Audiencias 1994 44

Agosto de 1994

Miércoles 3 de agosto de 1994

Matrimonio y familia en el apostolado

1. Hemos destacado el papel de la mujer en la Iglesia. Desde luego, no es menos importante el del hombre. La Iglesia necesita la colaboración de ambos para cumplir su misión. El ámbito fundamental en que se manifiesta esa colaboración es la vida matrimonial, la familia, "expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona" (Christifideles laici CL 40).

El concilio Vaticano II, reconociendo que "una misma es la santidad que se cultiva en los múltiples géneros de vida y ocupaciones", cita expresamente el matrimonio como camino de santidad: "Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella" (Lumen gentium LG 41).

Así pues, son dos los aspectos esenciales del camino de los esposos y de la familia: la santificación en la unión de amor fiel y la santificación en la fecundidad, con el cumplimiento de la tarea de educar cristianamente a sus hijos

Hoy queremos reflexionar en el camino de santidad propio de los cristianos casados y, por tanto, de la mayor parte de los fieles. Es un camino importante, pero alterado hoy por influjo de ciertas corrientes de pensamiento, alimentadas por el hedonismo tan difundido en toda la sociedad.

45 2. Recordemos la hermosa afirmación del Concilio, según la cual el matrimonio es un camino de santidad, porque está destinado a ser "símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella".

Según esta visión eclesiológica, el amor de Cristo es fuente y fundamento del amor que une a los esposos. Conviene subrayar que se trata del verdadero amor conyugal, y no sólo de un impulso instintivo. Hoy, a menudo se exalta tanto la sexualidad, que se ofuscó la naturaleza profunda del amor. Ciertamente también la vida sexual tiene su valor real, que no se puede subestimar, pero se trata de un valor limitado, que no basta para fundar la unión matrimonial, la cual, por su naturaleza, se basa en el compromiso total de la persona. Toda sana psicología y filosofía del amor está de acuerdo en este punto. También la doctrina cristiana pone de manifiesto las cualidades del amor punitivo de las personas, y proyecta sobre él una luz superior, elevándolo en virtud del sacramento al nivel de la gracia y de la comunicación del amor divino por parte de Cristo. En este sentido, san Pablo dice del matrimonio: "Gran misterio es éste" (
Ep 5,32), en relación a Cristo y a la Iglesia. Para el cristiano, este misterio teológico es el fundamento de la ética del matrimonio, del amor conyugal e incluso de la vida sexual: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ep 5,25).

La gracia y el vínculo sacramental hacen que como símbolo y participación del amor dé Cristo-Esposo, la vida conyugal sea, para los esposos cristianos, el camino de su santificación y, al mismo tiempo, para la Iglesia un estimulo eficaz para reavivar la comunión de amor que la distingue. Como dice el Concilio, los esposos "contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad" (Lumen gentium LG 41).

3. El Concilio presenta y explica las exigencias de ese noble amor de los cónyuges cristianos. Al afirmar que deben sostenerse mutuamente, subraya el carácter altruista de su amor: un amor que se manifiesta en la ayuda recíproca y en la entrega generosa. Hablando de una "fidelidad en el amor... a lo largo de toda la vida", el Concilio atrae la atención hacia la fidelidad como compromiso que se funda en la fidelidad absoluta de Cristo Esposo. La referencia a ese compromiso siempre necesaria, resulta más urgente ante uno de los grandes males de la sociedad contemporánea: la extendida plaga del divorcio, con las graves consecuencias que implica tanto para los esposos como para sus hijos. Con el divorcio, el marido y la mujer se infligen una herida profunda, incumpliendo su palabra y rompiendo un vínculo vital. Al mismo tiempo, perjudican a sus hijos. ¡Cuántos niños sufren por el alejamiento de su padre o de su madre! Es preciso repetir a todos que Jesucristo, con su amor absolutamente fiel, da a los esposos cristianos la fuerza necesaria para la fidelidad y los hace capaces de resistir a la tentación, tan difundida y seductora hoy, de la separación.

4. Hay que recordar también que, dado que el amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia es un amor redentor, el amor de los cónyuges cristianos se convierte en participación activa en la redención.

