Audiencias 1994




1

Enero de 1994

Miércoles 5 de enero de 1994



1. "Entraron en la casa (los Magos); vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron" (Mt 2,11).

Hay un vínculo muy estrecho entre la Epifanía y la familia: deseo subrayarlo en estos primeros días del Año de la familia. En la casa donde habita la Sagrada Familia es donde los Magos encuentran y reconocen al Mesías esperado. Allí estos sabios investigadores del misterio divino reciben la luz que ilumina y produce alegría. En efecto, el evangelio nos dice que los Magos entraron en la casa, adoraron al Niño y le presentaron sus dones simbólicos, cumpliendo con ese gesto los oráculos mesiánicos del Antiguo Testamento que anunciaban el homenaje de todas las naciones al Dios de Israel (cf. Nm NM 24,17 Is 49, 23; Ps 72,10-15).

Así, en la humilde y oculta familia de Nazaret, Cristo se muestra como la verdadera luz de las gentes que, mientras envuelve a toda la humanidad, proyecta un especial fulgor espiritual hacia la realidad de la familia.

2. El tema de la luz se halla en el centro de la liturgia de la Epifanía, que mañana celebraremos solemnemente.

El concilio Vaticano II, con una imagen de extraordinaria elocuencia, afirma que "sobre la faz de la Iglesia" resplandece "la luz de Cristo" (Lumen gentium LG 1). Ahora bien, en el mismo documento se afirma asimismo que la familia es "iglesia doméstica" (ib., 11). Por consiguiente, está a su vez llamada a reflejar, en el calor de las relaciones interpersonales de sus miembros, un rayo de la gloria de Dios, que brilla sobre la Iglesia (cf. Is 60,2). Un rayo, ciertamente, no es toda la luz, pero es también luz: toda familia, con sus límites, es, con título pleno, signo del amor de Dios. El amor conyugal el amor paterno y materno, el amor filial, inmersos en la gracia del matrimonio, forman un auténtico reflejo de la gloria de Dios, del amor de la santísima Trinidad.

3. En la carta a los Efesios, san Pablo habla del "misterio" que se nos reveló en la plenitud de los tiempos (cf. Ep 3,2-6): misterio del amor divino que, en Cristo ofrece la salvación a los hombres de toda raza y de toda cultura. Pues bien, en la misma carta, el Apóstol alude al "gran misterio" también con respecto al matrimonio, en relación al amor que une a Cristo con su Iglesia (cf. Ep 5,32).

La familia cristiana, por tanto, cuando es fiel al dinamismo intrínseco de la alianza sacramental, se convierte en signo auténtico del amor universal de Dios. Sacramento de unidad abierto a todos, cercanos y lejanos, parientes o no parientes, en virtud del nuevo vínculo ?más fuerte que el de la sangre? que Cristo establece entre los que lo siguen.

Ese modelo de familia es "Epifanía" de Dios, manifestación de su amor gratuito y universal, y, en cuanto tal, es de por sí misionera, porque anuncia con su estilo de vida que Dios es amor y quiere que todos los hombres se salven. "La familia cristiana ?dice también el concilio Vaticano II?, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros" (Gaudium et spes GS 48)

4. El evangelio de la Epifanía (Mt 2,1-12) nos presenta a los Magos que, venidos de oriente con la guía de la estrella, llegan a Belén, "a la casa" (v. 11) donde habita la Sagrada Familia y se postran ante el Niño. El centro de la escena es Él, Jesús: a Él es a quien adoran, porque Él es "el rey [...] que ha nacido" (v. 2); suya es la estrella que los tres sabios vieron surgir a lo lejos (cf. ib.); es Él quien, nacido en Belén de Judá, está destinado a dirigir como jefe al pueblo de Dios (cf. v. 6); a Él ofrecen los Magos sus dones simbólicos.

2 Y, sin embargo, todo eso sucede "en la casa" donde ellos, después de entrar, "vieron al Niño con María, su Madre" (v. 11). ¿Y José? Mateo, aunque en otros episodios de la infancia lo pone en primer plano, aquí parece dejarlo en la sombra. ¿Por qué? Tal vez para que nuestra mirada, como la de los Magos, vaya a posarse en la escena que constituye, sin lugar a dudas, el auténtico icono de Navidad: el Niño en los brazos de la Virgen Madre.

