Discursos 1995 37


A LOS PARTICIPANTES EN UNA REUNIÓN ORGANIZADA


POR EL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM» PARA COORDINAR


Y FAVORECER LA AYUDA HUMANITARIA A CUBA


Lunes 26 de junio de 1995



Señores Cardenales,
38 amados hermanos en el Episcopado,
queridos sacerdotes y laicos:

1. Con gozo os recibo en esta mañana, participantes en el encuentro que, promovido por el Pontificio Consejo “Cor Unum”, tiene lugar aquí en Roma para coordinar y favorecer de modo cada vez más adecuado la ayuda humanitaria que se presta al querido pueblo de Cuba. Al daros la bienvenida, agradezco en primer lugar las amables palabras que el Señor Cardenal Roger Etchegaray ha querido dirigirme.

2. El Pontificio Consejo “Cor Unum” es un organismo de la Curia Romana que tiene entre sus principales funciones la de promover y encauzar las iniciativas de las instituciones católicas en favor de las poblaciones más necesitadas. A este respecto, me complace constatar que la población cubana ha estado siempre presente dentro de tales objetivos y no se han escatimado esfuerzos para apoyar, en la medida en que las circunstancias lo han permitido, muchos proyectos en aquella querida Nación.

3. En colaboración con “Cor Unum”, muchas organizaciones, algunas de las cuales están hoy representadas aquí, han respondido con generosidad comprometiéndose en diversas iniciativas y planes, lo cual ha contribuido mucho a aliviar dolorosas situaciones en campos tan variados como son la lucha contra la desnutrición, la atención a los ancianos, las estructuras sanitarias, entre otras. El Papa, en cuyo corazón hallan eco las angustiosas peticiones que se elevan desde tantos lugares de la tierra, os lo agradece. A este propósito quisiera recordar a estas organizaciones las palabras que dirigí a los Obispos de Cuba con ocasión de su última visita ad limina, hace un año: “Deseo unirme a vuestra acción solidaria en favor de los más desprotegidos, a la vez que aliento a los organismos eclesiales e internacionales de ayuda humanitaria y asistencial para que, en el ámbito de la imprescindible libertad para realizar su labor, continúen contribuyendo generosamente a aliviar las necesidades de tantos hermanos nuestros que carecen de lo necesario para una vida auténticamente humana”.

4. En el año 1991 se creó la “Cáritas Cuba”, lo cual ha supuesto un significativo paso cuyos frutos se perciben ya, tanto por la especialización y formación de su personal, como por ser un instrumento válido de diálogo con diversas instancias interesadas. Desde 1993 “Cáritas” ha empezado a organizar, con competencia y seriedad, programas propios de asistencia a los ancianos y familias con problemas; cuidado de niños y jóvenes minusválidos; sistemas de abastecimiento de agua a pequeños centros e intervenciones de urgencia en zonas que han sufrido catástrofes naturales, entre otras. La voz de los pobres no puede esperar, por ello quiero dar una palabra de aliento a todos los que colaboran con esta institución eclesial, tan comprometida en el campo asistencial y a la que auguro un futuro prometedor.

5. Todo el panorama de vuestra reflexión en estos días manifiesta la gran preocupación de la Iglesia por la situación de aquellas personas que sufren angustias y con frecuencia carecen de lo necesario. A este respecto son consoladoras las diversas iniciativas existentes en cada diócesis cubana, aun teniendo presente el reducido espacio de libertad de que gozan, para responder adecuadamente a las necesidades de los pobres. Los Obispos de Cuba son bien conscientes de que la preocupación por lo social “forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia”, ya que la evangelización tiende a la liberación integral de la persona. Quiero alentar a los católicos cubanos, animados por sus Pastores, así como a las personas de buena voluntad, a que teniendo presente el rico y siempre actual patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, impulsen y favorezcan, en los modos posibles y sin desánimos, convenientes iniciativas encaminadas a superar situaciones de pobreza y marginación que afectan a tantos hermanos necesitados.

6. Al agradecer vuestra presencia aquí, y muy especialmente la abnegación y esfuerzos realizados hasta ahora, formulo mis mejores votos para el futuro y os encomiendo a todos a la protección de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba y celestial abogada de cuantos la invocan, y con afecto os imparto mi Bendición Apostólica.





                                                                                  Agosto de 1995

                                                          


A LA SEÑORA MARY ANN GLENDON


Y A LOS MIEMBROS DE LA DELEGACIÓN DE LA SANTA SEDE


A LA IV CONFERENCIA MUNDIAL SOBRE LA MUJER



Martes 29 de agosto de 1995



Estimada señora Glendon
39 y miembros de la delegación de la Santa Sede a la IV Conferencia mundial sobre la mujer:

Mientras os preparáis para viajar a Pekín, me alegra encontrarme con usted, jefe de la delegación de la Santa Sede a la IV Conferencia mundial sobre la mujer, y con los otros miembros de dicha delegación. A través de usted, expreso mis mejores deseos y oraciones a la secretaria general de la Conferencia, a las naciones y organizaciones que participan en ella, así como a las autoridades del país huésped, la República Popular China.

Deseo que esta Conferencia alcance el éxito en su objetivo de garantizar a todas las mujeres del mundo igualdad, desarrollo y paz, mediante el pleno respeto de su igual dignidad y de sus inalienables derechos humanos, para que puedan dar su contribución al bien de la sociedad.

