–Castellón y de Tenerife, así como a los coros presentes.

Os imparto a todos con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 20 de julio de 1994

La grandeza eminente de la maternidad

1. Aunque a la mujer se le abran espacios de trabajo profesional en la sociedad y de apostolado en la Iglesia, nada podrá equipararse nunca con la eminente dignidad que le corresponde por su maternidad, cuando la vive en todas sus dimensiones. Vemos que María, modelo de la mujer, cumplió la misión a la que fue llamada en la economía de la Encarnación y de la Redención por el camino de la maternidad.

En la carta apostólica Mulieris dignitatem (MD 17), he subrayado que la maternidad de María fue asociada de modo excepcional a su virginidad, de manera que es también el modelo de las mujeres que consagran su virginidad a Dios (cf. Mulieris dignitatem MD 17). Cuando tratemos de la vida consagrada, podremos volver a este tema de la virginidad dedicada al Señor. En esta catequesis, continuando la reflexión sobre el papel de los laicos en la Iglesia, deseo, más bien, considerar la aportación de la mujer a la comunidad humana y cristiana mediante la maternidad.

41 El valor de la maternidad fue elevado a su grado más alto en María, madre del eterno Verbo-Dios, que se hizo hombre en su seno virginal. Por esta maternidad, María es parte esencial del misterio de la Encarnación. Además, por su unión con el sacrificio redentor de Cristo, se ha convertido en madre de todos los cristianos y de todos los hombres. También desde este punto de vista resplandece el valor que se atribuye a la maternidad en el plano divino, y que halla su expresión singular y sublime en María, pero que, desde esa cumbre suprema, puede verse reflejado en toda maternidad humana.

2. Tal vez hoy, más que nunca, es necesario revalorizar la idea de la maternidad, que no es una concepción arcaica, propia de los comienzas mitológicos de la civilización. Aunque se multipliquen y aumenten las ocupaciones de la mujer, todo en ella ?fisiología, psicología, hábitos casi connaturales, así como sentimiento moral, religioso e, incluso, estético? muestra y exalta su aptitud, su capacidad y su misión de engendrar un nuevo ser. Ella está más preparada que el hombre para la función generativa. En virtud del embarazo y del parto, está unida más íntimamente a su hijo, sigue más de cerca todo su desarrollo, es más inmediatamente responsable de su crecimiento y participa más intensamente en su alegría, en su dolor y en sus riesgos en la vida.
Aunque es verdad que la tarea de la madre debe coordinarse con la presencia y la responsabilidad del padre, la mujer desempeña el papel más importante al comienzo de la vida de todo ser humano. Es un papel en el que resalta una característica esencial de la persona humana, que no está destinada a cerrarse en sí misma, sino a abrirse y a entregarse a los demás. Es lo que afirma la constitución Gaudium et spes, según la cual el ser humano «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo» (
GS 24). Esta orientación hacia los demás es esencial para la persona, en virtud de la altísima fuente de caridad trinitaria de la que nace el hombre. Y la maternidad constituye un momento culminante de esa orientación personalista y comunitaria.

3. Por desgracia, debemos constatar que el valor de la maternidad ha sido objeto de contestaciones y críticas. La grandeza que se le atribuye tradicionalmente ha sido presentada como una idea retrógrada, un fetiche social. Desde un punto de vista antropológico-ético, algunos la han considerado un límite impuesto al desarrollo de la personalidad femenina, una restricción de la libertad de la mujer y de su deseo de tener y realizar otras actividades. Así, muchas mujeres se sienten impulsadas a renunciar a la maternidad no por otras razones de servicio y, en definitiva, de maternidad espiritual, sino para poder dedicarse a un trabajo profesional. Muchas, incluso, reivindican el derecho a suprimir en sí mismas la vida de un hijo mediante el aborto, como si el derecho que tienen sobre su cuerpo implicara un derecho de propiedad sobre su hijo concebido. En alguna ocasión, a una madre que ha preferido afrontar el riesgo de perder la vida se la ha acusado de locura o egoísmo y, en todo caso, se ha hablado de atraso cultural.