Mientras contemplamos ese icono, comprendemos cómo José, lejos de quedar excluido de la escena, participa plenamente, a su manera, pues ¿quién sino él, José, acoge a los Magos?, ¿quién les hace entrar en la casa, y con ellos, más aún, antes que ellos se postra ante Jesús, a quien la Madre estrecha entre sus brazos?

El cuadro de la Epifanía sugiere que toda familia cristiana se nutre espiritualmente de un doble dinamismo interior cuyo primer momento es la adoración de Jesús, Dios con nosotros, y el segundo es la veneración a su Madre santísima. Los dos aspectos van juntos, son inseparables, porque forman los dos momentos de un único movimiento del Espíritu, que hoy vemos manifestarse proféticamente en el gesto de los Magos.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, estamos en el inicio del Año de la familia, un tiempo muy propicio para reflexionar en el papel y la importancia de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad. Un año de profundización doctrinal, desde luego, pero sobre todo un año de oración, y de oración en familia, para obtener del Señor el don de redescubrir y valorar plenamente la misión que la Providencia encomienda a toda familia en nuestro tiempo.

La contemplación de la escena de los Magos nos ayude siempre a darnos cuenta de que la vida familiar sólo encuentra su sentido pleno si está iluminada por Cristo luz, paz y esperanza del hombre.

Con los Magos entremos también nosotros en la pobre casa de Belén y adoremos con fe al Salvador que nos ha nacido. Reconocemos en Él al Señor de la historia, al Redentor del hombre, al Hijo de la Virgen, "sol que nace" entre nosotros para "guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (
Lc 1,79).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los Religiosos Escolapios, a los miembros del Movimiento “ Regnum Christi ” y a los grupos de jóvenes de la Argentina.

Junto con mis mejores deseos de un feliz y próspero año 1994, imparto a todos con gran afecto la bendición apostólica.





3

Miércoles 12 de enero de 1994

"Jesús estará en agonía hasta et fin del mundo...".

1. Como sabéis, he convocado para el domingo 23 de enero una jornada especial de oración, precedida por un día de ayuno, el viernes 21 de enero, por la paz en los Balcanes. Es sumamente urgente que toda la comunidad eclesial y todos los creyentes eleven una oración insistente por esas queridas poblaciones, a las que seguramente se puede aplicar de forma dramática las palabras de Pascal: "Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo" (Pensées, "Le mystère de Jésus", 553).

Estas palabras afloraron como pensamiento dominante a lo largo del reciente encuentro de estudio celebrado en el Vaticano sobre el tema de la paz en los Balcanes. En esa reunión se hizo un atento análisis de la situación de las poblaciones en los Balcanes, que ha permitido entender mejor las causas, la realidad y las consecuencias de ese conflicto sangriento. Es difícil no vislumbrar en los acontecimientos que vienen sucediéndose desde hace años en la ex Yugoslavia precisamente "la agonía de Cristo que continúa hasta el fin del mundo...". Aunque san Pablo recuerda que "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre Él" (Rm 6,9), esta última no deja de estar presente en la vida de los hombres. Somos testigos de un proceso de muerte precisamente en los Balcanes y, por desgracia, testigos impotentes. Cristo sigue muriendo entre los acontecimientos trágicos que se suceden en esa zona del mundo, y esto ha sido objeto de nuestra reflexión común. Cristo continúa su agonía en muchos hermanos y hermanas nuestros: en los hombres y mujeres, en los niños, en los jóvenes y en los ancianos; en muchos cristianos y musulmanes, en creyentes y no creyentes.

2. En la guerra de los Balcanes la mayoría de las víctimas son personas inocentes. Y entre los mismos militares no son muchos los que tienen la plena responsabilidad de las operaciones bélicas. Así aconteció en el Gólgota, donde en realidad fueron pocos los verdaderos culpables de la muerte de Cristo. Los ejecutores materiales de su muerte e incluso los que gritaban "¡Crucifícale, crucifícale!" (Lc 23,21), no sabían lo que estaban haciendo o pidiendo. Por eso, Jesús dijo desde la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).

