Discursos 1993 35

Agosto de 1993


VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER

CEREMONIA DE BIENVENIDA



Aeropuerto internacional de Mérida

Miércoles 11 de agosto de 1993



Señor Presidente de los Estados Unidos Mexicanos,
venerables hermanos en el episcopado,
autoridades,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me llena de gozo encontrarme nuevamente en esta bendita tierra de México, que por los designios de Dios recibió la Buena Nueva de salvación hace cinco siglos y que, a lo largo de su historia, ha dado tantas muestras de vigorosa fe cristiana y de fidelidad a la Iglesia.

Al evocar las entrañables jornadas compartidas con los amadísimos hijos e hijas de este noble País, durante mis precedentes visitas pastorales, vienen a mi mente y a mi corazón el recuerdo de los grandes valores que adornan al pueblo mexicano: sus acendradas raíces cristianas, la fe y piedad de sus gentes, en especial la devoción mariana, su sentido de acogida, de hospitalidad, su tesón ante la adversidad, su espontáneo cariño al Sucesor de Pedro.

2. Me complace saludar, en primer lugar, al Señor Presidente de la República, que acaba de recibirme en nombre también del Gobierno y del pueblo de esta querida Nación, y le expreso mi viva gratitud por las amables palabras de bienvenida que ha tenido a bien dirigirme, así como por la invitación a visitar esta entrañable tierra yucateca. Saludo igualmente a las demás Autoridades civiles y militares, a quienes manifiesto también mi reconocimiento por su presencia y por su colaboración en la preparación de los actos programados.

36 Mis expresiones de gratitud se convierten en abrazo afectuoso a mis Hermanos Obispos; en particular, al Señor Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, Arzobispo de México, a Monseñor Adolfo Suárez Rivera, Arzobispo de Monterrey y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, y al Arzobispo de esta Arquidiócesis de Yucatán, Monseñor Manuel Castro Ruiz. En esta circunstancia, no puedo por menos de dedicar un recuerdo emocionado a otro benemérito Pastor, que hoy habría estado aquí presente entre nosotros si la bárbara e injustificable violencia no hubiera segado su vida: el Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, Arzobispo de Guadalajara.

Mi pensamiento se dirige también a los queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles cristianos, así como a todos los hijos de la gran Nación mexicana, desde Yucatán hasta Baja California, a quienes envío a través de la radio y la televisión mi saludo lleno de afecto.

3. Con este viaje apostólico –siendo todavía recientes las conmemoraciones del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo– quiero, sobre todo, rendir homenaje a los descendientes de los hombres y mujeres que poblaban el continente americano cuando la Cruz de Cristo fue plantada aquel 12 de octubre de 1492. Ellos son continuadores de nobles pueblos y culturas, que con legítimo orgullo pueden gloriarse de poseer una visión de la vida permeada de sentido religioso. Doy fervientes gracias a Dios que me concede el tan deseado encuentro con los hermanos indígenas, a quienes presento ya desde ahora mi saludo entrañable.

Vengo como heraldo de Cristo y en cumplimiento de la misión confiada al apóstol Pedro y a sus Sucesores de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc
Lc 22,32). Vengo como peregrino de amor y esperanza, con el deseo de alentar el impulso evangelizador y apostólico de la Iglesia en México. Vengo también para compartir vuestra fe, vuestros afanes, alegrías y sufrimientos. Vengo a celebrar, en esta bendita tierra del Mayab –cuna de una gloriosa civilización–, a Jesucristo, que confió a su Iglesia la tarea de proclamar en todo el mundo su mensaje de salvación.

4. La Iglesia católica, que ha acompañado la vida de esta Nación durante cinco siglos de su historia, renueva su voluntad de servicio a la gran causa del hombre, a la edificación de la civilización del amor, que haga posible una sociedad más justa y fraterna en la que el ideal de solidaridad triunfe sobre la caduca pretensión de dominio. Con esta visita quiero también reafirmar el empeño de los católicos mexicanos en pro del bien común y animarlos a un esfuerzo aún más generoso.

