Audiencias 1993 15

15 3. Como es bien sabido, existen casos en los que el magisterio pontificio se ejerce solemnemente acerca de algunos puntos particulares de la doctrina, pertenecientes al depósito de la revelación o estrechamente vinculados a ella. Es el caso de las definiciones ex cathedra, como las de la Inmaculada Concepción de María, hecha por Pío IX en 1854, y de la Asunción al cielo, hecha por Pío XII en 1950. Como sabemos, estas definiciones han proporcionado a todos los católicos la certeza en la afirmación de estas verdades y la exclusión de toda duda al respecto.

Casi siempre la razón de las definiciones ex cathedra es esta certificación de las verdades que es preciso creer porque pertenecen al depósito de la fe, y la exclusión de toda duda, o también la condena del error acerca de su autenticidad y su significado. Así se produce el momento de máxima concentración, incluso formal, de la misión doctrinal conferida por Jesús a los Apóstoles y, en ellos, a sus sucesores.

4. Dada la extraordinaria grandeza e importancia de ese magisterio para la fe, la tradición cristiana ha reconocido al sucesor de Pedro, que lo ejerce solo o en comunión con los obispos reunidos en concilio, un carisma de asistencia del Espíritu Santo, que se suele llamar infalibilidad.

He aquí lo que dice a este respecto el concilio Vaticano I: «El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando, cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia» (
DS 3074).

Esta doctrina ha sido resumida, confirmada y explicada también por el concilio Vaticano II, que afirma: «El Romano Pontífice, cabeza del colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres. Por esto se afirma, con razón, que sus definiciones son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia, por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo... y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal. Porque en esos casos, el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que, en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica» (Lumen gentium LG 25).

5. Conviene notar que el concilio Vaticano II pone de relieve el magisterio de los obispos unidos con el Romano Pontífice, subrayando que también ellos gozan de la asistencia del Espíritu Santo cuando definen juntamente con el sucesor de Pedro un punto de fe: «La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro... Mas cuando el Romano Pontífice o el cuerpo de los obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación..., la cual es íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la sucesión legitima de los obispos... y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente conservada y fielmente expuesta en la Iglesia» (ib.).

Y prosigue: «Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aún estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe". "Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación» (ib.).

6. En estos textos conciliares se realiza una especie de codificación de la conciencia existente ya en los Apóstoles reunidos en el concilio de Jerusalén: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Ac 15 Ac 28). Esa conciencia confirmaba la promesa de Jesús de mandar el Espíritu de verdad a los Apóstoles y a la Iglesia, después de haber vuelto al Padre, una vez realizado el sacrificio de la cruz: «El Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Esa promesa se había cumplido en Pentecostés, y los Apóstoles se sentían aún vivificados por ella. La Iglesia ha heredado de ellos esa conciencia y ese recuerdo.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

16 Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, a la peregrinación procedente de El Salvador, a las Comunidades Neocatecumenales de España, a los miembros de la federación provincial de Agrupaciones de Empresarios de la Construcción, de Cádiz, así como a los alumnos y profesores del Instituto Nervión de Sevilla, y a la peregrinación de la parroquia de San Cipriano de Toledo. A todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.



Miércoles 24 de marzo de 1993

La asistencia divina en el magisterio del sucesor de Pedro (2)

(Lectura:
capítulo 22 del evangelio de san Lucas, versículos 28-32) Lc 22,28-32

1. La infalibilidad del Romano Pontífice es tema de suma importancia para la vida de la Iglesia. Por ello, resulta oportuno hacer algunas reflexiones más acerca de los textos conciliares, para precisar mejor el sentido y la extensión de esa prerrogativa.

Ante todo, los concilios afirman que la infalibilidad atribuida al Romano Pontífice es personal, en el sentido que le corresponde personalmente por ser sucesor de Pedro en la Iglesia de Roma. En otras palabras, esto significa que el Romano Pontífice no es el simple portador de una infalibilidad perteneciente, en realidad, a la Sede romana. Ejerce su magisterio y, en general, el ministerio pastoral como vicarius Petri: así se le solía llamar durante el primer milenio cristiano. Es decir, en él se realiza casi una personificación de la misión o la autoridad de Pedro, ejercidas en nombre de aquel a quien Jesús mismo se las confirió.