Pero, ¿es posible realmente afirmar que las personas y los ambientes responsables de los trágicos acontecimientos de la ex Yugoslavia no saben lo que hacen? En realidad, no pueden no saberlo. Tal vez la verdad es que tratan de encontrar justificaciones para su comportamiento. Nuestro siglo, por desgracia, nos ha suministrado muchos ejemplos de ese tipo. Los totalitarismos, tanto los de índole nacionalista como los de índole colectivista han tenido gran difusión en el pasado reciente, y todos se basaban en la obediencia a ideologías de salvación, que prometían el paraíso en la tierra para cada persona y para toda la sociedad. En ese marco se podría decir que lo que está aconteciendo ahora en los Balcanes, a la luz de la historia reciente de Europa, no constituye ninguna novedad. Lamentablemente hemos conocido ya la reivindicación del espacio vital (Lebensraum), como también la idea de una nación elegida, de una raza o clase privilegiada.

3. Al final de la segunda guerra mundial, en el momento del despertar de las conciencias, la humanidad cayó en la cuenta de que todo eso era contrario al bien del hombre y de las naciones. La primera respuesta a la crueldad de ese tremendo conflicto fue la Declaración universal de los derechos del hombre. Y, precisamente en los Balcanes, parece que se ha vuelto, en cierto sentido, al punto de partida. Los derechos del hombre son violados de manera espantosa y trágica, y los responsables llegan a justificar sus actos con el principio de la obediencia a las órdenes y a determinadas ideologías. Así, resuenan, también ahora, las palabras de Cristo dirigidas al Padre: "Perdónales, porque no saben lo que hacen".

Si existe de hecho cierta inconsciencia de la gravedad del momento, eso no nos exime de tomar posición según criterios de objetividad frente a una situación tan trágica. Los responsables de los crueles delitos de la segunda guerra mundial fueron juzgados y el proceso en Occidente concluyó en un período de tiempo relativamente corto. En Europa oriental, por el contrario, se tuvo que esperar hasta el año 1989, y hasta el día de hoy no todos los culpables de las múltiples y documentadas violaciones de los derechos humanos han recibido una justa condena.

4. Lo que está sucediendo en los Balcanes suscita espontáneamente reflexiones de este tipo. Con todo, aunque reconocemos la necesidad de hacer justicia con respecto a los culpables, no podemos olvidar el grito de Cristo en la cruz: Perdónales... No pueden olvidarlo la Iglesia y la Sede Apostólica, ni los ambientes ecuménicos que llevan de verdad en su corazón la causa de la unidad de los cristianos. No pueden olvidarlo los defensores de los derechos del hombre, que hablan en nombre de las organizaciones internacionales europeas y mundiales. Desde luego, no se trata de una indulgencia superficial frente al mal, sino de un esfuerzo sincero de imparcialidad y de la necesaria comprensión con respecto a quienes han actuado impulsados por una conciencia errónea.

De todo ello se habló a lo largo del encuentro celebrado recientemente en el Vaticano. Y la conclusión general a que se llegó fue la siguiente: problemas tan graves no se pueden resolver sin hacer referencia a Cristo.

Se dijo que en los Balcanes los cristianos, por haber cedido a presiones ideológicas de diversa índole, han perdido credibilidad. Por consiguiente, cada uno debe asumir su propia parte de responsabilidad. Con todo, la debilidad de los cristianos pone aún más de relieve el poder de Cristo. Sin Él no se pueden resolver problemas que resultan cada vez más complicados para las instituciones y las organizaciones internacionales, así como para los diversos gobiernos involucrados en el conflicto.

4 Si parece imposible llegar a una solución duradera y pacífica, ¿es sólo por falta de buena voluntad de las partes enfrentadas? ¿Se puede aplicar también aquí el grito de Cristo: "Perdónales, porque no saben lo que hacen?" Es de suponer que todos los que se hallan implicados quieran razonablemente evitar lo peor, es decir, la multiplicación de los enfrentamientos, que corren el peligro de convertirse en el inicio de una guerra europea o, incluso, mundial.

La Sede Apostólica, por su parte, no cesa de recordar el principio de la intervención humanitaria. No se trata, en primer lugar, de una intervención de índole militar, sino de todo tipo de medidas que se encaminen a lograr el desarme del agresor. Ese principio encuentra una aplicación precisa en los preocupantes acontecimientos de los Balcanes. En la enseñanza moral de la Iglesia toda agresión militar se considera moralmente mala, por el contrario, la legítima defensa es admisible y, a veces, debida. La historia de nuestro siglo ofrece numerosos casos que confirman esa enseñanza.