La redención está vinculada a la cruz, y esto ayuda a comprender y a valorar el significado de las pruebas, que ciertamente nunca faltan en la vida de todas las parejas, pero que en el plan divino están destinadas a afianzar el amor y a proporcionar una fecundidad mayor a la vida conyugal. Jesucristo, lejos de prometer un paraíso terrestre a sus seguidores que se unen en matrimonio, les ofrece la posibilidad y la vocación a recorrer con Él un camino que, a través de dificultades y sufrimientos, refuerza su unión y los lleva a un gozo mayor, como lo demuestra la experiencia de tantas parejas cristianas, incluso en nuestro tiempo.

5. Ya el cumplimiento de la misión de la procreación contribuye a la santificación de la vida conyugal, como hemos observado con respecto a la maternidad: el amor de los cónyuges, que no se encierra en sí mismo, sino que, de acuerdo con el impulso y la ley de la naturaleza, se abre a nuevas vidas, se convierte, con la ayuda de la gracia divina, en un ejercicio de caridad santa y santificadora mediante el cual los cónyuges contribuyen al crecimiento de la Iglesia.

Lo mismo acontece con el cumplimiento de la misión de educar a los hijos, que es un deber vinculado con la procreación. Como dice el Concilio, los esposos cristianos deben "inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos" (Lumen gentium LG 41). Es el apostolado más esencial en el ámbito de la familia. Esta labor de formación espiritual y moral de los hijos santifica, al mismo tiempo, a los padres, pues también ellos reciben el beneficio de la renovación y profundización de su fe, como lo demuestra a menudo la experiencia de las familias cristianas.

Una vez más, podemos concluir que la vida conyugal es camino de santidad y de apostolado. Así, esta catequesis sirve también para profundizar nuestra visión de la familia, tan importante en este año, que es para la Iglesia y para el mundo el Año de la familia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

46 Saludo ahora con todo afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a la Escolanía de la basílica de la “ Mare de Deu del Lledò ”, de Castellón, así como a los peregrinos de las Archidiócesis de Sevilla, y Valencia, y a los diversos grupos venidos de México, Paraguay y de otros países de Sudamérica.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 10 de agosto de 1994

La Iglesia y las personas solas

(Lectura:
1ra carta a Timoteo, capítulo 5, versículos 9-10) 1Tm 5,9-10

1. En la tradición cristiana, ya desde los primeros tiempos, se prestó atención particular a las mujeres que, después de haber perdido a su marido, quedaban solas en la vida a menudo necesitadas e indefensas. Ya en el Antiguo Testamento se recordaba con frecuencia a las viudas por su situación de pobreza y se las recomendaba a la solidaridad y solicitud de la comunidad, especialmente de los responsables de la ley (cf. Ex 22,21 Dt 10,18 Dt 24,17 Dt 26,12 Dt 27,19).

En los evangelios, los Hechos y las cartas de los Apóstoles abundan los ejemplos de caridad para con las viudas. En repetidas ocasiones Jesús manifiesta su atención solicita con respecto a ellas. Por ejemplo, alaba públicamente a una pobre viuda que da un óbolo para el templo (cf. Lc Lc 21,3 Mc 12, 43); se compadece de la viuda que, en Naím, acompaña a su hijo difunto a la sepultura, y se acerca a ella para decirle dulcemente: "No llores", y luego le devuelve a su hijo resucitado (cf. Lc Lc 7,11-15). El evangelio nos transmite, también, el recuerdo de las palabras de Jesús sobre la "necesidad de orar siempre, sin desfallecer", tomando como ejemplo a la viuda que con la insistencia de sus demandas obtiene del juez injusto que le haga justicia (cf. Lc Lc 18,5); y las palabras con que Jesús critica severamente a los escribas que "devoran la hacienda de las viudas", ostentando de forma hipócrita largas oraciones (cf. Mc 12,40 Lc 20,47).

Esa actitud de Cristo, que es fiel al auténtico espíritu de la antigua alianza, sirve de fundamento a las recomendaciones pastorales de san Pablo y Santiago sobre la asistencia espiritual y caritativa a las viudas: "Honra a las viudas" (1Tm 5,3); "la religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación" (Jc 1,27).

2. Pero en la comunidad cristiana a las viudas no sólo les correspondía el papel de recibir asistencia; también desempeñaban una función activa, casi por su participación específica en la vocación universal de los discípulos de Cristo en la vida de oración.