Con la confianza puesta en Dios y sintiéndome muy unido a los amados hijos de México, doy inicio a mi visita apostólica que encomiendo a la maternal protección de Nuestra Señora de Guadalupe, mientras bendigo a todos, pero de modo particular a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu.

¡Alabado sea Jesucristo!





VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER

ENCUENTRO CON LAS COMUNIDADES INDÍGENAS



Santuario de Nuestra Señora de Izamal

Miércoles 11 de agosto de 1993





Amadísimos hermanos y hermanas,
representantes de los pueblos indígenas del Continente americano:

37 1. Siento un gran gozo por estar hoy con vosotros en Yucatán, espléndido exponente de la civilización Maya, para tener este encuentro tan deseado por mí, con el que quiero rendir homenaje a los pueblos indígenas de América.

Era mi deseo haber realizado esta peregrinación a uno de los lugares más representativos de la gloriosa cultura Maya, en octubre del año pasado, como momento relevante de la conmemoración del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo. Hoy aquel vivo anhelo se hace realidad y doy fervientes gracias a Dios, rico en misericordia, que me permite compartir esta jornada con los descendientes de los hombres y mujeres que poblaban este Continente cuando la Cruz de Cristo fue plantada aquel 12 de octubre de 1492.

2. A vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis acudido a esta cita en Izamal, presento, pues, mi saludo lleno de afecto junto con mi palabra de aliento. Pero mi mensaje de hoy no se dirige sólo a los aquí presentes, sino que va más allá de los confines geográficos de Yucatán para abrazar a todas las comunidades, etnias y pueblos indígenas de América: desde la península de Alaska hasta la Tierra del Fuego.

En vuestras personas veo con los ojos de la fe a las generaciones de hombres y mujeres que os han precedido a lo largo de la historia, y deseo expresaros una vez más todo el amor que la Iglesia os profesa. Sois continuadores de los pueblos tupiguaraní, aymara, maya, quechua, chibcha, nahuatl, mixteco, araucano, yanomani, guajiro, inuit, apaches y tantísimos otros que han sido creadores de gloriosas culturas, como la azteca, maya, inca. Vuestros valores ancestrales y vuestra visión de la vida, que reconoce la sacralidad del ser humano y del mundo, os llevaron, gracias al Evangelio, a abrir el corazón a Jesús, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (
Jn 14,6).

Un saludo especial, lleno de afecto, dirijo a los numerosos sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas indígenas, cuya presencia en Izamal nos llena de gozo e infunde viva esperanza en toda la Iglesia como protagonistas y ministros en la urgente tarea de la nueva evangelización de sus propias comunidades y etnias.

3. Vengo a esta bendita tierra del Mayab en nombre de Jesucristo, pobre y humilde, que nos dio como señal de su realidad mesiánica el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Mt Mt 11,6); de este Jesús que sentía compasión por las muchedumbres, que venían de todas partes a escuchar su palabra, “porque estaban fatigados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Ibíd., 9, 36). Vengo para cumplir la misión que he recibido del Señor de confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc Lc 22,32). Vengo a traeros un mensaje de esperanza, de solidaridad, de amor.

Al veros, queridos hermanos y hermanas, mi corazón se eleva en acción de gracias a Dios por el don de la fe que, como gran tesoro cultivaron vuestros antepasados, y que vosotros tratáis de encarnar en la vida y trasmitir a vuestros hijos. Me vienen a los labios las palabras de Jesús: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Esta plegaria de Cristo resuena hoy con eco particular en Izamal, porque a los sencillos de corazón quiso Dios manifestar las riquezas de su Reino.