5. La intervención humanitaria más poderosa sigue siendo siempre la oración, pues constituye un enorme poder espiritual, sobre todo cuando va acompañada por el sacrificio y el sufrimiento. ¡Cuántos sacrificios, cuántos sufrimientos están afrontando los hombres y las naciones de esa atormentada zona de los Balcanes! Aunque no sea perceptible a una mirada superficial, y aunque muchos no lo reconozcan, la oración unida al sacrificio constituye la fuerza más poderosa de la historia humana. Como dice san Pablo, es algo así como "amontonar ascuas sobre la cabeza" de quienes cometen delitos e injusticias (cf.
Rm 12,20); es como "espada de dos filos, que penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón" (He 4,12).

La oración es también un arma para los débiles y para cuantos sufren alguna injusticia. Es el arma de la lucha espiritual que la Iglesia libra en el mundo, pues no dispone de otras armas. La Jornada mundial de la paz es una fuerte llamada anual a la oración. El año pasado tuvo como prolongación el encuentro especial celebrado en Asís, con la participación de los representantes de las naciones balcánicas. Este año, por el contrario, está prevista para el domingo 23 de enero una jornada de oración por la paz, durante la semana de oración por la unidad de los cristianos.

El reciente encuentro de estudio, en el que tomaron parte expertos cualificados, tenía como objetivo contribuir a la preparación de la Jornada especial del próximo día 23 de enero, para que cuente con una participación mayor y más ferviente. La oración nos debe unir realmente a todos frente a Dios, Padre justo y rico en misericordia.

6. El año pasado fue beatificada sor Faustina Kowalska, a quien Cristo llamó a un vasto apostolado de misericordia, en vísperas de la segunda guerra mundial. Sor Faustina era consciente de la importancia del mensaje que le encomendó Cristo, pero no podía prever la enorme difusión que tendría en el mundo, pocos años después de su muerte. La humanidad entera tiene necesidad de ese mensaje sobre la misericordia de Dios. Y de Él tiene necesidad el mundo de hoy, en especial la atormentada zona de los Balcanes. El mensaje de la misericordia de Dios es, al mismo tiempo, una fuerte invitación a una confianza más viva: ¡Jesús, confío en ti! Es difícil encontrar palabras más elocuentes que las que nos legó sor Faustina.

¡Jesús, confío en ti! Ésa es la esperanza que nos ha guiado en estos días de reflexión común, teniendo viva la conciencia de que la paz en los Balcanes es posible. Spes contra spem! ¡Nada es imposible para Dios!

Es posible, sobre todo, la conversión, que puede transformar el odio en amor y la guerra en paz.

Por eso, se vuelve más insistente y confiada nuestra oración: ¡Jesús, confío en ti!

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

5 Con estos vivos deseos saludo con especial afecto a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, y les imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 19 de enero de 1994



"La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Ac 4,32).

1. El tema para la celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año ha sido tomado de ese importante texto del libro de los Hechos de los Apóstoles, en el que se describe la vocación de la comunidad cristiana de cualquier época. En efecto, la Iglesia está llamada a tener un solo corazón y una sola alma, en una profunda comunión de fe, de oración y de solidaridad, para contrarrestar todo lo negativo que existe en el mundo y, de manera especial las tensiones, las incomprensiones, los conflictos y las guerras.

La unidad de todos los cristianos no es, por tanto, una aspiración utópica o un ideal puramente escatológico. Es una sólida y concreta vocación de los discípulos de Cristo, que es preciso realizar en la vida de cada día.

2. Es significativo que el tema de la Semana de oración de este año haya sido propuesto, inicialmente, por un grupo ecuménico formado en Irlanda. En efecto, la reconciliación y la paz resultan mucho más urgentes en las situaciones de tensión y de enfrentamiento cruento. Por eso, he querido que el 21 y el 23 de enero, en el marco de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, fuesen, respectivamente, un día de ayuno y una jornada especial de oración para pedir al Señor el don de una paz justa y duradera en los Balcanes. En efecto, la paz es posible también en los Balcanes, a pesar de todo lo que está sucediendo desde hace ya bastante tiempo en esa martirizada región. Pero es posible si toda la comunidad internacional, en sus diversos niveles, "tiene la valentía de asumir plenamente su obligación de hacer respetar los derechos del hombre: tanto el derecho humanitario como el derecho internacional, sobre el que se basa su propia existencia" (Llamamiento del Consejo pontificio "Justicia y paz" cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de enero de 1994, p. 2).