Son aberraciones en las que se manifiestan los terribles efectos del hecho de haberse alejado del espíritu cristiano, que es capaz de garantizar y de reconstruir también los valores humanos.

4. La concepción de la personalidad y de la comunión humana que se deduce del Evangelio no permite aprobar la renuncia voluntaria a la maternidad por el simple deseo de conseguir ventajas materiales o satisfacciones en el ejercicio de determinadas actividades. En efecto, eso constituye una deformación de la personalidad femenina, destinada a la propagación connatural mediante la maternidad.

De igual forma, la unión matrimonial no puede agotarse en el egoísmo de dos personas: el amor que une a los esposos tiende a propagarse en su hijo y a transformarse en amor de los padres a su hijo, como lo testimonia la experiencia de muchas parejas de los siglos pasados y también de nuestro tiempo: parejas que, en el fruto de su amor, han hallado el camino para fortalecerse y afianzarse, y, en ciertos casos, para recuperarse y volver a empezar.

Por otra parte, la persona del hijo, aunque acabe de ser concebido, ya goza de derechos que se deben respetar. El niño no es un objeto del que su madre puede disponer, sino una persona a la que debe dedicarse, con todos los sacrificios que la maternidad implica, pero también con las alegrías que proporciona (cf. Jn 16,21).

5. Así pues, también en las condiciones psico-sociales del mundo contemporáneo, la mujer está llamada a tomar conciencia del valor de su vocación a la maternidad, como afirmación de su dignidad personal, como capacidad y aceptación de la expansión de sí misma en nuevas vidas, y, a la luz de la teología, como participación en la actividad creadora de Dios (cf. Mulieris dignitatem MD 18). Esta participación es más intensa en la mujer que en el hombre, en virtud de su papel especifico en la procreación. Como leemos en el libro del Génesis, la conciencia de ese privilegio hace que Eva diga después de su primer parto: «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gn 4,1). Y, puesto que la maternidad es por excelencia una contribución a la propagación de la vida, en el texto bíblico a Eva se la llama «la madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Este apelativo nos lleva a pensar que en Eva ?y en toda madre? se realiza la imagen de Dios, que, como proclamaba Jesús, «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27).

A la luz de la revelación bíblica y cristiana, la maternidad aparece como una participación en el amor de Dios hacia los hombres: amor que, según la Biblia, tiene también un aspecto materno de compasión y misericordia (cf. Is 49,15 Dt 32,11 Ps 86,15 etc. ).

6. Junto con la maternidad que se ejerce en la familia, existen muchas otras formas admirables de maternidad espiritual, no sólo en la vida consagrada, de la que hablaremos a su tiempo, sino también en todos los casos en que vemos a mujeres comprometidas, con dedicación materna, en el cuidado de los niños huérfanos, los enfermos, los abandonados, los pobres, los desventurados; y en las numerosas iniciativas y obras suscitadas por la caridad cristiana. En estos casos se hace realidad, de forma magnífica, el principio, fundamental en la pastoral de la Iglesia, de la humanización de la sociedad contemporánea. Verdaderamente «la mujer parece tener una específica sensibilidad ?gracias a la especial experiencia de su maternidad? por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida» (Christifideles laici CL 51). No es, pues, exagerado definir lugar-clave el que la mujer ocupa en la sociedad y en la Iglesia.

Saludos

42 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con todo afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de participantes en el Curso Internacional de Formadores de “ Regnum Christi ”, a los postulantes de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, a la Cooperativa “ Caja Rural Católica ” de Villareal de los Infantes (Castellón) que ha venido a Roma para celebrar el 75 aniversario de su fundación, así como a los componentes del Coro Femenino de la ciudad de Morón, en Argentina, y a las peregrinación procedentes de las archidiócesis de Toledo y Madrid, y de la diócesis de Plasencia.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 27 de julio de 1994

La maternidad en el ámbito del sacerdocio universal de la Iglesia

1. La mujer participa en el sacerdocio común de los fieles (cf. Lumen gentium LG 10) de muchas formas, pero especialmente con su maternidad: no sólo con la maternidad espiritual, sino también con la que muchas mujeres eligen como su función natural propia, con vistas a la concepción, la generación y la educación de sus hijos: Dar al mundo un hombre.

