Discursos 1994 21

21 En esa perspectiva se colocan, por tanto, las actividades de vuestra asociación encaminadas a apoyar la misión formativa de los padres y de los mismos profesores. En efecto, la escuela católica está llamada a ser una comunidad viva dentro de la cual se transmitan los valores de fidelidad a Cristo, verdad del hombre, que pueden dar esperanza y sentido a la vida humana.

Amadísimos hermanos, a la vez que os agradezco el bien que realizáis con tanta generosidad, os deseo que todos vosotros prosigáis cada vez con mayor entusiasmo, disponibilidad y generosidad, el camino emprendido al servicio de las familias, de la escuela y de la sociedad. Con ese fin invoco la ayuda de Dios y la intercesión de María, Sede de la sabiduría, mientras con gusto imparto de corazón a cada uno de vosotros, y a vuestras familias, la propiciadora bendición apostólica.
Marzo de 1994

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GUATEMALA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 4 de marzo de 1994



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Sed bienvenidos a este encuentro colegial, que es para mí motivo de profunda alegría, y con el que culmina vuestra visita “ad Limina Apostolorum”, la cual –en palabras del Concilio Vaticano II– es signo de comunión con la Sede Apostólica, en continuidad con la “disciplina más antigua, según la cual los Obispos de todo el mundo estaban relacionados entre sí y con el Obispo de Roma con vínculos de unidad, de caridad y de paz” (Lumen gentium LG 22). Se trata, además, de una peregrinación a los orígenes de la Iglesia para venerar las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo como expresión de inquebrantable unidad en el amor de Cristo, el Pastor supremo (cf 1P 5,4).

En vosotros saludo a las Iglesias particulares de Guatemala confiadas a vuestro cuidado pastoral y, de modo especial, a cuantos comparten con vosotros de manera más directa la misión de la evangelización: sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, catequistas y laicos comprometidos. A todos los queridos hijos de Guatemala les aseguro mi recuerdo constante en la plegaria a la vez que formulo fervientes votos para que el Señor haga muy fecunda su labor apostólica en el marco de la nueva evangelización.

2. En vuestro documento colectivo “500 años sembrando el Evangelio” afirmáis: “En esta hora privilegiada de la historia asumimos con un renovado entusiasmo el proyecto de la nueva evangelización e invitamos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a construir una sociedad más justa, humana, fraterna y democrática” (Documento colectivo: «500 años sembrando el Evangelio», Introd.). Como señalé en el Discurso inaugural de la IV “Conferencia General del Episcopado Latinoamericano”, en Santo Domingo, “en verdad, la llamada a la nueva evangelización es ante todo una llamada a la conversión. En efecto, mediante el testimonio de una Iglesia cada vez más fiel a su identidad y más viva en todas sus manifestaciones, los hombres y los pueblos de América Latina, y de todo el mundo, podrán seguir encontrando a Jesucristo, y en Él la verdad de su vocación y su esperanza, el camino hacia una humanidad mejor”. La nueva evangelización deberá preservar, pues, las riquezas espirituales de vuestro pueblo y favorecer en todos una conversión cada vez más coherente con el Evangelio; ella ha de llevar a todos los fieles a penetrar cada vez más en el misterio de Cristo.

3. “El misterio de Cristo en su integridad” (Christus Dominus CD 12), queridos Hermanos, debe ser en todo momento el punto central de vuestra acción evangelizadora. Las grandes verdades de la fe, que la liturgia nos recuerda cíclicamente, deben ser propuestas al pueblo cristiano de forma viva, actual y atractiva para suscitar una mayor participación personal y comunitaria, y corroborar así la adhesión firme a los misterios que se celebran. Cuando el Obispo ofrece el sacrificio eucarístico y celebra los sacramentos, transmite aquello que él mismo ha recibido de la tradición que viene del Señor (cf. 1Co 1Co 11,25) y de esa forma edifica la Iglesia. Es, pues, necesario que tales celebraciones ocupen un lugar prioritario en la acción pastoral y en la vida de los fieles. Mediante la proclamación de la Palabra, la administración de los Sacramentos y demás medios de santificación se verá robustecida la acendrada religiosidad del pueblo guatemalteco y será la mejor garantía para afrontar los graves retos que hoy se presentan a la Iglesia y a la misma sociedad. Hago fervientes votos para que la celebración del IV Centenario del Santo Cristo de Esquipulas, que tendrá lugar el año próximo, sea ocasión propicia para una profunda renovación espiritual, basada en una participación más activa y consciente en la vida litúrgica y sacramental, e impulse en las diócesis y parroquias, en la comunidades y movimientos apostólicos, un vigoroso dinamismo en las tareas de la nueva evangelización.

