Discursos 1992 65


AL SEÑOR ENRIQUE OLIVARES SANTANA,


PRIMER EMBAJADOR DE MÉXICO ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 28 de noviembre de 1992



Señor Embajador:

Con viva complacencia recibo las Cartas Credenciales que lo acreditan como primer Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos Mexicanos ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida a este acto de presentación, me es grato reiterar ante su persona el profundo afecto que siento por todos los hijos de aquella noble Nación.

Al deferente saludo que el Señor Presidente, Lic. Carlos Salinas de Gortari, ha querido hacerme llegar por medio de Usted, correspondo con sincero agradecimiento, y le ruego tenga a bien transmitirle mis mejores augurios de paz y bienestar, junto con las seguridades de mi plegaria al Altísimo para que le asista en su misión al servicio de todos los mexicanos.

El establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede representa un hito importante en el proceso de diálogo abierto y constructivo instaurado en los últimos años, y que el Episcopado Mexicano califica como “arranque de una nueva etapa de la historia de la Iglesia en México” («Declaración de la Conferencia del episcopado mexicano con ocasión de las reformas constitucionales», 25 de diciembre de 1991). Hago fervientes votos para que el nuevo clima de leal colaboración y entendimiento entre la Iglesia y el Estado redunde en copiosos frutos de fraterna convivencia y creciente progreso social y espiritual para bien de todos los amadísimos hijos de su noble país.

66 Viene Ud. a representar ante la Sede de Pedro a una Nación que se ha caracterizado por su condición de católica, como lo muestra su legado histórico y los valores que inspiran su identidad misma, profundamente enraizada en una visión cristiana de la vida. Su alusión a mis visitas pastorales a México en 1979 y en 1990, traen a mi memoria aquellas inolvidables jornadas de fe y esperanza, durante las cuales pude apreciar los más genuinos valores del alma mexicana, que inspiran la base cultural, los criterios de juicio y normas de acción de un pueblo, nacido al amparo de la cruz de Cristo y alentado por la presencia de María de Guadalupe, que durante casi quinientos años ha forjado esa convergencia tan peculiar entre el mexicano y la Iglesia católica.

México, en virtud de las raíces cristianas y valores morales que han configurado su ser como Nación a través de la historia, puede contribuir de modo relevante a la noble tarea de reforzar entre los pueblos las bases de la pacífica convivencia y solidaridad en el marco de la justicia y el respeto mutuo, teniendo siempre como punto de referencia una recta concepción del hombre y de su destino transcendente. En efecto, como afirma el Concilio Vaticano II, “la fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre; por ello, orienta el espíritu hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et spes
GS 11).

Los importantes cambios que en los últimos años se han producido en la vida política internacional, Señor Embajador, exigen de todos un renovado esfuerzo en favor de los valores supremos de la paz y armonía entre los pueblos. Dichos cambios afectan a todos los países, incluido México, y constituyen un verdadero desafío a asumir la propia identidad para adecuarse mejor a las exigencias de los tiempos e integrarse de modo más pleno y eficiente en los diversos niveles de participación de la vida internacional.

Seguimos con particular interés el papel que México viene desarrollando en favor de una más estrecha y solidaria colaboración entre los países del continente americano. Su peculiar posición, a caballo entre el Norte y el Sur, le abre esperanzadoras perspectivas de intercambio y progreso que, armonizando la legítima salvaguardia de los intereses nacionales con los de otros pueblos, contribuya a encontrar vías de solución a los urgentes problemas que aquejan a no pocos países del centro y sur del continente.

