Audiencias 1993 23

Miércoles 14 de abril de 1993



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron» (Mc 16,6).

Con estas palabras, el evangelista Marcos narra el encuentro del ángel con las mujeres que acudieron muy de mañana, el primer día después del sábado, al lugar donde había sido colocado Jesús.

«Entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado en el lado derecho vestido con una túnica blanca, y se asustaron» (Mc 16,5).

«No temáis» les dice el ángel.

No temáis. Ésta exhortación del ángel recorre los siglos y llega hasta nosotros: «No os asustéis. No busquéis a Jesús de Nazaret en el sepulcro: ha resucitado; ya no está aquí. Ha resucitado, como lo había predicho».

¡Ha resucitado!: Éste es el anuncio sorprendente de la Pascua. Ha resucitado, como lo habla predicho, dando pleno cumplimiento a las sagradas Escrituras.

La Pascua es el centro del año litúrgico y el centro de la vida del cristiano, precisamente porque es recuerdo vivo del misterio central de la salvación: la muerte y resurrección del Señor.

2. Se trata, desde luego, de una realidad sobrenatural sorprendente, pero al mismo tiempo estamos ante un dato histórico que se puede comprobar en realidad.

San Pedro escribía así a los primeros cristianos: «Os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad» (2P 1,16). Esa misma afirmación del Príncipe de los Apóstoles la corrobora san Juan cuando dice: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros... Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,1-4).

24 Y Lucas al comienzo de su evangelio, asegura que investigó diligentemente todo desde los orígenes e intentó narrar ordenadamente la vida y las enseñanzas de Jesús (cf. Lc 1,1-4).

En los evangelios, textos históricos y auténticos, se nos refieren datos y detalles prácticos que atañen a la resurrección de Jesús: el sepulcro vacío, la incredulidad de los Apóstoles ?al principio escépticos ante el anuncio de las mujeres, considerándolo un «delirio» (cf. Lc Lc 24,11)?, las diversas apariciones de Cristo resucitado y, sobre todo, sus encuentros con los discípulos.

¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?, repite el Redentor a los Apóstoles, asombrados y atónitos frente a los acontecimientos sorprendentes de los que han sido testigos directos. «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,38-39).

3. ¡Cristo ha resucitado de verdad, como Él mismo había predicho! Su resurrección tiene un indudable valor apologético.

Un conocido estudioso de nuestro siglo, Romano Guardini, meditando en el misterio pascual y en sus consecuencias para la vida del creyente y de la Iglesia, afirma que «la fe cristiana se mantiene o se pierde en la medida en que se cree o no se cree en la resurrección del Señor. La resurrección no es un fenómeno marginal de esta fe, y mucho menos un desarrollo mitológico, que la fe hubiera tomado de la historia y que más tarde pudo desaparecer sin perder su contenido: es su centro» (El Señor, parte VI, 1).

El anuncio de la muerte y resurrección de Cristo es el centro de la fe. De la adhesión dócil y alegre a este misterio brota el auténtico seguimiento del Señor y la misión salvífica confiada al pueblo de Dios, peregrino en la tierra a la espera de la vuelta gloriosa de Jesús. A la luz de esta verdad evangélica tan fundamental, se comprende plenamente que Jesucristo, y sólo Jesucristo, es realmente camino, verdad y vida, Él que es luz del mundo e imagen humana del Padre. También a la luz de esa verdad se percibe la profundidad de sus palabras: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre?"... Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mi» (Jn 14,9-11). Y asimismo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10); «El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24).

En efecto, el evangelio, en cada una de sus páginas a partir del acontecimiento pascual, revela el plan salvífico de Dios destinado a todo ser humano. Y este anuncio, que la Iglesia renueva incesantemente, obedeciendo al mandato de su divino fundador, se convierte en fuente de consuelo y de confortación espiritual para la humanidad cansada y oprimida por la duda, el dolor y el pecado. Este anuncio da sentido y valor verdadero a los acontecimientos humanos y a la historia de los pueblos.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, estamos llamados a repetir y testimoniar, con conciencia humilde y confiada: Cristo ha resucitado; su salvación es don gratuito para todos. Su mensaje de esperanza y renovación está destinado a los hombres de todo pueblo y nación. Su palabra debe resonar por doquier, como faro de luz que irradia la verdad y el amor sobrenatural, llamando e impulsando a toda la humanidad a la conversión y a la aceptación del evangelio de la esperanza y de la caridad.