Durante los últimos meses, en diversas ocasiones, he atraído la atención hacía la posición de la Santa Sede y hacia la enseñanza de la Iglesia católica acerca de la dignidad, los derechos y las responsabilidades dé las mujeres en la sociedad actual: en la familia, en los puestos de trabajo y en la vida pública. Me he inspirado en la vida y el testimonio de grandes mujeres dentro de la Iglesia a lo largo de los siglos, que fueron pioneras en la sociedad como madres, trabajadoras y líderes en los campos social y político, en profesiones de asistencia y como pensadoras y líderes espirituales.

El secretario general de las Naciones Unidas ha pedido a las naciones que participan en la Conferencia de Pekín que hagan públicos sus compromisos concretos para mejorar la condición de las mujeres. Después de haber considerado las diversas necesidades de las mujeres en la sociedad actual, la Santa Sede desea hacer una opción específica con respecto a ese compromiso: una opción en favor de las niñas y las jóvenes. Por esta razón, exhorto a todas las instituciones católicas dedicadas a la asistencia y a la educación a adoptar durante los próximos años una estrategia coordinada y prioritaria dirigida a las niñas y a las jóvenes, especialmente a las más pobres.

Es desalentador notar que en el mundo actual, el simple hecho de ser mujer, más bien que varón puede reducir las probabilidades de nacer o de sobrevivir en la infancia; puede significar recibir una alimentación y una asistencia sanitaria menos adecuadas, y aumentar las posibilidades de ser analfabetas o tener sólo un acceso limitado, o ni siquiera tener acceso, a la educación primaria.

Poner empeño en el cuidado y en la educación de las niñas, como un derecho igual, es de suma importancia para el progreso de la mujer. Por esta razón, hoy:

Exhorto a todos los servicios educativos vinculados con la Iglesia católica a garantizar igual acceso a las niñas: a educar a los niños en el sentido de la dignidad y el valor de la mujer; a dar más posibilidades a las niñas que han sufrido condiciones menos favorables; y a descubrir las causas que obligan a las niñas a abandonar la educación en los primeros grados, y a ponerles remedio.

Exhorto a las instituciones dedicadas a la sanidad, especialmente a las que prestan asistencia sanitaria elemental, a hacer de una mejor asistencia y educación sanitaria básica de las niñas el sello distintivo de su servicio.

Exhorto a las organizaciones de la Iglesia que se dedican a la caridad y a promover el desarrollo a que, en la asignación de recursos y de personal, den prioridad a las necesidades específicas de las niñas.

Exhorto a las congregaciones de religiosas a que, manteniendo la fidelidad al carisma específico y a la misión que han recibido de sus fundadores, identifiquen y se acerquen a las niñas y jóvenes más marginadas de la sociedad, las que más han sufrido física y moralmente, y que han tenido muy pocas oportunidades. Su trabajo asistencial humanitario y educativo, y su servicio a los más pobres, hoy son necesarios por doquier en el mundo actual.

40 Exhorto a las universidades católicas y a los centros de estudios superiores a asegurar que los que se preparan para ser los futuros líderes de la sociedad adquieran una sensibilidad especial con respecto a las jóvenes.

Exhorto a las mujeres y a las organizaciones de mujeres de la Iglesia y que actúan en la sociedad a establecer modelos de solidaridad, para que su liderazgo y su guía puedan ponerse al servicio de las niñas y las jóvenes.

Como seguidores de Jesucristo, que se identifica con los más pequeños, no podemos permanecer insensibles ante las necesidades de las niñas que padecen dificultades, especialmente de las que son víctimas de la violencia y de la falta de respeto a su dignidad.

Con el espíritu de las grandes mujeres cristianas que han iluminado la vida de la Iglesia a lo largo de los siglos y que a menudo han impulsado a la Iglesia a volver a su misión y a su servicio esencial, exhorto a las mujeres de la Iglesia de hoy a adoptar nuevas formas de liderazgo en el servicio, y a todas las instituciones de la Iglesia, a acoger esa contribución de las mujeres.

Exhorto a todos los hombres en la Iglesia a realizar, donde sea necesario, un cambio de corazón, y a tener, como exigencia de su fe, una visión positiva de la mujer. Les pido que tomen cada vez mayor conciencia de los inconvenientes que las mujeres, especialmente las niñas, han tenido que afrontar, y vean dónde la actitud de los hombres, su falta de sensibilidad o de responsabilidad, pueden haber sido la causa.

Una vez más, a través de usted, deseo expresar mis mejores deseos a todos los que tienen alguna responsabilidad en la Conferencia de Pekín, y asegurarles mi apoyo, así como el de la Santa Sede y de las instituciones de la Iglesia católica, con miras a un compromiso renovado de todos en favor de las mujeres en el mundo.





                                                                                  Septiembre de 1995

                                                                      


A LOS PARTICIPANTES EN EL PRIMER ENCUENTRO DE LOS RESPONSABLES DE LAS SEMANAS SOCIALES PROMOVIDO


POR EL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ»


Palacio Pontificio de Castelgandolfo

Sábado 23 de septiembre de 1995



Amados hermanos en el Episcopado,
41 distinguidos señores:

1. Me complace darles la bienvenida, con ocasión del primer Encuentro de Responsables de las Semanas Sociales, promovido por el Pontificio Consejo “Justicia y Paz” para reflexionar e intercambiar experiencias. Deseo ahora agradecer las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido el Vicepresidente, Monsenor François Xavier Nguyên Van Thuân.