Particularmente significativa, en este sentido, fue la cumbre Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Estado, que tuvo lugar el año pasado en Guadalajara –continuada por la del presente año en Madrid– donde se puso de manifiesto la voluntad de fortalecer los lazos de amistad y cooperación entre las Naciones iberoamericanas. A este respecto, deseo recordar las palabras que pronuncié durante la amable visita a esta Sede Apostólica del Señor Presidente de la República, Lic. Carlos Salinas de Gortari: “Muchas circunstancias de la hora presente están exigiendo con urgencia no sólo que se resuelvan los casos de conflicto y lucha en América Latina, sino que se pongan sólidas bases para lograr la deseada integración de unos pueblos a los que la geografía, la historia, la fe y la cultura han unido con lazos tan fuertes que con razón puede decirse que constituyen la gran familia latinoamericana” (Discurso al Presidente de México, 10 de julio de 1991).

Ayer como hoy, la Iglesia, con el debido respeto a la autonomía de las instituciones y autoridades civiles, continuará incansable en promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social. El carácter espiritual y religioso de su misión le permite llevar a cabo este servicio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte pues, como señala el Concilio Vaticano II, “al no estar ligada a ninguna forma particular de civilización, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión” (Gaudium et spes GS 42).

En efecto, la Iglesia está llamada a iluminar, desde el Evangelio, todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad y considera misión propia la salvaguardia del valor transcendente de la persona. Por otra parte, –como reitera el mismo Concilio– ella “no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno... Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” (Gaudium et spes GS 76). Como puse de relieve en mi encuentro con los Obispos de México, durante mi última visita pastoral a su País, “es un hecho fácil de constatar que muchos problemas sociales e incluso políticos tienen sus raíces en el orden moral, el cual es objeto de la acción evangelizadora y educadora de la Iglesia. Así, vemos que la vida cristiana refuerza la institución familiar, favorece la convivencia y educa para vivir solidariamente y en libertad según las exigencias de la justicia. No se trata de una injerencia indebida en un campo extraño, sino que quiere ser un servicio a toda la comunidad desde el Evangelio, en el respeto mutuo y la libertad” (Discurso a los miembros de la Conferencia del episcopado mexicano, n. 9, 12 de mayo de 1991).

En el contexto de las nuevas situaciones y nuevos retos con que hoy nos enfrentamos, es necesario promover una conciencia solidaria que aúne voluntades y esfuerzos en orden a debelar la pobreza y el hambre, el desempleo y la ignorancia. Tal como lo viene proclamando reiteradamente el Magisterio de la Iglesia, se trata de ir logrando aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y a las familias, así como a los grupos intermedios y asociativos, su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones de progreso integral.

A este propósito, ha de procurarse que las iniciativas orientadas a estimular el desarrollo económico respeten siempre los principios de equidad en la justa distribución de esfuerzos y sacrificios por parte de los diversos grupos sociales. Cuando está en juego el futuro de tantas personas y familias, la puesta en práctica de reestructuraciones económicas ha de llevarse a cabo en el irrenunciable marco de la justicia social y la solidaridad, participando cada cual en los costos económicos y sociales que ello conlleva. De modo particular, corresponde a los poderes públicos la función de velar para que los sectores más desprotegidos sean convenientemente tutelados para que no queden excluidos del dinamismo del crecimiento y puedan, por el contrario, participar en la tarea común de construir una patria más justa, fraterna y acogedora. “Para la realización de los ideales de solidaridad entre todos los mexicanos es necesario que la sociedad que se quiere construir lleve el sello de los valores morales y transcendentes, pues ellos representan el más fuerte factor de cohesión social” (Discurso al Presidente de México, 10 de julio de 1991).

Señor Embajador, antes de terminar este encuentro, deseo expresarle las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores votos para que la importante misión que le ha sido encomendada sea fecunda para el bien de su País. Le ruego que se haga intérprete de estos sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente de la República y dignas Autoridades de México. Por mediación de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de la Nación mexicana, elevo mi plegaria al Todopoderoso para que asista siempre con sus dones a Usted y a su familia, a sus colaboradores, a los gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo mexicano, tan cercano siempre al corazón del Papa.