Con todo, es evidente que al Romano Pontífice no se le ha concedido la infalibilidad en calidad de persona privada, sino por el hecho de que desempeña el cargo de pastor y maestro de todos los cristianos. Además, no la ejerce como quien tiene autoridad en sí mismo o por sí mismo, sino «por su suprema autoridad apostólica» y «por la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la persona de san Pedro». Por último, no la posee como si pudiera disponer de ella o contar con ella en cualquier circunstancia, sino sólo cuando habla ex cathedra, y sólo en un campo doctrinal limitado a las verdades de fe y moral, y a las que están íntimamente vinculadas con ellas.

2. Según los textos conciliares, el magisterio infalible se ejerce en la doctrina de fe y costumbres. Se trata del campo de las verdades reveladas explícita o implícitamente, que exigen una adhesión de fe y cuyo depósito, confiado a la Iglesia por Cristo y transmitido por los Apóstoles, ella custodia. Y no lo custodiaría de forma adecuada, si no protegiese su pureza e integridad. Se trata de verdades que atañen a Dios en sí mismo y en su obra creadora y redentora; al hombre y al mundo, en su condición de criaturas y en su destino según el designio de la Providencia; y a la vida eterna y a la misma vida terrena en sus exigencias fundamentales con vistas a la verdad y al bien.

Se trata, pues, también de verdades para la vida y de su aplicación al comportamiento humano. El Maestro divino, en su mandato de evangelización, ordenó a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes... enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). En el área de las verdades que el magisterio puede proponer de modo definitivo entran aquellos principios de razón que, aunque no estén contenidos en las verdades de fe, se hallan íntimamente vinculados con ellas. En la realidad efectiva, de ayer y de hoy, el magisterio de la Iglesia y, de manera especial, el del Romano Pontífice es el que salva estos principios y los rescata continuamente de las deformaciones y tergiversaciones que sufren bajo la presión de intereses y vicios consolidados en modelos y corrientes culturales.

En este sentido, el concilio Vaticano I decía que es objeto del magisterio infalible «la doctrina sobre la fe y costumbres que debe ser sostenida por la Iglesia universal» (DS 3074). Y en la nueva fórmula de la profesión de fe, aprobada recientemente (cf. AAS 81, 1989, pp. 105; 1169), se hace la distinción entre las verdades reveladas por Dios, a las que es necesario prestar una adhesión de fe, y las verdades propuestas de modo definitivo, pero no como reveladas por Dios. Estas últimas por ello, exigen un asenso definitivo, pero no es un asenso de fe.

17 3. En los textos conciliares se hallan especificadas también las condiciones del ejercicio del magisterio infalible por parte del Romano Pontífice. Se pueden sintetizar así: el Papa debe actuar como pastor y maestro de todos los cristianos, pronunciándose sobre verdades de fe y costumbres, con términos que manifiesten claramente su intención de definir una determinada verdad y exigir la adhesión definitiva a la misma por parte de todos los cristianos. Es lo que acaeció, por ejemplo, en la definición de la Inmaculada Concepción de María, acerca de la cual Pío IX afirmó: «Es una doctrina revelada por Dios y debe ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles« (DS 2803); o también en la definición de la Asunción de María santísima, cuando Pío XII dijo: «Por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado...» (DS 3903).

Con esas condiciones se puede hablar de magisterio papal extraordinario, cuyas definiciones son irreformables «por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia» (ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae). Eso significa que esas definiciones, para ser válidas, no tienen necesidad del consentimiento de los obispos: ni de un consentimiento precedente, ni de un consentimiento consecuente, «por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él (al Romano Pontífice) en la persona de san Pedro, y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal» (Lumen gentium LG 25).

