Audiencias 1994 10

10 3. Los laicos están llamados a vivir la realeza cristiana (cf. ib.) con la realización interior de la verdad mediante la fe y con su testimonio exterior mediante la caridad, comprometiéndose, además, a trabajar para que la fe y la caridad se conviertan, también a través de ellos, en fermento de una vida nueva para todos. Como se lee en la constitución Lumen gentium, «el Señor desea dilatar su reino: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (LG 36).

Asimismo, según el Concilio, esta participación de los laicos en el desarrollo del Reino se lleva a cabo especialmente con su acción directa y concreta en el orden temporal. Mientras los sacerdotes, los religiosos y las religiosas se dedican al campo más específicamente espiritual y religioso para la conversión de los hombres y el crecimiento del Cuerpo místico de Cristo, los laicos están llamados a trabajar por extender el influjo de Cristo en el orden temporal, actuando directamente en este orden (cf. Apostolicam actuositatem AA 7).

4. Eso implica que los laicos, como toda la Iglesia, tengan una visión del mundo y, en particular, una capacidad de apreciar las realidades humanas que reconozca su valor positivo y, al mismo tiempo, su dimensión religiosa ya afirmada en el libro de la Sabiduría: «Con tu sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados y administrase el mundo con santidad y justicia» (Sg 9,2-3).

El orden temporal no se puede considerar un sistema cerrado en sí mismo. Esa concepción inmanentista y mundana, insostenible desde el punto de vista filosófico, es inadmisible en el cristianismo que conoce a través de san Pablo -el cual a su vez refleja el pensamiento de Jesús- el orden y la finalidad de la creación, como telón de fondo de la misma vida de la Iglesia: «Todo es vuestro» escribía el Apóstol a los Corintios, para poner de relieve la nueva dignidad y el nuevo poder del cristiano. Pero añadía a renglón seguido: «Vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios» (1Co 3,22-23). Se puede parafrasear ese texto, sin traicionarlo diciendo que el destino del universo entero está vinculado a esa pertenencia.

5. Esta visión del mundo, a partir de la realeza de Cristo participada a la Iglesia, constituye el fundamento de una auténtica teología del laicado sobre el compromiso cristiano de los laicos en el orden temporal. Como se lee en la constitución Lumen gentium, «los fieles deben conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana» (LG 36).

6. Y prosigue: «Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas» (ib., cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 909).

«Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar al mundo con frutos espirituales y difundir en él el espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor en el evangelio proclamó bienaventurados. En una palabra, "lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo"» (ib., 38).

Es un programa de iluminación y animación del mundo que se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, como lo atestigua, por ejemplo, la carta a Diogneto: éste es, también hoy, el camino real que deben recorrer los cristianos, herederos, testigos y cooperadores del reino de Cristo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Junto a estas reflexiones, presento mi más afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

11 En particular, al grupo de Diputados mexicanos y esposas, y a los estudiantes de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Que vuestra visita a Roma, centro de la catolicidad, fortalezca vuestra fe para dar valientemente testimonio de ella en vuestra vida familiar, profesional y social.

En señal de benevolencia y prenda de la constante asistencia divina os imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 16 de febrero de 1994



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hoy, miércoles de ceniza, comienza el período de Cuaresma, que la Iglesia establece como preparación para la Pascua. Es éste un tiempo de gran importancia en el año litúrgico, así como para la vida espiritual del cristiano. Decía al respecto san León Magno: "Cuanto más santamente pasemos estos días, tanto más religiosamente celebraremos la Pascua del Señor" (Homilía XLI, 2).

Esta austera y significativa ceremonia de la imposición de la ceniza marca el inicio del camino espiritual que nos lleva a revivir, con fervor espiritual y coherencia de vida, el misterio de la Pascua.

La Cuaresma es, por tanto, tiempo de intensa reflexión sobre las verdades eternas y de firmes propósitos de auténtica conversión cristiana. La preparación para conmemorar la muerte redentora de Jesús y su resurrección nos impulsa a tomar mayor conciencia de que la vida del hombre sobre la tierra es siempre una lucha contra el mal, una lucha que pasa por el corazón del hombre.