Como las mujeres del evangelio, toda persona de buena voluntad, en el curso de los siglos, está invitada a buscar a Cristo crucificado y resucitado, y a encontrarlo en la Iglesia, su cuerpo místico. En el arcano proyecto de la redención divina, la historia gira siempre, de modo misterioso y providencial en torno a la cruz de Cristo y al resplandor sorprendente de su resurrección.

¡Cuán importante es, pues, el compromiso de los creyentes con vistas a esa misión de evangelización y de auténtico testimonio cristiano!

5. En repetidas ocasiones, la liturgia del tiempo pascual nos recuerda que el misterio de la muerte y resurrección de Cristo se ha de convertir para los discípulos de Jesús en un programa diario de vida nueva.

25 San Pablo, comparando la resurrección de Jesús de entre los muertos con el renacimiento del cristiano que sale del pecado mediante el bautismo, escribe: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3,1-2).

Aunque el cristiano tiene indudablemente el deber de dedicarse a las diversas ocupaciones terrenas, el Apóstol lo exhorta a no dejarse absorber por ellas hasta el punto de perder la perspectiva sobrenatural de la eternidad.

6. Estas reflexiones nos han de acompañar durante la semana de Pascua, penetrada completamente de gozo y alegría espiritual. Deben ser motivo de constante acción de gracias al Señor por habernos librado del poder de las tinieblas, abriéndonos las puertas de la luz y de la gracia divina. Y han de ser, sobre todo, razón de renovado esfuerzo apostólico y misionero, atento siempre a las necesidades, al dolor y a la angustia de tantas personas que sufren, oprimidas por los dramáticos acontecimientos de nuestro tiempo.

Que María santísima, la Madre de Cristo resucitado, nos ayude, sostenga nuestra confianza y nos afiance en nuestro compromiso de fidelidad al Señor y de servicio a nuestros hermanos.

Con estos sentimientos, os renuevo a cada uno de vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos, mis felicitaciones pascuales, acompañadas por una particular bendición apostólica.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con la alegría de la pascua, saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de seminaristas del Seminario de Barcelona y del Colegio-Seminario de Barbastro, a la Asociación «Virgen de los Desesperados», de la barriada de Quart (Valencia) y a los numerosos grupos de jóvenes venidos de diversas ciudades españolas, de México, Argentina y otros países latinoamericanos. A todos imparto con gran afecto la Bendición Apostólica



Miércoles 21 de abril de 1993

La misión evangelizadora de los presbíteros

26 1. En la Iglesia todos estamos llamados enunciar la buena nueva de Jesucristo, a comunicarla de una manera cada vez más plena a los creyentes (cf. Col 3,16) y a darla a conocer a los no creyentes (cf. 1P 3,15). Ningún cristiano puede quedar exento de esta tarea, que deriva de los mismos sacramentos del bautismo y la confirmación, y actúa bajo el impulso del Espíritu Santo. Así pues, es preciso decir en seguida que la evangelización no está reservada a una sola clase de miembros de la Iglesia. Con todo, los obispos son sus protagonistas y sus guías para toda la comunidad cristiana, como hemos visto a su tiempo. En esta misión cuentan con la colaboración de los presbíteros y, en cierta medida, de los diáconos, según las normas y la praxis de la Iglesia, tanto en los tiempos más antiguos como en los de la nueva evangelización.

2. Con respecto a los presbíteros, se puede afirmar que el anuncio de la palabra de Dios es la primera función que han de desempeñar (cf. Lumen Gentium LG 28 Catecismo de la Iglesia católica CEC 1564), porque la base de la vida cristiana, personal y comunitaria, es la fe, que es suscitada por la palabra de Dios y se alimenta de ella.

El concilio Vaticano II subraya esta misión evangelizadora, poniéndola en relación con la formación del pueblo de Dios y con el derecho de todos a recibir de los sacerdotes el anuncio evangélico (cf. Presbyterorum ordinis PO 4).

San Pablo pone de relieve la necesidad de esta predicación, añadiendo al mandato de Cristo su experiencia de Apóstol. En su actividad evangelizadora realizada en muchas regiones y en muchos ambientes, se había dado cuenta de que los hombres no creían porque nadie les había anunciado todavía la buena nueva. Aun estando abierto a todos el camino de la salvación, había comprobado que no todos habían tenido acceso a él. Por ello, daba también esta explicación de la necesidad de la predicación por mandato de Cristo: «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rm 10,14 Rm 10,15).