Hace falta una conversión universal a la paz. Por eso queremos ayunar y orar. Que Dios, para quien nada es imposible, ilumine con su Espíritu las mentes de los hombres y los conduzca a volver a encontrar los caminos de la reconciliación, la fraternidad y la paz.

3. "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma". El libro de los Hechos de los Apóstoles dice que la comunidad surgida de Pentecostés se hallaba formada por fieles de origen, lenguaje y condición social diversos, pero también afirma que, "acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo" (Ac 4,31).

Así pues, es el Espíritu quien transforma en comunidad la multitud reunida en oración, suscitando la concordia, la comunión (un solo corazón) y la unidad de deseos y de inspiración (una sola alma). "Dios es amor" (1Jn 4,7), asegura el apóstol Juan. No ha de asombrar que el amor sea la característica de los verdaderos discípulos del Señor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35).

El texto de los Hechos de los Apóstoles concluye recordando que "todo era en común entre ellos" (Ac 4,32): el amor engendra solidaridad.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, cada año comprobamos los progresos logrados por los cristianos en el difícil camino de la unidad. Cada paso, por más pequeño que sea, es una contribución importante que anima a los creyentes, pues nos hace tomar conciencia de que el Señor sigue concediéndonos la ayuda de su gracia.

6 La experiencia pasada atestigua que el diálogo de la caridad, siempre necesario en la comunidad cristiana, ha ayudado de hecho a todos los discípulos de Cristo a sentirse más cercanos, como conviene a personas que el bautismo ha convertido en hermanos. Y, en especial, ha contribuido a favorecer el diálogo teológico, orientado cada vez con más claridad a poner de manifiesto las auténticas exigencias de la comunión eclesial. Entre las numerosas señales de ese progreso en el diálogo ecuménico, destaca, a lo largo de este último año la quinta conferencia de la comisión Fe y Constitución del Consejo ecuménico de las Iglesias, que se celebró en Santiago de Compostela del 3 al 14 de agosto de 1993, y que tuvo por tema: Hacia la koinonía en la fe, en la vida y en el testimonio. Por primera vez, en una reunión de ese tipo, participaron con pleno título, en calidad de miembros, y de modo activo, representantes de la Iglesia católica.

Expresé a esa conferencia mis mejores deseos, asegurándole mi oración para que el Señor bendijera sus trabajos, encaminados a hacer realidad la plena unidad visible de los cristianos.

La búsqueda prosigue y es preciso continuarla mediante un diálogo prudente, estudios serios, contactos fraternos, y con la mente puesta en el designio del Señor, que quiere que sus hijos dispersos sean, por fin, "uno, para que el mundo crea" (cf.
Jn 17,21).

Oremos, en particular, para que tanto los católicos como los ortodoxos vivan el espíritu de diálogo en la unidad y en la caridad, sobre todo en las regiones en que conviven, para promover de forma eficaz la concordia, la colaboración pastoral y el testimonio común de la fe.

5. El camino de los cristianos hacia la plena comunión exige el compromiso de cada uno y, sobre todo la oración. Por encima de lo que se pueda pensar desde el punto de vista humano la unidad sigue siendo un don de Dios. Ya lo había subrayado el concilio Vaticano II cuando afirmaba que el "santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana". Por eso, es necesario poner toda la esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros y en la virtud del Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio UR 24).

La oración brinda la posibilidad concreta de participar en una empresa que compromete la conciencia de todo fiel, cualquiera que sea el servicio y el papel que desempeñe en la Iglesia.

También nosotros queremos pedir hoy al Señor que conceda a sus discípulos el don de la unidad plena. Y lo hacemos con algunas de las hermosas expresiones de la oración recitada en Santiago de Compostela:

"Oh santísima Trinidad de amor:
Acudimos a ti para darte gracias
por el don de la koinonía,
que acogemos como primicia de tu reino...
7 Acudimos a ti, esperando poder entrar más profundamente
en el gozo de la koinonía.
Acudimos a ti confiados,
para comprometernos de nuevo
en tu designo de amor
de justicia y de koinonía..."