47 En efecto, la primera carta a Timoteo explica que una tarea fundamental de las mujeres que quedaban viudas consistía en consagrarse a "sus plegarias y oraciones noche y día" (5, 5). El evangelio de Lucas nos presenta como modelo de viuda santa a "Ana, hija de Fanuel", que quedó viuda después de sólo siete años de matrimonio. El evangelista nos relata que "no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones" (2, 36-37) y tuvo la gran alegría de encontrarse en el templo en el momento de la presentación del niño Jesús. Del mismo modo, las viudas pueden y deben contar, en su aflicción, con grandes gracias de vida espiritual, a las que están invitadas a corresponder generosamente.

3. En el marco pastoral y espiritual de la comunidad cristiana había también un catálogo en el que se podía inscribir la viuda que, para usar las palabras de la misma carta a Timoteo, "no tenga menos de sesenta años (es decir, que sea anciana), haya estado casada una sola vez, y tenga el testimonio de sus buenas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos (antiguo rito de hospitalidad, que el cristianismo hizo suyo), socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda clase de buenas obras" (
1Tm 5,9-10).

La Iglesia primitiva da, en esto, un ejemplo de solidaridad caritativa (cf. Ac 6,1), que encontramos en muchos otros momentos de la historia cristiana, sobre todo cuando, por razones sociales, políticas, bélicas, epidémicas, etc., el fenómeno de la viudez o de otras formas de soledad alcanzaba dimensiones preocupantes. La caridad de la Iglesia no podía permanecer inerte.

Hoy existen muchos otros casos de personas solas, con respecto a las cuales la Iglesia no puede menos de ser sensible y solicita. Está, ante todo, la categoría de los separados y los divorciados, a los que he dedicado atención particular en la exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. n. 83). Viene luego la de las madres solteras, expuestas a especiales dificultades de orden moral, económico y social. A todas estas personas quisiera decirles que, cualquiera que sea su responsabilidad personal en el drama en que se ven envueltas, siguen formando parte de la Iglesia. Los pastores, partícipes de su prueba, no las abandonan a sí mismas, sino que, por el contrario, quieren hacer todo lo posible para ayudarlas, confortarlas y hacer que se sientan vinculadas a la grey de Cristo.

La Iglesia, incluso cuando no puede establecer costumbres que estarían en contradicción con las exigencias de la verdad y con el mismo bien común de las familias y de la sociedad, no renuncia nunca a amar, a comprender, a estar al lado de todos los que se hallan en dificultad. Y se siente especialmente cerca de las personas que, tras un fracaso matrimonial perseveran en la fidelidad, renunciando a una nueva unión, y se dedican, en la medida de sus posibilidades, a la educación de sus hijos. Esas personas merecen de parte de todos apoyo y aliento. La Iglesia y el Papa no pueden menos de alabarlas por el hermoso testimonio de coherencia cristiana, vivida generosamente en la prueba.

4. Pero, dado que esta catequesis está dedicada, como las demás del ciclo que estamos desarrollando, al apostolado de los laicos en la Iglesia, quisiera mencionar aquí el gran número de personas solas y especialmente de viudas y viudos que, hallándose menos ocupados por obligaciones familiares se han dedicado voluntariamente al desarrollo de las actividades cristianas en las parroquias o en obras de más alcance. Su existencia queda así elevada a una participación más alta en la vida eclesial, como fruto de un grado mayor de amor. De allí brota, para la Iglesia y para la humanidad, el beneficio de una entrega más generosa de parte de personas que encuentran así el modo de alcanzar una mayor calidad de vida, realizándose plenamente en el servicio que prestan a sus hermanos.

5. Así pues, para concluir, recordemos lo que nos dice el concilio Vaticano II: el ejemplo de la caridad benéfica no sólo lo dan los esposos y padres cristianos, sino que "lo proporcionan, de otro modo, quienes viven en estado de viudez o de celibato, los cuales también pueden contribuir no poco a la santidad y a la actividad de la Iglesia" (Lumen gentium LG 41). Sea cual sea el origen de su estado de vida, muchas de estas personas pueden reconocer el designio superior de la sabiduría divina que dirige su existencia y la lleva a la santidad por el camino de la cruz, una cruz que en su situación se manifiesta particularmente fecunda.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas

Saludo con gran afecto a todos los presentes de lengua española.