                                                                                  Diciembre de 1992




EN LA APERTURA DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL


SOBRE LA NUTRICIÓN



Sábado 5 de diciembre de 1992





Señor presidente,
67 señores directores generales;
señores ministros;
señores representantes permanentes;
señoras y señores:

1. He aceptado con gran satisfacción vuestra invitación a tomar la palabra con ocasión de la apertura de la Conferencia internacional sobre la nutrición, que reúne a los más altos responsables mundiales de este sector tan importante. Procedéis de países muy diversos, y vuestras culturas también presentan una gran variedad pero, en lo esencial, es el mismo servicio el que cada día os mueve a trabajar para que todo ser humano goce de un nivel de vida más conforme a su dignidad de persona. Estoy seguro de que también en esta circunstancia avanzaréis juntos en esa dirección.

Quisiera rendir homenaje a las dos grandes organizaciones intergubernamentales que han tomado esta iniciativa y la llevarán a cabo gracias a sus esfuerzos comunes y a la experiencia que han adquirido al servicio de la humanidad: la Organización de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura, y la Organización mundial de la salud. El compromiso personal de sus directores generales, señores Saouma y Nakajima, es el primer signo de un deseo común de evitar que esta Conferencia se reduzca a una manifestación formal, y de hacer, por el contrario, que sea punto de partida de una acción renovada y más vigorosa, inspirada por los lemas de las dos organizaciones: «Alimentación para todos» y «Salud para todos».

Gracias al dinamismo de vuestras organizaciones, la alimentación y la salud se han convertido en prioridades para la comunidad internacional, que trata de lograr que nadie se vea privado de ellas. La Iglesia no dejará nunca de mostrar su aprecio por estos esfuerzos y de sostenerlos mediante su palabra y su acción, fiel a la enseñanza de su fundador que, ante una muchedumbre hambrienta, demostró una compasión generosa (cf. Mt
Mt 15,32).

2. Mediante su tema, vuestra Conferencia recuerda que la nutrición, tanto por lo que se refiere al aprovisionamiento como a sus condiciones sanitarias, constituye un elemento fundamental en la vida de toda persona, de todo grupo y de todo pueblo de la tierra. Pero la Conferencia muestra también que, a pesar de los esfuerzos ya realizados por la comunidad internacional, existen obstáculos y desequilibrios -que a menudo se agravan- que impiden a millones de hombres y mujeres proveer adecuadamente a su nutrición. Se trata de una apremiante llamada de atención a la conciencia común de la humanidad.

Las multitudes que se hallan privadas de una alimentación adecuada y sana, incluso con riesgo de su vida, esperan hoy que de vuestros trabajos surja la decisión de realizar intervenciones valientes para alejar de la humanidad el fantasma del hambre y la desnutrición. Estos hermanos y hermanas os piden que consideréis como un deber de justicia el comprometeros con determinación por el camino de una solidaridad cada vez más activa, único medio para lograr que todos puedan compartir de forma equitativa los bienes de la creación. Y esperan de esta Conferencia que los llamamientos éticos necesarios conduzcan a resoluciones que tomen fuerza jurídica, de acuerdo con el derecho internacional.

Debéis escuchar aquí los gritos de dolor de millones de personas ante el escándalo provocado por la «paradoja de la abundancia», que constituye el obstáculo principal para la solución de los problemas de la humanidad que afectan a la nutrición. La producción mundial de alimentos, como sabéis bien, es muy abundante y bastaría para satisfacer con holgura las necesidades de la población, aunque esté aumentando en número, a condición de que los recursos que pueden permitir el acceso a una nutrición conveniente sean repartidos en función de las necesidades reales. No puedo menos de estar de acuerdo con las palabras con que comienza vuestro proyecto de Declaración mundial sobre la alimentación: «El hambre y la desnutrición son inaceptables en un mundo que dispone de los conocimientos y los recursos necesarios para acabar con esta catástrofe humana» (n. 1).

