Discursos 1994 26


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ASAMBLEA PLENARIA

DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA



Viernes 18 de marzo de 1994


: Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

1. Con alegría os acojo esta mañana, miembros, consultores y colaboradores del Consejo pontificio para la cultura, reunidos bajo la presidencia del cardenal Paul Poupard durante esta primera asamblea plenaria del dicasterio, tal como quedó constituido después de la unión de los anteriores Consejos pontificios para el diálogo con los no creyentes y para la cultura, según el motu proprio Inde a pontificatus, del 25 de marzo de 1993.

Sabéis bien que, desde comienzos de mi pontificado, he insistido en la gran importancia de las relaciones entre la Iglesia y la cultura. En la carta de fundación del Consejo pontificio para la cultura, recordé que «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Carta del 20 de mayo de 1982: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 19).

Una doble constatación se impone: la mayoría de los países de tradición cristiana tienen la experiencia de una grave ruptura entre el Evangelio y amplios sectores de la cultura, mientras que en las Iglesias jóvenes se plantea con agudeza el problema del encuentro del Evangelio con las culturas autóctonas. Esta situación indica ya la orientación de vuestra tarea: evangelizar las culturas e inculturar la fe. Permitidme explicitar ciertos puntos que me parecen particularmente importantes.

2. El fenómeno de la no-creencia, con sus consecuencias prácticas que son la secularización de la vida social y privada, la indiferencia religiosa o, incluso, el rechazo explícito de toda religión, sigue siendo uno de los temas prioritarios de vuestra reflexión y de vuestras preocupaciones pastorales: conviene buscar sus causas históricas, culturales, sociales e intelectuales y, al mismo tiempo, promover un diálogo respetuoso y abierto con los que no creen en Dios o no profesan ninguna religión; la organización de encuentros y de intercambios con ellos, como habéis hecho en el pasado, puede dar seguramente fruto.

3. La inculturación de la fe es la otra grande tarea de vuestro dicasterio. Los centros especializados de investigación podrían ayudar a su realización. Pero no hay que olvidarse de que «es un quehacer de todo el pueblo de Dios, no sólo de algunos expertos, porque se sabe que el pueblo refleja el auténtico sentido de la fe» (Redemptoris missio RMi 54). La Iglesia, mediante a un largo proceso de profundización, toma poco a poco conciencia de toda la riqueza del depósito de la fe a través de la vida del pueblo de Dios: en el proceso de la inculturación, se pasa de lo implícito vivido a lo explícito conocido. De manera análoga, la experiencia de los bautizados, que viven en el Espíritu Santo el misterio de Cristo, bajo la guía de sus pastores, los inducen a discernir progresivamente los elementos de las diversas culturas, compatibles con la fe católica y a renunciar a los otros. Esta lenta maduración requiere de mucha paciencia y sabiduría, una gran apertura de corazón, un sentido ya advertido por la Tradición y una gran audacia apostólica, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, de los Padres y de los Doctores de la Iglesia.

4. Al crear el Consejo pontificio para la cultura, he querido «dar a toda la Iglesia un impulso común en el encuentro, incesantemente renovado, del mensaje de salvación del Evangelio con la pluralidad de las culturas». Le confié también el mandato de «participar en las preocupaciones culturales que los dicasterios de la Santa Sede encuentran en su trabajo, de modo que se facilite la coordinación de sus tareas para la evangelización de las culturas, y se asegure la cooperación de las instituciones culturales de la Santa Sede» (Carta del 20 de mayo de 1982). En esta perspectiva, os he encomendado la misión de seguir y coordinar la actividad de las Academias pontificias, de acuerdo con sus objetivos propios y sus estatutos, y mantener contactos regulares con la Comisión pontificia para los bienes culturales de la Iglesia, "a fin de asegurar una sintonía de finalidades y una fecunda colaboración recíproca" (Motu proprio Inde a pontificatus, 25 de marzo de 1993; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de mayo de 1993, p. 5).

5. Para realizar mejor vuestra misión, estáis llamados a entablar relaciones más estrechas con las Conferencias episcopales y, especialmente, con las comisiones para la cultura, que deberían existir en el seno de todas las Conferencias, como habéis solicitado recientemente. Esas comisiones están llamadas a ser focos de promoción de la cultura cristiana en los diferentes países, y centros de diálogo con las culturas extrañas al cristianismo. Los organismos privilegiados de promoción de la cultura cristiana y de diálogo con los medios culturales no cristianos son, seguramente, los centros culturales católicos, numerosos en todo el mundo, cuya acción sostenéis y favorecéis la irradiación. A este respecto, el primer encuentro internacional que acabáis de organizar en Chantilly permite esperar de otros intercambios fructíferos.

27 6. En el mismo orden de ideas, colaboráis con las Organizaciones Internacionales católicas, especialmente aquellas que agrupan a los intelectuales, a los científicos y a los artistas, promoviendo "iniciativas adecuadas concernientes al diálogo entre la fe y las culturas, y el diálogo intercultural". (cf. Motu proprioInde a pontificatus, art. 3).