San Pablo, en la carta a los Romanos, describe así esta lucha interior: "Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco [...]. En efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rm 7,15-19). Es la experiencia de cada uno de nosotros. Sólo Cristo, el Redentor, puede ayudarnos a evitar esa derrota, dándonos las armas de la victoria, que el mismo Apóstol señala en la carta a los Efesios: "Tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, después de haber vencido todo, manteneros firmes" (Ep 6,13).

2. Esas palabras de san Pablo quedan confirmadas en la realidad de nuestros días. Ciertos acontecimientos de la crónica contemporánea nos hacen reflexionar y nos preocupan. Son fruto de íntimas decisiones del hombre, surgidas en el marco de esa lucha entre el bien y el mal que se libra en la profundidad de toda conciencia, pero que se manifiesta también en las relaciones entre los hombres. El bien y el mal son contagiosos: se multiplican y se difunden, produciendo estructuras de bien y estructuras de pecado, que influyen en la vida de los hombres. Y también con respecto a esas estructuras debemos estar vigilantes y atentos. Pero todo nace del corazón, pues es sobre todo en él donde se realiza la conversión a que estamos llamados en este tiempo de oración, ayuno y penitencia.

3. La Cuaresma invita a los creyentes a tomar en serio la exhortación de Jesús: "Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición y son muchos lo que entran por ella" (Mt 7,13).

¿Cuál es la puerta ancha y cuál la senda espaciosa de que habla Jesús? Es la puerta de la autonomía moral, la senda del orgullo intelectual. ¡Cuántas personas, incluso cristianas, viven en la indiferencia, acomodándose a la mentalidad del mundo y cediendo a los halagos del pecado!

12 La Cuaresma es el tiempo propicio para analizar la propia vida, para reanudar con mayor decisión la participación en los sacramentos, para formular propósitos más firmes de vida nueva, aceptando, como enseña Jesús, pasar por la puerta estrecha y por la senda angosta, que conducen a la vida eterna (cf. Mt 7,14).

Un compromiso de este tipo debe hacerlo también la familia cristiana en cuanto tal, especialmente en este año dedicado a ella. El Concilio define la familia como pequeña Iglesia, "Iglesia doméstica" (cf. Lumen gentium LG 11). En sintonía con toda la comunidad eclesial, la familia está invitada a prepararse a la Pascua intensificando los ratos de oración, la escucha de la palabra de Dios, el compromiso de una comunión más íntima, y la apertura a los hermanos por la caridad. Por este motivo he querido enviar a todas las familias una carta que se hará pública en los próximos días. Espero que sea bien acogida y sirva a muchas familias. Más aún; la reflexión sobre ella podría constituir un compromiso particular para prepararse a la Pascua.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo en que Jesús nos lanza de forma más intensa la invitación a entrar en su misterio, que nos prepara a la Semana Santa y a la Pascua. "Venid a mi todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11,28). No tengamos miedo de presentarnos a Cristo con todas nuestras infidelidades: ¡Él es el Redentor! A cuantos lo criticaban por su bondad y su compasión hacia los publicanos y pecadores, replicaba: "No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal [...] No he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mt 9,12-13). Dios quiere que todos se salven. Con las conocidas parábolas del hijo pródigo, la oveja perdida y la dracma perdida, Jesús quiere precisamente darnos a entender que, aunque el mal reine en la historia humana, Dios sigue perdonando siempre: "habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión" (Lc 15,7).

Dios vence el mal con su misericordia infinita. Y ante ese amor misericordioso deben brotar en nuestro corazón el deseo de convertirnos y el anhelo de una vida nueva.

5. Nos ayude y acompañe María en este período de Cuaresma.

En Fátima decía la pequeña Jacinta: "¡Amo tanto al Corazón Inmaculado de María! ¡Es el Corazón de nuestra Madre del cielo!". Como la pequeña vidente de Cova da Iria, amadísimos hermanos y hermanas, invoquemos también nosotros, durante la Cuaresma, a María santísima con confianza filial: pidámosle por la conversión de quien vive en pecado o está lejos de la Verdad, por las necesidades de la Iglesia, por las vocaciones sacerdotales, por la perseverancia y la santificación de los sacerdotes, y por las familias.