4. Desde los primeros pasos de la evangelización, la Iglesia católica, fiel al Espíritu de Cristo, fue defensora infatigable de los indios, protectora de los valores que había en sus culturas, promotora de humanidad frente a los abusos de colonizadores a veces sin escrúpulos, que no supieron ver en los indígenas a hermanos e hijos del mismo Padre Dios. La denuncia de las injusticias y atropellos, hecha por Bartolomé de Las Casas, Antonio de Montesinos, Vasco de Quiroga, José de Anchieta, Manuel de Nóbrega, Pedro de Córdoba, Bartolomé de Olmedo, Juan del Valle y tantos otros, fue como un clamor que propició una legislación inspirada en el reconocimiento del valor sagrado de la persona y, a la vez, testimonio profético contra los abusos cometidos en la época de la colonización. A aquellos misioneros, que el documento de Puebla califica como “intrépidos luchadores por la justicia y evangelizadores de la paz” (Puebla, 8), no los movían ambiciones terrenas ni intereses personales, sino el urgente llamado a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo. “La Iglesia –leemos en el Documento de Santo Domingo–, al encontrarse con los grupos nativos, trató desde el principio de acompañarlos en la lucha por su propia supervivencia, enseñándoles el camino de Cristo Salvador, desde la injusta situación de pueblos vencidos, invadidos y tratados como esclavos” (Santo Domingo, 245).

5. Con este viaje apostólico quiero, ante todo, celebrar vuestra fe, apoyar vuestra promoción humana, afirmar vuestra identidad cultural y cristiana.Mi presencia en medio de vosotros quiere ser también apoyo decidido a vuestro derecho a un espacio cultural, vital y social, como individuos y como grupos étnicos.

Lleváis en vosotros, hermanos y hermanas indígenas de América, una rica herencia de sabiduría humana y, al mismo tiempo, sois depositarios de las expectativas de vuestros pueblos de cara al futuro. La Iglesia, por su parte, afirma abiertamente el derecho de todo cristiano a su propio patrimonio cultural, como algo inherente a su dignidad de hombre y de hijo de Dios. En sus genuinos valores de verdad, de bien y de belleza, ese patrimonio debe ser reconocido y respetado. Por desgracia, hay que afirmar que no siempre se ha apreciado debidamente la riqueza de vuestras culturas, ni se han respetado vuestros derechos como personas y como pueblos. La sombra del pecado también se ha proyectado en América en la destrucción de no pocas de vuestras creaciones artísticas y culturales, y en la violencia de que tantas veces fuisteis objeto.

La Iglesia no ceja en su empeño por inculcar en todos sus hijos el amor hacia la diversidad cultural, que es manifestación de la propia identidad católica –universal– del Pueblo de Dios. Conscientes de esta realidad, los Obispos reunidos en Santo Domingo, en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, se han comprometido a “contribuir eficazmente a frenar y erradicar las políticas tendientes a hacer desaparecer las culturas autóctonas como medios de forzada integración; o, por el contrario, políticas que quieran mantener a los indígenas aislados y marginados de la realidad nacional” (Santo Domingo, 251).

38 6. Mirando hacia vuestras realidades concretas, debo expresaros que la Iglesia contempla vuestros auténticos valores con amor y esperanza. En el mensaje que dirigí a los pueblos indígenas con motivo de la conmemoración del V Centenario del inicio de la evangelización en tierras americanas, señalé que “la sencillez, la humildad, el amor a la libertad, la hospitalidad, la solidaridad, el apego a la familia, la cercanía a la tierra y el sentido de la contemplación, son otros tantos valores que la memoria indígena de América ha conservado hasta nuestros días y constituyen una aportación que se palpa en el alma latinoamericana” (Mensaje a los indígenas de América, 1, 12 de octubre de 1992). Por todo ello, el Papa alienta a los pueblos autóctonos de América a que conserven con sano orgullo la cultura de sus antepasados.

Sed conscientes de las ancestrales riquezas de vuestros pueblos y hacedlas fructificar. Sed conscientes, sobre todo, del gran tesoro que, por la gracia de Dios, habéis recibido: la fe católica. A la luz de la fe en Cristo lograréis que vuestros pueblos, fieles a sus legítimas tradiciones, crezcan y progresen, tanto en el orden material como espiritual, difundiendo así los dones que Dios les ha otorgado.

