Audiencias 1994 67

Noviembre de 1994

Miércoles 2 de noviembre de 1994



1. Hemos celebrado ayer la solemnidad de Todos los Santos, que, después de haber abandonado este mundo, viven en la comunión sin fin con Dios. Su suerte dichosa es también el destino de los que todavía vivimos en la tierra y estamos llamados a seguir sus huellas en la fiel imitación de Cristo, nuestro Salvador.

Hoy, 2 de noviembre, conmemoramos a los fieles difuntos, que terminada su peregrinación terrena, duermen el sueño de la paz. Es una celebración muy sentida en las familias. Es la fiesta humanísima de los afectos que sobrepasan la medida del tiempo y se insertan en la dimensión del misterio del amor de Dios, que restituye todo a vida nueva.

El hombre surge de la tierra y a la tierra torna (cf. Gn 3,19): he aquí una realidad evidente que no hay que olvidar nunca. Pero experimenta también el insuprimible deseo de vida inmortal. Por esa razón los vínculos de amor que unen a padres e hijos, a los esposos, a hermanos y hermanas, como también los vínculos de verdadera amistad entre las personas, no se deshacen ni terminan con el inevitable acontecimiento de la muerte. Nuestros difuntos siguen viviendo entre nosotros, no sólo porque sus restos mortales descansan en el camposanto y su recuerdo forma parte de nuestra existencia, sino sobre todo porque sus almas interceden por nosotros ante Dios.

68 2. Queridísimos hermanos y hermanas: La conmemoración de hoy nos invita a reavivar la fe en la vida eterna. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, lleva inscrito en las profundidades de su ser el nombre mismo, primordial y eterno, de Dios, que es comunión perfecta del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Precisamente por esto su "yo" profundo no sucumbe a la muerte, sino que, superando los confines del tiempo, entra en la eternidad.

Los cristianos, reunidos en torno al recuerdo de sus queridos difuntos, proclaman hoy: Regem cui omnia vivunt, venite, adoremus, "Venid, adoremos al Señor, por el cual todos viven". En el amor de Cristo, que todo redime de las consecuencias del pecado y de la muerte, resplandece la santidad de Dios y se manifiesta su designio providencial de "formar familia" con el hombre. Dios quiere que nadie se pierda (cf.
Jn 6,39), sino que cada uno, transformado por su santidad, vivo para siempre en su presencia en compañía de todos los hermanos y hermanas que forman su casa (cf. 2Co 4,14).

Podemos decir que la memoria de hoy es prolongación natural de la solemnidad de ayer. Juntas, forman la gran fiesta de la comunión de la Iglesia constituida por los fieles que aún peregrinan en esta vida y los que ya han cruzado el umbral de la muerte.

3. La certeza de la vida, que continúa de un modo distinto del que nuestros ojos ven, lleva a los creyentes a los cementerios. Estar junto a las tumbas de los propios seres queridos se convierte para las familias en ocasión para reflexionar y para alimentar la esperanza en la eternidad. Cuantos están realizando todavía la peregrinación terrena de la vida, se reúnen silenciosos y en oración junto a los que ya se hallan en la patria eterna del cielo.

Es lo que acontece hoy en los cementerios de Roma y en todos los cementerios del mundo. En la cripta de la basílica vaticana hoy se ora, especialmente, por los Papas difuntos; no sólo por los recientes, sino también por todos los sucesores de Pedro. Y se ora también por los sucesores de los Apóstoles, por todos los obispos que, en el decurso de los siglos, han servido a la Iglesia en el nombre de Cristo.

De generación en generación, se han comprometido en guiar a los creyentes en la verdad y en el amor. Junto con los fieles bautizados, forman ahora el cortejo de los discípulos admitidos al gozo del Maestro divino.

Se hallan en las orillas del gran río de la Redención, y toman parte de la plenitud de vida y de amor del Hijo de Dios.

4. Mi pensamiento va ahora, en el contexto de esta catequesis sobre los difuntos, a algunos eventos dramáticos de nuestra historia. Se celebra este año el 50° aniversario de la batalla de Montecassino, de la insurrección de Varsovia y del desembarco en Normandía: han sido acontecimientos de gran importancia para la Europa de la segunda mitad del siglo XX (cf. Mensaje en el 50° aniversario de la insurrección de Varsovia, en L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de agosto de 1994, p. 8).

