Audiencias 1995 23

Miércoles 12 de abril de 1995

Sentido del Triduo sagrado

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Estamos en la Semana santa, la semana central del año litúrgico, que nos prepara inmediatamente para la celebración de la Pascua. Mañana comenzará el Triduo sagrado, en el que se conmemoran los acontecimientos fundamentales de la fe cristiana: la institución de la Eucaristía, la pasión y muerte de Jesús en la cruz, y su resurrección gloriosa.

Hoy quisiera detenerme a meditar con vosotros en el misterio pascual que, desde mañana y hasta el domingo, reviviremos de manera intensa y sugestiva.

2. El Jueves santo comienza con la misa crismal, que cada obispo, junto con su presbiterio, celebra por lo general en la catedral de la diócesis. Durante esta liturgia se bendice el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se consagra el crisma. Esta misa, llamada precisamente crismal, es la manifestación solemne de la Iglesia local, que celebra al Señor Jesús, sacerdote de su mismo sacrificio, ofrecido al Padre como supremo acto de adoración y amor filial. Por tanto, es significativo que en esta fiesta tan singular del sacerdocio de Cristo y de sus ministros, los presbíteros renueven juntos, ante el pueblo cristiano, los compromisos y las promesas sacerdotales.

El Jueves santo recuerda, además, la institución de la Eucaristía. Por eso se conmemora con profunda veneración y con gran participación espiritual el acontecimiento de la última cena: se hace memoria del sacrificio de Jesús en el Calvario y se redescubre la dignidad del sacerdote, que, gracias a la sagrada ordenación, actúa in persona Christi como ministro de salvación, y, por último, se medita en el mandamiento nuevo del amor evangélico y del servicio a los hermanos.

La realidad misteriosa de la Eucaristía introduce a los creyentes en el "proyecto" de Dios creador y redentor: Dios quiso que su Hijo unigénito se encarnara y estuviera siempre presente entre nosotros, como nuestro compañero de viaje en el arduo camino hacia la eternidad.

En medio de los tumultuosos acontecimientos de nuestro tiempo es importante dirigir la mirada a la Eucaristía, que debe constituir el corazón de la existencia de los sacerdotes y de las personas consagradas; la luz y la fuerza de los esposos en la vivencia de sus compromisos de fidelidad, castidad y apostolado; el ideal en la educación y en la formación de los niños, los adolescentes y los jóvenes; el consuelo y el apoyo de los afligidos, los enfermos y cuantos gimen en el Getsemaní de la vida. Para todos debe ser un estimulo en la realización del testamento de la caridad divina, con humilde y alegre disponibilidad hacia los hermanos, como el Señor nos enseñó con su ejemplo, lavando los pies de los Apóstoles.

24 3. El Viernes santo es un día de dolor y tristeza, porque nos hace revivir la terrible agonía y la muerte del Crucificado, después de las humillaciones de la condena y los ultrajes de los soldados y de la multitud, y después de la flagelación, la coronación de espinas y las atroces heridas de la crucifixión.

Meditando sobre Cristo en la cruz, el creyente penetra en el tratado del supremo abandono y de la infinita resignación. El largo, oscuro y atormentado viernes santo de la historia, encuentra su explicación en el "Viernes santo" del Verbo divino crucificado. Con san Pablo podemos afirmar: "La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (
Ga 2,20).

Al dirigir la mirada a Él, ¿cómo no considerar la gravedad de la condición humana, rebelde a Dios por el pecado? ¿Cómo no experimentar la misericordia del Altísimo, que perdona y redime mediante el sacrificio expiatorio de la cruz, dando así significado auténtico al sufrimiento humano? Sólo en Cristo, inmolado por nosotros, podemos encontrar consuelo y paz, sobre todo en la hora de la prueba.