María santísima nos obtenga a todos la fuerza necesaria para vivir como hijos de la luz, cuyo fruto "consiste en toda bondad, justicia y verdad" (Ep 5,8-9).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con todo afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española.

De modo especial, al grupo de Religiosas Escolapias, a los profesores y alumnos del Instituto “ Bachiller Sabuco ”, de Albacete, y de otras ciudades de España, así como a las peregrinaciones provenientes de Argentina y de México.

13 A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.



Marzo de 1994

Miércoles 2 de marzo de 1994

El apostolado y los ministerios de los laicos

(Lectura:
1ra. carta a los Corintios, capítulo 12, versículos 27-31) 1Co 12,27-31

1. La participación de los laicos en el desarrollo del reino de Cristo es una realidad histórica de siempre: desde las reuniones de los tiempos apostólicos, pasando por las comunidades cristianas de los primeros siglos, los grupos, movimientos, uniones, fraternidades y compañías de la Edad Media y de la época moderna, hasta las actividades de personas y asociaciones que, en el siglo pasado y en el nuestro, han colaborado con los pastores de la Iglesia en la defensa de la fe y de la moralidad en las familias, en la sociedad, en los ambientes y estratos sociales, a veces incluso pagando su testimonio con la sangre. Las experiencias de estas actividades, con frecuencia promovidas por santos y sostenidas por obispos, entre el siglo XIX y el nuestro, llevaron no sólo a una conciencia más viva de la misión de los laicos, sino también a concebir de forma más clara y refleja esa misión como un auténtico apostolado.

Pío XI habló de «cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico», refiriéndose a la Acción Católica. Fue un momento decisivo en la vida de la Iglesia. De allí brotó un notable desarrollo en dos direcciones: la de organización, que se concretó de manera especial en la Acción Católica, y la de profundización conceptual y doctrinal, que culminó en la enseñanza del concilio Vaticano II, que presenta el apostolado de los laicos como «participación en la misma misión salvífica de la Iglesia» (Lumen gentium LG 33).

2. Se puede afirmar que el Concilio formuló de forma más clara la doctrina sobre la experiencia eclesial que había comenzado desde Pentecostés, cuando todos los que recibieron el Espíritu Santo se sintieron comprometidos en la misión de anunciar el Evangelio, así como en la fundación y el desarrollo de la Iglesia. En los siglos sucesivos, la teología sacramental precisó que los que se convierten en miembros de la Iglesia por medio del bautismo quedan comprometidos, con la ayuda del Espíritu Santo, en el testimonio de la fe y en la dilatación del reino de Cristo. Este compromiso es reforzado por el sacramento de la confirmación, con el que los fieles, como dice el Concilio, «quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo» (Lumen gentium LG 11). En tiempos más recientes, el desarrollo de la eclesiología ha llevado a la elaboración del concepto de compromiso seglar, no sólo con respecto a los dos sacramentos de la iniciación cristiana, sino también como expresión de una participación más consciente en el misterio de la Iglesia según el espíritu de Pentecostés. Éste es otro punto fundamental de la teología del laicado.

3. El principio teológico según el cual el apostolado de los laicos, «que brota de la esencia misma de su vocación cristiana, nunca puede faltar en la Iglesia» (Apostolicam actuositatem AA 1), aclara de modo cada vez más pleno y transparente la necesidad del compromiso seglar en nuestra época. Esa necesidad ha sido subrayada, posteriormente, por algunas circunstancias que caracterizan nuestro tiempo, como, por ejemplo, el aumento de la población en los centros urbanos, donde el numero de sacerdotes es cada vez más insuficiente; la movilidad, por razones de trabajo, de escuela, de descanso, etc., propia de la sociedad moderna; la autonomía de muchos sectores de la sociedad, que hace más difíciles las condiciones de orden ético y religioso, y por tanto más necesaria la acción desde dentro; la extrañeza sociológica de los presbíteros en muchos ambientes de cultura y de trabajo. Estas y otras razones hacen necesaria una nueva acción evangelizadora por parte de los laicos. Por otro lado el desarrollo de las instituciones y de la misma mentalidad democrática ha hecho y hace que los laicos sean más sensibles a las exigencias de compromiso eclesial. La difusión y la elevación del nivel medio de la cultura confiere a muchos una mayor capacidad para actuar por el bien de la sociedad y de la Iglesia.