El recuerdo de estos eventos heroicos, que han contribuido al triunfo de la causa de la libertad y de la dignidad del hombre en el espíritu de la Europa cristiana, debe impulsarnos al agradecimiento hacia cuantos sufrieron y cayeron en tan trágicas circunstancias. Su testimonio nos impulsa a todos a comprometernos a promover la paz, el respeto y la concordia entre las naciones. En este sentido "su gesto heroico compromete".

Estos aniversarios, todavía tan vivos en la mente de muchos, nos recuerdan, hoy sobre todo, el deber de la oración por los caídos de todas las guerras. Están sepultados en innumerables cementerios del mundo algunos de ellos incluso no han tenido la suerte de ser colocados en un lugar rodeado de piedad, sino que han quedado abandonados en localidades anónimas. También por ellos se eleva nuestra afectuosa plegaria, a fin de que el Dios de la vida les muestre su rostro y les dé su paz.

No podemos olvidar a las numerosas ?demasiadas? víctimas de toda clase de crímenes y de toda forma de violencia. A todos queremos abarcar en nuestra caridad, implorando de Dios para ellos el descanso eterno.

69 El recuerdo de nuestros seres queridos desaparecidos reavive en cada uno de nosotros el compromiso diario en las obras de la fe y nos haga vigilantes en la espera de la venida del Señor, cuando, enjugada toda lágrima, podremos contemplarlo tal cual es, en compañía de cuantos nos han precedido en la peregrinación de la fe. Que la intercesión de María, la Madre de los redimidos, nos guíe y nos sostenga en este arduo camino diario con esperanza sobrenatural.

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta exhortación saludo muy cordialmente a los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España.

En particular, al grupo de peregrinos pertenecientes a “Encuentros Matrimoniales”, de la diócesis de Aguascalientes (México), y a la numerosa peregrinación proveniente de Guatemala.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.



Miércoles 9 de noviembre de 1994

El camino de perfección

1. Al camino de los consejos evangélicos se le suele llamar camino de perfección; y al estado de vida consagrada , estado de perfección. Estos términos se encuentran también en la constitución conciliar Lumen gentium (cf. n. LG 45), mientras que el decreto sobre la renovación de la vida religiosa lleva por título Perfectae caritatis y trata acerca de «la aspiración a la caridad perfecta por medio de los consejos evangélicos» (PC 1).

Camino de perfección significa, evidentemente, camino de una perfección que es preciso lograr, y no de una perfección ya alcanzada, como explica con claridad santo Tomás de Aquino (cf. Summa Theol., II-II 184,5 II-II 184,7). Los que se hallan comprometidos a la práctica de los consejos evangélicos no creen haber alcanzado ya la perfección. Se reconocen pecadores, como todos los demás hombres: pecadores salvados. Pero se sienten y están llamados más expresamente a tender hacia la perfección, que consiste esencialmente en la caridad (cf. Summa Theol., II-II 184,1 II-II 184,3).

2. Desde luego, no se puede olvidar que todos los cristianos están llamados a la perfección. A esta vocación alude el mismo Jesucristo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). El concilio Vaticano II, refiriéndose a la vocación universal de la Iglesia a la santidad, dice que esa santidad «se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida» (Lumen gentium LG 39 cf. LG 40). Con todo, esa universalidad de la vocación no impide que algunos estén llamados de modo particular a un camino de perfección. De acuerdo con el relato de Mateo, Jesús dirige su llamada al joven rico con las palabras: «Si quieres ser perfecto...» (Mt 19,21). Es la fuente evangélica del concepto de camino de perfección: el joven rico había preguntado a Jesús acerca de «lo que es bueno», y, como respuesta, había recibido la enumeración de los mandamientos; pero, en el momento de la llamada, es invitado a una perfección que va más allá de los mandamientos: es llamado a renunciar a todo para seguir a Jesús. La perfección consiste en una entrega más completa a Cristo. En este sentido, el camino de los consejos evangélicos es camino de perfección para los que han sido llamados.