Es una tarea que, en el ámbito de la Iglesia, incluye una elevada vocación y se transforma en una misión, con la inserción de la mujer en el sacerdocio común de los fieles.

2. En tiempos bastante recientes ha venido afirmándose, también en el ámbito católico, la reivindicación del sacerdocio ministerial por parte de algunas mujeres. Es una reivindicación que, en realidad, se basa en un supuesto insostenible, pues el ministerio sacerdotal no es una función a la que se tenga acceso sobre la base de criterios sociológicos o de procedimientos jurídicos, sino sólo por obediencia a la voluntad de Cristo. Ahora bien, Jesús confió sólo a varones la tarea del sacerdocio ministerial. Aunque invitó a algunas mujeres a que lo siguieran, pidiéndoles que cooperaran con él, no llamó o admitió a ninguna de ellas a formar parte del grupo al que confiaría el sacerdocio ministerial en la Iglesia. Su voluntad queda manifiesta en el conjunto de su comportamiento, al igual que en algunos gestos significativos, que la tradición cristiana ha interpretado constantemente como indicaciones que hay que seguir.

3. En efecto, los evangelios muestran que Jesús no envió jamás a las mujeres en misiones de predicación, como hizo con el grupo de los Doce, que eran todos varones (cf. Lc 9,1-6), y también con los 72, entre los que no se menciona la presencia de ninguna mujer (cf. Lc 10,1-20).

Sólo a los Doce Jesús da la autoridad sobre el reino: «Dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22,29). Sólo a los Doce confiere la misión y el poder de celebrar la eucaristía en su nombre (cf. Lc 22,19): esencia del sacerdocio ministerial. Sólo a los Apóstoles, después de su resurrección, da el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20,22-23) y de emprender la obra de evangelización universal (cf. Mt 28,18-20 Mc 16,16-18).

43 Los Apóstoles y los otros responsables de las primeras comunidades cumplieron la voluntad de Cristo, comenzando la tradición cristiana que, desde entonces, ha estado siempre vigente en la Iglesia. He sentido el deber de reafirmar esta tradición con la reciente carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (22 de mayo de 1994), declarando que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n. 4). Aquí está en juego la fidelidad al ministerio pastoral, tal como fue instituido por Cristo. Es lo que afirmaba ya Pío XII, que, al declarar que «ningún poder compete a la Iglesia sobre la sustancia de los sacramentos, es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en el signo sacramental», concluía que la Iglesia debe aceptar como normativa «su práctica de conferir sólo a varones la ordenación sacerdotal» (cf. AAS 40 [1948], p. 5).

4. No se puede poner en tela de juicio el valor permanente y normativo de esta práctica diciendo que la voluntad manifestada por Cristo se debía a la mentalidad vigente en su época y a los prejuicios difundidos entonces, como también después, en detrimento de la mujer. En realidad, Jesús, no se amoldó nunca a una mentalidad desfavorable para la mujer; al contrario, reaccionó contra la desigualdad debida a la diferencia de los sexos: al llamar a mujeres para que lo siguieran, demostró que superaba las costumbres y la mentalidad de su ambiente. Si reservaba el sacerdocio ministerial para los varones, lo hacía con toda libertad, y en sus disposiciones y opciones no había ninguna actitud desfavorable con respecto a las mujeres.