4. El Sábado santo es el día del gran silencio: Jesús, muerto en la cruz, ha sido colocado en el sepulcro.

Con su silencio arcano y conmovedor esta vigilia de oración prepara a la Iglesia para la Vigilia pascual, madre de todas las vigilias. Durante la noche, la comunidad cristiana, iluminada por la llama del fuego, se reúne alrededor del gran cirio, símbolo de Cristo resucitado, Señor del tiempo y de la historia. En él se encienden las velas de los fieles, y la luz resplandece sobre la asamblea, mientras resuena el anuncio de la Resurrección, el pregón pascual, Exsultet: Exulten, por fin, los coros de los ángeles...

La solemne Vigilia prosigue con las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, que concluyen con el grande y jubiloso canto del Aleluya. Sigue, a continuación, la liturgia bautismal, con la bendición de la fuente sagrada, el canto de las letanías de los santos, la renovación de las promesas bautismales y la administración del sacramento del bautismo y de la confirmación a los catecúmenos. La liturgia eucarística completa los ritos sugestivos de esa noche extraordinaria, que introduce en la solemnidad de Pascua.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, preparémonos para celebrar bien este Triduo sagrado que, con la elocuencia de sus celebraciones, recuerda a los fieles y a la humanidad entera el gran prodigio de la muerte y resurrección de Cristo. Él es nuestra Pascua; él es la luz y la vida del mundo.

Los hombres de nuestro tiempo, trastornados e inciertos, buscan, muchas veces sin saberlo, al Señor. En efecto, sólo Cristo es el redentor que da la paz. Y la Iglesia hace suyas las palabras del Apóstol: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. (...) Todo el que crea en él no será confundido", (Rm 10,9-11).

La historia humana está en continuo movimiento; los tiempos cambian, se realizan nuevas conquistas y progresos, pero nuevas inquietudes se asoman al horizonte de la humanidad siempre en camino. Sin embargo, la verdad de Cristo ilumina y salva, y perdura en el cambio de los acontecimientos. El Resucitado es el Señor de la historia.

Amadísimos hermanos y hermanas, que la Pascua sea para vosotros y para todos los hombres la fiesta de la alegría y de la esperanza. Que la valentía de la fe en Cristo resucitado os ayude a superar las dificultades de la vida de cada día.

Con estos sentimientos, deseo a todos una feliz Pascua, en Cristo nuestro Señor.

Saludos

25 Queridos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los diversos grupos de estudiantes, al Círculo Católico de Valladolid, a los fieles de la Diócesis de Lleida, a los visitantes de las Islas Canarias, a los grupos del movimiento “Regnum Christi”, así como a la Asociación Cultural Universitaria Argentina.

A todos os imparto de corazón mi bendición.



Miércoles 19 de abril de 1995

La Iglesia misionera

(Lectura:
capítulo 12 de la primera carta
del apóstol san Pablo a los Corintios, versículos, 4-6) 1Co 12,4-6

1. La Iglesia, heredera y continuadora de los Apóstoles, enviados a dar testimonio de Cristo y a predicar el Evangelio "hasta los confines de la tierra" (Ac 1,8), posee la nota de la catolicidad, de la que deriva su dimensión misionera. Esta segunda característica tiene su origen en lo alto, y ese origen forma parte de su misterio. Lo hace notar el concilio Vaticano II en el decreto Ad gentes, según el cual "la Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre" (AGD 2). Ese misterio lo constituye el designio divino trinitario que se realiza en la Iglesia y se manifiesta, ya desde el día de Pentecostés, como su propiedad permanente.

2. El hecho de que sea esencialmente misionera no sólo significa que la Iglesia tiene una misión universal con respecto a toda la humanidad, sino que, en su realidad constitutiva, en su alma y, por tanto ?podría decirse?, en su misma psicología, tiene también un dinamismo que se manifiesta concretamente en la predicación del Evangelio, en la difusión de la fe y en la invitación a la conversión proclamada hasta los confines de la tierra. Este impulso interior, íntimamente vinculado a su misión, proviene del Espíritu Santo y, por consiguiente, forma parte de su misterio. Así, el dinamismo que brota de él se traduce en una nota distintiva de toda la Iglesia, que se manifiesta, de modo concreto y eficaz, especialmente en quienes, comenzando por los Apóstoles, abandonan su patria para dirigirse a zonas lejanas por la causa del Evangelio. Aunque no todos están llamados personalmente a ir a tierras de misión, cada uno, en la Iglesia y con la Iglesia, tiene la tarea de propagar la luz del Evangelio según la misión salvífica, que el Redentor transmitió a la comunidad eclesial. En efecto, todos están llamados a cooperar en está misión.