Me es grato constatar que se está dando un nuevo impulso a la tradición formativa y cultural de las Semanas Sociales en las naciones que las celebran desde hace años, y que se emprende esta iniciativa en otras que ya prevén unos resultados prometedores. Las Comunidades cristianas, ante los complejos y difíciles problemas que la sociedad tiene actualmente, sienten la necesidad de elaborar y difundir nuevas propuestas culturales. Para ello encuentran en las Semanas Sociales unos medios privilegiados para profundizar y proponer una auténtica cultura social, basada en la doctrina social de la Iglesia. En efecto, la relación entre las Semanas Sociales y el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia es determinante y esencial para definir la originalidad y peculiaridad de la contribución cultural que se ofrece.

2. La antropología y la visión de la sociedad han de poder llevarse a la práctica, para así mejorar la calidad de la vida humana. Ahora bien, la praxis social de los últimos decenios ha mostrado los límites, incluso dramáticos, de las antropologías propuestas. La violación de los presupuestos antropológicos y éticos del humanismo cristiano al final se ha vuelto contra el hombre mismo.

Ello muestra cómo las categorías filosóficas y teológicas del cristianismo siguen siendo capaces de interpretar adecuadamente el sentido de la historia. “La dimensión teológica se hace necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia humana” (Centesimus annus
CA 55). En este sentido, la doctrina social de la Iglesia se aproxima a la historia humana con categorías que, aun inspirándose en la teología, no pierden por ello su capacidad de comprender la realidad.

Esto no significa considerar como superfluas las investigaciones y los análisis científicos, sino que quiere reivindicar para la interpretación teológica toda su capacidad de escrutar en el corazón de la historia y descubrir en concreto los problemas del hombre de un modo unitario y global.

3. La visión de la realidad desde una perspectiva teológica permitirá a las Semanas Sociales trabajar a fin de que se colme el preocupante vacío de ética social. Las diversas sociedades descubren con creciente asombro que casi no existe una ética social adecuada a nuestra época, capaz de dar un sentido auténtico a la vida personal, a la comunidad social y política, así como al mundo económico. Sin ella las sociedades corren el riesgo de caer en el egoísmo, en la conflictividad permanente, en el racismo, en la marginación de los más pobres y débiles. El poder de la ciencia y de la técnica plantea al hombre profundos interrogantes éticos y le cargan con nuevas responsabilidades. Por esto, el desarrollo de la inteligencia artificial y de la bioingeniería conlleva una serie de problemas antropológicos y morales.

La radicalización de orientaciones culturales y políticas que tienden a marginar de la realidad social y de las instituciones toda referencia a la ética social cristiana, particularmente en ámbitos tan importantes como la familia, la tutela de la vida y la educación, han llevado a opciones contrarias a la dignidad e inviolabilidad de la persona y a los verdaderos intereses de las sociedades. La actuación, por parte de las Semanas Sociales, de un proyecto formativo articulado y previsor para una auténtica ética social es, pues, un objetivo muy urgente e improrrogable.

4. Ante la pérdida generalizada de los valores en nuestras sociedades, las Semanas Sociales están llamadas, sobre todo, a proponer de nuevo a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad el centro de la doctrina social de la Iglesia y principio fundamental de la convivencia social, política, económica: la persona humana y su dignidad. Históricamente han sido los movimientos para la defensa de la persona humana y la tutela de su dignidad los que han contribuido precisamente “a construir una sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia” (Centesimus annus CA 3).

La verdad del ser humano es la piedra clave para enfocar los problemas del individuo y de la sociedad. Incluso los problemas de la mujer, que tanto han llamado nuestra atención en la preparación y desarrollo de la reciente Conferencia Internacional de las Naciones Unidas, y a los cuales el Magisterio pontificio ha dedicado múltiples intervenciones, sólo se resolverán cuando todos acepten la verdad plena e íntegra sobre el ser humano.

Esta aceptación no es posible si se prescinde de “la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos” (Sollicitudo rei socialis SRS 39). Los sistemas políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas, “no son capaces de asegurar al hombre el que pueda nacer, existir y obrar como único e irrepetible” (Mensaje Urbi et Orbi, Navidad 1878). Para que el hombre no sea tratado simplemente como un número, como eslabón de una cadena o engranaje de un sistema, Dios le asegura que es único e irrepetible (cf, ibíd.). La fe es, pues, la guía válida para encontrar un sentido profundo y orientarse en la vida social, y así realizar en la historia la solución de los problemas más graves.

42 5. Es evidente que los primeros interpelados son los cristianos. Ellos no pueden actuar en la realidad social si no saben dar, a la luz del Evangelio, una interpretación cristiana de la realidad misma y de la multiplicidad y complejidad de sus problemas.

Las Semanas Sociales han de ser cada vez más capaces de responder a esta urgencia pastoral, presentándose como un instrumento y una vía cualificada de formación cristiana y de orientación. Instrumento eclesial y cultural que, en la doctrina social de la Iglesia, encontrará la fuerza para afrontar, y posiblemente anticipar, los temas de debate y confrontación presentes en la sociedad, a fin de influir positivamente en la opinión pública.