Además, seguís la política y la acción cultural de los gobiernos y de las Organizaciones internacionales, tales como la UNESCO, el Consejo de cooperación cultural del Consejo de Europa y otros organismos, preocupados de dar una dimensión plenamente humana a su política cultural.

7. Vuestra acción, directa o indirecta, en los ambientes donde se elaboran las grandes corrientes del pensamiento del tercer milenio, procura dar un nuevo impulso a la actividad de los cristianos en materia cultural, que tiene su puesto en el conjunto del mundo contemporáneo. En esta vasta empresa, tan urgente como necesaria, tenéis que dirigir un diálogo, que parece lleno de promesas, con los representantes de las corrientes agnósticas o con los no-creyentes, que se inspiran en antiguas civilizaciones o en planteamientos intelectuales mas recientes.

8. «El cristianismo es creador de cultura en su mismo fundamento», (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980). En el mundo cristiano, una cultura realmente prestigiosa se ha extendido a lo largo de los siglos, tanto en el campo de las letras y de la filosofía, como en el de las ciencias y de las artes. El sentido mismo de la belleza en la antigua Europa es ampliamente tributario de la cultura cristiana de sus pueblos, y su paisaje ha sido modelado a su imagen. El centro en torno al cual se ha construido esta cultura es el corazón de nuestra fe: el misterio eucarístico. Las catedrales al igual que las humildes iglesias de los campos, la música religiosa como la arquitectura, la escultura y la pintura, irradian el misterio del verum Corpus, natum de Maria Virgine, hacia el cual todo converge en un movimiento de admiración. Por lo que concierne a la música, recordaré con mucho gusto, éste año a Giovanni Pierluigi da Palestrina, con ocasión del cuarto centenario de su muerte. Parecería que en su arte, después de un período de confusión, la Iglesia vuelve a encontrar una voz pacifica por la contemplación del misterio eucarístico, como una serena respiración del alma que se sabe amada de Dios.

La cultura cristiana refleja admirablemente la relación del hombre con Dios, renovada en la Redención. Ella abre a la contemplación del Señor, verdadero Dios y verdadero hombre. Esta cultura se halla vivificada por el amor que Cristo derrama en los corazones (cf. Rm
Rm 5,5), y por la experiencia de los discípulos llamados a imitar a su Maestro. De tales fuentes han nacido una conciencia intensa del sentido de la existencia, una gran fuerza de carácter alegre en el corazón de las familias cristianas y una fina sensibilidad, antes desconocida. La gracia despierta, libera, purifica, ordena y dilata las potencias creativas del hombre. Y, si invita a la ascesis y a la renuncia, es para liberar el corazón, libertad eminentemente favorable tanto para la creación artística como para el pensamiento y la acción fundados en la verdad.

9. Así, en esta cultura, el influjo ejercido por los santos y las santas es determinante: por la luz que irradian, por su libertad interior y por la fuerza de su personalidad, marcan el pensamiento y la expresión artística de períodos enteros de nuestra historia. Basta recordar aquí a san Francisco de Asís: tenía un temperamento de poeta, algo que testimonian ampliamente sus palabras, sus actitudes y su sentido innato del gesto simbólico. Aunque se situó bien lejos de toda preocupación literaria, no es menos creador de una nueva cultura, en el campo del pensamiento y la expresión artística. San Buenaventura y Giotto no se habrían realizado sin él.

Es decir, queridos amigos, allí reside la verdadera exigencia de la cultura cristiana. Esta maravillosa creación del hombre sólo puede surgir de la contemplación del misterio de Cristo y de la escucha de su palabra, puesta en práctica con una total sinceridad y con un compromiso sin reservas, a ejemplo de la Virgen María. La fe libera el pensamiento y abre nuevos horizontes al lenguaje del arte poético y literario, a la filosofía y a la teología, así como a otras formas de creación propias del genio humano.

Es en la expansión y en la promoción de esta cultura que: unos son llamados mediante el diálogo con los no-creyentes: otros mediante la búsqueda de nuevas expresiones del ser cristiano, todos mediante una irradiación cultural más vigorosa de la Iglesia en este mundo en búsqueda de la belleza y de la verdad, de unidad y de amor.

Para cumplir vuestra tarea, así bella, así noble y así necesaria, os acompañe mi bendición apostólica, con mi afectuosa gratitud

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA XI ASAMBLEA PLENARIA

DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA


24 de marzo de 1994

: Venerables Hermanos en el Episcopado,
28 Queridos hermanos y hermanas,

1. Es para mí un motivo de gozo tener este encuentro con vosotros, Comité de Presidencia, así como Consultores y Miembros del Pontificio Consejo para la Familia, que celebráis la XI Asamblea Plenaria de vuestro Dicasterio precisamente en el Año de la Familia, con el que la Iglesia invita a todos los fieles a una reflexión espiritual y moral sobre esta realidad humana, fundamental en la vida de los hombres y de la sociedad.