Vosotros, como “verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores” (Christus Dominus CD 2), habéis sido puestos por Dios para enseñar con autoridad la verdad revelada, lo cual conlleva la función de vigilancia para prevenir los errores. Por ello, os recuerdo encarecidamente que en el ejercicio de vuestra misión magisterial realicéis también un sereno y genuino discernimiento doctrinal y práctico que ilumine y guíe a los agentes de pastoral y a todos los fieles. Una reflexión teológica que distorsionara la Palabra de Dios con arbitrarios reduccionismos y relecturas subjetivas no podría ser aceptada por la Iglesia, aunque con ello se pretendiera denunciar la injusticia, pues “el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y ésta no puede prescindir de aquel, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta” (Sollicitudo rei socialis SRS 41).

4. Mirando a la realidad de vuestro país con los ojos de la fe, habéis reiterado incansablemente la necesidad de reconciliación y perdón, en un esfuerzo común por lograr, mediante el diálogo y los medios pacíficos, la superación del enfrentamiento armado y los persistentes antagonismos, desequilibrios e intereses contrapuestos, que obstaculizan el proceso de paz.

22 La causa de la justicia y de la paz es plenamente asumida por la Iglesia en su servicio al hombre, particularmente el más necesitado. Una causa integrada en su doctrina social “para favorecer tanto el planteamiento correcto de los problemas, como de sus soluciones mejores” a fin de lograr un desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana” (Sollicitudo rei socialis SRS 41). Ser sembradores de justicia y de paz significa defender y difundir sus postulados a todos los niveles y, a la vez, señalar sus violaciones como algo contrario al Evangelio y a la dignidad de la persona. Por eso, los objetivos de la justicia y de la paz, no sólo exigen combatir las estructuras que se le oponen, sino también el pecado personal, sobre todo el egoísmo, que está en la base de las confrontaciones y de las estructuras injustas.

“Todo el que no obra la justicia –nos dice san Juan– no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano” (1Jn 3,10). Sembrar la justicia es, para el cristiano, sacar de la propia fe y de los principios del Evangelio la fuerza e inspiración para cambiar las situaciones concretas con métodos evangélicos, es decir, mediante el diálogo, la solidaridad, el amor. Por ello es siempre reprobable el recurso a la violencia y al odio como medios para conseguir una meta de pretendida justicia.

En este marco adquiere especial relieve la mencionada Carta pastoral colectiva, con la que habéis hecho un apremiante llamado en favor de un sector de vuestro pueblo, particularmente afligido por la pobreza y el abandono: los indígenas. Conozco la solicitud pastoral con que habéis asumido la misión de hacer cada vez más presente a Jesucristo en medio de las comunidades indígenas, que representan más de la mitad de la población guatemalteca. La Iglesia no puede quedar en silencio ni pasiva ante la marginación de muchos de estos hermanos nuestros; por eso, los acompaña, siguiendo en todo momento los criterios de paz y amor del Evangelio, en especial cuando se trata de defender los legítimos derechos a sus propiedades, al trabajo, a la educación y a la participación en la vida pública del país. Motivo de consuelo es comprobar que numerosos refugiados retornan a Guatemala y, aunque no sin dificultades, se están reintegrando en la vida ciudadana. Llevadles, pues, el saludo y la bendición del Papa, especialmente a cuantos sufren todavía la separación de su propia tierra y de sus seres queridos.

5. Motivo de particular preocupación, en vuestra solicitud de Pastores, es el avance de las sectas, que siembran confusión entre los fieles y deforman el contenido del mensaje evangélico. Es cierto que las persistentes campañas proselitistas de movimientos y grupos “pseudo-espirituales” –como los define el documento de Puebla (Puebla, 628)– buscan, ante todo, resquebrajar la unidad católica de vuestro pueblo. Como señalé en el Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, “ al preocupante fenómeno de las sectas hay que responder con una acción pastoral que ponga en el centro de todo a la persona, su dimensión comunitaria y su anhelo de una relación personal con Dios. Es un hecho que allí donde la presencia de la Iglesia es dinámica, como es el caso de las parroquias en las que se imparte una asidua formación en la Palabra de Dios, donde existe una liturgia activa y participada, una sólida piedad mariana, una efectiva solidaridad en el campo social, una marcada solicitud pastoral por la familia, los jóvenes y los enfermos, vemos que las sectas o los movimientos para–religiosos no logran instalarse o avanzar (Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, n. 12, Santo Domingo, 12 de octubre de 1992).