A los que se habían convertido en creyentes, el Apóstol cuidaba luego de comunicar abundantemente la palabra de Dios. Lo dice él mismo a los Tesalonicenses: «Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado...» (1Th 2,11 1Th 2,12). Al discípulo Timoteo, el Apóstol recomienda encarecidamente este ministerio: «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo... Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tm 4,1 2Tm 4,2). Por lo que se refiere a los presbíteros, afirma: «Los presbíteros que ejercen bien su cargo merecen doble remuneración, principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza» (1Tm 5,17).

3. La predicación de los presbíteros no es un simple ejercicio de la palabra, para responder a una necesidad personal de expresarse y comunicar su pensamiento, ni puede consistir sólo en la manifestación de una experiencia personal. Este elemento psicológico, que puede desempeñar un papel bajo el aspecto didáctico, pastoral, no puede constituir ni la razón ni la parte principal de la predicación. Como decían los padres del Sínodo de los obispos de 1971, «las experiencias de la vida de los hombres, en general, y de los presbíteros, que es preciso tener en cuenta e interpretar siempre a la luz del Evangelio, no pueden ser ni la única norma de la predicación ni la principal»(Ench. Vat. 4, 1186).

La misión de predicar ha sido confiada por la Iglesia a los presbíteros como participación en la mediación de Cristo, y se ha de ejercer en virtud y según las exigencias de su mandato: los presbíteros, «partícipes, en su grado de ministerio, del oficio de Cristo, el único mediador (cf. 1Tm 2,5), anuncian a todos la palabra divina»(ib.). Esta expresión no puede por menos de hacernos meditar: se trata de una palabra divina que, por consiguiente, no es nuestra, no puede ser manipulada, transformada o adaptada según el gusto personal, sino que debe ser anunciada íntegramente. Y, dado que la «palabra divina» ha sido confiada a los Apóstoles y a la Iglesia, «todos los presbíteros participan de una responsabilidad especial en la predicación de toda la palabra de Dios y en su interpretación según la fe de la Iglesia», como decían también los padres del Sínodo en 1971 (Ench. Vat. 4, 1183).

4. El anuncio de la Palabra se realiza en intima conexión con los sacramentos, por medio de los cuales Cristo comunica y desarrolla la vida de la gracia.

A este respecto, conviene observar también que buena parte de la predicación, especialmente en nuestro tiempo, se lleva a cabo durante la celebración de los sacramentos, sobre todo en la santa misa. Es preciso advertir, asimismo, que el anuncio se realiza y través de la administración de los sacramentos, tanto por la riqueza teológica y catequética de las fórmulas y lecturas litúrgicas, que hoy se hacen en lenguas vivas comprensibles por el pueblo, como por el proceso pedagógico del rito.

A pesar de ello, no cabe duda de que la predicación debe preceder, acompañar y coronar la administración de los sacramentos, a fin de que se logre la preparación necesaria para recibirlos y den fruto en la fe y en la vida.

5. El Concilio recordó que el anuncio de la palabra divina tiene como efecto suscitar y alimentar la fe, y contribuir al desarrollo de la Iglesia: «Por la palabra de salvación se suscita en el corazón de los que no creen y se nutre en el corazón de los fieles la fe, por la que empieza y se acrecienta la congregación de los fieles» (Presbyterorum ordinis PO 4).

27 Conviene tener siempre en cuenta este principio: la misión de difundir, fortalecer y hacer crecer la fe debe seguir siendo fundamental en todo predicador del Evangelio y, por tanto, en el presbítero que, de modo muy especial y con mucha frecuencia, está llamado a ejercer el ministerio de la Palabra. Una predicación que fuese sólo un entramado de motivos psicológicos vinculados a la persona, o que se limitase a plantear problemas sin resolverlos o a suscitar dudas sin señalar la fuente de la luz evangélica que puede iluminar el camino de los individuos y las sociedades, no lograría el objetivo esencial querido por el Salvador. Más aún, se convertiría en fuente de desorientación para la opinión pública y de daño para los mismos creyentes, cuyo derecho a conocer el contenido verdadero de la Revelación no sería respetado.