Con todo, la paradoja sigue arrastrando todos los días consecuencias dramáticas. Por una parte, nos impresionan las imágenes de una parte de la humanidad condenada a morir de hambre a causa de calamidades naturales que se agravan, a causa de desastres provocados por el hombre, a causa de los obstáculos puestos a la distribución de los recursos de alimentación, y a causa de las restricciones que se han impuesto al comercio de los productos locales, privando a los países más pobres de los beneficios del mercado. Por otra parte, asistimos a la negación de la solidaridad: la destrucción de cosechas enteras, las exigencias egoístas que implican los modelos económicos vigentes, el rechazo de la transferencia de tecnología, y las condiciones impuestas a la concesión de ayudas para la alimentación, incluso en los casos donde es evidente la urgencia.

68 Las causas y los efectos de esta paradoja, con sus múltiples elementos contradictorios, son objeto una vez más de vuestra atención en el marco de esta Conferencia: basta recordar aquí algunos hechos inaceptables: el hambre provoca cada día la muerte de miles de niños, ancianos y miembros de los grupos más vulnerables; una parte notable de la población mundial no logra obtener la indispensable ración diaria de alimentos básicos; sobre multitudes pesan gravemente la pobreza, la ignorancia y condiciones políticas que los obligan a abandonar por millares sus hogares para ir en búsqueda de una tierra donde puedan encontrar modo de alimentarse.

3. Hoy, señoras y señores, vuestras responsabilidades son considerables. La Conferencia internacional sobre la nutrición, después de investigaciones profundas, presentará a la comunidad internacional un análisis lúcido de la situación con respecto a la alimentación y la sanidad en el mundo, y propondrá también un marco jurídico y político para intervenciones necesarias y realizables en la práctica. Gracias a esta Conferencia, toda la humanidad podrá conocer las decisiones que tomarán los gobiernos y las instituciones internacionales para hacer algo efectivo en favor de los más pobres.

Vuestra tarea consiste en presentar a una nueva luz el derecho fundamental de toda persona humana a la nutrición. La Declaración universal de los derechos humanos afirmaba ya el derecho a una alimentación suficiente. Ahora se debe asegurar a todos, para la aplicación de ese derecho, el acceso a la alimentación, la seguridad de encontrar alimento, una alimentación sana y una formación en las técnicas de la nutrición. En pocas palabras, es preciso que todos gocen de condiciones de vida, personales y comunitarias, que permitan el desarrollo pleno de todo ser humano, en todos los momentos de su existencia.

Con mucha frecuencia, algunas situaciones donde no existe la paz, donde la justicia es escarnecida y donde el medio ambiente natural está destruido, hacen que poblaciones enteras corran el gran peligro de no poder satisfacer sus necesidades de nutrición. Es preciso evitar que las guerras entre naciones y los conflictos internos condenen a civiles sin defensa a morir de hambre por motivos egoístas o partidarios. En esos casos, se deben asegurar de cualquier modo las ayudas de alimentos y sanitarias y se deben quitar todos los obstáculos, incluidos los que provienen de recursos arbitrarios al principio de no injerencia en los asuntos internos de un país. La conciencia de la humanidad, de aquí en adelante sostenida por las disposiciones del derecho internacional humanitario, exige que se convierta en obligatoria la injerencia humanitaria en las situaciones que ponen gravemente en peligro la supervivencia de enteros pueblos y grupos étnicos: se trata de un deber para las naciones y la comunidad internacional, como lo recuerdan las orientaciones propuestas a esta Conferencia.

4. La humanidad hoy está cayendo en la cuenta de que el problema del hambre no se podrá resolver en un plano local, sino sólo gracias a un desarrollo global. Se debe garantizar el acceso a los recursos disponibles; y se debe asegurar la formación de los más desfavorecidos y su participación en las responsabilidades. Para lograr estos objetivos resulta cada vez más necesario que se difunda una concepción de las relaciones económicas que supere las divisiones existentes entre los países y que esté fundada en una auténtica solidaridad y en la participación de los recursos y los bienes producidos.