6. En este “Año de la Familia”, quiero dirigir, por vuestro medio, un especial mensaje de aliento y esperanza a las queridas familias guatemaltecas. A ellas, que son los santuarios del amor y de la vida (Centesimus annus CA 39) les exhorto a ser verdaderas “iglesias domésticas”, lugar de encuentro con Dios, centro de irradiación de la fe, escuela de vida cristiana. Como he puesto de relieve en la reciente Carta que he dirigido a las Familias del mundo, “la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor” (Gratissiman sanae, 13). “El futuro de la humanidad se fragua en la familia; por consiguiente, es indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la familia” (Familiaris consortio, concl.).

Son bien conocidos los problemas que en nuestros días acechan al matrimonio y a la institución familiar: divorcio, aborto, campañas antinatalistas –en contraposición a la verdadera paternidad responsable (cf. Gaudium et spes GS 50-51)– uniones consensuales libres, deterioro de los principios éticos y morales. Por eso, es necesario presentar con autenticidad el ideal de la familia cristiana, basado en la unidad y fidelidad de los cónyuges, abierto a la fecundidad, guiado e iluminado por el amor. Exhorto, pues, a todos a no desistir en la defensa de la dignidad de toda vida humana, en la indisolubilidad del matrimonio, en la fidelidad del amor conyugal, en la educación de los niños y de los jóvenes según los principios cristianos, frente a ideologías ciegas que niegan la transcendencia y a las que la historia reciente ha descalificado al mostrar su verdadero rostro. Que en el seno de los hogares cristianos, los jóvenes, que son la gran fuerza y esperanza de un pueblo, puedan descubrir ideales altos y nobles que satisfagan las ansias de sus corazones y les aparte de la tentación de una cultura insolidaria y sin horizontes que conduce irremediablemente al vacío y al desaliento.

7. Amados hermanos, doy fervientes gracias a Dios por haberme permitido compartir con vosotros la solicitud pastoral que anima vuestro ministerio para bien de la Iglesia en Guatemala. Os aseguro mi oración y mi participación espiritual en vuestros trabajos apostólicos. Ya sabéis que para lograr el mejor resultado en vuestra labor evangelizadora, es sumamente importante caminar unidos, intensificando entre vosotros, los Pastores, la comunión de voluntades y propósitos que ya os anima. La unidad entre los Obispos es garantía de eficacia apostólica y testimonio de fidelidad a la voluntad de Cristo, que ruega insistentemente “para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unidad –afectiva y efectiva– entre los Obispos de una misma Nación es hoy más necesaria que nunca, particularmente teniendo en cuenta los apremiantes desafíos con que habéis de enfrentaros. Esta constante unidad, querida por Cristo, no se fundamenta en simples motivaciones humanas sino que nace de la común exigencia de ser dignos Pastores de la Iglesia de Dios, y que debe manifestarse también en vuestra actuación colegial. Cada Obispo tiene, ciertamente, su propia experiencia pastoral y puede considerar un problema determinado desde un punto de vista distinto. Sin embargo, ante los retos de la hora presente, “la caridad de Cristo nos apremia” (2Co 5,14) a buscar siempre lo que nos une, dando así testimonio de una labor apostólica unitaria para la construcción del Reino de Dios y para la edificación espiritual de la propia comunidad diocesana. Por lo que se refiere a la colegialidad, el Vaticano II nos recuerda que “sobre todo en nuestros días, los Obispos a menudo no pueden desempeñar su función adecuada y eficazmente si no realizan su trabajo de mutuo acuerdo y con mayor coordinación, en unión cada vez más estrecha con otros Obispos” (Christus Dominus CD 37). El mismo espíritu de comunión y colaboración ha de existir y crecer también entre vosotros y los presbíteros, a los que se les ha confiado la tarea diaria de guiar al pueblo cristiano. Acompañadlos con afecto paternal y confianza. Compartid con ellos sus problemas y sus anhelos apostólicos.