7. Conozco también las dificultades de vuestra situación actual y quiero aseguraros que la Iglesia, como Madre solícita, os acompaña y apoya en vuestras legítimas aspiraciones y justas reivindicaciones. Sé de no pocos hermanos y hermanas indígenas que han sido desplazados de sus lugares de origen, siendo privados también de las tierras donde vivían. Existen igualmente muchas comunidades indígenas, a lo largo y ancho del Continente americano, que sufren un alto índice de pobreza. Por eso, “el mundo no puede sentirse tranquilo y satisfecho ante la situación caótica y desconcertante que se presenta ante nuestros ojos: naciones, sectores de población, familias e individuos cada vez más ricos y privilegiados frente a pueblos, familias y multitud de personas sumidas en la pobreza, víctimas del hambre y las enfermedades, carentes de vivienda digna, de servicios sanitarios, de acceso a la cultura” (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, n. 15, 12 de octubre de 1992). Como cristianos, no podemos permanecer indiferentes ante la situación actual de tantos hermanos privados del derecho a un trabajo honesto, de tantas familias sumidas en la miseria. Ciertamente no se pueden negar los buenos resultados conseguidos en algunos países latinoamericanos por el esfuerzo conjunto de la iniciativa pública y privada. Tales logros, sin embargo, no han de servir de pretexto para soslayar los defectos de un sistema económico cuyo motor principal es el lucro, donde el hombre se ve subordinado al capital, convirtiéndose en una pieza de la inmensa máquina productiva, quedando su trabajo reducido a simple mercancía a merced de los vaivenes de la ley de la oferta y la demanda.

8. Son situaciones muy serias, de sobra conocidas, que están reclamando soluciones audaces que hagan valer las razones de la justicia. La doctrina social de la Iglesia ha sido constante en defender que los bienes de la creación han sido destinados por Dios para servicio y utilidad de todos sus hijos. De ahí que nadie debe apropiárselos o destruirlos irracionalmente olvidando las exigencias superiores del bien común.

Por todo ello, deseo dirigirme a las instancias responsables en el ámbito de la promoción social en todo el Continente, para invitarlas a poner todos los medios a su alcance en orden a aliviar los problemas que hoy aquejan a los indígenas, de tal manera que los miembros de estas comunidades puedan llevar una vida más digna como trabajadores, ciudadanos e hijos de Dios. Desde Izamal, marco de la gloriosa cultura maya, quiero lanzar también un llamamiento a las sociedades desarrolladas para que, superando los esquemas económicos que se orientan de modo exclusivo al beneficio, busquen soluciones reales y efectivas a los graves problemas que afectan a amplios sectores de población del Continente.

Queridos hermanos y hermanas indígenas: al veros aquí en tan gran número, convocados por la común fe cristiana para encontraros con el sucesor del apóstol Pedro, siento el deber de haceros una llamada a la solidaridad, a la hermandad sin fronteras. El saberos hijos del mismo Dios, redimidos por la sangre de Jesucristo, ha de moveros, bajo el impulso de la fe, a fomentar solidariamente las condiciones necesarias que hagan de las sociedades en que vivís un lugar más justo y fraterno para todos. Esta solidaridad, a la que como Pastor de la Iglesia universal os invito, echa sus raíces no en ideologías dudosas y pasajeras, sino en la perenne verdad de la Buena Nueva que nos trajo Jesús.

9. Frente a no pocos factores negativos que a veces podrían llevar al pesimismo y al desaliento, la Iglesia sigue anunciando con fuerza la esperanza en un mundo mejor, porque Jesús ha vencido al mal y al pecado. La Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar por ninguna ideología o corriente política la bandera de la justicia, la cual es una de las primeras exigencias del Evangelio y, a la vez, fruto de la venida del Reino de Dios. Esto forma parte del amor preferencial por los pobres y no puede desligarse de los grandes principios y exigencias de la doctrina social de la Iglesia, cuyo “ objeto primario es la dignidad personal del hombre, imagen de Dios, y la tutela de sus derechos inalienables ”. A este propósito, los Obispos latinoamericanos, en las Conclusiones de la Conferencia de Santo Domingo, se comprometen a “ asumir con decisión renovada la opción evangélica y preferencial por los pobres, siguiendo el ejemplo y las palabras del Señor Jesús, con plena confianza en Dios, austeridad de vida y participación de bienes ”. Por su parte, y como gesto de solidaridad, la Santa Sede ha creado la Fundación “Populorum progressio”, que dispone de un fondo de ayuda en favor de los campesinos, indios y demás grupos humanos del sector rural, particularmente desprotegidos en América Latina.