3. Debemos seguir profundizando en el origen trinitario de ese dinamismo misionero, al que se refiere el decreto Ad gentes (cf. AGD 2 AGD 3 AGD 5). Se trata de un dinamismo que brota del amor fontal, es decir, de la caridad de Dios Padre, de su benignidad excesiva y misericordiosa. Él es el Dios que nos crea, "llamándonos además por pura gracia a participar con él en la vida y la gloria". Es él quien difunde la bondad divina, para ser "todo en todas las cosas" (1Co 15,28). De su infinita generosidad, destinada a todas las criaturas, proviene como don del Espíritu Santo el movimiento misionero de la Iglesia, comprometida a difundir por el mundo el anuncio de la salvación.

26 4. La comunicación del dinamismo de la vida divina se llevó a cabo, ante todo, en la encarnación del Hijo eterno de Dios, a quien el Padre envió para traer a los hombres la revelación y la salvación. La venida al mundo del Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14) puede considerarse un tipo o arquetipo ?como dirían los Padres? del impulso misionero de la Iglesia que, superando las fronteras del antiguo Israel, extiende el reino de los cielos a toda la humanidad. Este impulso se realiza especialmente en el salto de los misioneros que, como los Apóstoles, dejan su patria terrena para anunciar el mensaje divino a "todas las gentes" (Mt 28,19).

El primer misionero, el Hijo unigénito a quien el Padre envió a la tierra para redimir al mundo, envía a los Apóstoles para que prosigan su misión (cf. Jn 20,21). La tipología misionera del Verbo hecho carne abarca también el anonadamiento de aquel que subsiste en forma de Dios y que asume la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres (cf. Flp Ph 2,6-7). El concepto paulino de la kénosis (exinanivit semetipsum) permite ver en la Encarnación el primer modelo de anonadamiento de quienes, acogiendo el mandato de Cristo, dejan todo para llevar la buena nueva hasta los confines de la tierra.

5. Al afirmar el origen trascendente del dinamismo misionero de su encarnación, Jesús revela también su finalidad, que consiste en abrir a todos el camino de regreso a Dios. Jesús es el primero que traza este camino. Y lo declara: "Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre" (Jn 16,28). Precisa que el objetivo de su partida es preparar, en la casa del Padre, un lugar para los discípulos, a quienes dice: "Os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14,3). La vuelta de Jesús al Padre se realiza por medio de un sacrificio, en el que manifiesta su amor a los hombres "hasta el extremo" (Jn 13,1).

Desea hacer que los hombres participen en su ascensión al Padre. Para realizar esta participación, envía a sus Apóstoles y, junto con ellos, a la Iglesia entera, que prolonga su predicación y su acción en todos los lugares y en todos los tiempos.

6. Hemos destacado el hecho de que la actividad misionera de Cristo culmina en la ofrenda del sacrificio. Según el designio del Padre, Jesús dedicó sólo un breve período de su existencia terrena a la predicación, limitándose a las "ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 15,24), a las cuales, por lo demás, en un primer momento circunscribió también el ministerio de los Doce (cf. Mt 10,6). Sin embargo, con el sacrificio de la cruz alcanza plenamente el objetivo misionero de su venida a la tierra: no sólo la salvación del pueblo de Israel o de los samaritanos, sino también la de los "griegos" (cf. Jn 12,20-24) e incluso la de toda la humanidad (cf. Jn 12,32).