De España, a los peregrinos del Instituto de Ciencias Religiosas de Valencia, a las familias del Instituto Secular “Cruzada Evangélica”, a los grupos franciscanos de Madrid, Bilbao y San Sebastián, al grupo “Hasta donde” de Alicante, y a los fieles presentes de la diócesis de Cuenca y de la Parroquia de San Bartolomé, de Castellón.

48 De México, a la peregrinación que se dirige, con la imagen de Jesús de la Divina Misericordia, hacia el Santuario de Czêstochowa, as como al grupo de quinceañeras y a todos los demás peregrinos venidos de varios países de Sudamérica.

A las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 17 de agosto de 1994

Los niños en el corazón de la Iglesia

(Lectura:
evangelio de san Marcos, capítulo 10, versículos 13-16) Mc 10,13-16

1. No podemos descuidar el papel de los niños en la Iglesia. No podemos por menos de hablar de ellos con gran afecto. Son la sonrisa del cielo confiada a la tierra. Son las verdaderas joyas de la familia y de la sociedad. Son la delicia de la Iglesia. Son como "los lirios del campo", de los que Jesús decía que "ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos" (Mt 6,28-29). Son los predilectos de Jesús, y la Iglesia y el Papa no pueden menos de sentir vibrar en su corazón, por ellos, los sentimientos de amor del corazón de Cristo.

A decir verdad, ya en el Antiguo Testamento encontramos signos de la atención reservada a los niños. En el primer libro de Samuel (1-3) se describe la llamada del niño al que Dios confía un mensaje y una misión en favor de su pueblo. Los niños participan en el culto y en las oraciones de la asamblea del pueblo. Como leemos en el profeta Joel (2, 16): "Congregad a los pequeños y a los niños de pecho". En el libro de Judit (4, 10s) hallamos la súplica penitente, que hacen todos los hombres, con "sus mujeres y sus hijos". Ya en el Éxodo Dios manifiesta un amor especial a los huérfanos, que están bajo su protección (Ex 22, 21s; cf. Ps 68,6).

En el salmo 131 el niño es imagen del abandono al amor divino: "Mantengo mi alma en paz y silencio, como niño pequeño en brazos de su madre. ¡Como niño pequeño está mi alma dentro de mí!" (v. 2).

Es significativo, además, que en la historia de la salvación la voz poderosa del profeta Isaías (7, 14s.; 9, 1-6) anuncie la realización de la esperanza mesiánica en el nacimiento del Emmanuel, un niño destinado a restablecer el reino de David.

2. El evangelio nos dice que el niño nacido de María es precisamente el Emmanuel anunciado (cf. Mt 1,22-23 Is 7,14); este niño es sucesivamente, consagrado a Dios en la presentación en el templo (cf. Lc Lc 2,22), bendecido por el profeta Simeón (cf. Lc Lc 2,28-35) y acogido por la profetisa Ana que alababa a Dios y "hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2,38).

49 En su vida pública Jesús manifiesta un gran amor a los niños. El evangelista Marcos relata (10, 16) que "los bendecía, poniendo las manos sobre ellos". Era un "amor delicado y generoso" (Christifideles laici CL 47), con el que atraía a los niños y también a sus padres de los que leemos que "le presentaban a los niños para que los tocara" (Mc 10,13). Los niños, como he recordado en la exhortación apostólica Christifideles laici, "son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor" (CL 47). Esas condiciones son la sencillez, la sinceridad y la humildad acogedora.

Los discípulos están llamados a hacerse como los niños, porque los pequeños son quienes han recibido la revelación como don de la benevolencia del Padre (cf. Mt 11, 25s). También por eso deben acoger a los niños como a Jesús mismo: "El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe" (Mt 18,5).

Jesús, por su parte, siente un profundo respeto hacia los niños, y advierte: "Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos" (Mt 18,10). Y cuando los niños gritan en el templo en su honor: "Hosanna al Hijo de David!", Jesús aprecia y justifica su actitud como alabanza hecha a Dios (cf. Mt 21,15-16). Su homenaje contrasta con la incredulidad de sus adversarios.