10. Sed vosotros, queridos hermanos y hermanas indígenas, asistidos siempre por la fe en Dios, por vuestro trabajo honrado y apoyándoos en adecuadas formas de asociación para defender vuestros legítimos derechos, los artífices incansables de vuestro propio desarrollo integral: humano y cristiano. Por ello, la noble lucha por la justicia nunca os ha de llevar al enfrentamiento, sino que en todo momento habéis de inspiraros en los principios evangélicos de colaboración y diálogo, excluyendo toda forma de violencia; pues la violencia y el odio son perniciosas semillas incapaces de producir algo que no sea odio y violencia. ¡No os dejéis abatir o atemorizar por las dificultades! Sabed que el presente y el futuro de vuestros países está también en vuestras manos y depende de vuestro esfuerzo. Vuestro trabajo es un quehacer noble y ennoblecedor, pues os lleva a colaborar con Dios creador y a servir a los demás hombres hermanos nuestros.

Antes de terminar, deseo dirigirme a los sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas y tantos agentes de pastoral, que desempeñan abnegadamente su labor en las comunidades de hermanos indígenas de todo el Continente, para alentarles a continuar en sus tareas apostólicas en plena comunión con sus Pastores y con las enseñanzas de la Iglesia, siendo instrumentos de santificación mediante la palabra y los sacramentos. En el ministerio que ejercen están llamados, sobre todo, a dar testimonio de santidad y entrega, conscientes de que se trata de una labor de carácter religioso. No es admisible, por tanto, que intereses extraños al Evangelio enturbien la pureza de la misión que la Iglesia les ha confiado.

11. Al concluir este encuentro con vosotros, hermanos y hermanas indígenas de América, en la fe y el amor que nos une, elevo mi ferviente plegaria a Nuestra Señora de Guadalupe para que ella os proteja siempre y se haga realidad la promesa que, en la colina del Tepeyac, hizo un día al indio Juan Diego, insigne hijo de vuestra misma sangre a quien tuve el gozo de exaltar al honor de los altares: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?” (Nican Mopohua).

Desde Izamal, Yucatàn, invocando abundantes gracias divinas sobre todos los queridos hermanos y hermanas indígenas del Continente americano, os bendigo de corazón en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.







VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER

CEREMONIA DE DESPEDIDA



39

Aeropuerto internacional de Mérida

Jueves 12 de agosto de 1993

: Excelentísimas autoridades,
venerables hermanos en el episcopado,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Mi tercer viaje pastoral a México toca a su fin. De nuevo he sentido el gozo inmenso de encontrarme con un pueblo de hondas raíces cristianas, que tan estrechos lazos de comunión y sintonía estableció con el Sucesor del apóstol Pedro, durante las visitas que en 1979 y 1990 me permitieron recorrer gran parte de la geografía de este querido país, como peregrino de evangelización.

Llega a su término un nuevo viaje apostólico que, en el nombre del Señor, he tenido el gozo de realizar, cumpliendo así mi ferviente deseo de rendir homenaje a los descendientes de los hombres y mujeres que poblaban el continente americano a la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo. Llevo grabado en mi corazón el entrañable encuentro en Izamal con las comunidades indígenas de América, a quienes he querido hacer patente el amor preferencial del Papa y de la Iglesia, y a la vez, reiterarles una vez más el firme repudio de las injusticias, violencias y abusos de que han sido objeto a lo largo de la historia. Pido insistentemente a Dios que las resoluciones en favor de los indígenas, aprobadas por mis Hermanos Obispos de América Latina en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano –que tuve el gozo de inaugurar el pasado mes de octubre en Santo Domingo, con motivo de la conmemoración del V Centenario de la Evangelización– sean decididamente llevadas a la práctica, poniendo especial énfasis en “promover en los pueblos indígenas sus valores culturales autóctonos mediante una inculturación de la Iglesia para lograr una mayor realización del Reino” (Santo Domingo , III, III 3,0 III 2,0 III 1,0).