Este hecho arroja luz sobre la actividad misionera de la Iglesia, que no puede menos de estar marcada por una nota sacrificial, predicha por Jesús: "No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo" (Mt 10,24); "Seréis odiados de todos por causa de mi nombre" (Mt 10,22).

Se trata de seguir al Maestro divino por el camino de la cruz. Éste es el camino de la Iglesia y de los misioneros, como recuerda el Concilio: "La Iglesia, impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo: esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección" (AGD 5).

7. En este camino de la Iglesia y de los misioneros, Cristo no sólo es el iniciador y el modelo perfecto, sino también el que proporciona la energía necesaria para caminar, comunicando el Espíritu Santo a su Iglesia en todos los tiempos. Como leemos también en el Concilio, para conseguir la salvación universal "Cristo envió desde el Padre al Espíritu Santo para que realizara desde dentro su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a su propia expansión" (ib., 4). Volvamos, una vez más, a la fuente trinitaria del dinamismo misionero de la Iglesia, que el Espíritu Santo infundió en Pentecostés y sigue alimentando en los corazones, dado que es Amor del Padre y del Hijo ?ignis, caritas? que comunica a la Iglesia el fuego de la caridad eterna.

Pentecostés no fue sólo un momento de emoción intensa; fue también el comienzo de un dinamismo de origen sobrenatural, que se desarrolló después a lo largo de la historia de la Iglesia (cf. Redemptoris missio RMi 24). Como en el día de Pentecostés, también en nuestro tiempo el Espíritu Santo sigue siendo el inspirador íntimo del entusiasmo misionero y el dador de los dones jerárquicos y carismáticos (cf. 1Co 12,4 s), que producen la unidad intima ministerial de la Iglesia (cf. Ad gentes AGD 4 Lumen gentium LG 4). Esta unidad intima de los discípulos de Jesús se traduce en la "comunión fraterna", en el tener "un solo corazón y una sola alma" (Redemptoris missio RMi 26).

8. El Espíritu Santo ilumina y enciende de amor divino a la persona en su totalidad, actuando eficazmente en las mentes y en los corazones. Interviene profundamente en la acción misionera de la Iglesia, y "algunas veces, también se anticipa visiblemente a la acción apostólica, de la misma forma que la acompaña y dirige sin cesar de diversas maneras" (Ad gentes AGD 4). Así, la Iglesia, "movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo", cumple su misión, mostrando a todos los hombres "el camino firme y sólido para participar plenamente en el misterio de Cristo" (ib., 5).

Saludos

27 Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría saludo a los peregrinos de España y América Latina. En particular a las Hijas de María Auxiliadora, a los Cruzados y Milicia de Santa María, a la Asociación Navarra Nuevo Futuro, a los Belenistas de Pamplona, así como a las diversas parroquias y estudiantes españoles.

Dirijo también un especial saludo a los grupos de peregrinos de México y Costa Rica. Que el gozo de la Resurrección del Señor os anime a ser siempre misioneros de paz y esperanza.

A todos os deseo una feliz Pascua, y de corazón os imparto la bendición apostólica.



Miércoles 26 de abril de 1995

Desarrollo histórico y perspectiva escatológica de la misión

(Lectura:
capítulo 24 de san Mateo, versículo 14) Mt 24,14

1. La misión universal de la Iglesia se desarrolla en el tiempo y se realiza a lo largo de la historia de la humanidad. Antes de la venida de Cristo, el período de preparación (cf. Ga 3,23 He 1,1) y de espera (cf. Rm 3, 26, Ac 17,30) concluyó con la llegada de la "plenitud de los tiempos", cuando el Hijo de Dios se encarnó para la salvación del hombre (cf. Ga 4,4). A partir de ese acontecimiento comenzó un nuevo período, que no podemos medir y que se extiende hasta la consumación de la historia.