En la perspectiva del Gran Jubileo del 2000, que he convocado para reencontrar también los caminos de la justicia y de la paz, las Semanas Sociales deben ser expresión de la diaconía de la Iglesia para la sociedad. Una diaconía cultural que ha de ejercerse con un profundo sentido del diálogo en el pleno respeto de la verdad y caridad cristianas.

Con estos vivos deseos invoco sobre vosotros, sobre vuestros Países y sobre las beneméritas actividades de las Semanas Sociales, la constante ayuda del Señor, a la vez que os imparto de corazón mi Bendición Apostólica.







                                                                                  Octubre de 1995




A LOS PARTICIPANTES EN EL III CONGRESO MUNDIAL


DE LOS MOVIMIENTOS EN FAVOR DE LA VIDA


3 de octubre de 1995



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señores y señoras:

1. Os acojo con gran alegría con ocasión de este Congreso mundial que constituye una de las primeras respuestas unánimes a la publicación de la encíclica Evangelium vitae, documento con el que he querido dirigirme no sólo a los fieles de la Iglesia sino a todo «el pueblo de la vida» (cf. n. 101).

Saludo en particular al cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo pontificio para la familia, a quien agradezco las palabras que acaba de pronunciar. Saludo, asimismo, al cardenal Fiorenzo Angelini, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios; a mons. Elio Sgreccia, vicepresidente de la Academia pontificia para la vida; a los responsables internacionales y nacionales de los movimientos por la vida, y a todos vosotros que prestáis generosamente vuestra colaboración a estos movimientos. Además, doy mi bienvenida cordial a los representantes de las organizaciones pro-vida que actúan en el mundo.

43 Me alegra que el Consejo pontificio para la familia os haya convocado para esta gran asamblea. Vuestra presencia es un testimonio significativo de lo que los movimientos por la vida representan en el mundo: más de cien organizaciones, algunas de las cuales a nivel internacional, con una historia de compromiso y de obras que constituyen un fuerte baluarte en defensa de la vida.

La iniciativa del Consejo pontificio para la familia de invitaros a este congreso de reflexión sobre la encíclica Evangelium vitae, confirma la sintonía que existe entre la enseñanza de la Iglesia católica y las finalidades de vuestros movimientos. Gracias a este encuentro, esa sintonía se reforzará y será más eficaz a nivel mundial, sobre todo por lo que respecta a las estrategias y a la concordia de los propósitos.

2. Ciertamente la publicación de la encíclica Evangelium vitae ha marcado una etapa histórica en el compromiso en favor de la vida, en primer lugar en el ámbito de la actividad pastoral de la Iglesia. El evangelio de la vida exige claramente que la enseñanza acerca del valor inviolable de la vida humana, en todas sus fases y condiciones, se integre cada vez más en la evangelización. Las comunidades locales, las diócesis, las parroquias, las asociaciones y los movimientos no pueden dejar de ocuparse de un intenso compromiso en favor de la promoción y la defensa de la vida humana. Como se establece en el capítulo cuarto de la encíclica (cf. nn. 87-91), es de desear que en los organismos pastorales se creen estructuras y grupos dirigidos específicamente a este objetivo.

Anunciar, celebrar y servir a la vida es deber de la Iglesia en su actividad pastoral ordinaria y constante. Vuestra acción como miembros de los movimientos por la vida, comprometidos con vuestra peculiar autonomía de laicos y ciudadanos, incluso en el ámbito civil y político, no exime a ninguna comunidad eclesial del deber de desempeñar su papel pastoral en favor de la vida. Se trata de presencias complementarias, que deben ser armonizadas entre sí en beneficio de la misma Iglesia y de la sociedad.

Esta acción convergente de los organismos pastorales y de los movimientos por la vida se justifica por el hecho de que la vida, valor civil fundamental en toda sociedad, revela a la luz de la fe su pleno significado.

3. Por tanto, la fase que comienza ahora será nueva y más rica en trabajo y compromiso, porque la Iglesia, desde su propia perspectiva, llevará con fuerza renovada el anuncio, la santificación y el servicio cotidiano a la familia y a la vida.

Es evidente para todos que la defensa de la vida es un compromiso que no sólo afecta a la moral privada, sino que también es una cuestión social y política; más aún, afecta a la misma razón de ser de la sociedad política. De aquí que el compromiso en defensa de la vida no puede dejar de reflejarse, mediante una acción pacífica, convencida y comunitaria, en el ámbito de las costumbres, de la cultura y de la legislación.

La victoria de la verdad y de la vida pertenece ya a la historia de la salvación; a todas las fuerzas que se inspiran en el respeto a la dignidad humana les corresponde el compromiso de inscribirla en la historia de los hombres.

4. En particular, los nuevos problemas planteados por el progreso de las ciencias médicas y por la aplicación de las políticas demográficas en el mundo requieren este compromiso más amplio y profundo. En efecto, hoy exige nuestra atención una vasta gama de temas característicos de la bioética, de enorme relieve para la historia de la humanidad. El compromiso ético en favor de la vida en cada uno de sus estadios se extiende hoy a la defensa del patrimonio genético del ser humano contra toda alteración o selección, al mantenimiento de la fisonomía propia del amor conyugal y de la procreación, a la búsqueda de la justicia y equidad en el empleo de los recursos para la sanidad y, en fin, a la defensa del equilibrio ambiental.