Antes de concluir deseo agradeceros vivamente vuestra entrega pastoral en fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo. Ya han pasado diez años desde mi visita pastoral a Guatemala, país del que conservo entrañables recuerdos y por el cual siento profundo afecto. Todavía recibo cartas de vuestros fieles en las que evocan los inolvidables encuentros de aquellos días. Permitidme hoy que reitere la exhortación a amar a la Iglesia, que dirigí durante la celebración eucarística en el Campo de Marte, donde se congregó la mayor asamblea de personas hasta entonces conocida en Centroamérica: “A esta Iglesia debéis amar siempre; a ella, que con el esfuerzo de sus mejores hijos tanto contribuyó a forjar vuestra personalidad y libertad; que ha estado presente en los acontecimientos más gloriosos de vuestra historia; que ha estado y sigue estando a vuestro lado, cuando la suerte os sonríe o el dolor os abruma; que ha tratado de disipar la ignorancia, proyectando sobre la mente y el corazón de sus hijos la luz de la educación desde sus escuelas, colegios y universidades; que ha alzado y sigue alzando su voz para condenar injusticias, para denunciar atropellos, sobre todo contra los más pobres y humildes; no en nombre de ideologías –sean del signo que fueren– sino en nombre de Jesucristo, de su Evangelio, de su mensaje de amor y de paz, de justicia, verdad y libertad” (Celebración de la Palabra en el Campo de Marte, n. 4, 7 de marzo de 1983).

8. Que el Espíritu Santo, que se nos infundió de modo particular con la ordenación episcopal, os haga cada vez más fieles y audaces para anunciar la esperanza de la salvación mediante la palabra de verdad y para reunir a los fieles de vuestras diócesis en una auténtica comunión de vida eclesial. Que la Santísima Virgen, que es vida, dulzura y esperanza nuestra, os obtenga de su divino Hijo, Príncipe de la Paz, el anhelado don de la paz, que ponga fin a los enfrentamientos y haga reinar en todos los corazones sentimientos de solidaridad y amor cristiano.

Con estos deseos, os imparto la Bendición Apostólica, que extiendo complacido a los sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas y a todos los amadísimos hijos de vuestras Iglesias particulares.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN EL XIV CONGRESO MUNDIAL

DE LA OFICINA INTERNACIONAL DE ENSEÑANZA CATÓLICA


Sábado 5 de marzo de 1994


Señor presidente;
23 señor secretario general;
queridos amigos:

1. Me alegra acogeros a vosotros, que participáis en el décimo cuarto congreso mundial de la Oficina internacional de enseñanza católica sobre el tema: La escuela católica al servicio de todos. Vuestra presencia en Roma manifiesta una preocupación constante por cumplir vuestra misión educativa con el espíritu del Evangelio y según las enseñanzas del Magisterio, así como el deseo de reforzar sin cesar los vínculos que os unen con la Santa Sede. Dirijo un saludo particular a vuestro presidente, monseñor Angelo Innocent Fernandes, y a vuestro secretario general, el padre Andrés Delgado Hernández, a los que agradezco vivamente el trabajo realizado con dinamismo y entrega, continuando la línea del hermano Paulus Adams, fallecido recientemente y a quien encomendamos al Señor. No quiero olvidar a los fundadores de vuestra asociación, especialmente a monseñor Michel Descamps, que se entregó durante muchos años al servicio de la enseñanza católica.

2. En nombre de toda la Iglesia desea expresaros mi más viva y profunda gratitud por vuestra labor y, a través de vosotros, a todos los que trabajan en el ámbito de la enseñanza católica en todos los continentes. Vuestro boletín atestigua el impulso misionero que anima la comunidad educativa católica. Aprecio, asimismo, vuestra adhesión y fidelidad al seguir las orientaciones dadas por la Iglesia en materia de educación y formación. En efecto, los diferentes documentos del Magisterio sobre la educación y especialmente después del Concilio, son para vosotros fuente importante de inspiración.

Desempeñáis una de las misiones esenciales de toda la Iglesia: educar a los jóvenes para conducirlos, a través de las diferentes etapas de su desarrollo, hasta la madurez humana y cristiana. San Juan Crisóstomo resumía esta tarea en dos reglas inseparables: «Todos los días interesaos por los jóvenes» y «preparad atletas para Cristo» (Sobre la educación de los niños, nn. 22 y 19).

3. Como recuerda el tema de vuestro congreso, tenéis el deseo legítimo de lograr que todos los jóvenes, independientemente de sus convicciones religiosas y de su raza, reciban la educación específica a la que tienen derecho, también en virtud de su dignidad personal (cf. concilio Vaticano II, Declaración sobre la educación cristiana, Gravissimum educationis
GE 1). Según el principio de subsidiariedad, que la Iglesia comparte plenamente (cf. Carta a las familias, 16), los padres han de poder elegir la escuela, pública o privada, a la que desean confiar a sus hijos. Corresponde a los gobiernos, que tienen la grave tarea de organizar el sistema educativo, hacer posible de manera concreta el ejercicio de esta libertad.

