Discursos 1994 39


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE CUBA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 25 de junio de 1994



Amadísimos hermanos en el episcopado:

1. Es para mí motivo de gran alegría daros mi más cordial bienvenida a este encuentro, Pastores de la Iglesia en Cuba, con el que culmina vuestra visita “ ad limina Apostolorum ”. Vuestra presencia colegial es testimonio elocuente de la comunión eclesial que os anima y da fuerzas en el abnegado, y no exento de dificultades, trabajo apostólico que desarrolláis en favor de las comunidades que el Señor ha confiado a vuestro cuidado pastoral.

40 Como “ministros de Cristo... y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1), representáis a las Iglesias particulares de vuestro noble país, al que se dirige mi pensamiento y mi vivo afecto, en particular, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos y laicos comprometidos, que colaboran generosamente en la construcción del Reino de Dios.

Por una feliz coincidencia, esta visita “ ad limina ” tiene lugar en el mes de junio, tiempo especialmente dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, que, junto con la devoción a la Virgen de la Caridad, ocupa un lugar preeminente en la religiosidad de los católicos cubanos.

Agradezco a Monseñor Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana y Presidente de la Conferencia Episcopal, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos, mientras ruego a Dios que esta visita a Roma sea fuente de bendiciones para cuantos trabajan apostólicamente en vuestra Nación.

2. En las relaciones quinquenales y durante los coloquios privados habéis querido poner de manifiesto los temas más salientes de la vida eclesial en Cuba. Deseo ahora reflexionar con vosotros sobre algunos puntos específicos, teniendo también en cuenta vuestros documentos colectivos y la realidad pastoral y social del momento presente.

En primer lugar, quiero unirme a vosotros para dar fervientes gracias a Dios, rico en misericordia, por el crecimiento espiritual con que está bendiciendo a la Iglesia en Cuba. En efecto, estamos asistiendo a un momento de gracia en la vida de vuestras comunidades eclesiales, que crecen no sólo numéricamente sino, sobre todo, en el fervor de su adhesión a Cristo y en la estrecha comunión de sus miembros. Catequistas, animadores de comunidades, misioneros, visitadores de enfermos, predicadores de la Palabra son testimonios elocuentes de la acción del Espíritu en su Iglesia y signos de nuevos fermentos de vida cristiana.

A ejemplo del minúsculo grano de mostaza que llega a hacerse árbol frondoso, y como la levadura que hace fermentar a toda la masa, la acción del Espíritu está transformando los corazones, mostrando a muchos la vía del retorno a la casa del Padre y abriendo nuevos caminos de evangelización y esperanza hasta ahora desconocidos. Todo esto, representa una mayor exigencia apostólica en la difusión del mensaje cristiano y en el testimonio de caridad y unidad de todos los miembros de la Iglesia. La hora presente, queridos hermanos, debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, la hora del renacimiento moral y espiritual de vuestro pueblo. Ha llegado el momento de desplegar en toda su amplitud la acción pastoral de la Iglesia para que los necesitados de la luz de la fe acojan el mensaje de salvación, para que los pobres, los más olvidados, los ancianos sientan la cercanía de la solidaridad fraterna, para que los marginados, los encarcelados experimenten el amor de Cristo, para que los sin voz se sientan escuchados, para que los tratados injustamente encuentren defensa y ayuda.