Agradezco vivamente las amables palabras que el Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, Presidente del Dicasterio, ha tenido a bien dirigirme en nombre también de los demás Cardenales, Arzobispos, Obispos, Consultores y Miembros de este Pontificio Consejo. De modo especial, doy mi afectuosa bienvenida a los padres y madres de familia que participáis en esta Asamblea, junto con mi vivo agradecimiento por los esfuerzos que lleváis a cabo generosamente en vuestras respectivas Naciones, en favor de la institución familiar.

2. El tema central que habéis elegido para esta Asamblea Plenaria es: “ La mujer, esposa y madre, en la familia y en la sociedad en los umbrales del tercer milenio ”. Con ello queréis poner particularmente de relieve la figura de la mujer, en este Año dedicado especialmente a la Familia, y con vistas a la preparación de la IV “Conferencia mundial sobre la mujer”, que tendrá lugar el año próximo.

Sin olvidar el importante papel de la mujer en el seno de la sociedad y en el campo profesional, en vuestros trabajos os habéis propuesto como objeto de reflexión dos aspectos fundamentales y complementarios de su vocación: el de esposa y madre. Me es grato comprobar que, a tal propósito, os ha servido como punto de referencia la Carta Apostólica “ Mulieris Dignitatem ”, con la que quise rendir homenaje a la mujer, alentando, a la vez, cuanto contribuya a consolidar su dignidad y misión en la vida de la Iglesia y de la sociedad.

3. Fijarnos en el papel primordial de la mujer como esposa y madre es situarla en el corazón de la familia; una función insustituible que ha de ser apreciada y reconocida como tal, y que va unida a la especificidad misma de ser mujer. Ser esposa y madre son dos realidades complementarias en esa original comunión de vida y de amor que es el matrimonio, fundamento de la familia. Sobre la profunda significación de estas realidades he querido reflexionar, junto con las familias del mundo, en mi reciente Carta dirigida a ellas.

No faltan quienes ponen en tela de juicio la misión de la mujer en la célula básica de la sociedad, que es la familia. La Iglesia defiende, pues, con especial vigor a la mujer y su dignidad eminente. Cabe recordar de nuevo aquellas elocuentes palabras del Papa Pablo VI: “ En el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual en el Nuevo Testamento se da testimonio en no pocos de sus importantes aspectos ”. Yo mismo he querido poner de relieve que “ creando al hombre “ varón y mujer ”, Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer ”. Pues “ el hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal ”.

4. Se encuentran, además, en distintas partes, actitudes e intereses que inciden en una menor estima de la maternidad, si es que no le son adversas abiertamente, por considerarla perjudicial a las exigencias de la producción o del rendimiento competitivo en el seno de la sociedad industrial. Por otra parte, son innegables las dificultades que el trabajo de la mujer fuera del hogar comporta para la vida familiar, especialmente, por lo que se refiere al cuidado y educación de los hijos, sobre todo, los de tierna edad. Como he indicado con ocasión de la reciente festividad de san José: “ Hemos de dedicar particular atención al importantísimo trabajo desarrollado por las mujeres, por las madres en el seno de las familias... El legítimo deseo de contribuir con la propia capacidad al bien común en el contexto socioeconómico, llevan a la mujer, con frecuencia, a emprender una actividad profesional. Sin embargo, hay que evitar que la familia y la humanidad corran el riesgo de sufrir una pérdida que las empobrecería, pues la mujer no puede ser sustituida en la generación y educación de los hijos. Por tanto, las autoridades deberán proveer con leyes oportunas a la promoción profesional de la mujer y, al mismo tiempo, a la tutela de su vocación como madre y educadora ”.

Por otra parte, el trabajo de la mujer en el hogar ha de ser justamente estimado, también en su innegable valor social: “ Esta actividad... debe ser reconocida y valorizada al máximo ”. Es éste un campo en el cual los responsables de las instancias políticas, los legisladores, los empresarios deben presentar iniciativas aptas para responder adecuadamente a estas exigencias, como exhorta la Iglesia en su doctrina social. En la Encíclica “ Laborem Exercens ”, al hablar de las prestaciones sociales, quise referirme al salario familiar, presentándolo como “ un salario único dado al cabeza de la familia por su trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la familia, sin necesidad de hacer asumir a la esposa un trabajo retribuido fuera de casa... La verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre tiene un papel insustituible ”.

5. Por otra parte, la mujer tiene derecho al honor y al gozo de la maternidad, como un regalo de Dios, y, a su vez, los hijos tienen también el derecho a los cuidados y solicitud de quienes son sus progenitores, en particular de sus madres. Por ello, las políticas familiares han de tener en cuenta la situación económica de muchas familias que se ven condicionadas y limitadas gravemente para cumplir su misión. Como señalaba en la Exhortación Apostólica “ Familiaris Consortio ”, “ las autoridades públicas, convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable e irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a las familias todas aquellas ayudas – económicas, sociales, educativas, políticas, culturales – que necesitan para afrontar de modo humano todas sus responsabilidades ”.