3. Conviene advertir también que la perfección que propone Jesús al joven rico no significa una lesión, sino un enriquecimiento de la persona. Jesús invita a su interlocutor a renunciar a un programa de vida en el que la preocupación por el tener ocupa un lugar destacado, para hacerle descubrir el verdadero valor de la persona, que se realiza en la entrega a los demás y, de manera especial, en la adhesión generosa al Salvador. Así, podemos decir que las renuncias, reales y notables, que exigen los consejos evangélicos no producen un efecto despersonalizador, sino que están destinadas a perfeccionar la vida personal, como fruto de una gracia sobrenatural, que responde a las aspiraciones más nobles y profundas del ser humano. Santo Tomás, a este respecto, habla de «spiritualis libertas» y del «augmentum spirituale»: libertad y crecimiento del espíritu (Summa theol. II-II 184,4).

70 4. ¿Cuáles son los principales elementos de liberación y crecimiento que los consejos evangélicos implican en quien los profesa?

Ante todo, una tendencia consciente a la perfección de la fe. La respuesta a la llamada. «sígueme», con las renuncias que exige, requiere una fe ardiente en la persona divina de Cristo y una confianza absoluta en su amor: una y otra, para no sucumbir ante las dificultades, deberán crecer y robustecerse a lo largo del camino.

Tampoco puede faltar una tendencia consciente a la perfección de la esperanza. La llamada de Cristo se sitúa en la perspectiva de la vida eterna. Los que se hallan comprometidos en ella, están invitados a una sólida y firme esperanza, tanto en el momento de la profesión como a lo largo de toda su vida. Eso les permitirá dar testimonio, en medio de los bienes relativos y caducos de este mundo, del valor imperecedero de los bienes del cielo.

La profesión de los consejos evangélicos implica, sobre todo, una tendencia consciente a la perfección del amor hacia Dios. El concilio Vaticano II habla de la consagración realizada por los consejos evangélicos como una entrega a Dios «amado sobre todas las cosas» (Lumen gentium
LG 44). Es cumplir el primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,5 cf. Mc 12,30 y paralelos). La vida consagrada se desarrolla de modo auténtico con la continua profundización de ese don hecho desde el inicio, y con un amor cada vez más sincero y fuerte en dimensión trinitaria: es amor a Cristo que llama a su intimidad, al Espíritu Santo que pide y ayuda a realizar una completa apertura a sus inspiraciones, y al Padre, origen primero y finalidad suprema de la vida consagrada. Eso se realiza de manera especial en la oración, pero también en toda la conducta, que recibe de la virtud infusa de la religión una dimensión netamente vertical.

Desde luego, la fe, la esperanza y la caridad suscitan y acentúan cada vez más la tendencia a la perfección del amor hacia el prójimo, como expansión del amor hacia Dios. La «consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas» implica un intenso amor al prójimo: amor que tiende a ser lo más perfecto posible, a imitación de la caridad del Salvador.

5. La verdad de la vida consagrada como unión con Cristo en la caridad divina se expresa en algunas actitudes de fondo, que deben crecer a lo largo de toda su vida. A grandes rasgos, se pueden resumir así: el deseo de transmitir a todos el amor que viene de Dios por medio del corazón de Cristo, y, por tanto, la universalidad de un amor que no se detiene ante las barreras que el egoísmo humano levanta en nombre de la raza, la nación, la tradición cultural, la condición social o religiosa, etc.; un esfuerzo de benevolencia y de estima hacia todos, y de manera especial hacia los que humanamente se tiende a descuidar o despreciar más; la manifestación de una especial solidaridad con los pobres, los perseguidos o los que son víctimas de injusticias; la solicitud por socorrer a los que más sufren, como son en la actualidad los numerosos minusválidos, los abandonados, los desterrados, etc.; el testimonio de un corazón humilde y manso, que se niega a condenar, renuncia a toda violencia y a toda venganza, y perdona con alegría; la voluntad de favorecer por doquier la reconciliación y de hacer que se acoja el don evangélico de la paz; la entrega generosa a toda iniciativa de apostolado que tienda a difundir la luz de Cristo y a llevar la salvación a la humanidad; la oración asidua según las grandes intenciones del Santo Padre y de la Iglesia.

6. Son numerosos e inmensos los campos donde se requiere, hoy más que nunca, la acción de los consagrados, como manifestación de la caridad divina en formas concretas de solidaridad humana. Tal vez en muchos casos sólo pueden realizar cosas, humanamente hablando, insignificantes, o al menos poco vistosas, no clamorosas. Pero también las pequeñas aportaciones son eficaces, si van impregnadas de verdadero amor (la única cosa verdaderamente grande y poderosa), sobre todo si es el mismo amor trinitario derramado en la Iglesia y en el mundo. Los consagrados están llamados a ser estos humildes y fieles cooperadores de la expansión de la Iglesia en el mundo, por el camino de la caridad.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los visitantes de lengua española.