4. No hay que sorprenderse, por consiguiente, desde el punto de vista histórico, de las nuevas formas que ha asumido la acción de los laicos. Además, bajo el estímulo de las modernas condiciones socioculturales, se ha reflexionado con mayor atención en un principio de orden eclesiológico, que antes había quedado en la penumbra: la diversidad de los ministerios en la Iglesia es una exigencia vital del Cuerpo místico, que tiene necesidad de todos sus miembros para desarrollarse, y precisa de la contribución de todos según las diversas aptitudes de cada uno. «Todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión... según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ep 4,16). Es una «autoedificación», que depende de la cabeza del cuerpo, Cristo (cf. ib.), pero exige la cooperación de todos los miembros. Hay, por tanto, en la Iglesia diversidad de ministerios en la unidad de la misión (cf. Apostolicam actuositatem AA 2). La diversidad no perjudica a la unidad, sino que la enriquece.

14 5. Existe una diferencia esencial entre ministerios ordenados y ministerios no ordenados, como he explicado en las catequesis sobre el sacerdocio. El Concilio enseña que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico difieren esencialmente y no sólo en grado (cf. Lumen gentium LG 10). La exhortación apostólica Christifideles laici recuerda que los ministerios ordenados son ejercidos en virtud del sacramento del orden, mientras que los ministerios no ordenados, los oficios y las funciones de los fieles laicos, «tienen su fundamento sacramental en el bautismo y en la confirmación, y para muchos de ellos, además en el matrimonio» (CL 23). Esta última aclaración es muy valiosa, especialmente para los esposos y padres que están llamados a desempeñar un apostolado cristiano también y de manera especial en el interior de su familia (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 902).

La misma exhortación apostólica advierte que «los pastores han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos» (CL 23). Un pastor de almas no puede pretender hacerlo todo en la comunidad que se le ha confiado. Debe valorizar al máximo la acción de los laicos, con sincera estima hacia su competencia y su disponibilidad. Si es verdad que un laico no puede sustituir al pastor en los ministerios que requieren los poderes conferidos por el sacramento del orden, también es verdad que el pastor no puede sustituir a los laicos en los campos donde éstos son más competentes que ellos. Por tanto, debe promover su papel y estimular su participación en la misión de la Iglesia.

6. A este respecto, conviene tener presente lo que establece el Código de derecho canónico, según el cual, «donde lo e aconseje la necesidad de la Iglesia» los laicos pueden suplir en ciertas actividades a los sacerdotes (can. CIC 230, § 3), pero como lo dice la exhortación apostólica Christifideles laici, «el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor»: «tiene su legitimación - formal e inmediatamente - en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica» (CL 23).

Pero se debe añadir inmediatamente que la acción de los laicos no se limita a suplir a los sacerdotes «en situaciones de emergencia y de necesidades crónicas». Hay campos de la vida eclesial en los que junto a las tareas propias de la jerarquía se hace necesaria también la participación activa de los laicos. El primero es el de la asamblea litúrgica. Sin duda, la celebración eucarística requiere la obra de quien ha recibido del sacramento del orden el poder de ofrecer el sacrificio en nombre de Cristo: el sacerdote. Pero, según la exhortación apostólica Christifideles laici, «es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea», es decir es una acción comunitaria. «Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos» (ib.). Y ¡cuántos laicos, grandes y pequeños, jóvenes y ancianos, las desempeñan de forma excelente en nuestras iglesias, con las preces, las lecturas, los cantos, los diversos servicios dentro y fuera del edificio sagrado! Demos gracias al Señor por esta realidad de nuestro tiempo. Es preciso orar para que la haga crecer cada vez más en número y calidad.

7. También más allá del ámbito de la liturgia, los laicos tienen una tarea propia en el anuncio de la palabra de Dios, por estar comprometidos en el oficio profético de Cristo y, por consiguiente una responsabilidad en la evangelización. Con este fin pueden recibir encargos particulares y también mandatos permanentes, por ejemplo en la catequesis, en la escuela, en la dirección y redacción de los periódicos religiosos, en las editoriales católicas, en los medios de comunicación social, y en las diversas iniciativas y obras que la Iglesia promueve para la propagación de la fe (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 906).