He aquí nuestra oración y nuestro compromiso. Que el Señor conceda a todos los cristianos trabajar con mayor empeño para conseguir la plena comunión visible por la que Cristo dio su vida.

Saludos

Saludo ahora cordialmente a los peregrinos y visitantes venidos de los diversos países de América Latina y de España. En particular, a las peregrinaciones procedentes de Argentina y de Santiago de Chile.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Miércoles 26 de enero de 1994

Participación de los laicos en la función profética de Cristo

8
(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 3, versículos 15-16)
1P 3,15-16

1. Según el Concilio Vaticano II, en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, todos participan no sólo de la dignidad y misión de Cristo, sumo y eterno sacerdote, como hemos visto en las catequesis dedicadas al sacerdocio común, sino también de su dignidad y misión de gran profeta, como deseamos explicar en esta catequesis.

Comencemos releyendo el texto de la constitución Lumen gentium, según la cual Cristo «cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y los dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra, para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria familiar y social» (LG 35, cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 904).

2. Como se puede observar en ese texto, se trata de una investidura, realizada por Cristo mismo, que constituye en testigos a los laicos dotándolos del sentido de la fe y de la gracia de la palabra, con una finalidad netamente eclesial y apostólica, pues el objetivo del testimonio y de la investidura es hacer que el evangelio de Cristo resplandezca en el mundo, o sea, en los diversos campos donde se desenvuelve la vida de los laicos y donde realizan sus deberes terrenos. Añade el Concilio: «Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo» (ib.; cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 905). Así pues, la característica de la vocación de los laicos a participar en la función profética de Cristo, el testigo veraz y fiel (cf. Ap 1,5) es mostrar que no existe oposición entre su seguimiento y el cumplimiento de las tareas que los laicos deben realizar en su condición secular y que, por el contrario, la fidelidad al Evangelio sirve también para mejorar las instituciones y estructuras terrenas.

3. Ahora bien, conviene aquí precisar también con palabras del Concilio, la naturaleza del testimonio y, podríamos decir, del profetismo de los laicos y de toda la comunidad cristiana. De ese testimonio habla Jesús cuando, antes de la Ascensión, dice a los discípulos: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Ac 1,8). Para el cumplimiento del oficio de testimonio, al igual que para el ejercicio del sacerdocio universal, es necesaria la intervención del Espíritu Santo. No sólo es cuestión de un temperamento profético, vinculado a carismas particulares de orden natural, como a veces se entienden en el lenguaje de la psicología y de la sociología modernas. Más bien, es cuestión de un profetismo de orden sobrenatural, tal como se nos presenta en el oráculo de Joel (3, 2), citado por san Pedro el día de Pentecostés: «En los últimos días [...] profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas» (Ac 2,17). Se trata de anunciar, comunicar hacer vibrar en los corazones las verdades reveladas, portadoras de la vida nueva concedida por el Espíritu Santo.

4. Por esto, el Concilio dice que los fieles laicos se constituyen en testigos, y los dota «del sentido de la fe y de la gracia de la palabra» (Lumen gentium LG 35). Y la exhortación apostólica Christifideles laici añade que son habilitados y comprometidos «a acoger con fe el Evangelio y a r anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía» (CL 14). Todo ello es posible porque reciben del Espíritu Santo la gracia de profesar la fe y de encontrar el camino más adecuado para expresarla y transmitirla a todos.

5. Los laicos cristianos como hijos de la promesa, están también llamados a dar en el mundo testimonio de la grandeza y la fecundidad de la esperanza que llevan en su corazón, una esperanza fundada en la doctrina y en la obra de Jesucristo, muerto y resucitado para la salvación de todos. En un mundo que, a pesar de las apariencias, se encuentra tan a menudo en situación de angustia por la siempre nueva y decepcionante experiencia de los límites, las carencias e incluso el vacío de muchas estructuras creadas para la felicidad de los hombres en la tierra el testimonio de la esperanza es particularmente necesario para orientar los espíritus en la búsqueda de la vida futura, por encima del valor relativo de las cosas del mundo. En eso los laicos, como agentes al servicio del Evangelio a través de las estructuras de la vida secular tienen una importancia específica: muestran que la esperanza cristiana no significa evasión del mundo ni renuncia a una plena realización de la existencia terrena, sino su apertura a la dimensión trascendente de la vida eterna, única que da a esa existencia su verdadero valor.