2. En estos momentos de despedida mi pensamiento hecho plegaria se dirige a Dios, rico en misericordia, que me ha concedido la gracia de compartir una jornada de intensa comunión en la fe y en la caridad con representantes de las diversas etnias indígenas de América en esta bendita tierra del Mayab, junto con los muy queridos hijos yucatecos. A todos ellos he querido proclamar la esperanza que viene de Dios y alentarlos a consolidar la fe recibida.

Dirigiéndome ahora también a todo el amadísimo pueblo mexicano, repito: ¡Reavivad vuestras raíces cristianas! ¡Sed fieles a la fe católica que ha iluminado el camino de vuestra historia! No dejéis de testimoniar valientemente vuestra condición de creyentes, actuando con coherencia en el ejercicio de vuestras responsabilidades familiares, profesionales y sociales.

3. He comprobado cómo el pueblo de México va consiguiendo positivos logros en el desarrollo cívico e institucional. Movido por el amor que os profeso, mi oración se dirige a Dios para que os asista en vuestra voluntad de afrontar con ánimo sereno y con gran esperanza los problemas que os aquejan, haciendo lo que esté en vuestra mano para encontrar soluciones por el camino de la fraternidad, el diálogo y el respeto mutuo, y fomentando los valores evangélicos como factor de cohesión social, de solidaridad y de progreso. Que los sacrificios que comportan la superación de las actuales dificultades económicas sean compartidos por todos con equidad, con espíritu de solidaridad y con entrega al trabajo. Por mi parte, además de animaros, pido al Señor que vuestros esfuerzos, vuestra actitud constructiva y vuestra capacidad creadora os lleve a alcanzar la ansiada meta de un nuevo México en el que reine la paz, la justicia, la solidaridad.

4. Antes de terminar, deseo expresar mi más vivo agradecimiento a las Autoridades de la Nación, así como a las del Estado de Yucatán, por la colaboración prestada para el buen desarrollo de mi visita pastoral. Que el Señor premie los esfuerzos que realizan por el bien común de todos los mexicanos. Este agradecimiento se dirige al Señor Presidente de la República de los Estados Unidos Mexicanos, a la Señora Gobernadora aquí presente y a todos vuestros colaboradores.

40 A mis Hermanos Obispos, junto con mi gratitud por su presencia y por su dedicación pastoral para dar en sus Iglesias particulares un vigoroso impulso a las tareas de la nueva evangelización, les pido que transmitan a los amadísimos hijos de sus respectivas diócesis el saludo entrañable del Papa, que ruega fervientemente a Dios para que inspire en todos un renovado compromiso de vida cristiana, de fidelidad a Cristo, de voluntad de servicio y ayuda a los hermanos, particularmente a los más necesitados. Igualmente, mi profundo agradecimiento a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a tantos laicos que tan generosamente han contribuido a la preparación y realización de las diversas celebraciones. Aunque mi viaje se ha circunscrito a Yucatán, mi espíritu ha estado siempre muy cercano a todos y cada uno de los mexicanos: familias, jóvenes y niños, campesinos y obreros, intelectuales y dirigentes, minorías étnicas, pobres y enfermos. A todos llevo en mi corazón y de todos guardaré un imborrable recuerdo. Muchas gracias; sí, sé que todo el mundo quiere al Papa, todos los mexicanos quieren al Papa, todos, especialmente los de Yucatán. Se escucha bien a los ciudadanos de Yucatán. Bien, bien, sí, en esta aclamación se pueden distinguir los mexicanos en todo el mundo. Sí, pero se debe terminar; bien, pienso que los pueden escuchar también en Denver. Esta aclamación se podía escuchar en Denver. El Papa estará allí.

Mi última mirada desde tierras yucatecas, antes de partir para Denver, se dirige al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. A Ella encomiendo los frutos eclesiales de la Jornada Mundial de la Juventud y a sus pies me postro espiritualmente para pedirle fervientemente que proteja siempre a todos los mexicanos, y que acreciente en ellos su fe cristiana, que es parte de la noble alma de México, tesoro de su cultura, aliento y fuerza para construir un futuro mejor en la libertad, la justicia y la paz.

¡Que Dios bendiga a México!

¡Que Dios bendiga a todos los hijos e hijas de esta amada Nación!