En cualquier caso, se trata de una participación en la misión de la Iglesia, en el siempre nuevo Pentecostés, que tiende a llevar al mundo entero la gracia del Espíritu que bajó en el cenáculo de Jerusalén para impulsar a proclamar a todas las gentes las maravillas de Dios.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los Religiosos Misioneros del Verbo Divino, a las Oblatas del Santísimo Redentor y a las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Asimismo, a la peregrinación de Argentina y del Colegio “ Mater Salvatoris ”, de Madrid.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los distintos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la bendición apostólica.





15

Miércoles 9 de marzo de 1994

Los carismas de los laicos

(Lectura:
1ra. carta a los Corintios, capítulo 12, versículos 1 y 4-7) 1Co 12,1 1Co 12,4-7

1. En la catequesis anterior pusimos de relieve el fundamento sacramental de los ministerios y de las funciones de los laicos en la Iglesia: el bautismo, la confirmación y, para muchos el sacramento del matrimonio. Es un punto esencial de la teología del laicado, vinculado a la estructura sacramental de la Iglesia. Pero debemos agregar ahora que el Espíritu Santo, dador de todo don y principio primero de la vitalidad de la Iglesia, no sólo obra en ella por medio de los sacramentos. El Espíritu Santo, que, como dice san Pablo, distribuye a cada uno sus dones según su voluntad (cf. 1Co 12,11), derrama en el pueblo de Dios una gran riqueza de gracias mediante la oración, la contemplación y la acción. Son los carismas. También los laicos son beneficiarios de estos carismas especialmente con miras a su misión eclesial y social. Lo ha afirmado el concilio Vaticano II, remitiéndose a san Pablo: el Espíritu Santo ?escribe? «distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición con las que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras (de san Pablo): "A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1Co 12,7)» (Lumen gentium LG 12).

2. San Pablo había destacado la multiplicidad y variedad de los carismas en la Iglesia primitiva: algunos extraordinarios como el don de realizar curaciones, el don de profecía o el don de lenguas, otros más sencillos, concedidos para el cumplimiento ordinario de las tareas encomendadas en la comunidad (cf. 1Co 12,7-10).

A la luz del texto de san Pablo, los carismas han sido considerados a menudo como dones extraordinarios, sobre todo característicos del comienzo de la vida de la Iglesia. El concilio Vaticano II quiso poner de relieve el hecho de que los carismas son dones que pertenecen a la vida ordinaria de la Iglesia y que no tienen necesariamente un carácter extraordinario o maravilloso. También la exhortación apostólica Christifideles laici habla de los carismas como dones que pueden ser «extraordinarios o simples y sencillos» (CL 24). Además, es preciso tener presente que muchos carismas no tienen como finalidad primaria o principal la santificación personal de quien los recibe, sino el servicio a los demás y el bien de la Iglesia. No cabe duda de que tienden y sirven también al desarrollo de la santidad personal, pero en una perspectiva esencialmente altruista y comunitaria, que en la Iglesia se coloca en una dimensión orgánica, en cuanto que atañe al crecimiento del cuerpo místico de Cristo.

3. Como nos ha dicho san Pablo y nos ha repetido el Concilio, esos carismas son fruto de la libre elección y generosidad del Espíritu Santo, del que reciben su propiedad de Don primero y sustancial en el ámbito de la vida trinitaria. Dios uno y trino manifiesta de modo especial en los dones su soberana potestad, que no está sometida a ninguna regla anterior, ni a una disciplina particular, ni tampoco a un esquema de intervenciones establecido de una vez para siempre: como dice san Pablo, el Espíritu distribuye a cada uno sus dones «según su voluntad» (1Co 12,11). Es una eterna voluntad de amor, cuya libertad y gratuidad se manifiesta en la acción llevada a cabo por el Espíritu Santo-Don en la economía de la salvación. Por esta soberana libertad y gratuidad, los carismas son concedidos también a los laicos, como lo atestigua la historia de la Iglesia (cf. Christifideles laici CL 24).