Vosotros tratad de conseguir que el largo período de formación de los jóvenes sirva para el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres, evitando una visión elitista de la escuela católica, porque está llamada a brindar a cada uno las oportunidades necesarias para la construcción de su personalidad, de su vida moral y espiritual, así como para su inserción en la sociedad. Esta perspectiva se basa en los principios evangélicos que orientan vuestra acción de educadores. La atención de la escuela católica a los que no tienen siempre los medios para recibir la educación a la que pueden aspirar, es también una manifestación de la misión materna de la Iglesia. Quienes disponen de escasos medios económicos, carecen de asistencia, no tienen fe o no tienen familia, han de ser considerados beneficiarios privilegiados de la enseñanza católica (cf. Gravissimum educationis GE 8).

4. La escuela católica no puede contentarse con dar una formación intelectual a las jóvenes generaciones. En efecto, la institución escolar es para todos, tanto profesores como alumnos, un lugar acogedor, una gran familia educativa (cf. Carta a las familias, 16), en la que a cada joven se le respeta más allá de sus capacidades y de sus posibilidades intelectuales, que no pueden considerarse como las únicas riquezas de su persona. Ésta es la condición esencial para que los talentos de cada uno puedan desarrollarse. En efecto, la escuela católica tiene la misión primordial de formar hombres y mujeres que, en el mundo del mañana, puedan dar lo mejor de sí mismos para el bien de la sociedad y de la Iglesia. Las diferentes instituciones escolares católicas no deben perder nunca de vista la tarea específica que les corresponde. Además de la necesidad de ofrecer una enseñanza de calidad, los profesores y educadores deben dedicarse también a formar en los valores morales y espirituales, esenciales para toda existencia humana, y a testimoniar ellos mismos a Cristo, fuente y centro de toda vida. Se deben preocupar siempre por dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1P 1P 3,15). La formación de la inteligencia debe ir acompañada necesariamente por la formación de la conciencia y el desarrollo de la vida moral, mediante la práctica de las virtudes, así como por el aprendizaje de la vida social y la apertura al mundo. Esta educación integral del hombre, que resulta indispensable, es el camino que lleva al desarrollo y a la promoción de la persona y de los pueblos, a la solidaridad y la comprensión fraterna, y a Cristo y la Iglesia (cf. Redemptor hominis RH 14).

En la sociedad moderna, la educación en los valores representa, sin duda alguna, el desafío más importante para la totalidad de la comunidad educativa que formáis. No se puede transmitir una cultura sin transmitir, al mismo tiempo, lo que constituye su fundamento y su núcleo más profundo, a saber, la verdad y la dignidad, reveladas por Cristo, de la vida y de la persona humana, que encuentra en Dios su origen y su fin. De este modo, los jóvenes descubrirán el sentido profundo de su vida y podrán conservar la esperanza.

5. Vuestra larga tradición y vuestra gran experiencia como formadores os permiten ocupar un sitio de honor en el mundo internacional de la educación; es la ocasión de hacer escuchar la voz de la Iglesia, cuya principal solicitud es el desarrollo integral de la persona, y no la rentabilidad de la persona en un sistema político y económico, tal como la sociedad actual se siente tentada de pensar y poner en práctica. Así pues, con gusto os invito a proseguir y a intensificar las diferentes formas posibles de colaboración con las Conferencias episcopales, para que vuestra misión se integre plenamente en las actividades pastorales que realizan los pastores, así como vuestra cooperación con las organizaciones internacionales y las diferentes asociaciones continentales y nacionales, que están al servicio de la promoción de la enseñanza y la formación de la juventud. También los gobernantes de las naciones solicitan vuestra presencia, para que las preocupaciones de la Iglesia en materia de formación, educación y respeto de los valores morales se tengan cada vez más en cuenta, especialmente en los períodos en que los programas de enseñanza se revisan y se adaptan a las nuevas normas científicas. Algunos países tienen hoy mayor necesidad de vuestra ayuda. Me refiero a los países del tercer mundo, en los que se desarrollan programas de alfabetización y educación básica, así como a los países del Este y los países que están en guerra. La reorganización del sistema educativo es una de las formas privilegiadas para la reconstrucción nacional y la participación en la vida internacional.