El tema elegido para vuestra Asamblea Plenaria tiene ciertamente importantes incidencias pastorales: por ello, hago fervientes votos para que vuestros trabajos contribuyan a la promoción y defensa de la mujer, esposa y madre, y a la renovación y desarrollo de los valores de la familia, que es “ centro y corazón de la civilización del amor ”, como habéis proclamado en el Congreso de las Familias previo a nuestro encuentro.

29 6. Me complace saber que este Dicasterio está procediendo a compilar los aportes de las Conferencias Episcopales del mundo con el fin de elaborar un Directorio o guía para la preparación al matrimonio. En este marco de vuestras intensas actividades a lo largo del presente año, deseo, antes de concluir, manifestaros mi gozo y mi augurio por el Encuentro Mundial con las Familias que, Dios mediante, tendré el domingo 9 de octubre durante el Sínodo General de Obispos sobre la vida consagrada.

Ya en la proximidad de la Pascua, encomiendo al Todopoderoso vuestras personas y tareas en bien de la institución familiar. Que la Virgen de Nazareth, que llevó en su seno al Señor de la vida, os alcance la plenitud del Espíritu para que sean muy fecundos vuestros servicios a la Iglesia y a la sociedad actual. Con estos fervientes deseos, os acompaña mi oración y mi Bendición Apostólica.

IX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS JÓVENES DE ROMA COMO PREPARACIÓN


PARA LA IX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD



Sala Pablo VI


Jueves 24 de marzo de 1994




Con nuestro corazón aún nos encontramos en Denver. Se siente aquí ese clima americano, la última etapa de la Jornada mundial de la juventud. Pero también las etapas anteriores: la de Jasna Góra, la de Santiago de Compostela, la de Buenos Aires, incluso la de Roma, hace diez años. Diez años de camino. Se sienten estas etapas, pero sobre todo se siente la importancia de este año 1994: la gran oración por Italia y con Italia.

Entonces, me pregunto ahora junto con los jóvenes: ¿por qué debemos orar? Pienso que tal vez debemos orar por el dinero. Sí, por el dinero, para tener los medios para acudir a esa próxima etapa, Manila, en Filipinas. El viaje cuesta.

Y ciertamente los jóvenes tienen necesidad de dinero por muchos motivos: para vivir, para desarrollarse, para educarse, para prepararse a la vida madura, para vivir con honradez. Porque nosotros no queremos dinero obtenido de forma no honrada. Eso de ninguna manera. Queremos tener dinero ganado de forma honrada y gastarlo también de modo honrado. Por lo demás, así lo mostramos en Denver, porque se preveían y pensaban muchas cosas sobre nosotros: se preveía y se pensaba que los jóvenes serían tal vez ladrones o violentos. Pero a nuestros amigos americanos les dimos una sorpresa. Se habían preparado con muchas fuerzas, con grandes medios económicos. Pero los jóvenes no hicieron nada de lo que temían ellos: no robaron, no cometieron violencias; nada de eso; vencieron con la honradez.

Así, se ve cómo de la economía debemos pasar a la ética, pero a la ética no se llega, no se pasa sin una antropología, sin una visión del hombre. Y aquí quisiera hacer un poco de filosofía. Todos vosotros sois ya filósofos; incluso los muchachos de bachillerato saben ya quién fue Aristóteles. Así lo espero. Aristóteles fue aquel genio del pensamiento humano a quien debemos una gran herencia intelectual, filosófica. Para él, ¿qué era el hombre? Era un ser razonable, que tiene una finalidad. Y la finalidad del hombre es su perfección. Debe llegar a ese fin, a ser perfecto como hombre. No se puede objetar nada a esta visión de Aristóteles, porque también Jesús dijo en el sermón de la montaña que el Padre celestial es perfecto y vosotros debéis ser perfectos corno él. Pero, aunque en eso estamos de acuerdo con Aristóteles, es preciso corregir en algo su visión.

La corrección de esa visión llegó con Jesús, porque nos reveló al Padre, que mandó a su Hijo. Si el Padre mandó a su Hijo, a Jesús, eso significa que no es sólo un ser absoluto, perfecto en sí mismo, como modelo del hombre y de todas las criaturas, sino que es un misterio, es una relación, es un entregarse, un don. Así, con Jesús, se revela esta nueva visión antropológica: el hombre es verdaderamente el ser más perfecto entre todos los seres creados por Dios, pero este ser tan perfecto no se realiza si no es a través de la entrega sincera de sí mismo.

Esta es la sabiduría evangélica. Esta sabiduría del Evangelio se manifiesta, con las mismas palabras que he citado, en el concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo. Es una cita clásica, en la que hallamos realmente una síntesis de la antropología cristiana. La antropología cristiana no es sólo perfeccionista en el sentido aristotélico, sino que es relacionista, y esto quiere decir que el hombre se hace hombre a través de la entrega de sí mismo a los demás.