En particular, a la parroquia murciana de Torrepacheco y al Coro parroquial “ Santiago Apóstol ” de la Ribera.

71 Saludo también a los peregrinos de Argentina y de México.

Al invitaros a todos a seguir el camino de perfección para el crecimiento de la Iglesia, os imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 16 de noviembre de 1994

La castidad consagrada

1. Entre los consejos evangélicos, según el concilio Vaticano II, sobresale el precioso don de la «perfecta continencia por el reino de los cielos»: don de la gracia divina, «concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19,11 1Co 7,7) para que se consagren a solo Dios con un corazón que se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1Co 7,32-34) en la virginidad o en el celibato..., señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo» (LG 42). Tradicionalmente, se solía hablar de los tres votos ?pobreza, castidad y obediencia?, comenzando por la pobreza como desapego de los bienes exteriores, colocados en un nivel inferior con relación a los bienes del cuerpo y a los del alma (cf. santo Tomás, Summa Theol., II-II 186,3). El Concilio, por el contrario, habla expresamente de la «castidad consagrada» antes que de los otros dos votos (cf. Lumen gentium LG 43 Perfectae caritatis PC 12,13 y PC 14), porque la considera el compromiso decisivo para el estado de la vida consagrada. También es el consejo evangélico que manifiesta de forma más evidente el poder de la gracia, que eleva el amor por encima de las inclinaciones naturales del ser humano.

2. El evangelio pone de relieve su grandeza espiritual, porque Jesús mismo dio a entender el valor que atribuía al compromiso del celibato. Según Mateo, Jesús hace el elogio del celibato voluntario inmediatamente después de reafirmar la indisolubilidad del matrimonio. Dado que Jesús prohíbe al marido repudiar a su mujer, los discípulos reaccionan: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse». Y Jesús responde, dando al «no trae cuenta casarse» un significado más elevado: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,10-12).

3. Al afirmar esta posibilidad de entender un camino nuevo, que era el que seguía él y sus discípulos, y que tal vez suscitaba la admiración o incluso las críticas del entorno, Jesús usa una imagen que aludía a un hecho muy conocido, la condición de los eunucos. Éstos podían serlo por una deficiencia de nacimiento, o por una intervención humana; pero añade inmediatamente que había una nueva clase, la suya, es decir, los eunucos por el reino de los cielos. Era una referencia clarísima a la elección realizada por él y sugerida a sus seguidores más íntimos. Según la ley de Moisés los eunucos quedaban excluidos del culto (cf. Dt 23,2) y del sacerdocio (cf. Lv 21,20). Un oráculo del libro de Isaías había anunciado el fin de esta exclusión (cf. Is 56,3-5). Jesús abre una perspectiva aún más innovadora: elegir voluntariamente por el reino de los cielos esa situación considerada indigna del hombre. Desde luego, las palabras de Jesús no quieren aludir a una mutilación física, que la Iglesia nunca ha permitido, sino a la libre renuncia a las relaciones sexuales. Como escribí en la exhortación apostólica Redemptionis donum, se trata de una «renuncia ?reflejo del misterio del Calvario?, para volver a encontrarse más plenamente en Cristo crucificado y resucitado; renuncia, para reconocer en él plenamente el misterio de la propia humanidad y confirmarlo en el camino de aquel admirable proceso, del que el mismo Apóstol escribe: «mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día (2Co 4,16)» (n. 10).

4. Jesús es consciente de los valores a los que renuncian los que viven en el celibato perpetuo: él mismo los había afirmado poco antes, hablando del matrimonio como de una unión cuyo autor es Dios y que por eso no puede romperse. Comprometerse al celibato significa, ciertamente, renunciar a los bienes propios de la vida matrimonial y de la familia, pero no dejar de apreciarlos en su valor real. La renuncia se realiza con vistas a un bien mayor, a valores más elevados, resumidos en la hermosa expresión evangélica reino de los cielos. La entrega total a este reino justifica y santifica el celibato.