4. Los Sumos Pontífices pueden ejercer esta forma de magisterio. Y de hecho así ha sucedido. Pero muchos Papas no la han ejercido. Ahora bien, es preciso observar que en los textos conciliares que estamos explicando se distingue entre el magisterio ordinario y el extraordinario, subrayando la importancia del primero, que es de carácter permanente y continuado, mientras que el que se expresa en las definiciones se puede llamar excepcional.

Junto a esta infalibilidad de las definiciones ex cathedra, existe el carisma de asistencia del Espíritu Santo, concedido a Pedro y a sus sucesores para que no cometan errores en materia de fe y moral, y para que, por el contrario, iluminen bien al pueblo cristiano. Este carisma no se limita a los casos excepcionales, sino que abarca en medida diferente todo el ejercicio del magisterio.

5. Esos mismos textos conciliares nos muestran también cuán grave es la responsabilidad del Romano Pontífice en el ejercicio de su magisterio, tanto extraordinario como ordinario. Por eso, siente la necesidad, más aún, podríamos decir el deber, de investigar el sensus Ecclesiae antes de definir una verdad de fe, plenamente consciente de que su definición «expone o defiende la doctrina de la fe católica» (Lumen gentium LG 25).

Eso sucedió antes de las definiciones de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María, con una amplia y precisa consulta a toda la Iglesia. En la bula Munificentissimus, sobre la Asunción (1950), Pío XII, entre los argumentos a favor de la definición, aduce el de la fe de la comunidad cristiana: «El consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo... es una verdad revelada por Dios» (AAS 42, 1950, p. 757).

Por lo demás, el concilio Vaticano II, hablando de la verdad que es preciso enseñar, recuerda: «El Romano Pontífice y los obispos, por razón de su oficio y la importancia del asunto, trabajan celosamente con los medios oportunos para investigar adecuadamente y para proponer de una manera apta esta Revelación» (Lumen gentium LG 25). Es una indicación de sabiduría, que se refleja en la experiencia de los procedimientos seguidos por los Papas y los dicasterios de la Santa Sede a su servicio, al cumplir las tareas de magisterio y de gobierno de los sucesores de Pedro.

6. Podemos concluir observando que el ejercicio del magisterio concreta y manifiesta la contribución del Romano Pontífice al desarrollo de la doctrina de la Iglesia. El Papa ?que no sólo desempeña un papel como cabeza del colegio de los obispos en las definiciones de fe y moral pronunciadas por ellos, o como notario de su pensamiento, sino también un papel más personal tanto en el magisterio ordinario como en las definiciones? cumple su misión aplicándose personalmente y estimulando el estudio de pastores, teólogos, peritos en la doctrina en los diversos campos, y expertos en el trabajo pastoral, en espiritualidad, vida social, etc.

De este modo impulsa un enriquecimiento cultural y moral en todos los niveles de la Iglesia. También en esta organización del trabajo de consulta y de estudio, aparece como el sucesor de la Piedra sobre la que Cristo construyó su Iglesia.
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Saludos

18 Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a todos los visitantes de lengua española. En particular, doy mi afectuosa bienvenida al grupo de Neocatecumenales de Murcia, a los feligreses de la parroquia del Santo Niño de Cebú, de Madrid, a los miembros de una Coral de San Sebastián, así como a los peregrinos de México y Sevilla. A todos os exhorto a seguir viviendo con intensidad el tiempo cuaresmal, a la vez que os imparto la Bendición Apostólica.



Miércoles 31 de marzo de 1993

El presbiterado, participación ministerial en el sacerdocio de Cristo

(Lectura:
evangelio de san Lucas, capítulo 10, versículos 1-2) Lc 10,1-2

1. Comenzamos hoy una nueva serie de catequesis, dedicadas al presbiterado y a los presbíteros, que, como es bien sabido, son los más íntimos colaboradores de los obispos, de cuya consagración y misión sacerdotal participan. Desarrollaré el tema fundándome continuamente en los textos del Nuevo Testamento y siguiendo la línea del concilio Vaticano II, como suelo hacer en estas catequesis. Quiero iniciar la exposición del tema con el alma rebosante de afecto hacia estos íntimos colaboradores del orden episcopal, a quienes siento muy cerca y amo en el Señor, como afirmé ya desde el principio de mi pontificado y, de manera especial, en mi primera carta a los sacerdotes de todo el mundo, escrita el Jueves Santo de 1979.