6. El Concilio ha mostrado también la amplitud y la variedad de formas que asume el auténtico anuncio del Evangelio, según la enseñanza y el mandato de la Iglesia a los predicadores: «A todos, pues, se deben los presbíteros para comunicarles la verdad del Evangelio, de que gozan en el Señor. Ora, pues, con su buena conducta entre los gentiles los induzcan a glorificar a Dios, ora públicamente predicando anuncien el misterio de Cristo a los que no creen, ora enseñen la catequesis cristiana o expliquen la doctrina de la Iglesia, ora se esfuercen en estudiar las cuestiones de su tiempo a la luz de Cristo, su misión es siempre no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar a todos instantemente a la conversión y santidad»(ib. ).

Estos son, por tanto, los caminos de la enseñanza de la palabra divina, según la Iglesia: el testimonio de la vida, que ayuda a descubrir la fuerza del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador; la predicación explícita del misterio de Cristo a los no creyentes; la catequesis y la exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia; y la aplicación de la verdad revelada al juicio y a la solución de los casos concretos.

Con esas condiciones, la predicación muestra su belleza y atrae a los hombres, deseosos de ver la gloria de Dios, también hoy.

7. A esa exigencia de autenticidad e integridad del anuncio no se opone el principio de la adaptación de la predicación, que puso de relieve el Concilio (cf. ib.).

Es evidente que el presbítero, ante todo, debe preguntarse con sentido de responsabilidad y realismo, si lo que dice en su predicación es comprendido por sus oyentes y si tiene efecto en su modo de pensar y vivir. Asimismo, ha de esforzarse por tener presente su propia predicación, las diversas necesidades de los oyentes y las diferentes circunstancias por las que se reúnen y solicitan su intervención. Desde luego, también debe conocer y reconocer sus cualidades, y aprovecharlas oportunamente, no para un exhibicionismo que, más que nada, lo descalificaría ante los oyentes, sino con el fin de introducir mejor la palabra divina en el pensamiento y en el corazón de los hombres. Pero, más que en sus propias cualidades naturales, el predicador ha de confiar en los carismas sobrenaturales que la historia de la Iglesia y de la oratoria sagrada presenta en tantos predicadores santos, y debe sentirse impulsado a pedir al Espíritu Santo la inspiración para lograr el modo más adecuado y eficaz de hablar, de comportarse y de dialogar con su auditorio.

Y esto vale para todos los que ejercen el ministerio de la Palabra con escritos, publicaciones o transmisiones radiofónicas y televisivas. También el uso de estos medios de comunicación requiere que el predicador, el conferenciante, el escritor, el ensayista religioso y, en especial, el presbítero recurran al Espíritu Santo, luz que vivifica las mentes y los corazones.

8. Según las directrices del Concilio, el anuncio de la palabra divina ha de hacerse en todos los ambientes y en todos los estratos sociales, teniendo en cuenta también a los no creyentes, ya se trate de verdaderos ateos, ya, como sucede con mayor frecuencia, de agnósticos, o de indiferentes o distraídos. Para despertar el interés de éstos, es preciso descubrir los caminos más adecuados. Baste aquí haber señalado una vez más el problema, que es grave y que conviene afrontar con celo, acompañado de inteligencia, y con espíritu sereno. Al presbítero le podrá ser útil recordar la sabia reflexión del Sínodo de los obispos de 1971, que decía: «El ministro de la Palabra, con la evangelización, prepara los caminos del Señor con gran paciencia y fe, adaptándose a las diversas condiciones de la vida de los individuos y de los pueblos» (Ench. Vat. 4, 1184). Recurrir a la gracia del Señor y al Espíritu Santo, que distribuye los dones divinos, siempre es necesario. Ahora bien, esa necesidad se debe sentir mucho más vivamente en todos los casos de ateísmo .al menos práctico., agnosticismo, ignorancia e indiferencia religiosa, y en ocasiones hostilidad por prejuicios o incluso rabia, que hacen constatar al presbítero la insuficiencia de todos los medios humanos para abrir en las almas un resquicio para Dios. Entonces, más que nunca, experimentará el misterio de las manos vacías, como se ha dicho; pero, precisamente por esto, recordará que san Pablo, casi crucificado por experiencias parecidas, encontraba siempre nuevo valor en «la fuerza y la sabiduría de Dios» (cf.
1Co 1,18 1Co 1,29), y recordaba a los Corintios: «Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1Co 2,3 1Co 2,5). Tal vez éste es el viático más importante para el predicador de hoy.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

28 Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de religioso franciscanos procedentes de América Latina, que hace en Roma un curso de espiritualidad.