Se habla de compromiso en favor de la vida y la salud, para la organización de la sanidad pública, especialmente en los países en vías de desarrollo, y se habla, en fin, de supervivencia de la humanidad frente a las amenazas provenientes de las armas atómicas y químicas y de la posibilidad de alteración genética.

Frente a esta amplitud de campos de lucha antiguos y nuevos, donde se configuran «amenazas programadas de manera científica y sistemática» (Evangelium vitae
EV 17), es necesario juntar las fuerzas, unir las inteligencias y establecer estrategias comunes armoniosas y eficaces.

44 5. Vuestra misión se abre ante un horizonte realmente vasto, que implica también promover el valor insustituible de la educación de los jóvenes y de las familias en el amor verdadero, fiel y casto. No es realista pensar que se afirme una cultura de la vida si falta una seria educación de las conciencias y en particular, si no hay una real orientación afectiva hacia los valores de la familia. Estos presupuestos son cada vez más importantes en una verdadera estrategia de defensa de la vida.

En ese marco, la familia y la vida constituyen un binomio inseparable y del mismo modo, el amor casto y fiel es el primer nivel y la condición insustituible de la cultura de la vida.

6. Estos compromisos, que constituyen los objetivos de vuestra estrategia, requieren una preparación profunda en el ámbito de las temáticas médica, ética jurídica y social. La lucha en defensa de la vida puede ganarse sólo si al entusiasmo y a la valentía de cuantos participan en ella se añade una preparación específica en estos campos. En particular, se requiere una formación en el importante campo de la bioética, destinada, ante todo, a los agentes sanitarios, pero también a cada uno de los ciudadanos.

La aportación pastoral de los organismos de la Iglesia, a los que se ha añadido recientemente la Academia pontificia para la vida, creada para actuar en sintonía con el Consejo pontificio para la familia y con el Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, puede dar, por su parte, un apoyo insustituible a la acción común en defensa de la vida. Pero en vuestros movimientos será singularmente valiosa la contribución que prestan los intelectuales, los juristas y los profesionales de la medicina, así como sigue siendo indispensable la aportación de los formadores de los jóvenes y de los responsables de los movimientos educativos, una vez que hayan profundizado, ellos mismos en primer lugar, las exigencias inderogables de la moral en defensa de la vida humana. Os exhorto a acompañar con particular atención a los adolescentes y a los jóvenes en las escuelas, para que puedan recibir una presentación adecuada de los valores morales, civiles y religiosos, que son coherentes con la dignidad de la persona humana y con la defensa y la promoción de la vida.

También es urgente prestar atención a lo que sucede en los Parlamentos, donde van manifestándose orientaciones legislativas en el ámbito del bioderecho y de la protección de la corporeidad humana y de la familia, que incluyen aspectos preocupantes. Cuantos tienen verdadero interés por la dignidad de la persona y el destino futuro de la humanidad, no pueden renunciar a su deber de vigilar y actuar.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, en vuestra tarea fundamental de educación, promoción y defensa de la vida, os sostiene la solidaridad de la Iglesia y la de todos los hombres de buena voluntad.

Vuestra fuerza reside en la verdad que testimoniáis, pero la eficacia de vuestra acción depende, en gran parte de la armonía concorde de vuestros esfuerzos. Mientras os expreso mis mejores deseos a vosotros y a cuantos colaboran en los movimientos que representáis, invoco sobre todos la bendición del Señor de la vida.







DISCURSO DE SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO II


A LA QUINCUAGÉSIMA ASAMBLEA GENERAL


DE LAS NACIONES UNIDAS


Nueva York, 5 de octubre de 1995

: Señor Presidente,
Ilustres Señoras y Señores:

1. Es un honor para mí tomar la palabra en esta Asamblea de los pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los cincuenta años de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Soy plenamente consciente de que, hablando a esta respetable Asamblea, tengo la oportunidad de dirigirme, en cierto sentido, a toda la familia de los pueblos de la tierra. Mi palabra, que quiere ser signo de la estima y del interés de la Sede Apostólica y de la Iglesia Católica por esta Institución, se une de buen grado a la voz de quienes ven en la ONU la esperanza de un futuro mejor para la sociedad de los hombres.

45 Expreso un profundo agradecimiento, en primer lugar, al Secretario General, Doctor Boutros Boutros-Ghali, por haber alentado vivamente mi visita. Estoy también agradecido a Usted, Señor Presidente, por la cordial bienvenida con la que me ha acogido en esta eminente Reunión. Saludo asimismo a todos Ustedes y les expreso mi reconocimiento por su presencia y por su amable atención.

He venido hoy entre Ustedes con el deseo de ofrecer mi contribución a la significativa profundización sobre la historia y el papel de esta Organización, que acompaña y enriquece la celebración de este aniversario. La Santa Sede, en virtud de la misión específicamente espiritual que la hace mirar solícitamente al bien integral de cada ser humano, ha sostenido decididamente, desde el principio, los ideales y objetivos de la Organización de las Naciones Unidas. La finalidad y modo de actuación, obviamente, son diversos, pero la común preocupación por la familia humana, abre constantemente a la Iglesia y a la ONU vastas áreas de colaboración. Es este convencimiento el que orienta y anima mi reflexión de hoy. Ésta no se detendrá en cuestiones específicas sociales, políticas o económicas, sino más bien en las consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad.