2. Es preciso advertir que el sacerdocio, en todos sus grados, y por consiguiente tanto en los obispos como en los presbíteros, es una participación del sacerdocio de Cristo que, según la carta a los Hebreos, es el único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, que se ofreció a si mismo de una vez para siempre con un sacrificio de valor infinito, que permanece inmutable y perenne en el centro de la economía de la salvación (cf. He 7,24 He 7,28). No existe ni la necesidad ni la posibilidad de otros sacerdotes además de .o junto a. Cristo, el único mediador (cf. He 9,15 Rm 5,15 Rm 5,191 1Tm 2,5), punto de unión y reconciliación entre los hombres y Dios (cf. 2Co 5,14 2Co 5,20), el Verbo hecho carne, lleno de gracia (cf. Jn 1,1 Jn 1,18), verdadero y definitivo hieréus, sacerdote (cf. He 5,6 He 10,21), que en la tierra llevó a cabo la destrucción del pecado mediante su sacrificio (He 9,26), y en el cielo sigue intercediendo por sus fieles (cf. He 7,25), hasta que lleguen a la herencia eterna conquistada y prometida por él. Nadie más, en la nueva alianza, es hieréus en el mismo sentido.

3. La participación en el único sacerdocio de Cristo, que se ejerce en diversos grados, fue voluntad del mismo Cristo, quien quiso que existieran en su Iglesia funciones diferentes, como se requiere en un cuerpo social bien organizado, y para la función directiva estableció ministros de su sacerdocio (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1554). A éstos les confirió el sacramento del orden para constituirlos oficialmente sacerdotes que obran en su nombre y con su poder, ofreciendo el sacrificio y perdonando los pecados. Así pues .observa el Concilio, enviados los Apóstoles como él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos Apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquellos, que son los obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que, constituidos en el orden del presbiterado, fuesen cooperadores del orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo (Presbyterorum ordinis PO 2 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1562).

Esa voluntad de Cristo aparece claramente en el Evangelio, que nos refiere cómo Jesús atribuyó a Pedro y a los Doce una autoridad suprema en su Iglesia, pero quiso colaboradores para el cumplimiento de su misión. Es significativo lo que nos dice el evangelista Lucas: Jesús, después de haber enviado en misión a los Doce (cf. Lc 9,1 Lc 9,6), manda un número aún mayor de discípulos, como para dar a entender que la misión de los Doce no basta en la obra de la evangelización. Designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir (Lc 10,1).

Sin duda, este paso es sólo una prefiguración del ministerio que Cristo instituiría formalmente más tarde, pero manifiesta ya la intención del Maestro divino de introducir un número notable de colaboradores en el trabajo de la viña. Jesús eligió a los Doce de entre un grupo más amplio de discípulos (cf. Lc 6,12 Lc 6,13). Estos discípulos, según el significado que tiene el término en los textos evangélicos, no son solamente los que creen en Jesús, sino los que lo siguen, quieren recibir su enseñanza de Maestro y dedicarse a su obra. Y Jesús los compromete en su misión. Según san Lucas, precisamente en esta circunstancia Jesús dijo aquellas palabras: La mies es mucha y los obreros, pocos (Lc 10,2). Así quería indicar que, según su pensamiento, vinculado a la experiencia del primer ministerio, el número de los obreros era demasiado pequeño. Y no lo era sólo por entonces, sino en todos los tiempos, incluido el nuestro, en el que el problema se ha agravado notablemente. Debemos afrontarlo sintiéndonos estimulados y, al mismo tiempo, confortados por esas palabras y .se podría decir. por aquella mirada de Jesús tendida hacia los campos en los que hacen falta obreros para la siega. Jesús dio ejemplo con su iniciativa, que podríamos definir de promoción vocacional: envió a los setenta y dos discípulos, además de haber enviado a los doce Apóstoles.