¡Alabado sea Jesucristo!







VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER

CEREMONIA DE BIENVENIDA EN DENVER



Jueves 12 de agosto de 1993




Señor presidente;
queridos amigos;
querido pueblo de Estados Unidos;
queridos jóvenes:

1. Aprecio mucho sus generosas palabras de bienvenida. La Jornada mundial de la juventud, que se celebra este año en Denver, me brinda la oportunidad de reunirme con usted y expresar una vez más al pueblo norteamericano mis sentimientos de profunda estima y amistad. Le agradezco a usted y a la señora Clinton el amable gesto de haber venido aquí personalmente, con su hija, a recibirme.

41 Aprovecho esta oportunidad para saludar a los demás representantes del Gobierno federal, del Estado de Colorado y de la ciudad de Denver presentes aquí, y para agradecer a todos los que han contribuido de un modo u otro a preparar esta visita. Doy las gracias a los obispos de Estados Unidos por su colaboración en la organización de esta octava Jornada mundial de la juventud y, en particular, a mons. Stafford, arzobispo de Denver, y a la Iglesia católica que está en Colorado por servir como anfitrión de este importante acontecimiento internacional.

Sé que los Estados Unidos están sufriendo mucho a causa de la reciente inundación del Medio Oeste. Me he sentido cerca del pueblo norteamericano en esta tragedia y he orado por las víctimas. Invoco la fuerza y la consolación de Dios todopoderoso sobre todos los que se han visto afectados por esa calamidad.

2. Siento una alegría especial al venir a Estados Unidos para la celebración de esta Jornada mundial de la juventud. Una nación, aún joven según los criterios históricos, acoge a los jóvenes venidos de todo el mundo para hacer una reflexión seria sobre el tema de la vida: la vida humana, don maravilloso de Dios a cada uno de nosotros, y la vida trascendente, que Jesucristo, nuestro Salvador, da a quienes creen en su nombre.

Vengo a Denver para escuchar a los jóvenes reunidos aquí, para experimentar su búsqueda inagotable de la vida. Cada Jornada mundial de la juventud ha sido una confirmación de la apertura de los jóvenes al significado de la vida como don recibido, don al que desean responder, luchando por un mundo mejor para sí mismos y para sus semejantes. Creo que podríamos interpretar correctamente sus aspiraciones más profundas, diciendo que piden que la sociedad —especialmente los líderes de las naciones y todos los que rigen el destino de los pueblos— los acepte como verdaderos colaboradores en la construcción de un mundo más humano, justo y compasivo. Piden que se les permita contribuir con sus ideas y energías a esa tarea.

3. El bienestar de los niños y jóvenes del mundo debe ser una gran preocupación de todos los que tienen responsabilidades públicas. En mis visitas pastorales a la Iglesia en todo el mundo me ha conmovido profundamente la situación casi general de dificultad en que los jóvenes crecen y viven. Soportan demasiados sufrimientos a causa de calamidades naturales, hambre, epidemias, crisis económicas y políticas, y atrocidades de las guerras. Y donde las condiciones materiales son al menos adecuadas, surgen otros obstáculos, entre ellos la pérdida de los valores y de la estabilidad de la familia. En los países desarrollados, una seria crisis moral ya está afectando a la vida de muchos jóvenes, dejándolos a la deriva, a menudo sin esperanza, e impulsándolos a buscar sólo una gratificación inmediata. A pesar de eso, en todas partes hay muchachos y muchachas preocupados por el mundo que los rodea, dispuestos a dar lo mejor de sí mismos al servicio de los demás, y muy sensibles al significado trascendente de la vida.

Pero ¿cómo podemos ayudarles? Sólo inculcándoles una elevada visión moral puede una sociedad garantizar que sus jóvenes tengan la posibilidad de madurar como seres humanos libres e inteligentes, dotados de un gran sentido de responsabilidad para el bien común y capaces de trabajar con los demás para crear una comunidad y una nación con un fuerte temple moral. Los Estados Unidos se construyeron con esa visión, y el pueblo norteamericano posee la inteligencia y la voluntad necesarias para hacer frente al desafío de volver a dedicarse con nuevo vigor a promover las verdades en las que se fundó este país y por las que creció. Esas verdades están contenidas en la Declaración de independencia, la Constitución y la Declaración de derechos, y aún hoy gozan de un amplio consenso entre los norteamericanos. Esas verdades fundan los valores que han impulsado a los pueblos de todo el mundo a mirar a los Estados Unidos con esperanza y respeto.