Un patrimonio común de la humanidad

2. Señoras y Señores: En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo.

En mi anterior visita a las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, tuve ocasión de poner de relieve cómo la búsqueda de libertad en nuestro tiempo tiene su fundamento en aquellos derechos universales de los que el hombre goza por el simple hecho de serlo. Fue precisamente la barbarie cometida contra la dignidad humana lo que llevó a la Organización de las Naciones Unidas a formular, apenas tres años después de su constitución, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana. En Asia y en Africa, en América, en Oceanía y en Europa, hombres y mujeres decididos y valientes han apelado a esta Declaración para dar fuerza a las reivindicaciones de una mayor participación en la vida de la sociedad.

3. Es importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la estructura interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental "clave" de la misma nos la ofrece precisamente su carácter planetario, confirmando que existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de "gramática" que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo futuro.

En este sentido, es motivo de seria preocupación el hecho de que hoy algunos nieguen la universalidad de los derechos humanos, así como niegan que haya una naturaleza humana común a todos. Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar un legítimo pluralismo de "formas de libertad", y otra cosa es negar el carácter universal o inteligible de la naturaleza del hombre o de la experiencia humana. Esta segunda perspectiva hace muy difícil, o incluso imposible, una política internacional de persuasión.

Asumir el riesgo de la libertad

4. Las dinámicas morales de la búsqueda universal de la libertad han aparecido claramente en Europa central y oriental con las revoluciones no violentas de 1989. Aquellos históricos acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares determinados, han ofrecido, no obstante, una lección que va más allá de los confines de un área geográfica específica. Las revoluciones no violentas de 1989 han demostrado que la búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible que brota del reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona humana, y acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las revoluciones de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres valientes, que se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más profunda y vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre, depositaria de un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva, para el éxito de aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la solidaridad social: Ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror, aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del "poder de los no poderosos", fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano.

Mirando hoy aquellos acontecimientos desde este privilegiado observatorio mundial, es imposible no ver la coincidencia entre los valores que han inspirado aquellos movimientos populares de liberación y muchas de los obligaciones morales escritas en la Carta de las Naciones Unidas. Pienso, por ejemplo, en la obligación de "reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana"; como también en el deber de "promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad" (Preámbulo). Los cincuenta y un Estados que fundaron esta Organización en 1945 encendieron verdaderamente una antorcha, cuya luz puede dispersar las tinieblas causadas por la tiranía, luz que puede indicar la vía de la libertad, de la paz y de la solidaridad.

Los derechos de las Naciones

46 5. La búsqueda de la libertad en la segunda mitad del Siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos, sino también a las naciones. A cincuenta años del final de la Segunda Guerra mundial es importante recordar que aquel conflicto tuvo su origen en violaciones de los derechos de las naciones. Muchas de ellas sufrieron tremendamente por la única razón de ser consideradas "otras". Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que predicaban la "inferioridad" de algunas naciones y culturas. En un cierto sentido se puede decir que la Organización de las Naciones Unidas nació de la convicción de que semejantes doctrinas eran incompatibles con la paz; y el esfuerzo de la Carta por "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra" (Preámbulo) implicaba seguramente el compromiso moral de defender a cada nación y cultura de agresiones injustas y violentas.

Por desgracia, incluso después del final de la Segunda Guerra mundial los derechos de las naciones han continuado siendo violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados Bálticos y amplios territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por la Unión Soviética, como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en el Caúcaso. Contemporáneamente, las llamadas "democracias populares" de Europa central y oriental perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a la voluntad que dominaba el bloque entero. El resultado de esta división artificial de Europa fue la "guerra fría", es decir, una situación de tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la libertad para las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que debería haber llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para muchas de las víctimas de aquel conflicto.

6. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente de los derechos de las personas, pero todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad en el mundo contemporáneo.

En realidad el problema del pleno reconocimiento de los derechos de los pueblos y de las naciones se ha presentado repetidamente a la conciencia de la humanidad, suscitando también una notable reflexión ético-jurídica. Pienso en el debate desarrollado durante el Concilio de Constanza en el siglo XV, cuando los representantes de la Academia de Cracovia, encabezados por Pawel Wlodkowic, defendieron con tesón el derecho a la existencia y a la autonomía de ciertas poblaciones europeas. Muy conocida es también la reflexión llevada a cabo, en aquella misma época, por la Universidad de Salamanca en relación con los pueblos del Nuevo Mundo. En nuestro siglo, además, ¿cómo no recordar la palabra profética de mi predecesor Benedicto XV, que en el trascurso de la Primera Guerra mundial recordaba a todos que "las naciones no mueren", e invitaba a "ponderar con conciencia serena los derechos y las justas aspiraciones de los pueblos"? (A los pueblos beligerantes y a sus jefes, 28 de julio de 1915)

7. El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte mundial, caracterizado por una fuerte "movilidad", que hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía. Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe infravalorar, como si fuera un simple residuo del pasado, éste requiere más bien ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico.

Esta tensión entre particular y universal se puede considerar inmanente al ser humano. La naturaleza común mueve a los hombres a sentirse, tal como son, miembros de una única gran familia. Pero por la concreta historicidad de esta misma naturaleza, están necesariamente ligados de un modo más intenso a grupos humanos concretos; ante todo la familia, después los varios grupos de pertenencia, hasta el conjunto del respectivo grupo étnico-cultural, que, no por casualidad, indicado con el término "nación" evoca el "nacer", mientras que indicado con el término "patria" ("fatherland"), evoca la realidad de la misma familia. La condición humana se sitúa así entre estos dos polos - la universalidad y la particularidad - en tensión vital entre ellos; tensión inevitable, pero especialmente fecunda si se vive con sereno equilibrio.