Saludo igualmente a la delegación de la «Asociación Víctimas del Terrorismo», a quienes aliento en su firme propósito de alejar el odio de sus corazones y hacer de la fe cristiana motivo de consuelo y esperanza, sabiendo que el Dios de la misericordia y del perdón les asiste en esta prueba. En esta circunstancia, deseo recordar las palabras que dirigí al Episcopado español durante su última visita «ad Limina»: «Ante el triste fenómeno del terrorismo, que tanto dolor y muerte ha sembrado en no pocos hogares españoles, no podemos por menos de reprobarlo enérgicamente, pues viola los derechos más sagrados de las personas, atenta a la pacífica convivencia y ofende los sentimientos cristianos de vuestras gentes».

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 28 de abril de 1993



1. «¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?» (Mc 16,3).

Estas palabras de las mujeres, que acudieron al sepulcro de Cristo pasado el sábado, vienen a la mente cuando se mira hacia el pasado reciente del país que he podido visitar este último domingo. Durante muchos años, Albania se convirtió en sinónimo de la opresión particular impuesta por un sistema totalitario y ateo en el que se llevó el rechazo de Dios hasta los limites más extremos. El derecho a la libertad de conciencia y de religión era pisoteado allí de la manera más brutal: se condenaba a muerte a muchas personas simplemente por administrar el bautismo o realizar alguna práctica religiosa. Se perseguía por igual a cristianos y musulmanes.

De ese modo, el país llegó a asemejarse a la tumba en que los judíos sepultaron a Cristo, poniendo una piedra a la puerta del sepulcro.

2. Pero las mujeres que acudieron a la tumba «encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro» (Lc 24,2). También en el caso de Albania, a consecuencia de los acontecimientos que comenzaron en 1989, la piedra del sepulcro ha sido retirada y ha empezado el período de cambios. Los derechos del hombre, incluido el de la libertad de conciencia y de religión, se han convertido ahora en la base de la vida social. En esta situación ha resultado posible ?y en cierta manera, incluso necesaria, especialmente para la comunidad católica? la presencia del Papa. Es lo que se ha realizado el pasado 25 de abril.

Siento un gran deber de gratitud hacia los fieles de esa Iglesia martirizada, que me pidieron que fuera a visitarlos. Agradezco al presidente de la República, señor Sali Berisha el hecho de haberme invitado y acogido con gran cordialidad y cortesía. Asimismo, doy las gracias a las autoridades civiles y militares, y a cuantos han colaborado en el éxito de la visita. Expreso mi gratitud también al arzobispo Anastas, de la Iglesia ortodoxa, y al cadí-muftí Sabri Koçi, de la comunidad musulmana, que me han honrado con su presencia. El renacimiento espiritual de Albania tiene lugar mediante el diálogo ecuménico y la colaboración interreligiosa. Éste es un gran signo de esperanza.

La presencia cristiana en Albania se remonta a los tiempos apostólicos: tal vez el mismo san Pablo llegó a la región, pues el puerto de Durazzo constituía, por aquel entonces, una escala habitual en la ruta hacia Roma.

29 Es imposible recoger en una breve síntesis las complejas vicisitudes que entretejen la historia del país hasta nuestros días. Baste recordar las gestas gloriosas del héroe nacional Jorge Castriota Scanderberg, sostenido en su acción por los Romanos Pontífices. A él corresponde el mérito de la valiente defensa, realizada en el siglo XV, contra los invasores turcos. En el siglo XVIII, el Papa Clemente XI oriundo de aquellas tierras, tuvo también atenciones particulares con respecto a Albania.

La independencia política, conquistada finalmente en 1912, no significó, por desgracia, el fin de las dificultades: desde entonces, Albania ha pasado por otros momentos tristes, que alcanzaron su culmen después de la segunda guerra mundial, cuando una dictadura despiadada pretendió ahogar en sangre los derechos civiles más elementales, tratando de arrancar del corazón de los creyentes el mismo nombre de Dios.

Intento vano, como han demostrado los acontecimientos: tras la larga noche ha clareado, por fin, el alba de un nuevo día. La Iglesia en Albania ahora vive una nueva primavera.