19 4. Según refiere el Evangelio, Jesús asigna a los setenta y dos discípulos una misión semejante a la de los Doce: los discípulos son enviados para anunciar la llegada del reino de Dios. Realizarán esa predicación en nombre de Cristo, con su autoridad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16).

Los discípulos reciben, como los Doce (cf. Mc 6,7 Lc 9,1), el poder de arrojar los espíritus malignos, hasta el punto de que, después de sus primeras experiencias, le dicen a Jesús: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Jesús mismo confirma ese poder: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo...»(Lc 10,17 Lc 10,19).

También para ellos, se trata de participar con los Doce en la obra redentora del único sacerdote de la nueva Alianza, Cristo, que quiso conferirles también a ellos una misión y poderes semejantes a los de los Doce. La institución del presbiterado, por consiguiente, no responde sólo a una necesidad práctica de los obispos, a quienes hacen falta colaboradores, sino que deriva de una intención explícita de Cristo.

5. De hecho, vemos que, ya en los primeros tiempos del cristianismo, los presbíteros (presbyteroi) están presentes y tienen funciones en la Iglesia de los Apóstoles y de los primeros obispos, sus sucesores (cf. Ac 11,30 Ac 14,23 Ac 15,2 Ac 15,4 Ac 15,6 Ac 15,22 Ac 15,23 Ac 15,41 Ac 16,4 Ac 20,17 Ac 21,181 Tm Ac 4,14 Ac 5,17 Ac 5,19 Tt 1,5 Jc 5,141 P Jc 5,1 Jc 5,5 2Jn 1 3Jn 1). En estos libros del Nuevo Testamento, no siempre resulta fácil distinguir a los presbíteros de los obispos, por lo que se refiere a las tareas que se les atribuyen; pero en seguida se van dibujando, ya en la Iglesia de los Apóstoles, las dos clases de personas que participan en la misión y el sacerdocio de Cristo, y que luego vuelven parecer y se especifican mejor en las obras de los escritores postapostólicos (como la Carta a los Corintios del Papa san Clemente, las Cartas de san Ignacio de Antioquia, el Pastor de Hermas, etc.), hasta que, en el lenguaje difundido en la Iglesia establecida en Jerusalén, en Roma y en las demás comunidades de Oriente y Occidente, se termina por reservar el nombre de obispo al jefe y pastor único de la comunidad, mientras que el de presbítero designa a un ministro que actúa bajo la dependencia del obispo.

6. Siguiendo esa línea de la tradición cristiana y de acuerdo con la voluntad de Cristo atestiguada en el Nuevo Testamento, el concilio Vaticano II habla de los presbíteros como de ministros que no poseen la cumbre del pontificado y, en el ejercicio de su potestad, dependen de los obispos, pero por otra parte están unidos a ellos «en el honor del sacerdocio» (Lumen Gentium LG 28 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1564). Esta unión se funda en el sacramento del orden: «El ministerio de los presbíteros, por estar unido con el orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo» (Presbyterorum ordinis PO 2 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1563). También los presbíteros llevan en sí mismos «la imagen de Cristo, sumo y eterno sacerdote» (Lumen Gentium LG 28). Por tanto, participan de la autoridad pastoral de Cristo: y ésta es la característica específica de su ministerio, fundada en el sacramento del orden, que se les ha conferido. Como leemos en el decreto Presbyterorum ordinis, «el sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (PO 2; cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1563).

Ese carácter, conferido con la unción sacramental del Espíritu Santo, en los que lo reciben es signo de una consagración especial, con respecto al bautismo y a la confirmación; de una configuración más profunda a Cristo sacerdote, que los hace sus ministros activos en el culto oficial a Dios y en la santificación de sus hermanos; y de los poderes ministeriales que han de ejercer en nombre de Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1581 CEC 1584).