8. Sobre este fundamento antropológico se apoyan también los "derechos de las naciones", que no son sino los "derechos humanos" considerados a este específico nivel de la vida comunitaria. Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de "nación", que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado. Es, sin embargo, una reflexión improrrogable, si se quieren evitar los errores del pasado y tender a un orden mundial justo.

Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues, - un Estado, otra nación, o una organización internacional - puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. Este derecho fundamental a la existencia no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber circunstancias históricas en las que agregaciones distintas de una soberanía estatal sean incluso aconsejables, pero con la condición de que eso suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos. El derecho a la existencia implica naturalmente para cada nación, también el derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria "soberanía" espiritual. La historia demuestra que en circunstancias extremas (como aquellas que se han visto en la tierra donde he nacido), es precisamente su misma cultura lo que permite a una nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada.

Pero si los "derechos de la nación" expresan las exigencias vitales de la "particularidad", no es menos importante subrayar las exigencias de la universalidad, expresadas a través de una fuerte conciencia de los deberes que unas naciones tienen con otras y con la humanidad entera. El primero de todos es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones. De este modo el ejercicio de los derechos de las naciones, equilibrado por la afirmación y la práctica de los deberes, promueve un fecundo "intercambio de dones", que refuerza la unidad entre todos los hombres.

El respeto por las diferencias

9. En los diecisiete años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de la Iglesia católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de naciones y culturas de todas las partes del mundo. Desgraciadamente, el mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en Africa central. La realidad de la "diferencia" y la peculiaridad del "otro" pueden sentirse a veces como un peso, o incluso como una amenaza. El miedo a la "diferencia", alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del "otro", con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie - ni siquiera los niños - se libra. Tales situaciones nos son hoy bien conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes en este instante de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia Herzegovina.

47 Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la "diferencia", especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al "otro", puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios.

10. Por tanto, nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por el esfuerzo que cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la vida humana. En este contexto nos es posible constatar lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al misterio del hombre.

Querer ignorar la realidad de la diversidad - o, peor aún, tratar de anularla - significa excluir la posibilidad de sondear las profundidades del misterio de la vida humana. La verdad sobre el hombre es el criterio inmutable con el que todas las culturas son juzgadas, pero cada cultura tiene algo que enseñar acerca de una u otra dimensión de aquella compleja verdad. Por tanto la "diferencia", que algunos consideran tan amenazadora, puede llegar a ser, mediante un diálogo respetuoso, la fuente de una comprensión más profunda del misterio de la existencia humana.

11. En este contexto es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado "fundamentalismo".

Libertad y verdad moral

12. Señoras y Señores: La libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La cuestión fundamental, que hoy todos debemos afrontar, es la del uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión personal, como social. Es necesario, por tanto, que nuestra reflexión se centre sobre la cuestión de la estructura moral de la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad.

La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una "lógica" interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre, - verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno - es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad.

13. Bajo esta perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define la moralidad no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones, e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo negativas, porque inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter una nación más pequeña o más débil es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias del utilitarismo económico, que lleva a los países más fuertes a condicionar y aprovecharse de los más débiles.

Frecuentemente estas dos formas de utilitarismo van juntas, y es un fenómeno que ha caracterizado notoriamente las relaciones entre el "Norte" y el "Sur" del mundo. Para las naciones en vías de desarrollo el alcanzar la independencia política a menudo ha comportado de hecho una dependencia económica de otros Países. Se debe subrayar que, en algunos casos, las áreas en vías de desarrollo han sufrido incluso tal retroceso que algunos Estados carecen de medios para hacer frente a las necesidades esenciales de sus pueblos. Semejantes situaciones ofenden la conciencia de la humanidad y plantean un formidable desafío moral a la familia humana. Afrontar este desafío requiere obviamente cambios tanto en las naciones en vías de desarrollo como en las económicamente más avanzadas. Si las primeras saben ofrecer garantías seguras de gestión correcta de los recursos y ayudas, así como de respeto de los derechos humanos, pasando, donde sea necesario, de formas de gobierno injustas, corruptas o autoritarias a otras de tipo participativo y democrático, ¿no es acaso verdad que de este modo se dará vía libre a los mejores recursos civiles y económicos de la propia gente? Y los países ya desarrollados, ¿no deben acaso madurar, por su parte, en esta perspectiva, actitudes no sujetas a lógicas puramente utilitaristas sino caracterizadas por sentimientos de mayor justicia y solidaridad?

Ciertamente, ilustres Señoras y Señores: Es necesario que en el panorama económico internacional se imponga un ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas "para la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario" (art. 1,3), no puede ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza - que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y miseria - debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar al otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir en las concretas circunstancias económicas y políticas; nuestro compromiso con la creatividad, que es una característica de la persona humana y que hace posible la riqueza de las naciones.