No podemos por menos de admirar la gran riqueza de dones concedidos por el Espíritu Santo a los laicos como miembros de la Iglesia, también en nuestros tiempos. Cada uno de ellos tiene la capacidad necesaria para asumir las funciones a que está llamado para el bien del pueblo cristiano y la salvación del mundo, si está abierto y es dócil y fiel a la acción del Espíritu Santo.

4. Ahora bien, es preciso prestar atención también a otro punto de la doctrina de san Pablo y de la Iglesia, que vale tanto para toda especie de ministerio como para los carismas: su diversidad y variedad no pueden ir en perjuicio de la unidad. «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo» (1Co 12,4-5). San Pablo pedía que se respetaran esas diversidades, porque no todos pueden querer desempeñar la misma función, contra el plan de Dios y el don del Espíritu, e incluso contra las leyes mas elementales de toda estructura social. Sin embargo, el Apóstol subrayaba asimismo la necesidad de la unidad, que respondía también a una exigencia de orden sociológico, pero con mayor razón debía ser en la comunidad cristiana, reflejo de la unidad divina. Un solo Espíritu, un solo Señor. Y, por tanto, una sola Iglesia.

5. Al comienzo de la era cristiana se realizaron cosas extraordinarias bajó el influjo de los carismas, tanto de los extraordinarios, como de los que se podrían llamar simples, sencillos carismas de todos los días. Así ha sucedido siempre en la Iglesia, y así acontece también en nuestra época, generalmente de forma oculta, pero a veces, cuando Dios lo quiere por el bien de su Iglesia también de modo notable. Y al igual que en el pasado, también en nuestros días ha habido numerosos laicos que han contribuido en gran medida al desarrollo espiritual y pastoral de la Iglesia. Podemos decir que también hoy abundan los laicos que, gracias a los carismas, actúan como buenos y veraces testigos de la fe y de la caridad.

16 Es de desear que todos caigan en la cuenta de este valor trascendente de vida eterna que encierra su trabajo, si lo llevan a cabo con fidelidad a su vocación, siendo dóciles al Espíritu Santo que vive y actúa en sus corazones. Este pensamiento no puede por menos de servir de estímulo, apoyo y consuelo, de manera especial para quienes, por fidelidad a una vocación santa, se comprometen al servicio del bien común, para establecer la justicia, mejorar las condiciones de vida de los pobres y los indigentes, asistir a los minusválidos, acoger a los prófugos y lograr que reine la paz en el mundo entero.

6. En la vida comunitaria y en la práctica pastoral de la Iglesia resulta necesario el reconocimiento de los carismas, pero también su discernimiento, como recordaron los padres en el Sínodo de 1987 (cf. Christifideles laici
CL 24). Desde luego, el Espíritu Santo sopla donde quiere, y no se ha de pretender imponerle reglamentos y condicionamientos. Pero la comunidad cristiana tiene derecho a que sus pastores le señalen la autenticidad de los carismas y el crédito que merecen los que afirman poseerlos. El Concilio recordó la necesidad de la prudencia en este campo, de manera especial cuando se trate de carismas extraordinarios (cf. Lumen gentium LG 12).

La exhortación apostólica Christifideles laici también ha subrayado que «ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los pastores de la Iglesia» (CL 24). Son normas de prudencia fácilmente comprensibles, y valen para todos, tanto clérigos como laicos.

7. Dicho esto, nos complace repetir, con el Concilio y con la Exhortación citada, que «los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia» (Christifideles laici CL 24). De esos carismas brota «el derecho y el deber de ejercitarlos para bien de la humanidad y edificación de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem AA 3). Es un derecho que se funda en el don del Espíritu y en la confirmación de la Iglesia. Es un deber motivado por el hecho mismo del don recibido, que crea una responsabilidad y exige un compromiso.