6. Al terminar nuestro encuentro, quisiera aseguraros mi apoyo, mi confianza y mi oración por la obra incansable que vuestra organización lleva a cabo. Espero que, al final de vuestros trabajos, os marchéis confortados, a fin de proseguir vuestra misión educativa. Encomendándoos a la intercesión de san Juan Bosco, apóstol de la juventud, os imparto de todo corazón mi bendición apostólica, que extiendo complacido a todos los miembros de la Oficina internacional de enseñanza católica y a sus familias, así como a los jóvenes, beneficiarios de vuestras constantes preocupaciones.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE PUERTO RICO

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


24

Lunes 14 de marzo de 1994



Queridos hermanos en el episcopado:

1. El Señor nos concede hoy la gracia de este encuentro, testimonio elocuente de vuestra unión con el Sucesor de Pedro, mediante la cual se fortalecen los vínculos de la caridad en el ministerio pastoral, continuación de la misión encomendada por el mismo Cristo a los Apóstoles. En estos momentos de viva comunión, sentimos también la cercanía de vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y demás colaboradores en la tarea de cuidar “la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su propio Hijo” (Ac 20,28). Estas palabras de san Pablo describen en toda su grandeza la misión que nos ha sido confiada y nos hacen comprender el grado de solicitud con que, a ejemplo del Buen Pastor, hemos de entregarnos al cuidado de nuestras comunidades eclesiales.

La hora presente, queridos hermanos, es la hora del anuncio gozoso del Evangelio, la hora del renacimiento moral y espiritual. Los valores cristianos, que han configurado la historia de Puerto Rico, han de suscitar un renovado impulso en todos los hijos de la Iglesia católica para dar un testimonio diáfano de su fe, mediante una vida inspirada en los principios del Evangelio. Es el momento de llevar a cabo una intensa acción pastoral, que, con audacia apostólica, conduzca a la renovación de la vida interior de vuestras comunidades eclesiales y de toda la sociedad puertorriqueña.

2. Para ello, es indispensable la estrecha comunión afectiva y efectiva entre los Pastores del Pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II dice al respecto: “Los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de ser siempre conscientes de que están unidos entre sí y mostrar su solicitud por todas las Iglesias. En efecto, por institución divina y por imperativo de la función apostólica, cada uno junto con los otros Obispos es responsable de la Iglesia ”.(Christus Dominus CD 6). Esta unidad, que hoy tenéis que promover con particular intensidad y expresar de manera visible, es fuente de consuelo en el arduo ministerio que se os ha confiado y, a la vez, garantía y aliento para los fieles, que pueden ver vuestro servicio pastoral como nacido verdaderamente del Espíritu del Señor, que acompaña y dirige a su Iglesia en cada momento y en todas las coyunturas de la historia.

La colegialidad lleva consigo exigencias pastorales que, como Obispos, no podemos olvidar. En efecto, leemos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia: “Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles” (Lumen gentium LG 22). El Obispo es el principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia particular de la que es Pastor (cf. ib., 23), pero como miembro del Colegio Episcopal debe actuar solidariamente con sus hermanos, sobre todo dentro del ámbito de un mismo país. El afecto colegial es el alma de la colaboración entre los Obispos y presupuesto indispensable para la eficacia apostólica.

3. Comunión y ministerio son dos grandes aspectos de la unidad de la Iglesia, de la que somos servidores y custodios. Comprender la Iglesia como comunión es penetrar mejor en el corazón de su misterio y en la identidad de la misión como Obispos, llamados a proclamar que esta comunión nuestra es “con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1Jn 1,3).

El Obispo para hacer presente a Cristo, Buen Pastor, recibe en la ordenación episcopal la plenitud del Espíritu Santo, de la cual brotan insondables riquezas, para que, mediante la Palabra y los sacramentos, pueda edificar la Iglesia, comunidad de salvación y lugar de encuentro con Dios.

Sin embargo, no hay que olvidar que la primera forma de evangelización es el testimonio (cf Redemptoris missio RMi 42-43). Por ello, la santidad de vida es el don más precioso que podréis ofrecer a vuestras comunidades y el camino de verdadera renovación, que el Concilio ha pedido aportar a la Iglesia. Sed, pues, “modelos” para vuestra grey, como exhorta san Pedro (cf 1P 5,3): “en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la fe, en la pureza de vida”, como recomienda san Pablo a Timoteo (1Tm 4,12). Hoy más que nunca se os pide un testimonio evangélico personal. Ante todo, os lo pide Cristo, Buen Pastor y Cabeza de los Pastores, con su propio ejemplo de bondad, mansedumbre y caridad hasta dar la vida por sus ovejas como suprema manifestación del amor.