La evangelización del mundo está, pues, sometida también a las leyes de la sucesión de los siglos y de las generaciones humanas. Se dirige a todo hombre, a todo tiempo y a toda cultura. Por lo tanto, el anuncio evangélico debe renovarse siempre; debe ser capaz de hacerse constantemente más completo y profundo, incluso en las zonas y en las culturas de antigua evangelización. En definitiva, debe recomenzar todos los días, hasta la llegada del "último día" (Jn 12,48).

2. Es preciso ver la evangelización en la perspectiva en la que la sitúa Cristo mismo; su cumplimiento pleno sucederá sólo al final del mundo: "Se proclamará esta buena nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin" (Mt 24,14).

28 No podemos "conocer el tiempo y el momento" (Ac 1,7) fijados por el designio divino acerca del cumplimiento de la obra de evangelización, que se ha de realizar antes de la venida del reino de Dios. Tampoco podemos conocer qué grado de profundidad tiene que alcanzar la obra misionera para que venga el fin. Sólo sabemos que la evangelización es progresiva en la historia, a la que dará su significado definitivo cuando se haya realizado. Hasta ese momento, hay un misterio de la evangelización que se compenetra con el misterio mismo de la historia.

3. Hay que constatar que todavía estamos lejos de una completa evangelización de "todas las naciones" (Mt 24,14 Mt 28,19), y que la gran mayoría de los hombres no se han adherido aun ni al Evangelio ni a la Iglesia. Por eso, como he escrito en la encíclica Redemptoris missio, "la actividad misionera está aún en sus comienzos" (RMi 30). Esta conclusión de orden histórico no se opone a la voluntad salvífica universal del Padre celeste de llevar, con la luz de Cristo, el don de la redención al corazón de cada hombre mediante la fuerza del Espíritu Santo. Este misterio de presencia y de acción salvífica es, sin duda alguna, fundamental para el compromiso eclesial de la evangelización. En esta perspectiva hay que entender el mandato que Jesús confió a los Apóstoles y, por tanto, a la Iglesia, de "ir", "bautizar", "enseñar", "predicar el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,15), "a todas las naciones" (Mt 28,19 Lc 24,47), "hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

En la conclusión del evangelio de Marcos leemos que los Apóstoles "salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la palabra con las señales que la acompañaban" (Mc 16,20). Se podría decir que la misión que Cristo les había encomendado suscitó en ellos una especie de urgencia por cumplir el mandato recibido de evangelizar a todas las naciones. Los primeros cristianos compartieron ese espíritu y sintieron con fuerza la necesidad de llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra.

Después de dos mil años, la misma misión y la misma responsabilidad permanecen intactas en la Iglesia. En efecto, aún hoy se pide a los cristianos que, cada uno en su estado de vida, se dediquen a la importante obra de evangelización.

4. En una catequesis anterior recordé la pregunta que los discípulos dirigen a Cristo en el momento de la Ascensión: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?" (Ac 1,6). Aún no habían comprendido el tipo de reino que Cristo había venido a instaurar. El reino de Dios, que se extiende al mundo entero y a toda generación, es la transformación espiritual de la humanidad mediante un proceso de conversión, cuyo tiempo sólo el Padre celestial conoce. En efecto, a los discípulos, que todavía no podían comprender la obra de Cristo, el Resucitado les responde: "A vosotros no os toca conocer los tiempos y los momentos que ha fijado el Padre con su autoridad" (Ac 1,7).

Así pues, el Padre ha previsto una sucesión de tiempos y de momentos para el cumplimiento de su designio salvífico. A él pertenecen estos kairoi, estos instantes de gracia, que marcan las etapas de la realización de su Reino. Aunque es el Todopoderoso ha decidido actuar en la historia con paciencia, según los ritmos del desarrollo humano ?personal y colectivo? teniendo en cuenta las posibilidades, las resistencias, la disponibilidad y la libertad del hombre.

Esta pedagogía divina ha de ser el modelo en el que se inspire toda acción misionera de la Iglesia. Los evangelizadores tienen que aceptar los tiempos de la evangelización, a veces lentos ?en ocasiones incluso lentísimos?, con paciencia, conscientes de que Dios, a quien pertenecen los tiempos y los momentos, guía incansablemente con su sabiduría soberana, el curso de la historia.