La historia de la Iglesia atestigua que, cuando los carismas son reales, antes o después son reconocidos y pueden ejercitar su función constructiva y unitiva. Función, recordémoslo una vez mas, que la mayor parte de los miembros de la Iglesia, tanto clérigos como laicos, en virtud de carismas silenciosos, desempeña eficazmente cada día por el bien de todos nosotros.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de la Arquidiócesis de Puebla de los Ángeles (México) y a las alumnas del Colegio de la Consolación, de Castellón (España).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica




Miércoles 16 de marzo de 1994

Campos del apostolado de los laicos: la participación en la misión de la Iglesia

17
(Lectura:
2da. carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 5, versículos 14-15)
2Co 5,14-15

1. Los cristianos admiten hoy fácilmente que todos los miembros de la Iglesia, incluidos los laicos, pueden y deben participar en su misión de testigo, anunciadora y portadora de Cristo al mundo. Esta exigencia del Cuerpo místico de Cristo la han recordado los Papas, el concilio Vaticano II y los Sínodos de los obispos, en armonía con la sagrada Escritura, la Tradición, la experiencia de los primeros siglos del cristianismo, la doctrina de los teólogos y la historia de la vida pastoral. En nuestro siglo no se ha dudado en hablar de apostolado, y también este término y el concepto que expresa son conocidos por el clero y los fieles. Pero aún persiste con bastante frecuencia la sensación de incertidumbre acerca de los campos de trabajo en que han de comprometerse de forma concreta, y sobre los caminos que es preciso seguir para realizar ese compromiso. Conviene, por tanto, establecer algunos puntos firmes en este tema, aún conscientes de que una formación más concreta directa y articulada se podrá y deberá buscar a nivel local con los propios párrocos, en las oficinas diocesanas y en los centros de apostolado de los laicos.

2. El primer campo de apostolado de los laicos dentro de la comunidad eclesial es la parroquia. En este punto ha insistido el Concilio en el decreto Apostolicam actuositatem, donde se lee: «La parroquia ofrece un modelo clarísimo del apostolado comunitario» (AA 10). También se dice allí que en la parroquia la acción de los laicos es necesaria para que el apostolado de los pastores pueda lograr plenamente su eficacia. Esta acción, que debe realizarse en íntima unión con los sacerdotes es para «los seglares de verdadero espíritu apostólico una forma de participación inmediata y directa en la vida de la Iglesia (cf. ib.).

Los laicos pueden realizar una gran labor en la animación de la liturgia, en la enseñanza del catecismo, en las iniciativas pastorales y sociales, así como en los consejos pastorales (cf. Christifideles laici CL 27). Contribuyen también indirectamente al apostolado con la ayuda que prestan en la administración parroquial. Es necesario que el sacerdote no se sienta solo, sino que pueda contar con la aportación de su competencia y con el apoyo de su solidaridad, comprensión y entrega generosa en los diversos sectores del servicio al reino de Dios.

3. El Concilio señala un segundo círculo de necesidades, intereses y posibilidades, cuando recomienda a los laicos «Cultiven sin cesar el sentido de diócesis», (Apostolicam actuositatem AA 10). En efecto, en la diócesis toma forma concreta la Iglesia local, que hace presente a la Iglesia universal para el clero y los fieles que forman parte de ella. Los laicos están llamados a colaborar en las iniciativas diocesanas, hoy frecuentes, con funciones ejecutivas, consultivas y, a veces, directivas de acuerdo con las indicaciones y orientaciones del obispo y de los órganos competentes, con generosidad y grandeza de espíritu. Es también significativa la contribución que pueden prestar mediante la participación en los consejos pastorales diocesanos, que el Sínodo de los obispos de 1987 recomendó crear como «la principal forma de colaboración y de diálogo, como también de discernimiento, a nivel diocesano» (Christifideles laici CL 25). De los laicos se espera, asimismo una ayuda específica en la difusión de las enseñanzas del obispo diocesano, en comunión con los demás obispos y sobre todo con el Papa, sobre las cuestiones religiosas y sociales que se presentan a la comunidad eclesial; en el buen planteamiento y en la correcta solución de los problemas administrativos; en la gestión de las Obras catequísticas, culturales y caritativas que la diócesis instituye y dirige en favor de los hermanos pobres, etc. ¡Cuántas otras posibilidades de trabajo fructuoso para quien tiene buena voluntad, deseo de comprometerse y espíritu de sacrificio! Quiera Dios suscitar siempre nuevas y válidas energías para ayudar a los obispos y a las diócesis, en las que muchos magníficos laicos ya dan pruebas de tener conciencia de que la Iglesia local es la casa y la familia de todos.