Y, naturalmente, ésta es la respuesta más profunda, divina, a la pregunta humana: ¿qué es el hombre? La respuesta divina puede ser falsificada por actitudes humanas, porque cuando se dice el hombre debe vivir para entregarse se puede interpretar esta fórmula de forma utilitarista, pensando que el hombre se hace más hombre cuando gana más, no cuando se entrega a sí mismo, sino cuando busca los demás bienes como dones para sí mismo. Y esta visión utilitarista se basa en una filosofía inmanentista, que comenzó con Descartes y se desarrolló mucho en la época moderna. Voy a dejar de hablar de estas filosofías, porque estoy convencido de que me dirijo a colegas, a filósofos, y todos saben ya lo que estoy diciendo.

Pasemos, pues, al segundo punto de esta consideración: ¿qué es el hombre? La reflexión antropológica se hace oración por Italia: que los italianos sepan entregarse a los demás; que no sean egocéntricos, que no sean egoístas, sino que se entreguen a los demás. Con su población, con su pueblo, Italia tiene una gran esperanza, un gran futuro, y ese futuro está, desde luego, en vuestras manos. Yo, hoy, con vosotros, jóvenes italianos, jóvenes romanos, pido para que sepáis entregaros a los demás, para que no seáis egocéntricos, para que no seáis egoístas, y para que así lo enseñéis a los demás. Saber entregarse a sí mismos es la segunda etapa de mi reflexión.

Pero esas palabras: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21) tienen también otro contenido: ser enviado quiere decir tener un mensaje, como Cristo. Recibir un mensaje para transmitir, y con este mensaje llegar a los demás para iluminarlos, para llevarlos a los verdaderos bienes, a los verdaderos valores, para construir una nueva vida con ellos: todo esto quiere decir ser enviados.

30 Y en este sentido Cristo dice a los Apóstoles y a nosotros: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Os hago mensajeros de mi salvación, mensajeros de la gracia, mensajeros del amor. Y éste es un gran bien.

Hoy oramos por Italia, especialmente con los jóvenes italianos y con los jóvenes romanos. Pedimos que los italianos, y especialmente la nueva generación, los jóvenes, sean personas que tengan conciencia de la misión, que sepan que han sido enviados, que tienen un mensaje, una misión. Sin esta conciencia no se vive una vida humana plena. Se debe poder ofrecer algo a los demás, se les debe llevar un mensaje de verdad, de bien, de belleza para hacerlos felices.

La tercera oración por los italianos, especialmente por los jóvenes y con los jóvenes, es ésta: que los italianos, y especialmente la nueva generación, tengan esta conciencia de la misión, que no vivan sin ella.

Las misiones son diversas. Puede haber misioneros que van a países lejanos, pero puede haber misiones y misioneros en la propia parroquia, en la propia familia. Misión es ser religiosa contemplativa carmelita; misión es ser religiosa activa, apostólica; misión es ser esposo o esposa, obrero o intelectual. Todo es misión; en las categorías de Cristo, todo es misión. Todos somos misioneros porque el mundo se nos ha dado como una tarea. Debemos construir este mundo; debemos hacer el bien de este mundo; debemos hacer de él el reino de Dios.

Estas son las tres oraciones por Italia, especialmente por los jóvenes de Italia. Las presento hoy a vosotros y a todos los italianos. Constituyen un ciclo, que comenzó con los obispos, prosiguió con el mundo del trabajo, y ahora llega a los jóvenes de Roma. Roma debe ser protagonista de esta oración por Italia.

Conviene decir también algunas palabras sobre santo Tomás. El evangelio de san Juan que leímos hoy nos habla de santo Tomás, una figura enigmática, porque todos vieron a Jesús resucitado, menos él, que dijo: si no veo, no creo; si no toco, no creo.

Conocemos muy bien a esta clase de personas; entre ellas también hay jóvenes. Son empíricos, fascinados por las ciencias en sentido estricto de la palabra, ciencias naturales y experimentales. Los conocemos; son muchos, y son de alabar porque este querer tocar, este querer ver indica la seriedad con que se afronta la realidad, el conocimiento de la realidad. Y, si en alguna ocasión Jesús se les aparece y les muestra sus heridas, sus manos, su costado, están dispuestos a decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

Creo que muchos de vuestros amigos, de vuestros coetáneos, tienen esa mentalidad empírica, científica; pero, si en alguna ocasión pudieran tocar a Jesús de cerca, ver su rostro, tocar el rostro de Cristo, si alguna vez pudieran tocar a Jesús, si lo ven en vosotros, dirán: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

Añado otro elemento, el último elemento de esta oración por Italia, especialmente por la clase intelectual, porque es muy escéptica, tienen sus reservas hacia la religión, tienen sus tradiciones iluministas; por eso, les hace falta esta experiencia de Tomás. Oremos para que hagan ellos esta experiencia de Tomás, el cual al final dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). ¡Gracias!