3. Como enseña el Concilio Vaticano II, habéis sido puestos por el Espíritu Santo para suceder a los Apóstoles como Pastores de las almas (cf. Christus Dominus CD 2) mediante la triple función de enseñar, gobernar y santificar. La “Constitución dogmática sobre la Iglesia” nos recuerda que “entre los oficios principales de los Obispos se destaca la predicación del Evangelio” (Lumen gentium LG 25). La obra evangelizadora exige de los Pastores una entrega sin reservas a la predicación de la verdad de Cristo “fuerza y sabiduría de Dios” (1Co 1,24). Poned, pues, todo vuestro empeño para que su voz y su luz lleguen a los hombres con valentía y confianza en el poder del Espíritu. Mediante la función de gobierno en las Iglesias particulares de las que sois Pastores y fundamento visible de unidad, servís igualmente al misterio de la comunión de la Iglesia universal. Cuando aconsejáis, exhortáis o hacéis uso de vuestra potestad espiritual, guiáis a los fieles hacia Cristo y sois artífices de unidad en la fe y en la caridad. Por otra parte, la experiencia nos enseña constantemente que nada puede sustituir el testimonio de vida del Pastor; y hoy tal vez más que nunca, pues los hombres son especialmente sensibles a la autenticidad y a la coherencia. Por ello, en el evangelizador ha de resplandecer ante todo la santidad de vida, dando testimonio de una intensa vivencia del misterio de Jesucristo, sentido profundamente en la Eucaristía, en la asidua escucha de la Palabra de Dios, en la oración, en el sacrificio, en la entrega generosa al Señor, que en los Obispos, sacerdotes y demás personas consagradas se expresa de modo especial mediante el celibato. Hoy es absolutamente necesario que los Pastores de la Iglesia sobresalgan por el testimonio de santidad, pues ésta es la primera forma de evangelización (Redemptoris missio RMi 42-43).

4. A este propósito, os aliento a proseguir en vuestra línea pastoral de formar integralmente a las personas que han optado por seguir a Jesucristo y su Evangelio, sin escatimar esfuerzos en la labor catequética a todos los niveles. Como señala el “Documento de Santo Domingo” “existe todavía mucha ignorancia religiosa; la catequesis no llega a todos y muchas veces llega en forma superficial, incompleta en cuanto a sus contenidos, o puramente intelectual, sin fuerza para transformar la vida de las personas y de sus ambientes” (IV Conf. gen. del episcopado latinoamericano, Conclusiones 41). Es necesario que los fieles puedan continuar teniendo acceso a una catequesis completa y adecuada a las circunstancias personales, familiares y sociales. Fruto de la acción catequética será, sin duda, una participación más viva y consciente de los cristianos en las celebraciones litúrgicas, de manera que éstos puedan hallar motivaciones y fuerzas para dar razón de su fe, y se hagan presentes en los ambientes descristianizados para favorecer su reencuentro con el Señor.

5. En la tarea de la nueva evangelización, que tan decididamente habéis impulsado con ocasión del V Centenario de la llegada de la Buena Nueva a América, contáis, en primer lugar, con los que el Concilio llama “ colaboradores diligentes ” del Obispo (Lumen gentium LG 28): los sacerdotes. Ellos son servidores del anuncio de la verdad salvífica, maestros y guías de sus comunidades, instrumentos de unidad y reconciliación. A ellos se les confía también la inculturación del Evangelio en la sociedad, como hizo el P. Félix Varela, hijo insigne de Cuba y maestro de humanismo cristiano.

Conozco el celo apostólico y la abnegada dedicación de vuestros sacerdotes, entregados a una exigente labor pastoral para atender a las múltiples y apremiantes necesidades de los fieles y teniendo que hacer frente a graves dificultades. Dedicad a ellos lo mejor de vuestro tiempo. Sea vuestro trato como el de un padre, hermano, amigo. Apoyadlos y confortadlos en sus tareas pastorales y en su vida personal. Ante la cercanía del Obispo, el sacerdote se siente animado a vivir intensamente su vocación de seguimiento a Cristo y de amor incondicional a la Iglesia. Igualmente, fomentad el espíritu de estrecha colaboración con los religiosos y religiosas. Animad con la palabra y el ejemplo a todos los miembros de la comunidad cristiana para que sientan la alegría de formar parte del pueblo de Dios, como germen de unidad, de esperanza y salvación para toda la sociedad.

6. Hemos de dar gracias a Dios, queridos Hermanos, porque en los últimos años crece entre los jóvenes el deseo de una entrega total al Señor en la vida sacerdotal o religiosa. Pero ¡qué insuficientes son aún los sacerdotes con que contáis en la actualidad para atender las necesidades pastorales del pueblo de Dios en Cuba! Se puede constatar, con gran pesar, que la proporción de sacerdotes con respecto al número de fieles es el más bajo de toda América Latina. Por eso confío en que la comunión y ayuda mutua que debe reinar entre las Iglesias hermanas a nivel universal, permita acoger, en número aún mayor, la disponibilidad y colaboración generosa de sacerdotes, religiosos y religiosas deseosos de trabajar en favor de las comunidades eclesiales cubanas. Hago fervientes votos para que, con el fin de satisfacer las legítimas y justas aspiraciones de los fieles de poder contar con una adecuada asistencia espiritual, se superen los obstáculos que impiden aún el ingreso en vuestro país de estos obreros del Evangelio.