5. Los tiempos de espera, como ya he dicho, pueden ser largos antes de llegar al momento favorable. La Iglesia, aunque sufre las resistencias, la sordera y los atrasos que promueve astutamente el "príncipe de este mundo" (Jn 12,31), sabe que debe actuar con paciencia, respetando profundamente toda situación étnica, cultural, psicológica y sociológica. Sin embargo, nunca deberá desalentarse si sus esfuerzos no se ven siempre inmediatamente coronados por el éxito. Sobre todo, no podrá renunciar a la misión fundamental que se le ha encomendado: anunciar la buena nueva a todas las naciones.

Saber esperar los tiempos y los momentos de Dios requiere una actitud vigilante para poder captar, en las diversas situaciones históricas, las ocasiones y las posibilidades del anuncio evangélico. Lo recomienda el Concilio, cuando recuerda que "estas condiciones dependen a veces de la Iglesia y a veces de los pueblos, grupos u hombres a quienes se dirige la misión. La Iglesia, pues, aunque contenga la totalidad o plenitud de los medios de salvación no actúa ni puede actuar siempre e inmediatamente según todos estos medios" (AGD 6). Su acción "experimenta situaciones iniciales y grados (...); más aún, algunas veces, tras un avance iniciado felizmente, se ve obligada a lamentar un retroceso o a permanecer, a veces, en un estado de semiplenitud e insuficiencia" (ib.). También esto forma parte del misterio de la cruz que impregna la historia.

6. Es conocido que, a lo largo de los siglos, por diferentes razones, han desaparecido enteras comunidades cristianas. Se trata de la dolorosa elocuencia de la historia, que advierte sobre las posibilidades de fracaso inherentes a la acción humana. Ni siquiera la obra evangelizadora es inmune a esta realidad. Pero la historia testimonia, además, que, por gracia de Dios, esos retrocesos, circunscritos a algunos lugares o a algunos tiempos, no impiden el desarrollo general de la evangelización que, según las palabras de Cristo, se extenderá progresivamente a toda la humanidad (cf. Mt 24,14). En efecto, la Iglesia aun en medio de las vicisitudes, prosigue la misión evangelizadora con el mismo impulso de los primeros siglos, y el reino de Dios sigue desarrollándose y difundiéndose.

7. También hoy es consciente de las dificultades que se presentan en su camino a lo largo de la historia. Con todo, cree vivamente en el poder del Espíritu Santo, que abre los corazones al Evangelio y la guía en su misión. En efecto, es él quien atrae hacia Cristo a todo hombre, a toda cultura y a todo pueblo, respetando su libertad y los ritmos y guiando a todos con dulzura hacia la verdad. Por tanto, lo que a los ojos humanos podría parecer un proceso lento y accidentado es, en realidad, el modo de actuar de Dios. En los discípulos de Cristo, comenzando por los pastores y los misioneros, esta certeza sostiene y fortalece la esperanza de que su trabajo no es vano ni se perderá. Esta esperanza se funda en la perspectiva escatológica que está en la base de la obra evangelizadora de la Iglesia, peregrina en la tierra hasta el fin de los tiempos.

Saludos

29 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los visitantes de lengua española, en particular a los sacerdotes de diversas diócesis de España, al grupo del canal televisivo “Clara–Visión” de la diócesis mexicana de Toluca, a un grupo de señoras de Puerto Rico, a los fieles de la parroquia San Nicolás de Tolentino de Bogotá, así como a los peregrinos argentinos.

Al invitaros a todos a colaborar, cada uno según su estado de vida, en la misión evangelizadora de la Iglesia, os imparto mi bendición apostólica.