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DOMINICANA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 25 de marzo de 1994



Amadísimos hermanos en el episcopado:

31 1. Mi saludo a todos vosotros, en este encuentro colectivo con el que culmina vuestra visita “ad limina Apostolorum”, quiere expresar el profundo “afecto en la caridad” que une al Sucesor de Pedro con los Pastores de la Iglesia en la República Dominicana. Os deseo, con palabras del apóstol san Pablo, “gracia, misericordia y paz, de parte de Dios y de Cristo Jesús” (1Tm 1,2).

Al agradecer vivamente las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido el Señor Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, Arzobispo de Santo Domingo y Presidente de la Conferencia del Episcopado Dominicano, mi pensamiento, lleno de afecto, se dirige a las Iglesias particulares que el Señor ha puesto bajo vuestro cuidado y de las cuales sois portadores de sus problemas y dificultades, ilusiones y esperanzas.

2. En esta circunstancia viene a mi memoria la visita pastoral que hice a vuestra patria en octubre de 1992, con ocasión de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Con tan importante asamblea, de la que fuisteis pródigos anfitriones, se quiso conmemorar también el V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo. Por ello, Santo Domingo fue, más que nunca, Pórtico de las Américas, donde la gran familia eclesial latinoamericana se postró en acción de gracias a Dios por el don de la fe en Jesucristo, faro y guía del continente de la esperanza.

Fueron días de ricas vivencias espirituales y humanas, compartidas en intensas celebraciones litúrgicas, durante las cuales los fieles dominicanos supieron mostrar su acendrada religiosidad, piedad mariana y filial cercanía al Sucesor de Pedro. A todos ellos, que en tan gran manera contribuyeron a la solemne conmemoración de aquel histórico 12 de octubre de 1492, en que la Cruz de Cristo fue plantada en la bendita tierra americana, deseo hacer llegar una vez más, por vuestro medio, mi viva gratitud y profundo afecto.

3. Durante nuestros encuentros personales y a través de las relaciones quinquenales que habéis enviado, he podido apreciar la situación actual de vuestras diócesis, con sus luces y sombras. Ahora, en este encuentro colectivo, quisiera ofrecer algunas consideraciones que puedan servir de orientación para vuestros proyectos pastorales.

Nuestro tiempo –lo sabéis bien– se caracteriza por un proceso de cambios acelerados, que deja sentir sus efectos a todos los niveles, y que requiere por nuestra parte un esfuerzo generoso para hacer llegar al hombre de hoy el mensaje evangélico de salvación.

A este propósito, me complace saber que tenéis ya en avanzada fase de elaboración el II Plan Nacional de Pastoral con el que, a la luz de las Conclusiones de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, queréis dar un renovado impulso a la acción evangelizadora mediante oportunas directrices pastorales que lleven a una presencia viva de la Iglesia en los individuos, en las familias y en la sociedad. Uno de los frutos del precedente Plan Pastoral lo ha constituido el I Concilio Plenario, que tras arduo trabajo en el seno de las comunidades, de las parroquias y de las diócesis, está recogiendo las aspiraciones apostólicas de pastores y fieles en orden a la renovación en profundidad de la vida eclesial. Por otra parte, y para ofrecer una mejor atención pastoral a los fieles, ha sido erigida recientemente la provincia eclesiástica de Santiago de los Caballeros. De corazón pido a Dios que bendiga con abundantes frutos estas iniciativas con las que se busca poner en acto las mejores energías de vuestra Iglesia local para dar nuevo impulso a las tareas de la nueva evangelización.

4. “Jesucristo ayer, hoy y siempre” (cf He 13,8), lema de la Conferencia de Santo Domingo, ha de ser el centro focal de toda acción evangelizadora. Como señalé en aquella memorable circunstancia, «la nueva evangelización no consiste en un “nuevo evangelio”, que surgiría siempre de nosotros mismos, de nuestra cultura, de nuestro análisis de las necesidades del hombre. Por ello, no sería “evangelio”, sino mera invención humana y no habría en él salvación... No, la nueva evangelización no nace del deseo “de agradar a los hombres” o de “buscar su favor” (Ga 1,10), sino de la responsabilidad para con el don que Dios nos ha hecho en Cristo, en el que accedemos a la verdad sobre Dios y sobre el hombre, y a la posibilidad de la vida eterna» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, n. 6, 12 de octubre de 1992). La tarea primordial de la evangelización es, pues, presentar a Cristo Jesús como Redentor del hombre y de todos los hombres: de su vida personal y social, del ambiente familiar y profesional, del mundo del trabajo y de la cultura, en una palabra, de los diversos ámbitos en que se desarrolla la actividad de la persona.