41 7. No os canséis de dar a conocer la doctrina social de la Iglesia en toda su amplitud, tratando de iluminar, desde el Evangelio, la vida del hombre y de la sociedad, de modo que sirva a todos de ayuda e inspiración a la hora de enfocar los problemas con criterios auténticamente cristianos.
Por fidelidad a Jesucristo, la Iglesia tiene entre sus objetivos prioritarios la salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. El carácter espiritual y religioso de su misión le permite llevar a cabo su servicio al hombre y a todos los hombres por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte, pues, como enseña el Concilio Vaticano II, “no está ligada a ninguna forma particular de cultura humana o sistema político, económico o social. Por ello, la Iglesia, desde su universalidad, puede ser un vínculo muy estrecho entre las diferentes comunidades humanas y naciones, a condición de que éstas confíen en ella y reconozcan realmente su verdadera libertad para cumplir esta misión suya” (Gaudium et spes
GS 42).

De lo anterior se sigue que el mensaje salvífico que Cristo le ha confiado ha de proyectarse en la realidad social, para iluminarla desde el Evangelio. En efecto, a la Iglesia compete –enseña el Concilio–, “ejercer sin impedimentos su tarea entre los hombres y emitir un juicio moral, también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” (ib.).

8. Por consiguiente, siempre abiertos al diálogo como instrumento de mutua comprensión, no dudéis en defender en todo momento los legítimos derechos de la persona como exigencia del profundo respeto que merece por ser criatura de Dios, dotada de una dignidad única y llamada a un destino trascendente. Toda ofensa a un ser humano es también una ofensa a Dios, y se habrá de responder de la misma ante Él, justo Juez. No podemos, sin embargo, olvidar que la raíz de todo mal está en el corazón del hombre, de cada hombre. Sólo de un corazón renovado nacerá la exigencia interior de respetar la dignidad de cada persona, perdonar al enemigo, aceptar al que tiene una opinión distinta de la nuestra, compartir con el necesitado, sentirse responsables del bien común. Como habéis afirmado en el documento colectivo “El amor todo lo espera”, “es la hora de levantar los ojos del corazón a Dios nuestro Padre, suplicándole la reconciliación entre nosotros, el triunfo del amor y de la paz”. El Señor os ha confiado, como servidores del Evangelio, ser instrumentos de reconciliación.

9. El laicado católico está llamado a desempeñar un papel de suma importancia ante los retos que el presente y el futuro de Cuba plantean. En la medida en que los laicos cristianos vivan más abiertos a la presencia y a la gracia de Dios en lo profundo de su corazón serán más capaces de ofrecer a sus hermanos el testimonio de una vida renovada, tendrán la libertad y la fuerza de espíritu necesarias para transformar las relaciones sociales y la sociedad misma según los designios de Dios.

Para hacer presente en medio del mundo los valores del Evangelio, los cristianos necesitan estar firmemente enraizados en el amor de Dios y en la fidelidad a Cristo tal como se transmiten y se viven en la Iglesia. Por ello, quiero exhortaros a intensificar los esfuerzos en la formación de un laicado adulto, que colabore activamente en la vida y misión de la Iglesia.

En esta labor de formación, os animo igualmente a que prestéis una particular atención a los jóvenes. Presentadles en toda su autenticidad y riqueza los altos ideales de la vida y la espiritualidad cristiana. Éste es el modo privilegiado para suscitar y cultivar las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa. Pero esto será posible sólo si, en el seno de las familias, los jóvenes aprenden los valores y pautas de vida aptos para afrontar los retos del presente. Y en este Año de la Familia cómo no asociarme a vuestra justificada preocupación ante las graves amenazas que hoy atentan contra la institución familiar? Las rupturas matrimoniales, la plaga del aborto, la mentalidad anticoncepcional, la corrupción moral, las infidelidades y violencias son otros tantos factores que ponen en peligro la familia, célula fundamental de la sociedad y de la Iglesia.