3. Mi visita del domingo pasado quiso contribuir a esa primavera con la consagración de los nuevos obispos en la catedral de Escútari, una de las iglesias más majestuosas de los Balcanes. Durante los años de la dictadura había sido transformada en palacio de deportes, ahora ha recuperado su esplendor primitivo, llegando a ser el símbolo de la resurrección de Albania

En la solemne celebración participó, con devoción, una gran muchedumbre de fieles. Casi como en un nuevo Pentecostés, se percibió el soplo del Espíritu, que introdujo a los nuevos prelados en el colegio de los sucesores de los Apóstoles. Uno de ellos, el obispo auxiliar de Escútari, mons. Zef Simoni, el 25 de abril de 1967 fue condenado a quince años de prisión. El mismo día 25 de abril del año siguiente, hace exactamente veinticinco, se producía la condena a muerte ?después conmutada en trabajos forzados? del que ahora es arzobispo de Escútari, mons. Frano Illia. Esta coincidencia de fechas ha hecho más conmovedor el recuerdo de los acontecimientos vinculados al camino doloroso de la Iglesia albanesa. Los otros dos obispos ordenados, también ellos beneméritos, son mons. Rrok K. Mirdita, arzobispo de Durazzo-Tirana, y mons. Robert Ashta, obispo de Púlati.

4. ¿Cómo no ver en todo ello un signo de la protección especial de la Madre del Buen Consejo, tan venerada en Albania? El jueves 22 de abril me dirigí a Genazzano, localidad situada cerca de Roma donde también se venera a María, Madre del Buen Consejo, para poner en sus manos mi peregrinación apostólica a Albania. Genazzano se halla unida por un vínculo espiritual ideal a Escútari, donde el santuario mariano homónimo ha sido arrasado dos veces a lo largo de la historia. Su última destrucción se remonta al año 1967, durante el período de la dictadura más feroz, decidida a borrar del país toda huella de religión. Sobre los escombros de esa trágica presunción se colocaron, el domingo pasado, por un providencial designio divino, los gestos elocuentes de la ordenación del nuevo arzobispo y la bendición de la primera piedra del nuevo santuario, que acogerá la imagen de la Virgen del Buen Consejo.

5. Por la tarde en Tirana, el encuentro inolvidable con la población, que tuvo lugar en la plaza dedicada al héroe nacional Jorge Castriota Scanderberg, concluyó la visita. Se hallaban presentes el presidente de la República, las autoridades del Estado, los representantes de las diversas confesiones religiosas y mucha gente. ¿Cómo no recordar aquí la contribución valiosa que dio el nuncio apostólico, mons. Ivan Dias a la preparación de mi visita? Le doy las gracias de corazón.

Asimismo, expreso mi más viva gratitud a los sacerdotes, religiosos y religiosas, entre éstas, en particular, a la madre Teresa. Doy gracias también a los organismos y a los movimientos eclesiales que han venido de otras naciones para sostener el camino de la Iglesia albanesa. Mi discurso de despedida, dirigido a toda la nación, quiso ser un mensaje de esperanza y aliento. En él invité a no olvidar fácilmente los sufrimientos soportados por los albaneses en los últimos decenios.

Señalé al pueblo de Albania los desafíos del futuro. La libertad religiosa recuperada será, con toda seguridad, fermento de una sociedad democrática si se reconocen el valor y el carácter central de la persona humana, y si en todas las relaciones, en los planos social, político y económico, se aplica una auténtica solidaridad.

Expresé, asimismo, mi deseo de que Albania, también gracias a la acción de la comunidad internacional, supere la grave crisis actual. Para ello cuenta con el sentido de la familia y la acogida, y sobre todo con su fe. Mucho le ayudarán también las buenas relaciones actuales, que es preciso renovar constantemente, entre católicos, ortodoxos y musulmanes. Albania ha vuelto a abrir las puertas a Dios. El Señor no abandona nunca a los que confían en Él.

6. «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (
Lc 24,26).

30 Estas palabras, tomadas de la liturgia del domingo pasado, nos recuerdan que en el misterio pascual del Redentor encuentra verdadera luz la historia del hombre, la historia de los pueblos y las naciones, incluso la de los períodos más trágicos.

A esa nación, tan querida para nosotros, le manifestamos nuestro deseo: que Cristo camine con sus hijos, como sucedió con los discípulos de Emaús: que «les explique las Escrituras», «abra su mente y su corazón», «haga que le reconozcan al partir el pan» (cf. Lc
Lc 24,27 Lc Lc 24,35 Lc Lc 24,45), y les ayude a construir el nuevo orden basado en la verdad, la justicia y el amor.

Junto con ellos, hagamos nuestro el grito de júbilo pascual: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34).