“Es la persona del hombre la que hay que salvar –afirma el concilio Vaticano II–. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (Gaudium et spes GS 3). Desde vuestra misión, como “verdaderos y auténticos maestros en la fe” (Christus Dominus CD 2), estáis llamados a servir al hombre “en toda su verdad, en su plena dimensión” (Redemptor hominis RH 13). Los fieles, y también la sociedad, esperan de vosotros la palabra orientadora que los ilumine en su caminar como hijos de Dios y les ayude a descubrir el valor transcendente de su existencia. Lo esperan las familias, cuyos valores como comunidad de vida y amor se ven amenazados ante el acoso de la creciente secularización y laxitud de los principios morales. Lo esperan los jóvenes, que encuentran dificultad para vivir su fe cristiana con autenticidad y coherencia en un mundo que promueve la cultura hedonista y la sociedad de consumo. Lo esperan los trabajadores de las ciudades y de las zonas rurales, que sufren el abandono y la falta de solidaridad de quienes pudiendo ayudarles no lo hacen. Lo esperan, en fin, los pobres y desamparados, como destinatarios privilegiados del amor de Jesús a través de vuestro ministerio pastoral.

5. Para llevar a cabo tan ingente tarea se necesitan hombres y mujeres que consagren su vida por entero a la causa del Evangelio. Por consiguiente, es necesario aunar esfuerzos para acrecentar en número y santidad “los obreros de la mies”, lo cual permita mirar con mayor esperanza al futuro de vuestras Iglesias particulares y, a la vez, estimule la proyección misionera hacia otras partes del mundo, dando “desde vuestra pobreza”.

El Señor está bendiciendo a vuestras comunidades con un consolador aumento de vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada, lo cual refleja la madurez de la vida cristiana, pues es el amor a Dios y a los hermanos lo que, en última instancia, mueve a aceptar la llamada divina. Es éste un don que debéis agradecer a Dios y al que hay que corresponder trabajando con mayor ahínco en la diligente selección de los candidatos y en su adecuada preparación y seguimiento solícito para que perseveren. Como lo indican las diversas instrucciones de la Santa Sede, hay que prestar una atención prioritaria a los seminarios y casas de formación religiosa, de tal manera que sean centros donde se impartan sólidos principios en el orden espiritual, intelectual, pastoral y humano; donde reine un clima de piedad comunitaria y personal, de estudio y disciplina, de convivencia fraterna y de iniciación pastoral, como garantía de fecundidad en el futuro servicio a las comunidades, que esperan que sus sacerdotes sean, ante todo, maestros en la fe y testigos del amor al prójimo.

32 6. A vuestros principales colaboradores, los presbíteros, habéis de dedicaros muy directamente, estando muy cerca de ellos, con sincera amistad y ayudándolos en sus necesidades; de esta manera construiréis una firme comunión que será ejemplo para los fieles y sólido fundamento de caridad. Muestra de vuestra solicitud por los sacerdotes será fomentar también estructuras que contribuyan a una más adecuada formación permanente del clero, como he señalado en la Exhortación Apostólica postsinodal “Pastores Dabo Vobis”. Con ello se favorecerá un medio muy apto para centrar constantemente el sentido de la misión sacerdotal y garantizar su realización fiel y generosa. En efecto, «la formación permanente ofrece una continua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda contante de motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que, como “hombre de Dios”, recibe» (ib.77).

7. Una palabra de particular aprecio deseo dedicar a los religiosos y religiosas que viven y trabajan apostólicamente en vuestro País. La vida religiosa constituye, ciertamente, una realidad eclesial que cada Obispo, en su solicitud pastoral debe promover, valorizar y defender. El carisma de la vida religiosa y el específico de cada Instituto es un don del Espíritu a la Iglesia para su vida y su ministerio (cf. Lumen gentium
LG 43).

Por todo ello, es de particular importancia la estrecha y fraterna colaboración y comunión entre los Obispos y los Institutos de vida consagrada. Como se señala en el documento “Mutuae Relationes”: “Los Obispos, en unión con el Romano Pontífice, reciben de Cristo–Cabeza la misión de discernir los dones y las atribuciones, de coordinar las múltiples energías y de guiar a todo el pueblo a vivir en el mundo como signo e instrumento de salvación. Por lo tanto, también a ellos ha sido confiado el cuidado de los carismas religiosos... Y por lo mismo, al promover la vida religiosa y protegerla según sus propias notas características, los Obispos cumplen su propia misión pastoral” (Mutuae Relationes, 9 c).

Me es grato reiterar en esta circunstancia las palabras que dirigí a los religiosos y religiosas congregados en la catedral de Santo Domingo, con ocasión del V Centenario de la llegada del Evangelio a América: “En vosotros se manifiesta la variedad de carismas del Espíritu en la vida de la Iglesia, los cuales representan una gran riqueza en las tareas de la nueva evangelización. ¡Permaneced fieles al espíritu de vuestros Fundadores! ¡Mantened una estrecha comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles y responsables de toda la acción pastoral en las diócesis!” (Homilía de la misa para los sacerotes y religiosos celebrada en Santo Domingo, n. 6, 10 de octubre de 1992).

8. Me alegra saber que, entre vuestra prioridades pastorales, está la de “defender, alentar, apoyar y ayudar” a la familia dominicana, como habéis señalado en el reciente documento colectivo “Consolidemos la familia”. Os invito a continuar en esta tarea pastoral en favor del valor permanente de la familia, fundada en el matrimonio, pues es una institución del Creador y un sillar para la edificación de la Iglesia y de la sociedad.