7. El carácter es también signo y vehículo, en el alma del presbítero, de las gracias especiales que necesita para el ejercicio del ministerio, vinculadas a la gracia santificante que el orden comporta como sacramento, tanto en el momento de ser conferido como a lo largo de todo su ejercicio y desarrollo en el ministerio. Así pues, envuelve e implica al presbítero en una economía de santificación, que el mismo ministerio comporta en favor de quien lo ejerce y de quienes se benefician de él en los varios sacramentos y en las demás actividades que realizan sus pastores. La Iglesia entera recibe los frutos de las santificación llevada a cabo por el ministerio de los presbíteros pastores: tanto de los diocesanos, como de los que, con cualquier título y de cualquier manera, una vez recibido el orden sagrado, realizan su actividad en comunión con los obispos diocesanos y con el Sucesor de Pedro.

8. La ontología profunda de la consagración del orden y el dinamismo de santificación que comporta en el ministerio excluyen, ciertamente, toda interpretación secularizante del ministerio presbiteral, como si el presbítero se hubiera de dedicar simplemente a la instauración de la justicia o a la difusión del amor en el mundo. El presbítero es ontológicamente partícipe del sacerdocio de Cristo, verdaderamente consagrado, hombre de lo sagrado, entregado como Cristo al culto que se eleva hacia el Padre y a la misión evangelizadora con que difunde y distribuye las cosas sagradas la verdad, la gracia de Dios. a sus hermanos. ésta es su verdadera identidad sacerdotal; y ésta es la exigencia esencial del ministerio sacerdotal también en el mundo de hoy.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

20 Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. Particularmente numerosos son los estudiantes procedentes de numerosas ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Valencia, Tarragona,. Cádiz y otras. A todos vosotros, chicos y chicas aquí presentes, os doy mi afectuosa bienvenida y os aliento a dar siempre testimonio de vuestra fe cristiana para hacer de nuestro mundo un lugar más justo y fraterno.

De corazón os imparto a todos la bendición apostólica.



Abril de 1993

Miércoles 7 de abril de 1993



(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 26, versículos 26-29)

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Al final de la Cuaresma, la Semana Santa nos introduce inmediatamente en la solemnidad de la Pascua, y se llama santa precisamente porque en ella conmemoramos los acontecimientos fundamentales de la religión cristiana: la institución de la Eucaristía, la pasión y muerte en cruz de Jesús, y la resurrección gloriosa del Redentor.

Durante el Triduo pascual se nos invita, por tanto, a reflexionar y a vivir con un fervor más profundo el misterio central de la salvación, participando en las solemnes ceremonias litúrgicas que nos ayudan a revivir los últimos días de la vida de Jesús. Para todos los hombres esos días revisten un valor perenne y esencial.

2. El Jueves Santo nos remite a la institución de la Eucaristía, don supremo del amor de Dios en su plan de redención. Aquella tarde, durante la cena, Jesús, anticipando místicamente el sacrificio del Calvario, se entregó en sacrificio, bajo las especies del pan y del vino, como Él mismo había anunciado (cf. Jn 6) y confió a los Apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perpetuar su recuerdo repitiendo el mismo rito: Haced esto en conmemoración mía.

Escribiendo a los Corintios, hacia el año 53-56, el apóstol Pablo confirmaba a los primeros cristianos en la verdad del misterio eucarístico, transmitiéndoles lo que Él mismo habla recibido: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: "Éste es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también la copa después de cenar diciendo: "Ésta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío"» (1Co 11,23-25). Palabras de suma importancia, que nos recuerdan lo que Jesús hizo efectivamente en la última cena y nos manifiestan su intención sacrificial mediante la consagración del pan y el vino, en sustitución del cordero sacrificial de los judíos, así como su intención expresa de hacer a los Apóstoles y a sus sucesores ministros de la Eucaristía.

21 El contenido esencial del Jueves Santo es, pues, la Eucaristía como presencia real de Cristo y como sacramento de íntima comunión de amor y salvación; y el sacerdocio como ministerio eucarístico reservado a los Apóstoles y a sus sucesores. Se trata de un dogma de fe que, por consiguiente, es preciso aceptar con agradecimiento profundo y perenne. Se trata de un don de Cristo, que se debe apreciar cada vez más en un clima de devoción sincera e intensa.

San Pablo ponía en guardia a los fieles de Corinto: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo» (
1Co 11,27-29).