5. Jesús atrae la atención hacia el don de luz divina que es necesario incluso para entender el camino del celibato voluntario. No todos lo pueden entender, en el sentido de que no todos son capaces de captar su significado, de aceptarlo y de ponerlo en práctica. Este don de luz y de decisión sólo se concede a algunos. Es un privilegio que se les concede con vistas a un amor mayor. No hay que asombrarse, por tanto, de que muchos, al no entender el valor del celibato consagrado, no se sientan atraídos hacia él, y con frecuencia ni siquiera sepan apreciarlo. Eso significa que hay diversidad de caminos, de carismas de funciones, como reconocía san Pablo, el cual hubiera deseado espontáneamente compartir con todos su ideal de vida virginal. En efecto escribió: «Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual ?añadía? tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra» (1Co 7,7). Por lo demás, como afirmaba santo Tomás, «de la variedad de los estados brota la belleza de la Iglesia» (Summa Theol., II-II 184,4).

6. Al hombre se le pide un acto de voluntad deliberada, consciente del compromiso y del privilegio del celibato consagrado. No se trata de una simple abstención del matrimonio, ni de una observancia no motivada y casi pasiva de las reglas impuestas por la castidad. El acto de renuncia tiene su aspecto positivo en la entrega total al reino, que implica una adhesión absoluta a Dios amado sobre todas las cosas y al servicio de su reino. Por consiguiente, la elección debe ser bien meditada y ha de provenir de una decisión firme y consciente, madurada en lo más íntimo de la persona.

San Pablo enuncia las exigencias y las ventajas de esta entrega al reino: «El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido» (1Co 7,32-34). El Apóstol no quiere pronunciar condenas contra el estado conyugal (cf. 1Tm 4,1-3), ni «tender un lazo» a alguien, como él mismo dice (cf. 1Co 7,35); pero, con el realismo de una experiencia iluminada por el Espíritu Santo, habla y aconseja ?como escribe? «para vuestro provecho..., para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división» (1Co 7,35). Es la finalidad de los consejos evangélicos. También el concilio Vaticano II, fiel a la tradición de los consejos, afirma que la castidad es «medio aptísimo para que los religiosos se consagren fervorosamente al servicio divino y a las obras de apostolado» (Perfectae caritatis PC 12).

72 7. Las críticas al celibato consagrado se han repetido a menudo en la historia, y en varias ocasiones la Iglesia se ha visto obligada a llamar la atención sobre la excelencia del estado religioso bajo este aspecto: basta recordar aquí la declaración del concilio de Trento (cf. Denz.-S., DS 1810), recogida por el Papa Pío XII en la encíclica Sacra virginitas por su valor magisterial (cf. AAS 46 [1954] 174). Eso no equivale a arrojar una sombra sobre el estado matrimonial. Por el contrario, conviene tener presente lo que afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «Estas dos realidades, el sacramento del matrimonio y la virginidad por el reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad. La estima de la virginidad por el reino y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente» (CEC 1620; cf. exhortación apostólica Redemptionis donum, 11).

El concilio Vaticano II advierte que la aceptación y la observancia del consejo evangélico de la virginidad y del celibato consagrados exige «la debida madurez psicológica y afectiva» (Perfectae caritatis PC 12). Esta madurez es indispensable.

Por consiguiente, las condiciones para seguir con fidelidad a Cristo en este aspecto son: la confianza en el amor divino y su invocación, estimulada por la conciencia de la debilidad humana; una conducta prudente y humilde; y, sobre todo, una vida de intensa unión con Cristo.

En este último punto, que es la clave de toda la vida consagrada , estriba el secreto de la fidelidad a Cristo como esposo único del alma, única razón de su vida.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con afecto a todos los peregrinos y visitantes de España y América Latina.

En particular a los miembros de las Comunidades Neocatecumenales de Albacete y Alicante, a los que exhorto a testimoniar con valentía la fe profesada ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles.

Para todos vosotros y para vuestras familias y seres queridos, imparto la bendición apostólica.





Miércoles 23 de noviembre de 1994

La castidad consagrada en la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia

73 1. Los religiosos, según el decreto conciliar Perfectae caritatis, «evocan ante todos los fieles aquel maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo único a Cristo» (PC 12). En este connubio se descubre el valor fundamental de la virginidad o celibato con respecto a Dios. Por esta razón, se habla de «castidad consagrada».