4. En una esfera más amplia, en la dimensión universal, los laicos pueden y deben sentirse, como de hecho son, miembros de la Iglesia católica, y comprometerse en su crecimiento, tal como lo recordó el Sínodo de los obispos de 1987 (cf. ib., 28). Los laicos deberán considerarla una comunidad esencialmente misionera, cuyos miembros tienen todos la tarea y la responsabilidad de una evangelización que se extienda a todas las naciones, a todos los que, lo sepan o no, tienen necesidad de Dios. En este inmenso ámbito de personas y grupos, de ambientes y estratos sociales, se encuentran también muchos que, aún siendo cristianos por estar bautizados, son espiritualmente lejanos, agnósticos indiferentes a la llamada de Cristo. Hacia estos hermanos se dirige la nueva evangelización, en la que los laicos están llamados a prestar una cooperación preciosa e indispensable. El Sínodo de 1987, después de haber dicho: «Urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana», añadía: «Los fieles laicos, debido a su participación en el oficio profético de Cristo, están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia» (ib., 34). En las fronteras más avanzadas de esta nueva evangelización, muchos puestos están reservados a los laicos.

Para cumplir esta misión es indispensable una adecuada preparación en la doctrina de la fe y en la metodología pastoral, que los laicos pueden adquirir también en los institutos de ciencias religiosas o en cursos específicos, así como mediante el esfuerzo personal de estudio de la verdad divina. No a todos ni para todas las formas de colaboración será necesario el mismo grado de cultura religiosa, o incluso teológica, pero ésta resultará indispensable para quienes en la nueva evangelización afronten los problemas de la ciencia y la cultura humana en relación con la fe (cf. ib.).

5. La nueva evangelización tiende a la formación de comunidades eclesiales maduras, formadas por cristianos convencidos, conscientes y perseverantes en la fe y en la caridad. Esas comunidades podrán animar desde su interior a las poblaciones también donde Cristo, redentor del hombre, sea desconocido o haya sido olvidado (cf. ib., 35), o donde es frágil el vínculo que los une a Cristo en el pensamiento y la vida.

18 Para este fin podrán servir antiguas y nuevas formas de asociación, como las cofradías, las compañías, las pías uniones, enriquecidas, donde sea preciso, con nuevo espíritu misionero, y los diversos movimientos que florecen hoy en la Iglesia. También las tradicionales iniciativas y manifestaciones populares con ocasión de celebraciones religiosas, aún conservando ciertas características vinculadas a las costumbres locales o regionales, podrían y deberían adquirir un valor eclesial, si se preparan y realizan teniendo en cuenta las necesidades de la evangelización. Al clero y a los laicos que las organizan corresponde la tarea de adecuarlas con sabiduría, ingenio y valentía a las exigencias de la Iglesia misionera, cultivando siempre la catequesis que ilumina la costumbre y la práctica sacramental, especialmente de la penitencia y la Eucaristía.

6. Ejemplos elocuentes de compromiso misionero en los campos o sectores que acabamos de mencionar, y en muchos otros, nos vienen de numerosos laicos que, en nuestro tiempo, han descubierto la dimensión plenaria de la vocación cristiana y han acatado el mandato divino de la evangelización universal, el don del Espíritu Santo que quiere llevar a cabo en el mundo un nuevo Pentecostés. A todos estos hermanos nuestros, conocidos y desconocidos, vaya la gratitud de la Iglesia, como no falta, ciertamente, la bendición de Dios. Su ejemplo sirva para suscitar un número cada vez mayor de laicos comprometidos a llevar el anuncio de Cristo a toda persona y a tratar de encender por doquier la antorcha misionera. También por esto el Sucesor de Pedro trata de ir a toda nación, a todo continente, para contribuir humildemente a la propagación del Evangelio, y los obispos, sucesores de los Apóstoles, son activos en todo país, como pastores y como cuerpo eclesial, para la nueva evangelización.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial y afectuosa bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a las religiosas de San José de Gerona, a los peregrinos provenientes de México y a los grupos de estudiantes de Madrid, Córdoba y Sevilla.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los distintos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.






Audiencias 1994 10