Por lo que atañe a los recursos de alimentación, más que insistir en la necesidad de aumentar globalmente la producción, es preciso asegurar la distribución efectiva, dando primacía a las zonas de mayor riesgo. Es importante también que las poblaciones sobre las que pesan los efectos de la desnutrición y el hambre puedan recibir una educación que las prepare a proveer por sí mismas a una alimentación sana y suficiente.

He tenido noticia, con satisfacción, de que la Declaración y el Plan de acción que vuestra Conferencia piensa aprobar colocan la célula familiar en el centro de este programa para la educación y la formación. Asimismo, se puede afirmar con razón que resulta imposible pretender una educación seria para la nutrición y, de modo más general, preparar un estado del mundo en que se eliminen las divisiones y los sufrimientos actuales, sin un compromiso común de reconocer a la familia y a sus miembros sus propios derechos, y de garantizarles los medios indispensables para afianzar el papel esencial que desempeñan en la sociedad.

A propósito de la nutrición, es preciso sostener mejor a las mujeres, a causa de sus tareas, que resultan fundamentales en las regiones rurales de más riesgo desde el punto de vista de la alimentación: la mujer es madre y educadora, agente económico y responsable principal de la gestión doméstica. Conviene asimismo, prestar atención especial a los niños, a fin de proteger su derecho fundamental a la vida y a la nutrición, derecho que ha sido proclamado recientemente por la «Convención sobre los derechos del niño». Y no podemos tampoco dejar de reconocer el derecho de la pareja a decidir acerca de su procreación y de espaciar los nacimientos. Es evidente que sólo condiciones de vida que alejen cada vez más, para millones de personas, las formas extremas de la pobreza pueden favorecer una maternidad y una paternidad responsables y garantizar el libre ejercicio de este derecho fundamental de la pareja.

5. La Iglesia, como sabéis, cumpliendo su misión de anunciar la «buena nueva a todas las naciones», desea estar especialmente cercana a la humanidad que sufre, pobre y hambrienta. No le corresponde a ella proponer soluciones técnicas, pero siempre está dispuesta a apoyar con todas sus fuerzas a los que trabajan para afianzar la solidaridad internacional y promover la justicia entre los pueblos. Por su parte, la Iglesia lo hace proclamando que la ley del amor a Dios y al prójimo es el fundamento de la vida social. Es consciente, también, de que «su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras» (Centesimus annus
CA 57). Tratando de actuar de acuerdo con la ley del amor, sus instituciones y sus diversas organizaciones ponen en marcha numerosas iniciativas para estar directamente al servicio de los pobres, los hambrientos y los enfermos, que son los «más pequeños», objeto de la predilección de Dios. No podemos olvidar que, al final de la historia, deberemos responder, ante el Señor, de nuestras acciones por el bien de nuestros hermanos (cf. Mt Mt 25,31-46).

Por eso mismo, el Papa os pide a los participantes en la Conferencia internacional sobre la nutrición que actuéis de modo que a nadie se le niegue el pan de cada día y los cuidados necesarios para su salud. Es preciso, pues, superar los cálculos y los intereses particulares; es necesario apoyar y desarrollar las iniciativas de la Organización para la alimentación y la agricultura y de la Organización mundial de la salud, orientadas a garantizar una nutrición mínima a todos los pueblos del planeta. Para llevar a cabo ese compromiso, se podrá dar al Plan de acción de esta Conferencia la autoridad necesaria para que se apliquen los principios de la Declaración mundial sobre la nutrición.

De manera especial, es preciso que, en todas partes, los Estados, las organizaciones intergubernamentales, las instituciones humanitarias y las asociaciones privadas estén convencidas de que ningún criterio político, ni ninguna ley económica puede permitir atentar contra el hombre, contra su vida, contra su dignidad o contra su libertad. Todos los pueblos deben aprender a compartir la vida de los demás pueblos, a poner en común los recursos de la tierra que el Creador ha confiado a toda la humanidad.