Las Naciones Unidas y el futuro de la libertad

48 14. Ante estos enormes desafíos, ¿cómo no reconocer el papel que corresponde a la Organización de las Naciones Unidas? A cincuenta años de su institución, se ve aún más su necesidad, pero se ve aún mejor, conforme a la experiencia realizada, que la eficacia de este máximo instrumento de síntesis y coordinación de la vida internacional depende de la cultura y de la ética internacional en la que se basa y que expresa. Es necesario que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una "familia de naciones". El concepto de "familia" evoca inmediatamente algo que va más allá de las simples relaciones funcionales o de la mera convergencia de intereses. La familia es, por su naturaleza, una comunidad fundada en la confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el respeto sincero. En una auténtica familia no existe el dominio de los fuertes; al contrario, los miembros más débiles son, precisamente por su debilidad, doblemente acogidos y ayudados.

Son éstos, trasladados al nivel de la "familia de las naciones", los sentimientos que deben construir, antes aún del mero derecho, las relaciones entre los pueblos. La ONU tiene el cometido histórico, quizás epocal, de favorecer este salto de cualidad de la vida internacional, no sólo actuando como centro de mediación eficaz para la solución de los conflictos, sino también promoviendo aquellas actitudes, valores e iniciativas concretas de solidaridad que sean capaces de elevar las relaciones entre las naciones desde el nivel "organizativo" al, por así decir, "orgánico"; desde la simple "existencia con" a la "existencia para" los otros, en un fecundo intercambio de dones, ventajoso sobre todo para las naciones más débiles, pero en definitiva favorecedor de bienestar para todos.

15. Sólo con esta condición se superarán no únicamente las "guerras combatidas", sino también las "guerras frías"; no sólo la igualdad de derecho entre todos los pueblos, sino también su activa participación en la construcción de un futuro mejor; no sólo el respeto de cada una de las identidades culturales, sino su plena valorización, como riqueza común del patrimonio cultural de la humanidad. ¿No es quizás éste el ideal propuesto por la Carta de las Naciones Unidas, cuando pone como fundamento de la Organización "el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros" (art. 2,1), o cuando la compromete a "fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos" (art. 1,2)? Es ésta la vía maestra que debe ser recorrida hasta el fondo, incluso con oportunas modificaciones si fuera necesario, del modelo operativo de las Naciones Unidas, para tener en cuenta todo lo que ha sucedido en este medio siglo, con el asomarse de tantos nuevos pueblos a la experiencia de la libertad en la legítima aspiración a "ser" y a "contar" más.

Que todo esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la hipoteca paralizante del cinismo. Nos invita a esto precisamente el aniversario que estamos celebrando, proponiéndonos de nuevo, con la idea de las "naciones unidas", una idea que habla elocuentemente de mutua confianza, de seguridad y solidaridad. Inspirados por el ejemplo de cuantos han asumido el riesgo de la libertad, ¿podríamos nosotros no acoger también el riesgo de la solidaridad, y por tanto el riesgo de la paz?

Más allá del miedo: la civilización del amor

16. Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el período que llamamos la "modernidad" con una segura afirmación de la propia "madurez" y "autonomía", se aproxima al final del siglo veinte con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro. En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear. Aquel peligro, gracias a Dios, parece haberse alejado - y es necesario alejar con firmeza, a nivel universal, todo lo que lo pueda volver a acercar, si no reactivar -, pero permanece sin embargo el miedo por el futuro y del futuro.

Para que el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde "el hombre está solo con Dios" (Cons. past. Gaudium et spes
GS 16), y por eso mismo intuye que ¡no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador!

Esperanza y confianza podrían parecer argumentos que van más allá de los fines de las Naciones Unidas. En realidad no es así, porque las acciones políticas de las naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra Organización, siempre tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana, y no podrían ignorarla sin perjudicar a la causa del hombre y de la libertad humana. Todo lo que empequeñece al hombre daña la causa de la libertad. Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el espíritu humano.

17. Como cristiano, además, no puedo no testimoniar que mi esperanza y mi confianza se fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los dos mil años al alba del nuevo milenio. Nosotros, los cristianos, creemos que en su Muerte y Resurrección han sido plenamente revelados el amor de Dios y su solicitud por toda la creación. Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza cristiana respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. La fe en Cristo no nos empuja a la intolerancia, al contrario, nos obliga a mantener con los demás hombres un diálogo respetuoso. El amor por Cristo no nos aparta del interés por los demás, sino más bien nos invita a preocuparnos por ellos, sin excluir a nadie y privilegiando si acaso a los más débiles y los que sufren. Por tanto, mientras nos acercamos al bimilenario del nacimiento de Cristo, la Iglesia no pide mas que poder proponer respetuosamente este mensaje de la salvación, y promover con espíritu de caridad y servicio, la solidaridad de toda la familia humana.

Señoras y Señores: Estoy ante Ustedes, al igual que mi predecesor el Papa Pablo VI hace exactamente treinta años, no como uno que tiene poder temporal - son palabras suyas - ni como un líder religioso que invoca especiales privilegios para su comunidad. Estoy aquí ante Ustedes como un testigo: testigo de la dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de que el destino de cada nación está en las manos de la Providencia misericordiosa.

18. Debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podremos vencerlo del todo si no es juntos. La "respuesta" a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la imposición de un único "modelo" social al mundo entero. La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el "alma" de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad oblativas.

49 No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a "imagen y semejanza" de Aquél que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano.










Discursos 1995 37