«¡Éste es el día que el Señor ha hecho exultemos y gocémonos en él!» (Ps 118,24).
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Saludos

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los grupos de estudiantes procedentes de varias ciudades españolas y de Argentina, mientras les aliento a dar siempre testimonio de su fe cristiana para hacer de nuestro mundo un lugar más justo y fraterno.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los distintos países de América Latina y de España imparto de corazón la Bendición Apostólica.





Mayo de 1993

Miércoles 5 de mayo de 1993

La misión de los presbíteros en el ministerio sacramental de santificación

(Lectura:
31 evangelio de san Mateo, capítulo 28, versículo 16-20) Mt 28,16-20

1. Hablando de la misión evangelizadora de los presbíteros, hemos visto ya que, en los sacramentos y mediante los sacramentos, es posible impartir a los fieles una instrucción metódica y eficaz acerca de la palabra de Dios y el ministerio de la salvación. En efecto, la misión evangelizadora del presbítero está vinculada esencialmente con el ministerio de santificación que se lleva acabo por medio de estos sacramentos (cf. Código de derecho canónico CIC 893).

El ministerio de la palabra no puede limitarse sólo al efecto inmediato y propio de la palabra. La evangelización es el primero de los trabajos apostólicos que, según el Concilio, «se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (Sacrosanctum Concilium SC 10). Y el Sínodo de los obispos de 1971 afirmaba que «el ministerio de la palabra, rectamente entendido, lleva a los sacramentos y a la vida cristiana, tal como se practica en la comunidad visible de la Iglesia y en el mundo» (cf. L'Osservatore Romano, edición lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 3).

Todo intento de reducir el ministerio sacerdotal a la manera predicación o a la enseñanza pasaría por alto un aspecto fundamental de este ministerio. Ya el concilio de Trento había rechazado una proposición según la cual el sacerdocio consistiría únicamente en el ministerio de predicar el Evangelio (cf. Denz. S., DS 1771). Dado que algunos, incluso recientemente, han exaltado de manera demasiado unilateral el ministerio de la palabra, el Sínodo de los obispos de 1971 subrayó la unión indisoluble entre palabra y sacramentos. «En efecto .dice. los sacramentos se celebran juntamente con proclamación de la palabra de Dios y de esta manera desarrollan la fe, corroborándola con la gracia. Por lo tanto, no se pueden menospreciar los sacramentos, ya que por medio de ellos la palabra consigue su efecto más pleno, es decir, comunión del misterio de Cristo»(cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 3).

2. Con respecto a este carácter unitario de la misión evangelizadora y del ministerio sacramental, el Sínodo de 1971 no dudó en afirmar que una separación entre la evangelización y la celebración de los sacramentos «dividiría el corazón mismo de la Iglesia hasta poner en peligro la fe»(cf. ib.).

Con todo, el Sínodo reconoce que en la aplicación concreta del principio de unidad caben modalidades diversas para cada sacerdote, «pues el ejercicio del ministerio sacerdotal debe ramificarse en la práctica con el fin de responder mejor a las situaciones peculiares o nuevas en que ha de se anunciado el Evangelio»(cf. ib.).

Una sabia aplicación del principio de unidad debe tener en cuenta también los carismas que ha recibido cada uno de los presbíteros. Si algunos tienen talentos particulares para la predicación o la enseñanza, es preciso que los exploten para el bien de la Iglesia. Es útil recordar aquí el caso de san Pablo, quien, a pesar de estar convencido de la necesidad del bautismo, y de haber administrado él mismo ese sacramento en diversas ocasiones, se consideraba enviado para la predicación del Evangelio, y dedicaba sus energías sobre todo a esta forma de ministerio (cf. 1Co 1,14 1Co 1,17). Pero en su predicación no perdía de vista la obra esencial de edificación de la comunidad (cf. 1Co 3,10),a cuyo servicio ha de estar la predicación.

Quiere decir que también hoy, como ha sucedido siempre en la historia del ministerio pastoral, la repartición del trabajo podrá llevar a insistir en la predicación o en el culto y los sacramentos, según las capacidades de las personas y la valoración de las situaciones. Pero no se puede poner en duda que, para los presbíteros, la predicación y la enseñanza, incluso en los más altos niveles académicos y científicos, deben conservar siempre su finalidad: están al servicio del ministerio de santificación por medio de los sacramentos.