La verdad de este connubio se revela a través de numerosas afirmaciones del nuevo Testamento. Recordemos que ya el Bautista designa a Jesús como el esposo que tiene a la esposa, es decir, el pueblo que acude a su bautismo; mientras que él, Juan, se ve a sí mismo como «el amigo del esposo, el que asiste y le oye», y que «se alegra mucho con la voz del esposo» (Jn 3,29). Esta imagen nupcial ya se usaba en el antiguo Testamento para indicar la relación íntima entre Dios e Israel: especialmente los profetas, después de Oseas (1, 2 ss), se sirvieron de ella para exaltar esa relación y recordarla al pueblo, cuando la traicionaba (cf. Is 1,21 Jr 2,2 Jr 3,1 Jr 3,6-12 Ez 16 Ez 23). En la segunda parte del libro de Isaías, la restauración de Israel se presenta como la reconciliación de la esposa infiel con el esposo (cf. Is 50,1 Is 54,5-8 Is 62,4-5). Esta imagen de la religiosidad de Israel aparece también en el Cantar de los cantares y en el salmo 45, cantos nupciales que representan las bodas con el Rey-Mesías, como han sido interpretados por la tradición judía y cristiana.

2. En el ambiente de la tradición de su pueblo, Jesús toma esa imagen para decir que él mismo es el esposo anunciado y esperado: el Esposo-Mesías (cf. Mt 9,15 Mt 25,1). Insiste en esta analogía y en esta terminología, también para explicar qué es el reino que ha venido a traer. «El reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo» (Mt 22,2). Parangona a sus discípulos con los compañeros del esposo, que se alegran de su presencia, y que ayunarán cuando se les quite el esposo (cf. Mc 2,19-20). También es muy conocida la otra parábola de las diez vírgenes que esperan la venida del esposo para una fiesta de bodas (cf. Mt 25,1-13); y, de igual modo, la de los siervos que deben vigilar para acoger a su señor cuando vuelva de las bodas (cf. Lc 12,35-38). En este sentido, puede decirse que es significativo también el primer milagro que Jesús realiza en Caná, precisamente durante un banquete de bodas (cf. Jn 2,1-11).

Jesús, al definirse a sí mismo con el título de Esposo, expresó el sentido de su entrada en la historia, a la que vino para realizar las bodas de Dios con la humanidad, según el anuncio profético, a fin de establecer la nueva Alianza de Yahveh con su pueblo y derramar un nuevo don de amor divino en el corazón de los hombres, haciéndoles gustar su alegría. Como Esposo, invita a responder a este don de amor: todos están llamados a responder con amor al amor. A algunos pide una respuesta más plena, más fuerte, más radical: la de la virginidad o celibato por el reino de los cielos.

3. Es sabido que también san Pablo tomó y desarrolló la imagen de Cristo Esposo, sugerida por el antiguo Testamento y adoptada por Jesús en su predicación y en la formación de sus discípulos, que constituirían la primera comunidad. A quienes están casados, el Apóstol les recomienda que consideren el ejemplo de las bodas mesiánicas: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia» (Ep 5,25). Pero también fuera de esta aplicación especial al matrimonio, considera la vida cristiana en la perspectiva de una unión esponsal con Cristo: «Os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2Co 11,2).

Pablo deseaba hacer esta presentación de Cristo-Esposo a todos los creyentes. Pero no cabe duda de que la imagen paulina de la virgen casta tiene su aplicación más plena y su significado más profundo en la castidad consagrada. El modelo más espléndido de esta realización es la Virgen María, que acogió en sí lo mejor de la tradición esponsalicia de su pueblo, y no se limitó a la conciencia de su pertenencia especial a Dios en el plano socio-religioso, sino que llevó la idea del carácter nupcial de Israel hasta la entrega total de su alma y de su cuerpo por el reino de los cielos, en su forma sublime de castidad elegida conscientemente. Por esta razón, el Concilio puede afirmar que la vida consagrada en la Iglesia se realiza en profunda sintonía con la bienaventurada Virgen María (cf. Lumen gentium LG 41), a quien el magisterio de la Iglesia presenta como «la más plenamente consagrada» (cf. Redemptionis donum, 17).