El Jueves, primer día del Triduo pascual, representa también una magnifica ocasión para orar por los sacerdotes, a fin de que estén siempre a la altura de su dignidad, dado que su existencia se halla consagrada totalmente a la Eucaristía.

3. El Viernes Santo reactualizaremos el misterio doloroso de la pasión y muerte en cruz de Jesús.

Frente al Crucificado adquieren un realismo dramático las palabras que Él mismo pronunció durante la última cena: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28 cf. Mc 14,24 Lc 22,20).

Jesús quiso ofrecer su vida en sacrificio para el perdón de los pecados, eligiendo para ello la muerte más cruel y humillante: la crucifixión. San Pedro medita así en su primera carta: «Llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados» (1P 2,24). Y san Pablo, en numerosas ocasiones, reafirma que «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Co 15,3); «Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima'» (Ep 5,2); «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1Tm 2,5-6).

Al igual que sucede ante la Eucaristía, también ante la pasión y muerte de Jesús en la cruz el misterio se hace inmenso e insondable para la razón humana. En cuanto verdadero hombre, el Mesías sufrió de manera inefable desde la agonía espiritual en Getsemaní hasta la larga y atroz agonía en la cruz. El camino hacia el Calvario fue un sufrimiento indescriptible, que desembocó en el suplicio terrible de la crucifixión. ¡Qué gran misterio es la pasión de Cristo: Dios, hecho hombre, sufre por salvar al hombre, cargando con toda la tragedia de la humanidad!

El Viernes Santo, por consiguiente, nos hace pensar en la sucesión continua de pruebas de la historia, en las vicisitudes humanas, marcadas por la lucha perenne ende el bien y el mal. La cruz es en verdad la balanza de la historia: sólo podemos comprenderla y aceptarla meditando y amando al Crucificado. San Juan escribía: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10); y también san Pablo afirmaba: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8).

En su plan de salvación y santificación, Dios no sigue nuestros caminos: pasa a través de la cruz para llegar a la glorificación, invitándonos así a la paciencia y a la confianza.

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos del Viernes Santo a acompañar a Jesús en su camino de dolor con humildad, confianza y abandono a la voluntad de Dios, encontrando aliento y confortación en medio de las tribulaciones de la vida, en la cruz de Cristo.

4. El Triduo pascual se concluye con el resplandeciente misterio glorioso de la resurrección de Cristo. Él había predicho: Al tercer día resucitaré.

22 Es la victoria definitiva de la vida sobre la muerte. Después de su resurrección, Jesús se aparecerá a María Magdalena, a las mujeres piadosas, a los Apóstoles y, luego, a los discípulos, y les mostrará en su cuerpo los signos de la crucifixión. Les permitirá tocar su persona; comerá con los Apóstoles, haciéndoles experimentar la novedad prodigiosa de su cuerpo glorificado.

La Resurrección es para los creyentes la garantía final y decisiva de la divinidad de Cristo, en virtud de la cual están llamados a creer con certeza y seguridad absolutas en su palabra.

En el silencio arcano del Sábado Santo, mientras nos preparamos a la Vigilia pascual, en la que se conmemorará irrupción de la luz de la salvación en medio de las tinieblas, el espíritu contempla las maravillas de Dios, magnalia Dei, que culminan en la solemnidad de la Pascua, centro y eje de la vida del pueblo cristiano.

Amadísimos hermanos y hermanas, María santísima, que estaba en pie al lado de la cruz mientras Jesús agonizaba y moría dolorosa pero también serena y segura, nos acompañe en la meditación durante los días del Triduo pascual y nos lleve a experimentar la alegría renovadora de la Pascua.

Os imparto a todos mi bendición, con mis mejores deseos.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los numerosos grupos de chicos y chicas, alumnos de Colegios e Institutos aquí presentes, junto con sus profesores. Que vuestra visita a Roma, centro de la catolicidad, os confirme en vuestra fe y os dé fuerzas para dar testimonio de ella en vuestros ambientes de estudio y trabajo, entre vuestros amigos y familias.

A todas las personas y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





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Miércoles 14 de abril de 1993


Audiencias 1993 15