3. En todo caso, queda fuera de toda discusión la importante misión de santificación confiada a los presbíteros, que pueden ejercerla sobre todo en el ministerio del culto y los sacramentos. Sin lugar a dudas, es una obra realizada ante todo por Cristo, como subraya el Sínodo de 1971: «La salvación que se realiza por los sacramentos no proviene de nosotros, sino de lo alto, de Dios. Lo cual demuestra la primacía de la acción de Cristo, único sacerdote y mediador en su cuerpo, que es la Iglesia» (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4; cf. también Pastores dabo vobis PDV 12). Ahora bien, en la actual economía salvífica, Cristo se sirve del ministerio de los presbíteros para llevar a cabo la santificación de los creyentes (cf. Presbyterorum ordinis PO 5). Actuando en nombre de Cristo, el presbítero alcanza la eficacia de la acción sacramental por medio del Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, principio y fuente de la santidad de la vida nueva.

La vida nueva que el presbítero suscita, alimenta, protege y desarrolla por medio de los sacramentos, es una vida de fe, esperanza y amor. La fe es el don divino fundamental: «De ahí la gran importancia que tienen la preparación y la disposición de la fe para quien recibe los sacramentos. De ahí también la necesidad del testimonio de la fe por parte del ministro en toda su vida, sobre todo en la manera de estimar y celebrar los mismos sacramentos» (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4). La fe que otorga Cristo por medio de los sacramentos va acompañada siempre por una "esperanza viva"(1P 1,3) que infunde en el alma de los fieles un fuerte dinamismo de vida espiritual, un impulso hacia «las cosas de arriba» (Col 3,1 Col 3,2). Por otra parte, la fe «actúa por la caridad» (Ga 5,6), caridad que brota del corazón del Salvador y fluye en los sacramentos para propagarse a toda la existencia cristiana.

4. El ministerio sacramental de los presbíteros está, por tanto, dotado de una fecundidad divina. Lo recordó muy bien el Concilio.

32 Así, con el bautismo, los presbíteros "introducen a los hombres en el pueblo de Dios" (Presbyterorum ordinis PO 5) y, por tanto, son responsables no sólo de una digna celebración del rito, sino también de una buena preparación para el mismo, con la formación de los adultos en la fe y, en el caso de los niños, con la educación de la familia para colaborar en el acontecimiento.

Además, «en el espíritu de Cristo Pastor los instruyen para que con espíritu contrito sometan sus pecados a la Iglesia en el sacramento de la penitencia, de suerte que día a día se conviertan más y más al Señor, recordando aquellas palabras suyas: "Haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos" (Mt 4,17)» (ib.). Por ello, también los presbíteros deben vivir personalmente con la actitud de hombres que reconocen sus propios pecados y su propia necesidad de perdón, en comunión de humildad y penitencia con los fieles. Así podrán manifestar de una forma más eficaz la grandeza de la misericordia divina y dar, junto con el perdón, una confortación celeste a quienes se siente oprimidos por el peso de sus culpas.

En el sacramento del matrimonio, el presbítero está presente como responsable de la celebración, testimoniando la fe y acogiendo el consentimiento de parte de Dios, a quien representa como ministro de la Iglesia. De ese modo, participa profunda y vitalmente no sólo en el rito, sino también en la dimensión más profunda del sacramento.

Y, por último, con la unción de los enfermos, los presbíteros «alivian a éstos» (ib.). Es una misión prevista por Santiago, que en su carta enseñaba: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor» (Jc 5,14). Sabiendo, pues, que el sacramento de la unción está destinado a aliviar y a proporcionar purificación y fuerza espiritual, el presbítero sentirá la necesidad de esforzarse por que su presencia transmita al enfermo la compasión eficaz de Cristo y dé testimonio de la bondad de Jesús para con los enfermos, a los que dedicó gran parte de su misión evangélica.

5. Esta reflexión acerca de las disposiciones con que es preciso procurar acercarse a los sacramentos, celebrándolos con conciencia y espíritu de fe, la completaremos en las catequesis que, con la ayuda de Dios, dedicaremos a los sacramentos. En las próximas catequesis trataremos otro aspecto de la misión del presbítero en el ministerio sacramental: el culto de Dios, que se realiza especialmente en la Eucaristía. Digamos, ya desde ahora, que se trata del elemento más importante de su función eclesial, la razón principal de su ordenación, la finalidad que da sentido y alegría a su vida.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España.

En particular a las religiosas clarisas de Villarrubia y a la peregrinación procedente de Argentina.

Con el gozo de la Pascua invito a todos a dar testimonio de Cristo Resucitado en la propia vida, mientras imparto con afecto la bendición apostólica.





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Miércoles 12 de mayo de 1993


Audiencias 1993 23