10. Un motivo de especial sufrimiento para vosotros es el difícil momento que atraviesa hoy vuestro País, donde muchas personas y familias, además de otros arduos problemas, sufren las graves consecuencias de la crisis económica. Ante la situación angustiosa de tantos hermanos que se ven privados de los bienes más fundamentales, habéis afirmado en vuestro documento colectivo “El amor todo lo espera”: “Los obispos de Cuba rechazamos cualquier tipo de medida que, pretendiendo sancionar al Gobierno cubano, contribuya a aumentar las dificultades de nuestro pueblo”. A este propósito, deseo unirme a vuestra acción solidaria en favor de los más desprotegidos, a la vez que aliento a los organismos eclesiales e internacionales de ayuda humanitaria y asistencial para que, en el ámbito de la imprescindible libertad para realizar su labor, continúen contribuyendo generosamente a aliviar las necesidades de tantos hermanos nuestros que carecen de lo necesario para una vida auténticamente humana.

11. Queridos hermanos, el Papa os agradece vivamente la abnegada labor en favor de las Iglesias particulares que el Señor ha confiado a vuestros cuidados pastorales, la cercanía y solicitud por quienes más sufren, vuestra indefectible solidaridad con el pueblo a pesar de las dificultades. El pueblo de Dios en Cuba espera y necesita vuestra guía espiritual para poder purificarse y afianzar así en la verdad sus creencias religiosas. Como habéis expresado en el documento antes citado “ todos quisiéramos, y ésta es nuestra constante oración, que en Cuba reinara el amor entre sus hijos, un amor que cicatrice tantas heridas abiertas por el odio, un amor que estreche a todos los cubanos en un mismo abrazo fraterno, un amor que haga llegar para todos la hora del perdón, de la amnistía, de la misericordia. Un amor, en fin, que convierta la felicidad de los demás en la felicidad propia ”.

Al volver a vuestras diócesis os ruego que transmitáis a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y fieles el saludo entrañable del Papa, que en todos piensa y por todos ora con gran afecto. En el corazón materno de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba, pongo mi ferviente deseo de poder ir un día a visitarles y compartir con ellos las riquezas de nuestra fe, el gozo de nuestra esperanza, el testimonio del amor que todo lo puede.

Mientras encomiendo al Señor vuestras personas e intenciones pastorales, para que llevéis a cabo con ilusión y gozo las tareas de la nueva evangelización, os imparto una especial Bendición Apostólica.
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Julio de 1994



A LOS OBISPOS DEL SUR DE MÉXICO


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 5 de julio de 1994



Venerables Hermanos en el Episcopado:

1. Es sumamente grato para mí tener este encuentro con los Pastores del Sur de México, con ocasión de la Visita “ ad limina Apostolorum ”.Junto a vosotros siento cercanos a todos los miembros de las respectivas comunidades eclesiales, a los cuales dirijo también mi afectuoso saludo, asegurándoos, con palabras de san Pablo, que “no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo... os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él” (Ep 1,16 ss).

Agradezco, en primer lugar, las amables palabras que en nombre de los presentes me ha dirigido Monseñor Manuel Castro Ruiz, Arzobispo de Yucatán, a las que correspondo reiterando mi vivo afecto, que hago extensivo a los queridos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, agentes de pastoral y a todos los fieles diocesanos.

Los coloquios personales y los informes quinquenales sobre el estado de vuestras Diócesis han traído a mi mente las inolvidables jornadas vividas con los amadísimos hijos de México, durante las tres visitas pastorales que el Señor me ha concedido realizar, la última a Yucatán, donde pude encontrar a los representantes de las queridas comunidades indígenas de México.

2. En este encuentro de hoy, amados Hermanos, quiero alentaros a seguir reforzando la unidad entre vosotros. Esto será una realidad cada día más palpable si la comunión íntima en la fe y en la caridad penetra vuestro ser y vuestro ministerio pastoral al participar, junto con el Sucesor de Pedro, “de la solicitud por todas las Iglesias” (Christus Dominus CD 3).