4. Sois bien conscientes de que la santidad es una exigencia de perenne actualidad. El hombre siente hoy una necesidad urgente de testigos de vida santa. De ello se hacían eco los Obispos de América Latina reunidos en la Conferencia de Santo Domingo al afirmar: “Hemos sentido que el Señor Jesús repetía el llamamiento a una vida santa (cf. Ef Ep 1,4) fundamento de toda nuestra acción misionera” (Documentum Sancti Dominici, n. 31). En efecto, el anuncio de la verdad de Cristo, “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1,24), tiene que ir respaldado por el testimonio de una vida fraguada en la oración y en el humilde servicio de amor a todos.

En esta exigencia de santidad y ejemplaridad personal, os encomiendo encarecidamente que –a imitación de Jesús, Maestro y amigo de los discípulos– prestéis una atención especial a vuestros sacerdotes. Ellos son los colaboradores inmediatos en el ministerio episcopal y deben ser los primeros destinatarios de vuestro cuidado pastoral. Procurad tratarlos con profunda amistad y fraternidad, ayudándoles a desempeñar con abnegación el ministerio que han recibido de Cristo en favor de los hombres. Y si alguno, por debilidad, no fuera fiel a sus compromisos sacerdotales o, lo que es peor, dejara de ser modelo y guía para los fieles a quienes tendría que edificar, deber vuestro es – con la actitud del Buen Pastor – amonestarlo con toda solicitud y amor, sabiendo que el bien de las almas, ley suprema de la Iglesia, debe ser el objetivo prioritario en vuestra tarea de apacentar el rebaño que Cristo ha adquirido con su sangre (cf Ac 20,28).

25 5. Los retos de la época actual requieren más que nunca sacerdotes virtuosos, formados en el espíritu de oración y sacrificio, con una sólida preparación en las ciencias eclesiásticas –cuya alma es la Sagrada Escritura (cf. Dei Verbum DV 24)–, con actitud de obediencia, entregados al servicio de Cristo y de la Iglesia mediante el ejercicio de la caridad. En efecto, el Concilio Vaticano II nos enseña que “la caridad pastoral brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero, de manera que el sacerdote se esfuerza por aplicarse a sí mismo lo que se realiza en el altar del sacrificio” (Presbyterorum ordinis PO 14). Por consiguiente, la primera y gran responsabilidad del sacerdote ante el pueblo fiel es la de ser irreprochable en su conducta personal, siguiendo a Cristo pobre, casto y obediente. Vuestro pueblo es muy consciente de la dignidad del sacerdote y en cada uno de ellos espera ver a un pastor ejemplar, entregado a su ministerio con la generosidad de quien se ha consagrado al Señor en una vida de celibato, para dedicarse por entero a la misión que se le ha confiado (Presbyterorum ordinis PO 16).

6. Es desde la plena configuración con Cristo como se entiende la legislación de la Iglesia latina –y también la de algunos ritos orientales– que exige a todos los sacerdotes el celibato. “Esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia” (Pastores dabo vobis PDV 35). El sacerdote ha de pedir insistentemente la gracia de vivir fielmente este gran don con que el Señor ha bendecido a su Iglesia. Es ésta una exhortación que, por medio vuestro, queridos Hermanos en el Episcopado, dirijo hoy a todos los sacerdotes de Puerto Rico, que colaboran con vosotros en las tareas de la nueva evangelización. Con vuestra palabra y vuestro ejemplo de entrega y santidad, ayudadles a ser en todo momento luz que ilumine y sal que dé sabor de virtudes cristianas a cuantos les rodean. Que su testimonio como sacerdotes sea siempre irreprochable, para que los necesitados de la luz de la fe acojan con gozo la palabra de salvación; para que los pobres y los más olvidados sientan la cercanía de la solidaridad fraterna y experimenten el amor de Cristo; para que los sin voz se sientan escuchados; para que los tratados injustamente hallen defensa y ayuda.

7. En esta misma perspectiva de vida sacerdotal, quisiera referirme a un tema que, para la Iglesia de nuestros días, es motivo de preocupación y de viva esperanza: el Seminario. En él se van forjando los candidatos al sacerdocio, de los cuales dependerá en gran medida el futuro de las Iglesias particulares. Por ello, habéis de prestar una especial solicitud para que el Seminario sea, ante todo, “una comunidad educativa en camino”, en la que se reviva “la experiencia formativa que el Señor dedicó a los doce” (Pastores dabo vobis PDV 60); una escuela de verdaderos pastores, en la que se imparta una formación integral a nivel espiritual, humano, intelectual y pastoral.