Mayo de 1995

Miércoles 3 de mayo de 1995

Misión y misiones

(Lectura:
capítulo segundo del libro de los Hechos de los Apóstoles, versículos 46-47) Ac 2,46-47

1. En el lenguaje tradicional se habla de las misiones, en plural, y de los misioneros que cumplen en ellas un mandato específico. Es un modo de expresarse que no contradice la unidad de la misión de la Iglesia, antes bien, manifiesta con mayor intensidad este compromiso fundamental de evangelización. Los misioneros no sólo no oscurecen el principio de que toda la Iglesia es misionera, sino que, por el contrario, lo encarnan personalmente.

¿Qué son las misiones? Según el Concilio, se trata de "las iniciativas particulares con las que los heraldos del Evangelio, enviados por la Iglesia, yendo por todo el mundo, cumplen la tarea de predicar el Evangelio y de implantar la misma Iglesia entre los pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo" (decreto AGD 6). En la encíclica Redemptoris missio se precisa que se abren en los territorios en los que la Iglesia "no ha arraigado todavía" y en los pueblos "cuya cultura no ha sido influenciada aún por el Evangelio" (RMi 34).

2. Podemos precisar que estas actividades tienden a la edificación de la Iglesia local. No sólo contribuyen a establecer estructuras y una jerarquía eclesial, sino que además colaboran en la formación de comunidades de vida cristiana mediante el anuncio de la palabra de Dios y la administración de los sacramentos. Ya santo Tomás de Aquino hablaba de esta implantación de la Iglesia como munus apostólico (cf. I Sent., D. 2SN 16,0, q. 1, a. 2, ad 2 y 4; a. 3; Summa Theol., I 43,7, ad 6; I-II 106,4, ad 4). En diversos documentos, citados por el concilio Vaticano II (cf. Ad gentes AGD 34), los Pontífices de nuestro siglo han profundizado en este concepto, que pertenece a una sólida tradición eclesiológica. Tanto mis venerados predecesores como santo Tomás utilizan también otra expresión: dilatio Ecclesiae es decir dilatación, ensanchamiento de la Iglesia (cf. santo Tomás, Comm. in Mt 16,28). El Concilio explica que "el medio principal de esta implantación (o dilatación) es la predicación del Evangelio de Jesucristo (...). De la semilla de la palabra de Dios crecen las Iglesias autóctonas particulares...", en el cuerpo de la única Iglesia, a la que los hombres "se incorporan por el bautismo (...), se alimentan y viven de la palabra de Dios y del pan eucarístico" (AGD 6 cf. Ac 2,42 1P 1,23). Son Iglesias que, "dotadas de fuerza y madurez propias", y provistas de una jerarquía propia, tienen medios adecuados para la vida cristiana de sus miembros, y pueden contribuir al bien de toda la Iglesia (cf. ib.).

30 El ideal que hay que perseguir en la actividad misionera es éste: la fundación de una Iglesia que, por sí misma, provea a sus pastores y a todas las necesidades de la vida de fe, permaneciendo en comunión con las otras Iglesias particulares y con la Sede de Pedro.

3. Se pueden distinguir algunas etapas en la actividad misionera (cf. Ad gentes
AGD 6): la del comienzo o implantación, con una predicación del Evangelio que tiende a llevar a los hombres al bautismo; sigue la del nuevo desarrollo o juventud, con la educación en la fe y en el modo de vida, la formación de la comunidad local, el nacimiento y el desarrollo de las vocaciones sacerdotales y religiosas. A través de estos momentos formativos se dota a la comunidad de una estructura ministerial, ayudándola a desarrollarse en una perspectiva de apertura y de cooperación misionera.

Por desgracia, también en tiempos recientes, no han faltado las incomprensiones sobre la actividad misionera y el valor de las misiones. Partiendo del vínculo que durante un período determinado, por motivos históricos contingentes, se estableció entre la actividad misionera y la colonización política, se ha querido deducir que la paulatina desaparición del fenómeno histórico de las colonias debía tener como consecuencia la desaparición simultánea de las misiones.