Me conforta saber que, en la mayoría de los planes pastorales de vuestras diócesis, habéis dado prioridad a la pastoral familiar, y que en la última Asamblea General habéis reflexionado sobre la familia, dando valiosas orientaciones para la organización de dicha pastoral en las diversas regiones de México.

La familia mexicana es depositaria de los grandes valores humanos, espirituales y morales que han hecho posible no sólo la superación de fuertes crisis económicas, políticas, sociales e incluso religiosas, sino que constituyen la garantía de un porvenir mejor a nivel eclesial y social. Continuad, pues, promoviendo y purificando el hondo sentido de lo trascendente que hay en las familias mexicanas y que las abre a la fe y da sólidos fundamentos a la religiosidad popular; suscitando en no pocos de sus miembros el testimonio heroico de esa misma fe que les llevó a dar la vida en el martirio; propagando la solidaridad y la generosidad sobre todo entre los más necesitados; despertando un gran amor y veneración a Nuestra Señora de Guadalupe, presente en todos los hogares mexicanos como su Reina y Madre.

3. Ante los cambios profundos que están afectando a vuestra Nación, la familia no puede quedar a merced de las grandes transformaciones ni ser víctima de los acontecimientos, sino que debe ser protagonista en la promoción y defensa de sus propios valores, fundamentales para el progreso de vuestra Patria, así como para dar mayor vitalidad a las propias comunidades eclesiales. Por eso, comparto con vosotros la preocupación por aquellas familias con características culturales muy particulares, y que por desgracia tienen en común la extrema pobreza. Me refiero especialmente a las familias indígenas y a las que se encuentran marginadas.

Las familias indígenas son una gran riqueza para el país, las cuales debéis cuidar con especial solicitud pastoral, ante todo por la dignidad de sus miembros como hijos de Dios, pero también por todos los valores que poseen en sus propias culturas y por lo que pueden aportar a la Nación con sus formas particulares de concebir la vida, percibir los lazos familiares, organizarse, compartir y practicar la fe cristiana, evitando el riesgo de cerrarse en sí mismas aislándose de la comunidad de la Patria y de la Iglesia, lo cual dificultaría el crecimiento humano, cultural y religioso que anhelan.

43 Los grupos marginados, con el desarraigo que han sufrido y el rechazo que sufren continuamente, sobre todo en las grandes ciudades, presentan características culturales muy diversas y padecen males muy profundos que requieren iniciativas y medidas pastorales adecuadas, a fin de fortalecer esos núcleos familiares tantas veces disgregados y víctimas de la incuria y el abandono.

4. Junto con la apertura de nuevos mercados en vuestra Nación, se han abierto aún más otras puertas por las que penetran modelos de vida y criterios muy distintos de aquellos que han consolidado la sociedad mexicana. Muchas veces los medios de comunicación social, siguiendo intereses poco éticos, difunden mensajes que llevan a la violencia y al desenfreno de las costumbres.

Frente a ello tenéis, como Pastores, el deber ineludible de guiar a vuestras comunidades eclesiales iluminándolas sobre el recto “camino moral” a seguir, para defender la dignidad inviolable de la persona humana y el valor perenne de la familia, la cual, por ser “una institución fundamental para la vida de toda sociedad..., como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana” (Gratissimam Sane, 17). Sin embargo, en vuestra solicitud y labor pastoral no debéis “prescindir nunca de un respeto profundo y sincero –animado por el amor paciente y confiado–, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas” (Veritatis splendor
VS 95) .

5. Al hablar de los valores de la familia y de su tutela, vienen a mi mente los tristes hechos que han sembrado dolor y luto en tantos hogares mexicanos. Los momentos por los que atraviesa México son ciertamente difíciles. Como habéis puesto de relieve en el documento conclusivo de la LVI Asamblea Plenaria, os preocupa profundamente “ la violencia, la incertidumbre, la desconfianza y el empobrecimiento creciente” (Nuntius, n. 1, 15 de abril de 1994)).

Pero esta hora difícil es también esperanzadora, pues, apoyados en la fuerza de Cristo Resucitado y en la intercesión de su Madre, se puede vislumbrar el surgimiento de una sociedad más justa y solidaria, y también más cristiana, dando testimonio de unidad.