3. El amor y la estima de Jesús hacia los niños son una luz para la Iglesia, que imita a su fundador, y no puede menos de acoger a los niños como Él los acogió.

Hay que notar que esa acogida ya se manifiesta en el bautismo administrado a los niños incluso a los recién nacidos. Con dicho sacramento llegan a ser miembros de la Iglesia. Desde el comienzo de su desarrollo humano, el bautismo suscita en ellos el desarrollo de la vida de la gracia. La acción del Espíritu Santo orienta sus primeras disposiciones íntimas aunque todavía no sean capaces de un acto consciente de fe: lo harán más tarde, confirmando esa primera moción.

De aquí la importancia del bautismo de los niños, que los libera del pecado original, los convierte en hijos de Dios en Cristo y los hace partícipes del ambiente de gracia de la comunidad cristiana.

4. La presencia de los niños en la Iglesia es un don también para nosotros, los adultos, pues nos hace comprender mejor que la vida cristiana es, ante todo, un don gratuito de la soberanía divina: "La niñez nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios" (Christifideles laici CL 47).

Además, los niños dan un ejemplo de inocencia, que lleva a redescubrir la sencillez de la santidad. En efecto, viven una santidad que corresponde a su edad, contribuyendo así a la edificación de la Iglesia.

Desgraciadamente, son numerosos los niños que sufren: sufrimientos físicos del hambre, de la indigencia y de la enfermedad; sufrimientos morales que provienen de los malos tratos por parte de sus padres, de su desunión, y de la explotación a la que el cínico egoísmo de los adultos los somete a veces. ¡Cómo no sentirse profundamente acongojados ante ciertas situaciones de indescriptible dolor, que implican a criaturas indefensas, cuya única culpa es la de vivir! ¡Cómo no protestar por ellos, dando voz a quienes no pueden hacer valer sus propias razones! El único consuelo en tanta desolación son las palabras de la fe, que aseguran que la gracia de Dios transforma esos sufrimientos en ocasiones de unión misteriosa con el sacrificio del Cordero inocente. Dichos sufrimientos contribuyen, así, a valorizar la vida de esos niños y al progreso espiritual de la humanidad (cf. Christifideles laici CL 47).

5. La Iglesia se siente comprometida a cuidar la formación cristiana de los niños, que a menudo no está asegurada suficientemente. Se trata de formarlos en la fe, con la enseñanza de la doctrina cristiana en la caridad para con todos y en la oración, según las tradiciones más hermosas de las familias cristianas, que para muchos de nosotros son inolvidables y siempre benditas.

Ya se sabe que, desde el punto de vista psicológico y pedagógico, el niño se inicia con facilidad y gusto en la oración cuando se le estimula, como lo demuestra la experiencia de tantos padres, educadores, catequistas y amigos. Hay que recordar continuamente la responsabilidad de la familia y de la escuela en este aspecto.

50 La Iglesia exhorta a los padres y a los educadores a cuidar la formación de los niños en la vida sacramental, especialmente en el recurso al sacramento del perdón y la participación en la celebración eucarística. Y recomienda a todos sus pastores y colaboradores un notable esfuerzo de adaptación a la capacidad de los niños. Siempre que sea posible, sobre todo cuando las celebraciones religiosas están destinadas exclusivamente a los niños, es recomendable la adaptación establecida por las normas litúrgicas, pues, si se hace con sabiduría, puede tener una eficacia muy sugestiva.

6. En esta catequesis dedicada al apostolado de los laicos, me resulta espontáneo concluir con una expresión lapidaria de mi predecesor san Pío X. Motivando la anticipación de la edad de la primera comunión, decía: "Habrá santos entre los niños". Y, efectivamente, ha habido santos. Pero hoy podemos añadir: "Habrá apóstoles entre los niños".

Oremos para que esa previsión, ese anhelo se cumpla cada vez más, como se cumplió el de san Pío X.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los miembros del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Industriales de Cataluña, así como a los componentes del Coro “ Ruiz Gash ” de Crevillente (Alicante), y a los diversos grupos venidos de varios países de Sudamérica.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 31 de agosto de 1994

La Iglesia de los jóvenes

(Lectura:
51 1ra. carta de san Juan, capítulo 2, versículos 13-14) 1Jn 2,13-14

1. El concilio Vaticano II, afirmando la necesidad de la educación cristiana y recordando a los pastores el deber gravísimo de impartirla a todos, observa que los jóvenes "constituyen la esperanza de la Iglesia" (Gravissimum educationis GE 2). ¿Cuáles son las razones de esa esperanza?