A estas incertidumbres se ha añadido la consideración de que en las Iglesias de antigua evangelización, de las que provenían muchos misioneros que trabajaban en los países de misión, ha ido creciendo cada vez más la conciencia de que también su territorio está convirtiéndose en tierra de misión y que necesita una nueva evangelización. Así, se ha presentado el problema de una opción entre las misiones en los países que aún no han sido evangelizados y las tareas urgentes de apostolado en los países de antigua cristiandad.

4. La cuestión no puede resolverse con la elección de la segunda alternativa, tomada en absoluto, en detrimento de la primera. Es verdad que "en los países de antigua cristiandad" se hace sentir la necesidad de una nueva evangelización allí "donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio" (Redemptoris missio RMi 33). Pero también es verdad que la actividad misionera específica sigue siendo irrenunciable y ha de llevarse a cabo en los territorios en los que la Iglesia no ha sido fundada aún o en aquellos en los que el número de cristianos es muy exiguo. Es preciso que el mensaje evangélico se dé a conocer a todos, y las mismas comunidades de cristianos, ya florecientes y ejemplares, tienen que ser capaces de ejercer una influencia benéfica en las costumbres y en las instituciones, mediante un diálogo provechoso con los otros grupos y las otras comunidades.

Como he hecho notar en la encíclica ya citada, "el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado" (ib., 3). Esto depende del hecho que en la línea de desarrollo de la población mundial, la proporción cuantitativa de los no cristianos ha crecido notablemente por razones demográficas ya conocidas y por una estabilidad mayor en la conservación de elementos religiosos casi connaturales a las culturas.

5. Además con respecto a la relación entre actividad misionera y política colonizadora de algunos países, hay que analizar con serenidad y mirada limpia los datos de hecho, de los que se deduce que, si en algún caso la coincidencia pudo haber llevado a comportamientos reprobables por parte de misioneros en la referencia a las naciones de procedencia o en la colaboración con los poderes locales, de los que, por lo demás, no siempre era fácil prescindir, sin embargo la actividad evangelizadora considerada en su conjunto se ha distinguido siempre por un objetivo muy diferente del de las potencias terrenas: promover la dignidad personal de los hombres evangelizados haciéndoles acceder a la filiación divina, que Cristo conquistó para cada uno de los hombres y que se comunica a los fieles en el bautismo. De hecho, esto ha favorecido en general el progreso de esos pueblos hacia la libertad y su desarrollo incluso en el plano económico-social. Los misioneros actuaban por la estima que sentían hacia todos los hombres en cuanto personas amadas por Dios y redimidas por Jesucristo.

Hoy, como ayer, su actividad en medio de los pueblos o grupos en los que la Iglesia no está presente ni actúa todavía, no responde a miras de poder e intereses humanos, ni se inspira en el orgullo de una superioridad cultural y social. Por el contrario, quiere ser ?y es en realidad? un servicio humilde de amor hacia quienes no han recibido aún la luz y la vida de Cristo en el ámbito de la Iglesia (Ecclesia), que él quiso y fundó para la salvación del mundo entero.

El Concilio reconoce también que existen situaciones en las que la actividad misionera debe limitarse a una presencia discreta, porque no puede desarrollarse en estructuras visiblemente organizadas y operativas (cf. Ad gentes AGD 6). Quizá, precisamente en esos casos, los misioneros representan aún más claramente a la Iglesia, fundada por Cristo para predicar el Evangelio y constituir por doquier comunidades de salvación. En efecto, es bien consciente del misterio de la cruz, que comporta a veces, como la historia ilustra ampliamente, la espera silenciosa y confiada de la luz de la Pascua.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

31 Deseo saludar ahora con afecto a los visitantes venidos de España y de América Latina; en particular, saludo a los Oficiales del Centro Superior de Defensa, a los grupos de estudiantes españoles, a los diversos grupos parroquiales, así como a los peregrinos argentinos de Santa Fe.

A todos vosotros y a vuestras familias imparto mi bendición apostólica.




Audiencias 1995 23