69 Con este espíritu, formulo fervientes votos por el éxito de vuestros trabajos e invoco la bendición del Altísimo sobre vosotros y sobre todos los pueblos de la tierra.









JUAN PABLO II

PRESENTACIÓN OFICIAL Y SOLEMNE

DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA


7 de diciembre de 1992



Señores cardenales;
venerados hermanos;
representantes de los pueblos;
amadísimos fieles;
autoridades y ciudadanos de todo el mundo:

1. La santa Iglesia de Dios se alegra hoy porque, por singular don de la Providencia divina, puede celebrar solemnemente la promulgación del nuevo Catecismo, presentándolo de modo oficial a los fieles de todo el mundo. Doy vivamente las gracias al Dios del cielo y de la tierra, porque me concede vivir junto con vosotros este acontecimiento de incomparable riqueza e importancia.

Motivo de profunda alegría para la Iglesia universal es este don que hoy el Padre celeste hace a sus hijos, ofreciéndoles, con ese texto, la posibilidad de conocer mejor, a la luz de su Espíritu, "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, del amor de Cristo" (cf. Ef Ep 3,18-19).

Benedicamus Domino!

2. Me siento profundamente agradecido a todos los que han colaborado de algún modo en la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica. En especial, no puedo menos de complacerme y alegrarme con los miembros de la comisión y del comité de redacción, que durante estos seis años han trabajado, con unidad de sentimientos y propósitos, bajo la sabia dirección de su presidente, el señor cardenal Joseph Ratzinger. Os lo agradezco de corazón a todos y cada uno.

70 Vuestro esmero al exponer los contenidos de la fe de un modo conforme a la verdad bíblica, a la tradición genuina de la Iglesia y en especial, a las enseñanzas del concilio Vaticano II; el esfuerzo por poner de manifiesto lo que es fundamental y esencial en el anuncio cristiano; y el empeño de volver a expresar, con un lenguaje más adecuado a las exigencias del mundo de hoy, la verdad católica perenne, se ven hoy coronados por el éxito.

Vuestro infatigable trabajo, sostenido por la caridad de Cristo, que "nos apremia" (
2Co 5,14) a ser testigos fieles y valientes de su palabra, ha hecho posible una empresa que, al comienzo e incluso durante el camino, muchos consideraban imposible.

3. Puse en marcha, a su tiempo, ese trabajo, acogiendo con gusto la solicitud de los padres sinodales, convocados en 1985 para celebrar el XX aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II, pues reconocí en esa petición el deseo de actualizar una vez más, de un modo nuevo, el mandato perenne de Cristo: "Euntes ergo, docete omnes gentes... docentes eos servare omnia quaecumque mandavi vobis" (Mt 28,19-20).

El Catecismo de la Iglesia Católica es un instrumento cualificado y autorizado, que los pastores de la Iglesia han querido que les sirviera ante todo a sí mismos como ayuda válida en el cumplimiento de la misión, recibida de Cristo, de anunciar y testimoniar la "buena nueva" a todos los hombres.

4. La publicación del texto debe considerarse, sin duda, como uno de los mayores acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia, pues constituye un don precioso, al volver a proponer fielmente la doctrina cristiana de siempre: un don rico, por los temas tratados con esmero y profundidad; un don oportuno, dadas las exigencias y necesidades de la época moderna.

Sobre todo se trata de un don "verídico", es decir, un don que presenta la verdad revelada por Dios en Cristo y confiada por él a su Iglesia. El Catecismo expone esta verdad, a la luz del concilio Vaticano II, tal como es creída, celebrada, vivida y orada por la Iglesia, y lo hace con el fin de favorecer la adhesión indefectible a la persona de Cristo.