Se puede decir que la primera es de orden demográfico. Los jóvenes, "en tantos países del mundo [...], representan la mitad de la entera población y, a menudo, la mitad numérica del mismo pueblo de Dios que vive en esos países" (Christifideles laici CL 46).

Pero hay otra razón ?más fuerte aún? de orden psicológico, espiritual y eclesiológico. La Iglesia constata hoy la generosidad de muchos jóvenes, así como su deseo de hacer que el mundo sea mejor y que la comunidad cristiana progrese (cf. ib.). Por eso les dedica su atención, viendo en ellos una participación privilegiada de la esperanza que le viene del Espíritu Santo. La gracia que actúa en los jóvenes prepara un crecimiento para la Iglesia, tanto en extensión como en calidad. Con razón podemos hablar de Iglesia de los jóvenes, recordando que el Espíritu Santo renueva en todos ?también en las personas mayores, si están abiertas y disponibles? la juventud de la gracia.

2. Esa convicción está relacionada con la realidad de los orígenes de la Iglesia. Jesús empezó su ministerio y su obra de fundación de la Iglesia cuando tenía alrededor de treinta años. Para dar vida a la Iglesia, eligió a algunas personas que, por lo menos en parte, eran jóvenes. Con su ayuda, quería inaugurar un tiempo nuevo, dar un viraje a la historia de la salvación. Los eligió y los formó con un espíritu que podríamos llamar juvenil, enunciando el principio de que "nadie echa vino nuevo en odres viejos" (Mc 2,22), metáfora de la vida nueva que viene de lo eterno y se une al deseo de cambio y de novedad, característico de los jóvenes. También el carácter radical de la entrega a una causa, típico de la edad juvenil, debía estar presente en esas personas a las que Jesús eligió como sus futuros apóstoles. Podemos deducirlo de su conversación con el joven rico, que, sin embargo, no tuvo la valentía de aceptar su propuesta (cf. Mc 10,17-22), y de la sucesiva valoración que hizo Pedro (cf. Mc 10,28).

La Iglesia nació de esos impulsos de juventud provenientes del Espíritu Santo, que vivía en Cristo, y que Él comunicó a sus discípulos y Apóstoles, y luego a las comunidades que ellos congregaron desde los días de Pentecostés.

3. De esos mismos impulsos brota el sentido de confianza y de amistad con que la Iglesia desde el principio, miró a los jóvenes, cómo se puede deducir de las expresiones del apóstol Juan, que era joven cuando Cristo lo llamó aunque cuando escribió ya era mayor: "Os he escrito a vosotros, hijos míos, porque conocéis al Padre. [...] Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al Maligno" (1Jn 2,14).

Es interesante esa alusión a la fortaleza juvenil. Es sabido que los jóvenes aprecian la fuerza física, que se manifiesta, por ejemplo, en el deporte. Pero san Juan quería destacar y ponderar la fuerza espiritual que mostraban los jóvenes de la comunidad cristiana destinataria de su carta: una fuerza que viene del Espíritu Santo y proporciona la victoria en las luchas y en las tentaciones. La victoria moral de los jóvenes es una manifestación de la fuerza del Espíritu Santo, que Jesús prometió y concedió a sus discípulos, y que impulsa a los jóvenes cristianos de hoy, como a los del primer siglo, a una participación activa en la vida de la Iglesia.

4. El hecho de no contentarse con una adhesión pasiva a la fe, es un dato constante no sólo de la psicología, sino también de la espiritualidad juvenil. Los jóvenes sienten el deseo de contribuir activamente al desarrollo de la Iglesia y de la sociedad civil. Esto se nota especialmente en numerosos muchachos y muchachas buenos de hoy, que desean ser "protagonistas de la evangelización y artífices de la renovación social". Dado que "la juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del propio 'yo' y del propio 'proyecto de vida' " (Christifideles laici CL 46), hoy es más necesario que nunca ayudar a los jóvenes a conocer todo lo hermoso y prometedor que hay en ellos. Hay que orientar sus cualidades y su capacidad creativa hacia el objetivo más elevado que puede atraerlos y entusiasmarlos: el bien de la sociedad, la solidaridad para con todos sus hermanos, la difusión del ideal evangélico de vida y de compromiso concreto en bien del prójimo y la participación en los esfuerzos de la Iglesia por favorecer la construcción de un mundo mejor.