Por ello, la Iglesia no deja de proclamar que “la disponibilidad al diálogo y a la colaboración incumbe a todos los hombres de buena voluntad y, en particular, a las personas y los grupos que tienen una específica responsabilidad en el campo político, económico y social” (Centessimus annus, 60).

6. Ésta es la hora de una profunda reconciliación nacional, de manera especial entre las queridas comunidades y pobladores de Chiapas. En efecto, se debe trabajar ahora sin descanso, con la ilusión de ofrecer a las generaciones futuras un país en el que colaboren fraternalmente todos los sectores de la sociedad: los trabajadores y empresarios, los habitantes del campo y de la ciudad, los hombres de la cultura y los dedicados a diversas actividades, las autoridades y los ciudadanos. Hoy más que nunca, México necesita paz con justicia; necesita reconciliación, rechazando toda tentación de violencia. La violencia armada sería no sólo un camino equivocado, sino el mayor de los males, como lo muestra tristemente la historia de los recientes conflictos que destruyen a los pueblos vencidos por el odio.

La justicia es un valor que ha de penetrar todas las relaciones humanas a nivel económico, social, político, cultural e incluso religioso. Es un valor que compromete a todos: individuos, familias, grupos sociales, poderes públicos. Por tanto todos están llamados a ponerla en práctica de modo que sea el camino para la auténtica paz.

Ahora bien, observando los acontecimientos con los ojos de la fe, descubrimos que las dolorosas laceraciones que padece, hoy por hoy, la Nación mexicana brotan, como de su raíz más profunda, de la herida que existe en lo más íntimo del hombre, que es el pecado (Reconciliatio et Paenitentia RP 2). Por eso, en el urgente proceso de reconciliación que requiere el país, el primer paso a dar es un llamado a la conversión para poder ofrecer con abundancia y generosidad a todos los mexicanos la oportunidad de un encuentro personal con el perdón y la misericordia del Padre y con su Hijo Jesucristo, que nos reconcilia a todos.

A este respecto decía en la Exhortación apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”: “La función reconciliadora de la Iglesia debe desarrollarse así según aquel íntimo nexo que une profundamente el perdón y la remisión del pecado de cada hombre a la reconciliación plena y fundamental de la humanidad, realizada mediante la Redención. Este nexo nos hace comprender que, siendo el pecado el principio activo de la división –división entre el hombre y el Creador, división en el corazón y en el ser del hombre, división entre los hombres y los grupos humanos, división entre el hombre y la naturaleza creada por Dios–, sólo la conversión ante el pecado es capaz de obrar una reconciliación profunda y duradera, donde quiera que haya penetrado la división” (Ibíd., 23).

7. Aunque el país cuenta con abundantes recursos naturales, no se puede olvidar que su mayor riqueza son sus gentes y los valores que encarnan. A pesar de las dificultades actuales, los católicos mexicanos en su conjunto cuentan con un riquísimo patrimonio cultural y espiritual. Una fe viva y operante, una arraigada piedad popular, sólidos valores familiares, una devoción tierna y confiada a la Santísima Virgen y una firme adhesión a la Sede de Pedro.

44 Es grave responsabilidad de los Pastores de la Iglesia conservar ese inapreciable tesoro y preservarlo constantemente de las múltiples agresiones que experimenta por la influencia del materialismo práctico de nuestro tiempo y del proceso de secularización tan extendido en Occidente, sin olvidar la acción disgregadora producida por las sectas y nuevos grupos pseudorreligiosos.

Los difíciles momentos por los que ha pasado recientemente la sociedad mexicana requieren una exquisita prudencia y un claro discernimiento. Aunque es legítimo, y a veces incluso necesario, que los Obispos iluminen todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad con la luz del Evangelio, no se puede olvidar, como enseña el Concilio Vaticano II, que la misión confiada por Cristo a la Iglesia no es de orden político, económico o social, sino religiosa y moral (cf. Gaudium et spes
GS 42). En efecto, no se contribuye a la comunión ni a la reconciliación con acciones o palabras que sean sólo expresión o promoción ideológica.