6. La fe y la esperanza, bajo el impulso de la caridad, dilatan su testimonio en todo el ámbito de vida y de trabajo de los laicos, llamados a hacer que «la virtud del Evangelio brille en la vida diaria familiar y social» (Lumen gentium LG 35). Es la virtud del Evangelio que se manifiesta en la continua conversión del alma al Señor, en la lucha contra las potencias del mal que actúan en el mundo, en el esfuerzo por remediar los daños causados por las potencias, oscuras o manifiestas, que tienden a apartar a los hombres de su destino. Es la virtud del Evangelio que reflejan en la conducta de cada día, cuando, en todo ambiente y en todas las circunstancias, permanecen cristianos valientes, sin miedo de mostrar sus convicciones, recordando las palabras de Jesús: «quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles» (Lc 9,26 cf. Mc 8,38). «Todo el que se declare por mi ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios» (Lc 12,8). Es la virtud del Evangelio que se manifiesta cuando conservan la paciencia en las pruebas y se comportan como testigos de la cruz de Cristo.

7. La virtud del Evangelio no se exige sólo a los sacerdotes y a los religiosos en su misión de ministros de la palabra y de la gracia de Cristo; también es necesaria a los laicos para la evangelización de los ambientes y las estructuras seculares donde se desarrolla su vida diaria. En esos sectores del mundo su testimonio impacta aún más y puede tener una eficacia inesperada, comenzando por el ámbito de la «la vida matrimonial y familiar», como recuerda el Concilio (Lumen gentium LG 35). Para ellos y para todos los seguidores de Cristo, llamados a ser profetas de la fe y de la esperanza, pedimos la fuerza que sólo se puede obtener del Espíritu Santo con la oración asidua y fervorosa.

Saludos

9 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Religiosas de María Inmaculada y a las Carmelitas Misioneras Teresianas. Igualmente a los Profesores y alumnos de la Universidad Católica “ Blas Cañas ”, de Santiago de Chile, y al grupo del Consorcio Nacional de Abogados Adventistas, de Lima.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Febrero de 1994

Miércoles 9 de febrero de 1994

Participación de los laicos en el oficio real de Cristo

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 18, versículos 36-37) Jn 18,36-37

1. Uno de los oficios propios de Cristo, que hemos explicado a su tiempo en las catequesis cristológicas, es el oficio real, ya previsto y anunciado en la tradición mesiánica del Antiguo Testamento. La Iglesia, ha recibido de Cristo su fundador, la participación en su realeza, como hemos visto ya en las catequesis eclesiológicas. Ahora podemos y debemos proyectar sobre los laicos la luz de esa doctrina referente a la Iglesia, unidad mística y pastoral que actúa continuamente en el mundo la redención. También los laicos, al formar parte de la Iglesia, más aún, al ser Iglesia, como dijo Pío XII en su famoso discurso del año 1946, están incorporados al Pastor supremo de la Iglesia en su realeza.

2. Como recuerda el concilio Vaticano II en la constitución Lumen gentium Jesucristo, el Hijo de Dios, que se hizo hombre por nuestra salvación, después de haber realizado en la tierra la obra de la redención, que culminó en el sacrificio de la cruz y en la resurrección, y antes de subir al cielo, dijo a sus discípulos: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28 Mt 18). Con esa afirmación vinculaba la misión y el poder, que encomendaba a los discípulos, de evangelizar a todos los pueblos, a todos los hombres enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt 28,20), y en eso consistía su participación en su realeza. En efecto, Cristo es rey en cuanto revelador de la verdad que trajo del cielo a la tierra (cf. Jn 18,37) y que confió a los Apóstoles y a la Iglesia para que la difundieran por el mundo a lo largo de toda la historia. Vivir en la verdad recibida de Cristo y trabajar por difundirla en el mundo es, pues, compromiso y tarea de todos los miembros de la Iglesia, y también de los laicos, como afirma el Concilio (cf. Lumen gentium LG 36) y reafirma la exhortación Christifideles laici (cf. CL 14).


Audiencias 1994