4. A todos los norteamericanos, sin excepción, les hago esta invitación: detengámonos y reflexionemos juntos (cf. Is
Is 1,18). Educar sin un sistema de valores basado en la verdad significa abandonar a la juventud a la confusión moral, a la inseguridad personal y a la manipulación fácil. Ningún país, ni siquiera el más poderoso, puede perdurar, si priva a sus hijos de ese bien esencial. El respeto a la dignidad y al valor de cada persona, la integridad y la responsabilidad, así como la comprensión, la compasión y la solidaridad para con los demás, sobreviven sólo si han sido transmitidos en las familias, las escuelas y los medios de comunicación social.

Los Estados Unidos tienen una fuerte tradición de respeto a la persona, la dignidad humana y los derechos humanos. Reconocí eso con mucho gusto durante mi visita anterior a este país en 1987, y quisiera repetir hoy la esperanza que expresé en esa ocasión: «América, eres hermosa de verdad, y bendecida de innumerables maneras... Pero tu mayor belleza y tu bendición más generosa está en la persona humana: en cada hombre, mujer y niño, en cada inmigrante, en cada nativo o nativa... La prueba definitiva de tu grandeza está en el modo en que tratas a cada ser humano, pero especialmente a los más débiles y a los más indefensos. Las mejores tradiciones de tu tierra presumen de respetar a quienes no pueden defenderse. Si quieres la misma justicia para todos, verdadera libertad y paz duradera, entonces, América, ¡defiende la vida! Todas las grandes causas que hoy defiendes tendrán sentido sólo en la medida en que garantices el derecho a la vida y protejas a la persona humana» (Discurso de despedida en Detroit, 19 de septiembre de 1987; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de noviembre de 1987, p. 23).


5. Señor presidente: mi referencia a las verdades morales que fundan la vida de la nación no deja de tener importancia para la posición privilegiada que ocupan los Estados Unidos en la comunidad internacional. Frente a las tensiones y conflictos que numerosos pueblos han sufrido durante mucho tiempo —pienso, en particular, en la región medio-oriental y en algunos países de África— y en la nueva situación que se ha producido desde los acontecimientos de 1989 —especialmente ante los trágicos conflictos que están sucediéndose ahora en los Balcanes y el Cáucaso— la comunidad internacional debe crear estructuras más efectivas para mantener y promover la justicia y la paz. Esto implica que se debería fomentar un concepto de interés estratégico basado en el pleno desarrollo de los pueblos, que excluye la pobreza e incluye una existencia más digna, excluye la injusticia y la explotación e incluye el respeto más pleno de la persona humana y la defensa de los derechos humanos universales. Si las Naciones Unidas y los demás organismos internacionales, mediante la cooperación sabia y honrada de las naciones miembros, tienen éxito en la defensa efectiva de las poblaciones afectadas, ya sean víctimas del subdesarrollo, ya de conflictos o de violación masiva de los derechos humanos, entonces realmente hay esperanza para el futuro. Porque la paz es obra de la justicia.

6. La generosidad y la providencia de Dios han atribuido una gran responsabilidad al pueblo y al Gobierno de los Estados Unidos. Pero ese peso representa también la oportunidad de una verdadera grandeza. Junto con millones de personas en todo el mundo comparto la profunda esperanza de que en la actual situación internacional los Estados Unidos no ahorren esfuerzos para fomentar la libertad auténtica y favorecer los derechos humanos y la solidaridad.

Que Dios guíe esta nación y mantenga viva en ella —para las infinitas generaciones que han de venir— la llama de la libertad y la justicia para todos.

42 Dios os bendiga a todos. Dios bendiga a los Estados Unidos.

Estados Unidos, te expreso mi gratitud por haberme acogido con la lluvia.







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