5. Desde esta perspectiva, hay que decir que es preciso impulsar hoy a los jóvenes a que se dediquen especialmente a la promoción de los valores que ellos mismos aprecian y quieren reafirmar más.

Como decían los padres del Sínodo de los obispos de 1987: "La sensibilidad de la juventud percibe profundamente los valores de la justicia, de la no violencia y de la paz. Su corazón está abierto a la fraternidad, a la amistad y a la solidaridad. Se movilizan al máximo por las causas que afectan a la calidad de vida y a la conservación de la naturaleza" (ib.).

52 Ciertamente, esos valores están en sintonía con la enseñanza del Evangelio. Sabemos que Jesús anunció un nuevo orden de justicia y de amor; y que, definiéndose a sí mismo "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29), rechazó toda violencia y quiso dar a los hombres su paz, más auténtica, consistente y duradera que la del mundo (cf. Jn 14,27). Se trata de valores interiores y espirituales, pero sabemos que Jesús mismo impulsó a sus discípulos a traducirlos en acciones concretas de amor recíproco, fraternidad, amistad, solidaridad y respeto a las personas e incluso a la naturaleza, obra de Dios y campo en el que el hombre colabora con Él. Por eso, en el Evangelio los jóvenes encuentran el apoyo más seguro y sincero para el ideal que, a su parecer, corresponde mejor a sus aspiraciones y a sus proyectos.

6. Por otra parte, también es verdad que los jóvenes "están llenos de inquietudes, de desilusiones, de angustias y miedo del mundo, además de las tentaciones propias de su estado" (Christifideles laici CL 46). Ésa es la otra cara de la realidad juvenil, que no puede ignorarse. Pero, aunque hay que ser sabiamente exigentes con los jóvenes, sentir por ellos un afecto sincero llevará a encontrar los caminos más adecuados para ayudarlos a superar sus dificultades. Quizá el camino mejor es el del compromiso en el apostolado de los laicos, como servicio a los hermanos cercanos y lejanos, en comunión con la Iglesia evangelizadora.

Abrigo la esperanza de que los jóvenes encuentren espacios de apostolado cada vez más amplios. La Iglesia debe darles a conocer el mensaje del Evangelio con sus promesas y sus exigencias. Los jóvenes, a su vez, deben manifestar a la Iglesia sus aspiraciones y sus proyectos. "Este recíproco diálogo ?que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad, claridad y valentía? favorecerá el encuentro y el intercambio entre generaciones y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y para la sociedad civil" (ib.).

7. El Papa no se cansará nunca de repetir la invitación al diálogo y de pedir el compromiso de los jóvenes. Lo ha hecho en muchísimos textos dirigidos a ellos y, de manera especial en la Carta con ocasión del Año internacional de la juventud promulgado por las Naciones Unidas (1985). Lo ha hecho y sigue haciéndolo en tantos encuentros con grupos juveniles en las parroquias, en las asociaciones, en los movimientos y, sobre todo, en la liturgia del Domingo de Ramos y en los encuentros mundiales, como en Santiago de Compostela, en Czestochowa y en Denver.

Se trata de una de las experiencias más consoladoras de mi ministerio pontificio, así como de la actividad pastoral de mis hermanos obispos del mundo entero, quienes, como el Papa, ven avanzar a la Iglesia con los jóvenes en la oración, en el servicio a la humanidad y en la evangelización. Todos anhelamos conformarnos cada vez más con el ejemplo y la enseñanza de Jesús, que nos ha llamado a seguirlo por el camino de los pequeños y de los jóvenes.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a los grupos de peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los empresarios puertorriqueños, a los miembros consagrados del “Regnum Christi” de México, así como a los peregrinos de El Salvador, llegados a Roma después de haber visitado Tierra Santa.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España les imparto con afecto la bendición apostólica




Audiencias 1994 44