5. Si tratamos de comprender el motivo por el que Cristo reservó para los varones la posibilidad de tener acceso al ministerio sacerdotal, podemos descubrirlo en el hecho de que el sacerdote representa a Cristo mismo en su relación con la Iglesia. Ahora bien, esta relación es de tipo nupcial: Cristo es el esposo (cf.
Mt 9,15 Jn 3,29 Jn 2 Col Jn 11,2 Ep 5,25), y la Iglesia es la esposa (cf. 2Co 11,2 Ep 5,25-27 Ep 5,31-32 Ap 19,7 Ap 21,9). Así pues, para que la relación entre Cristo y la Iglesia se exprese válidamente en el orden sacramental, es indispensable que Cristo esté representado por un varón. La distinción de los sexos es muy significativa en este caso, y desconocerla equivaldría a menoscabar el sacramento. En efecto, el carácter específico del signo que se utiliza es esencial en los sacramentos. El bautismo se debe realizar con el agua que lava; no se puede realizar con aceite, que unge, aunque el aceite sea más costoso que el agua. Del mismo modo, el sacramento del orden se celebra con los varones, sin que esto cuestione el valor de las personas. De esta forma, se puede comprender la doctrina conciliar, según la cual los presbíteros, ordenados «de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza de la Iglesia», (Presbyterorum ordinis PO 2), «ejercen el oficio de Cristo, cabeza y pastor, según su parte de autoridad» (Presbyterorum ordinis PO 6).

También en la carta apostólica Mulieris dignitatem se explica el porqué de la elección de Cristo, conservada fielmente por la Iglesia católica en sus leyes y en su disciplina (cf. nn. 26-27).

6. Por lo demás, conviene notar que la verdadera promoción de la mujer consiste en promoverla en lo que le es propio y le conviene en su condición de mujer, es decir, de criatura diferente del varón, llamada a ser también ella, lo mismo que el varón, modelo de personalidad humana. Ésta es la emancipación correspondiente a las indicaciones y a las disposiciones de Jesús, que quiso atribuir a la mujer una misión propia, según su diversidad natural respecto al varón.

En el cumplimiento de esta misión se abre el camino para el desarrollo de una personalidad de mujer que puede ofrecer a la humanidad y, en particular a la Iglesia, un servicio según sus cualidades.

7. Por consiguiente, podemos concluir afirmando que Jesús, al no atribuir el sacerdocio ministerial a la mujer, no la puso en situación de inferioridad, no la privó de un derecho que le correspondería y no violó la igualdad de la mujer con el varón, sino que, por el contrario, reconoció y respetó su dignidad. Cuando instituyó el ministerio sacerdotal para varones, no quiso conferirles una superioridad sino llamarlos a un servicio humilde, según el servicio cuyo modelo fue el Hijo del hombre (cf. Mc 10,45 Mt 20,28). Destinando a la mujer para una misión que correspondiera a su personalidad, elevó su dignidad y reafirmó su derecho a una originalidad propia también en la Iglesia.

8. El ejemplo de María, madre de Jesús, completa la demostración del respeto a la dignidad de la mujer en la misión que se le confía en la Iglesia.

María no fue llamada al sacerdocio ministerial. Sin embargo, la misión que recibió no tenía menos valor que un ministerio pastoral; al contrario, era muy superior. Recibió una misión materna en grado excelso: ser madre de Jesucristo y, por tanto, Theotókos, Madre de Dios. Misión que se dilatará en su maternidad con respecto a todos los hombres en el orden de la gracia.

Lo mismo puede decirse de la misión de maternidad que muchas mujeres realizan en la Iglesia (cf. Mulieris dignitatem MD 47). Cristo las sitúa a la luz admirable de María, que resplandece en la cúspide de la Iglesia y de la creación.

Saludos

44 Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar a todos los visitantes de lengua española, de modo especial a los participantes en el curso para rectores y formadores de Seminarios, y a las religiosas capitulares de las Misioneras Hijas del Calvario.

De España, saludo a las Hijas de la Virgen Dolorosa y a la parroquia San Juan y San Miguel, de Antequera; también doy mi bienvenida a los peregrinos mexicanos, paraguayos y venezolanos.

Os imparto a todos con afecto la bendición apostólica.






Audiencias 1994 36