8. Por otra parte, como vosotros habéis subrayado en el mensaje antes citado, en México y en el mundo se da una “alarmante crisis de verdad” (Nuntius, nn. 5 y 9, 15 de abril de 1994). Mientras los hombres más necesitan de la verdad, como condición indispensable para toda auténtica reconciliación, no se puede por menos de constatar la mentira, el engaño, las dobles intenciones y la simulación.

A este respecto decía en la Encíclica “Veritatis Splendor”: “Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia... El Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por Él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan” (Veritatis Splendor VS 98 y 99).

Sólo sobre este sólido fundamento podrá construirse una sociedad justa en la que se garantice la libertad plena para los individuos y los grupos y, en consecuencia, la genuina y duradera paz social que tanto anhela la Nación mexicana.

9. A este propósito, la Iglesia siempre ha rechazado las diversas formas de violencia como camino para resolver los problemas que afligen a la sociedad. Como vosotros mismos habéis reiterado: “ la violencia engendra más violencia” (Nuntius, n.28, 15 de abril de 1994). Ante cualquier forma de violencia la Iglesia proclama el mandamiento del amor fraterno, tratando de persuadir, con su carga de inmensa esperanza, que el auténtico progreso pasa por la conversión de los corazones, lo cual presupone un cambio personal con frutos duraderos, porque son nacidos de la libertad, de la fuerza renovadora de unos propósitos brotados de “ un amor que transciende al hombre y por lo tanto de una efectiva disponibilidad al servicio” (Pablo VI, Octogesima adveniens, 45).

En estos delicados momentos, México requiere, por parte de las diversas Instancias, un alto grado de responsabilidad y madurez que favorezca la mutua comprensión y la convivencia cristiana, para encontrar, mediante el esfuerzo común y el diálogo, las vías más convenientes para la solución de la confrontación y del conflicto.

En este proceso de reconciliación y renovación de la sociedad mexicana tienen los laicos un cometido indeclinable. En efecto, no dejéis de recordar a los laicos cristianos que es “obligación suya propia la instauración del orden temporal, y que actúen en él de una manera directa y concreta, guiados por la luz del Evangelio y el pensamiento de la Iglesia y movidos por el amor cristiano” (Apostolicam actuositatem AA 7). Por eso, es también misión vuestra promover una adecuada formación para que los laicos, sin ruptura entre su fe y la vida, sepan exigir sus derechos y cumplir sus deberes mientras están inmersos en las más variadas actividades de la vida social (Christifideles laici CL 59).

10. Antes de concluir, os ruego que llevéis mi afectuoso saludo a todos los miembros de vuestras Iglesias particulares: a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos, religiosas y demás agentes de pastoral, a los seminaristas y a los jóvenes, a todas las familias, de modo especial a los niños y a los enfermos. Hacedles saber que el Papa sigue con gran solicitud pastoral e interés los acontecimientos de vuestro noble país, y que cada día pide al Señor que sostenga con su providencia a todos los hombres de buena voluntad que trabajan por la concordia, la reconciliación y la pacífica convivencia de todos los ciudadanos de México.

Al encomendaros a la intercesión maternal de Nuestra Señora de Guadalupe, y como prenda de la constante asistencia divina, os imparto mi Bendición Apostólica.
                                                                                  Agosto de 1994





A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL


DE PARAGUAY EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


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Martes 30 de agosto de 1994

: Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con gran gozo os recibo hoy al terminar vuestra visita “ad limina”. Peregrinando a las tumbas de los Bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y manteniendo los encuentros conmigo y con mis colaboradores en los diversos Dicasterios de la Curia Romana, habéis manifestado vuestra comunión con el Sucesor de Pedro. Con vosotros, los sacerdotes, religiosos y fieles del Paraguay estrechan sus vínculos con la Iglesia de Roma, y se vive aquella unidad afectiva y efectiva que quiso Jesucristo para su Iglesia.

Quiero agradecer, en primer lugar, las amables palabras que Monseñor Páez Garcete, Presidente de la Conferencia Episcopal, me ha dirigido, haciéndose intérprete de los sentimientos de todos. Ellas son expresión de vuestro sincero deseo de llevar adelante la misión que habéis recibido de ser, en cada una de vuestras Iglesias, maestros, sacerdotes y guías autorizados del pueblo de Dios.