4. En el mundo cristiano una nueva luz brotó de la palabra de Cristo y de la oblación ejemplar de María, que las primeras comunidades conocieron muy pronto. La referencia a la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia confiere al mismo matrimonio su dignidad más alta. En particular, el sacramento del matrimonio hace entrar a los esposos en el misterio de unión de Cristo y de la Iglesia. Pero la profesión de virginidad o celibato hace participar a los consagrados, de una manera más directa, en el misterio de esas bodas. Mientras que el amor conyugal va a Cristo-Esposo mediante una unión humana, el amor virginal va directamente a la persona de Cristo a través de una unión inmediata con él, sin intermediarios: un matrimonio espiritual verdaderamente completo y decisivo. Así, en la persona de quienes profesan y viven la castidad consagrada la Iglesia realiza plenamente su unión de Esposa con Cristo-Esposo. Por eso, se debe decir que la vida virginal se encuentra en el corazón de la Iglesia.

5. También en la línea de la concepción evangélica y cristiana, se debe añadir que esa unión inmediata con el Esposo constituye una anticipación de la vida celestial, que se caracterizará por una visión o posesión de Dios sin intermediarios. Como dice el concilio Vaticano II, la castidad consagrada «evoca [...] aquel maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro» (Perfectae caritatis PC 12). En la Iglesia el estado de virginidad o celibato reviste, pues, un significado escatológico, como anuncio especialmente expresivo de la posesión de Cristo como único Esposo, que se realizará plenamente en el más allá. En este sentido pueden leerse las palabras que Jesús pronunció sobre el estado de vida propio de los elegidos después de la resurrección de los cuerpos: «Ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección [resucitados]» (Lc 20,35-36). La condición de la castidad consagrada, aunque entre las oscuridades y dificultades de la vida terrena, anuncia la unión con Dios, en Cristo, que los elegidos tendrán en la felicidad celestial, cuando la espiritualización del hombre resucitado sea perfecta.

6. Si se considera esa meta de la unión celestial con Cristo-Esposo, se comprende la profunda felicidad de la vida consagrada. San Pablo alude a esa felicidad cuando dice que quien no está casado se preocupa completamente de las cosas del Señor y no está dividido entre el mundo y el Señor (cf. 1Co 7,32-35). Pero se trata de una felicidad que no excluye y no dispensa en absoluto del sacrificio, puesto que el celibato consagrado implica siempre renuncias, a través de las cuales llama a conformarse cada vez más con Cristo crucificado. San Pablo recuerda expresamente que en su amor de Esposo, Jesucristo ofreció su sacrificio por la santidad de la Iglesia (cf. Ep 5,25). A la luz de la cruz comprendemos que toda unión con Cristo-Esposo es un compromiso de amor con el Crucificado, de modo que quienes profesan la castidad consagrada saben que están destinados a una participación más profunda en el sacrificio de Cristo para la redención del mundo (cf. Redemptionis donum, 8 y 11).

7. El carácter permanente de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia se expresa en el valor definitivo de la profesión de la castidad consagrada en la vida religiosa: «La consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44). La indisolubilidad de la alianza de la Iglesia con Cristo-Esposo, participada en el compromiso de la entrega de sí a Cristo en la vida virginal, funda el valor permanente de la profesión perpetua. Se puede decir que es una entrega absoluta a aquel que es el Absoluto.

Lo da a entender Jesús mismo cuando dice que «nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios» (Lc 9,62). La permanencia, la fidelidad al compromiso de la vida religiosa se iluminan a la luz de esta parábola evangélica.

74 Con el testimonio de su fidelidad a Cristo, los consagrados sostienen la fidelidad de los mismos esposos en el matrimonio. La tarea de brindar este apoyo está incluida en la declaración de Jesús sobre quienes se hacen eunucos por el reino de los cielos (cf. Mt 19,10-12): con ella el Maestro quiere mostrar que no es imposible observar la indisolubilidad del matrimonio -que acaba de anunciar-, como insinuaban sus discípulos, porque hay personas que, con la ayuda de la gracia, viven fuera del matrimonio en una continencia perfecta.

Por tanto, puede verse que el celibato consagrado y el matrimonio, lejos de oponerse entre sí, están unidos en el designio divino. Juntos están destinados a manifestar mejor la unión de Cristo y de la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar cordialmente a los visitantes de lengua española, de modo particular al grupo de Religiosos Capuchinos.

Saludo también a las Comunidades Neocatecumenales de Valencia y Murcia (España); a los peregrinos de Argentina, de México y de otros países latinoamericanos.

Al exhortaros a valorar profundamente el don de la castidad en los consagrados, os imparto la bendición apostólica.






Audiencias 1994 67