Ella es “camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano” (Gratissiman sane, 2). Me asocio, pues, a vuestro llamado para que toda la comunidad dominicana y, en especial, quienes detentan responsabilidades en el ámbito político, legislativo y social, muestren su solidaridad hacia aquellas familias particularmente afectadas por la pobreza para que, con el esfuerzo común, puedan salir de su estado de postración y ocupar en la sociedad el puesto que les corresponde como ciudadanos e hijos de Dios.

Un factor que se está revelando disgregador en el seno de las familias es la acción proselitista de las sectas, que, además de minar la identidad cultural del pueblo dominicano, son también, en no pocos casos, causa de ruptura de la unidad familiar. Sé que éste es un tema que os preocupa y que, por otra parte, ha evidenciado una evangelización no suficientemente profunda en ciertos sectores del Pueblo de Dios, en especial entre la gente sencilla. La Iglesia debe preguntarse cuál es el desafío que las sectas fundamentalistas plantean a la propia acción pastoral y a la formación cristiana de los fieles. Es importante, por ello, instruir, mediante una creciente actividad de catequesis, a todo el pueblo fiel, para que conozca la verdadera doctrina de Jesucristo y las enseñanzas de la Iglesia, que es Madre y Maestra de nuestra fe. Ante estos desafíos, deseo animaros a vosotros y a todos los agentes de pastoral a perseverar en el fervor y en la acción evangelizadora con constante y renovada solicitud.

A intensificar la catequesis y la pastoral de los sacramentos, especialmente la frecuencia del sacramento de la penitencia y la participación en la Eucaristía.

9. Asistidos por los sacerdotes y religiosos, los laicos cristianos deben participar en la acción evangelizadora mediante el testimonio y el anuncio de la fe, la catequesis, la animación litúrgica, la educación religiosa de los niños y jóvenes, las actividades asistenciales y caritativas. Es necesario que ellos sean cada vez más conscientes de sus responsabilidades como miembros de la Iglesia. Han de ser también como levadura en medio de la masa y, movidos por su fe, protagonistas en la construcción de una sociedad más justa, fraterna y acogedora.

Ellos, que viven plenamente insertos en el mundo, han de hacer valer los principios evangélicos y la doctrina social de la Iglesia en el ordenamiento de la colectividad, en el desarrollo cultural y económico, en el mundo del trabajo, de la comunicación social, de la educación, de la política.

Vuestra misión, queridos Hermanos en el Episcopado, supone el oportuno discernimiento de las circunstancias propias de vuestro País para descubrir en los signos de los tiempos –leídos a la luz de la Palabra de Dios, de la tradición y, especialmente, de la doctrina social de la Iglesia– las opciones y los criterios que deben guiar vuestra acción pastoral en la formación de las conciencias, preparando los caminos del Señor en la libertad y en la justicia.

33 En efecto, vemos que no pocos problemas de carácter social e incluso político tienen sus causas profundas en motivaciones de orden moral. Por ello, la Iglesia, movida por su deseo de servicio, trata de iluminarlos desde el Evangelio, contribuyendo, al mismo tiempo, a su positiva solución mediante su actividad pastoral, educativa y asistencial.

Con el debido respeto a la legítima autonomía de las instituciones y de las autoridades, vuestra acción apostólica no ha de ahorrar esfuerzos en promover todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, a la defensa de la vida y de los derechos de la persona, en el marco de la justicia y del respeto mutuo.

A este propósito, deseo alentaros en vuestro empeño en favor del amado pueblo haitiano para que, con la ayuda de Dios y la solidaridad de los hermanos, pueda superar las graves dificultades por las que atraviesa, las cuales son motivo de preocupación en mi solicitud pastoral por tantos hijos de la Iglesia que sufren marginación y pobreza en aquella amada Nación.

10. Queridos Hermanos, antes de concluir este encuentro deseo agradeceros vivamente vuestros trabajos por el Evangelio y alentaros en la ardua tarea que os ha sido confiada. Cristo está con vosotros y os sostiene con la fuerza de su Espíritu para llevar a cabo la misión de hacer vida la Buena Nueva, que hace ya cinco siglos fue anunciada en vuestra bendita tierra dominicana. Cuando comenzamos ya a prepararnos espiritualmente para el Gran Jubileo del Año 2000, vienen a mi mente aquellas palabras esculpidas en piedra en la fachada del majestuoso y monumental “Faro a Colón” de la capital dominicana: “¡América del tercer milenio cristiano sé siempre fiel a Jesucristo! Sé digna de aquellos abnegados misioneros que en ti plantaron la simiente de la fe. Ábrete más y más, con humildad y amor, a la Buena Nueva que libera y salva. Resiste firmemente a los embates del mal y a la tentación de la violencia. Avanza, entre gozos y lágrimas, hacia la anhelada civilización del amor”.

Mientras invoco sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras Iglesias particulares, con sus sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles la protección de Nuestra Señora de Altagracia, Patrona de la Nación dominicana, os imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.
Abril de 1994


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