2. He constatado con satisfacción la profunda unión que existe entre vosotros. Vuestra unidad no responde sólo a las características personales de cada uno sino que es exigencia misma de la misión pastoral, la cual está destinada a “ impulsar y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia ” (Lumen gentium LG 23). Así, afianzando esa cohesión en el seno de vuestra Conferencia Episcopal, aunando esfuerzos y coordinando las iniciativas se conseguirá irradiar con nitidez la imagen del misterio de la Iglesia, que es comunión. Y de esa unidad brotarán abundantes frutos de evangelización, de la cual sois los primeros impulsores para “hacer que la verdad sobre Cristo, la Iglesia y el hombre penetre más profundamente en todos los estratos de la sociedad en búsqueda de su progresiva transformación” (IV Asamblea general del episcopado latinoamericano, Nuntius, 3).

3. Vuestro pueblo puede gloriarse en verdad de sus raíces cristianas. Ya desde los comienzos de la evangelización del continente americano la fe se encarnó en vuestro País y tuvo una expresión particular en las llamadas “Reducciones”, estructura religiosa y social en la cual se distinguió vuestro primer Santo, Roque González, al que tuve la dicha de canonizar cuando visité el Paraguay.

La religiosidad popular de vuestros fieles es expresión de un rico patrimonio que, conservado y protegido, es importante para hacer frente al peligro, siempre real, de la descristianización de la sociedad, de la aparición de nuevas ideologías contrarias a la verdad del Evangelio así como del proselitismo de las sectas. Para ello se impone un renovado empeño en hacer crecer la fe de diversos modos, poniendo en acción nuevas metodologías evangelizadoras y teniendo en cuenta las indicaciones de la IV Asamblea General del Episcopado Latinoamericano.

No se puede subestimar lo que esa “religiosidad del pueblo” representa como base sobre la que poder seguir construyendo el edificio de “la nueva Evangelización”, presentando a Cristo Jesús como Redentor de todos los hombres: de su vida personal y social, del ambiente familiar y profesional, del mundo del trabajo y de la cultura, en una palabra, de los diversos ámbitos en que se desarrolla la actividad de la persona. Vuestros fieles esperan y necesitan vuestra guía doctrinal segura, para poder así purificar las expresiones de la fe que profesan y consolidar sus vivas creencias religiosas. Por vuestra parte, como “verdaderos y auténticos maestros de la fe” (Christus Dominus CD 2), habéis recibido la misión de ofrecerles rectos criterios, de manera que brille siempre la verdad y la sana doctrina y se eviten desviaciones que atentan a la pureza de la fe misma.

4. Para llevar a cabo vuestra sublime y a la vez ardua tarea contáis a vuestro lado con los presbíteros. Ellos participan de vuestra importantísima misión y además “en la celebración de todos los sacramentos, ... están unidos jerárquicamente con su obispo de diversas maneras. Así lo hacen presente, en cierto sentido, en cada una de las comunidades de los fieles” (Presbyterorum ordinis PO 5).

A ellos tenéis que dedicar vuestros mejores desvelos. Por eso os aliento a que siempre estéis cerca de cada uno, a mantener con ellos una relación de amistad sacerdotal, al estilo del Buen Pastor. Ayudadles a ser hombres de oración asidua, tanto en el silencio contemplativo y unificador que hace frente al ruido y a la dispersión de las múltiples actividades, como en la celebración devota y diaria de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas, que la Iglesia les ha encargado para bien de todo el Cuerpo de Cristo. La oración de los sacerdotes es también una exigencia pastoral, porque para la comunidad, hoy más que nunca, es imprescindible el testimonio del sacerdote orante, que proclama la trascendencia y se sumerge en el misterio de Dios.

Preocupaos por la situación particular de cada uno para de estimularlos a proseguir con ilusión y esperanza por el camino de la santidad sacerdotal y ofrecerles la ayuda de necesiten. ¡Qué a ninguno de vuestros sacerdotes le falten los medios necesarios para vivir su sublime vocación y ministerio!


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