Todos sois conscientes de que el problema de los Seminarios va más allá del simple aumento numérico de los alumnos. En efecto, un elemento central de toda pastoral vocacional es el cuidadoso discernimiento en la aceptación de los llamados al sacerdocio y su solícito seguimiento durante el período de formación. Por lo cual, es de capital importancia la selección de los formadores y profesores de los Seminarios. A este propósito, la Congregación para la Educación Católica ha emanado recientemente el documento “ Directrices sobre la preparación de los formadores en los Seminarios ”, que ofrece criterios y líneas de acción en un campo de tanta importancia para la vida de la Iglesia. En efecto, por ser ésta una tarea de gran transcendencia para el presente y el futuro de vuestras diócesis, habéis de encomendarla a sacerdotes idóneos y de probada virtud. ¡Cómo no expresar viva gratitud a tantos formadores y profesores de Seminario, que, mediante su labor –a veces oculta y sacrificada– contribuyen día a día a formar de modo integral a los futuros sacerdotes!

8. Dedicad también lo mejor de vuestro tiempo y esfuerzo a promover la catequesis a todos los niveles, desde sus aspectos más íntimos de conversión personal a Dios, hasta el despliegue de la vida comunitaria, sacramental y apostólica. En esta labor de educación en la fe os animo a continuar en vuestra solicitud pastoral por los jóvenes, quienes, con frecuencia, encuentran dificultad para vivir su vocación cristiana con intensidad y coherencia en medio de una sociedad secularizada y debilitada en sus valores morales. Es preciso que cada joven descubra que Cristo es la verdad que nos hace libres (cf Jn 8,34); que Él es para todos “el camino, la verdad y la vida” (ib., 14, 6). Jesús también llama hoy a muchos de ellos: “Ven y sígueme” (Mt 19,21).

Ciertamente, una pastoral vocacional bien estructurada ha de prestar particular atención a las familias, en cuyo seno se fragua el futuro de la humanidad y de la misma Iglesia.

Como muestra de mi solicitud por esta célula primaria de la sociedad, he querido dirigir recientemente una “Carta a las Familias”, para que durante este año, dedicado especialmente a ellas, se profundice en la realidad de la institución familiar, poniendo de manifiesto los valores –hoy seriamente amenazados– de esta comunidad de vida y amor.

9. A este respecto, es motivo de gozo constatar la religiosidad de las familias puertorriqueñas, que esperan y necesitan vuestra guía doctrinal, para poder purificar así y consolidar en la verdad sus vivas creencias religiosas. Como señala acertadamente el “Documento de Santo Domingo”, “la religiosidad popular es una expresión privilegiada de la inculturación de la fe. No se trata sólo de expresiones religiosas sino también de valores, criterios, conductas y actitudes que nacen del dogma católico y constituyen la sabiduría de nuestro pueblo, formando su matriz cultural” (Documentum Sancti Dominici, n. 31).

No obstante, sabéis bien que, como “verdaderos y auténticos maestros de la fe” (Christus Dominus CD 2), es misión vuestra ofrecer rectos criterios a los fieles, de manera que brille siempre la verdad y la sana doctrina, y se eviten desviaciones que pueden sembrar confusión atentando a la pureza de la fe misma.

10. Al concluir este encuentro fraterno mis palabras quieren ser sobre todo un mensaje de viva esperanza, de aliento y estímulo para vosotros, en obediencia al mandato de Cristo de confirmar en la fe a los hermanos (cf Lc 22,32).

Con todo mi corazón quiero apoyaros en esta hermosa labor de dirigir e iluminar la vida del Pueblo de Dios. En estos momentos, dejadme tener también un recuerdo, lleno de afecto, para todos los miembros de vuestras Iglesias diocesanas: especialmente los sacerdotes, generosos colaboradores de vuestro ministerio, los religiosos y religiosas, los seminaristas y sus formadores, los catequistas y educadores, los padres y madres cristianos, todos los fieles que son testigos del Evangelio de Jesucristo en el campo y en la ciudad, en la universidad y en las fábricas, en la salud y en la enfermedad, en la cultura, en la política y en los diversos ámbitos de la vida social.

26 A todos imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.

Discursos 1994 21