Ese servicio a la verdad colma a la Iglesia de gratitud y gozo, y le infunde una nueva valentía para realizar su misión en el mundo.

5. El Catecismo es, también, un don profundamente arraigado en el pasado. Acudiendo con frecuencia a la sagrada Escritura y a la inagotable Tradición apostólica, recoge, sintetiza y transmite la riqueza incomparable que, a lo largo de veinte siglos de historia, a pesar de las dificultades e incluso de las oposiciones, se ha convertido en patrimonio, siempre antiguo y siempre nuevo, de la Iglesia. Así se cumple, una vez más, la misión de la Esposa de Cristo de custodiar celosamente y hacer fructificar diligentemente el tesoro precioso que le viene de lo alto. No cambia nada de la doctrina católica de siempre. Lo que era fundamental y esencial, permanece.

Y, a pesar de eso, el tesoro vivo del pasado queda esclarecido y formulado de modo nuevo, con vistas a una mayor fidelidad a la verdad integral de Dios y del hombre, con la conciencia de que "una cosa es el depósito o las verdades de fe, y otra la manera con que son enunciadas, permaneciendo siempre iguales su significado y su sentido profundo" (Concilio Vaticano 1, constitución dogmática Dei Filius, cap. IV).

Este compendio de la fe y de la moral católica es, por tanto, un don privilegiado, pues en él converge y se recoge en síntesis armoniosa el pasado de la Iglesia, con su tradición, su historia de escucha, anuncio, celebración y testimonio de la Palabra, y con sus concilios, sus doctores y sus santos. A través de las generaciones sucesivas resuena, así, perenne y siempre actual, el magisterio evangélico de Cristo, que desde hace veinte siglos es luz de la humanidad.

6. El Catecismo es un don para el momento actual de la Iglesia. Su vínculo con lo que la Iglesia tiene de esencial y de venerable en su pasado le permite desempeñar su misión en el momento actual de la humanidad.

71 En este texto autorizado la Iglesia, con una nueva autoconciencia gracias a la luz del Espíritu, presenta a sus hijos el misterio de Cristo, en el que se refleja el esplendor del Padre.

La Iglesia, también mediante este instrumento cualificado, expresa y actúa su deseo constante y su búsqueda incansable de actualizar su rostro, a fin de que cada vez se manifieste mejor, en toda su belleza infinita, el rostro de Aquel que es el eternamente joven: Cristo.

Así cumple su misión de conocer cada vez de un modo más profundo, para testimoniar mejor en su armonía orgánica, la insondable riqueza de aquella Palabra a cuyo servicio está, "para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído" (Dei Verbum
DV 10).

7. El Catecismo, por último, es un don orientado hacia el porvenir. De la meditada reflexión sobre el misterio de Cristo brota una enseñanza valiente y generosa, que la Iglesia dirige hacia el futuro, abierto hacia el tercer milenio.

No es fácil prever el influjo que tendrá este Catecismo. Pero es seguro que, con la gracia de Dios y la buena voluntad de los pastores y los fieles, puede constituir un instrumento válido y fecundo para ulteriores profundizaciones en los conocimientos y para una auténtica renovación espiritual y moral.

La adhesión consciente a la doctrina revelada genuina y completa, que el Catecismo presenta sintéticamente, favorecerá sin duda el progresivo cumplimiento del designio de Dios, "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tm 2,4).

8. Unidad en la verdad: ésta es la misión confiada por Cristo a su Iglesia, por la que trabaja activamente, invocándola ante todo de Aquel que lo puede todo y que fue el primero en orar al Padre, ante la inminencia de su muerte y resurrección, para que los creyentes fuesen "uno" (Jn 17,21).

Una vez más, también mediante el don de este Catecismo, resulta claro que esta unión misteriosa y visible no se puede conseguir sin la identidad de la fe, sin la participación de la vida sacramental, sin la consiguiente coherencia de la vida moral, y sin la continua y fervorosa oración personal y comunitaria.

Al trazar las líneas de la identidad doctrinal católica, el Catecismo puede constituir un llamamiento amoroso también para cuantos no forman parte de la comunidad católica. Ojalá comprendan que este instrumento no restringe, sino que ensancha el ámbito de la unidad multiforme, ofreciendo nuevo impulso al camino hacia la plenitud de la comunión, que refleja y en cierto modo anticipa la unidad total de la ciudad celestial, "en la que reina la verdad, es ley la caridad, y su duración es la eternidad" (san Agustín, Epist. 138, 3).

9. El nuevo Catecismo quiere ser un don para todos. Con respecto a este texto, nadie se debe sentir ajeno, excluido o lejano, pues se dirige a todos, al estar implicado el Señor de todos, Jesucristo, el que anuncia y es anunciado, el esperado, el Maestro y el modelo de todo anuncio. El Catecismo trata de dar una respuesta satisfactoria a las exigencias de todos aquellos que en su sed, consciente o inconsciente, de verdad y de certeza, buscan a Dios y "se esfuerzan por hallarlo a tientas, por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros" (Ac 17,27).

Los hombres de hoy, como los de siempre, tienen necesidad de Cristo: lo buscan a través de múltiples caminos, a veces incomprensibles, lo invocan constantemente y lo desean con ansia. Ojalá que puedan encontrarlo, guiados por el Espíritu, gracias también a este instrumento del Catecismo.

72 10. Para que eso ocurra, es necesaria también la colaboración de todos nosotros y, en especial, de los que somos pastores del pueblo santo de Dios. De la misma manera que ha sido fundamental para la elaboración del Catecismo de la [iglesia Católica la amplia y fecunda colaboración del Episcopado, así también para su utilización, su actualización y su eficacia es y será indispensable sobre todo la aportación de los obispos, maestros de fe en la Iglesia. Sí, el Catecismo es un don confiado de manera especial a nosotros, los obispos. En vosotros, venerados hermanos, responsables de las comisiones doctrinales de las Conferencias episcopales esparcidas por el mundo, reunidos aquí junto al sepulcro de Pedro, se manifiesta el gozo de vuestros hermanos en el episcopado y de los hijos de la Iglesia, a quienes representáis: ellos dan gracias a Dios por poder disponer de este instrumento para el anuncio y el testimonio de su fe. Al mismo tiempo, vuestra participación en este solemne encuentro expresa la firme voluntad de utilizar, en los múltiples contextos eclesiales y culturales, ese documento que, como he afirmado ya en otras ocasiones (cf. Discurso a la Curia romana, 28 de junio de 1986; Discurso de aprobación del Catecismo, 25 de junio de 1992), debe constituir el "punto de referencia", la "carta magna" del anuncio profético, y sobre todo catequístico, especialmente a través de la elaboración de catecismos locales, nacionales o diocesanos, cuya mediación se ha de considerar indispensable.

De esos sentimientos y de esa voluntad vuestros ya se ha hecho portavoz también vuestro representante, el señor cardenal Bernard Francis Law, al que saludo cordialmente y doy las gracias de corazón.

11. Ahora, antes de concluir, deseo elevar mi pensamiento, con sentimientos de amor filial y devoto reconocimiento, a Aquella que acogió, meditó y donó la Palabra del Padre a la humanidad. Vuelve a nuestra mente, en esta solemne circunstancia, la exhortación del gran san Ambrosio: "Sit in singulis Mariae anima ut magniflcet Dominum; sit in singulis spiritus Mariae ut exultet in Deo" (san Ambrosio, Expositio in Lucam, II, 26; PL 15, 1642).

La Virgen santa, cuya Inmaculada Concepción celebraremos mañana, nos ayude a acoger y apreciar este don precioso, y sea para nosotros modelo y apoyo al dar a los demás esa Palabra divina que el Catecismo de la Iglesia Católica presenta a los fieles y al mundo entero.













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