Audiencias 1995 38

Junio 1995

Miércoles de 7 de junio 1995

(Lectura:
capítulo 15 del evangelio de san Juan)

39 1. El domingo de Pentecostés tuve la oportunidad de visitar de nuevo Bélgica, nación e Iglesia a la que estoy particularmente vinculado ya desde que realizaba mis estudios en Roma, cuando era huésped del Colegio belga. Esta vez, la finalidad de mi breve visita fue la beatificación del padre Damián de Veuster, misionero de la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María, que dio su vida atendiendo a los leprosos en la isla de Molokai, situada en el archipiélago de Hawai.

El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, dedica un capítulo a la vocación universal a la santidad. Confirmación de esta vocación son los santos y los beatos que la Iglesia eleva a los altares, presentándolos como modelos de vida evangélica, que se caracterizaron por la heroicidad de sus virtudes. Hace dos semanas tuve la alegría de canonizar, en Olomouc (Moravia) a santa Zdislava y a san Jan Sarkander. El domingo pasado correspondió al padre Damián de Veuster, como para proseguir el mismo testimonio de santidad. Y el hecho de que esta beatificación haya coincidido con la solemnidad de Pentecostés confiere a ese acontecimiento un significado particular. En efecto, el Espíritu Santo es la persona de la santísima Trinidad a la que se le atribuye, de modo particular, la santidad de Dios. El Espíritu Santo, por consiguiente, es la fuente de la santidad del hombre y el artífice incesante de nuestra santificación.

En el cenáculo, después de la Ascensión del Señor al cielo, la santísima Virgen María y los Apóstoles permanecieron en oración a la espera del Espíritu Santo: esa oración, de alguna manera, ha sido constantemente escuchada en la historia de la Iglesia. Lo testimonian las canonizaciones y las beatificaciones, incluida la del padre Damián, que vivió de 1840 a 1889 y cuyo ejemplo ha atraído, entre otros, también al jesuita polaco p. Jan Beyzym, apóstol de los leprosos en Madagascar. El proceso de beatificación del padre Beyzym está en curso.

2. Junio es el mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. Lo ha subrayado significativamente el hecho de que la beatificación del padre Damián se haya llevado a cabo en Bruselas, ante la basílica del Sagrado Corazón, en Koekelberg. A pesar de la lluvia, se congregaron en torno al altar fieles procedentes de varias ciudades y naciones, que participaron con gran recogimiento en la ceremonia. Una delegación de la isla de Molokai acudió para recibir la reliquia de su misionero y llevarla a la patria. La Iglesia belga construyó la basílica del Sagrado Corazón al terminar la primera guerra mundial, que había provocado numerosas víctimas. ¿Cómo no pensar en el gran cementerio de guerra que se halla en Ypres, cerca de Gante, donde, durante mi anterior peregrinación, hace diez años, tuvo lugar el encuentro con los jóvenes?

Al recuerdo de la primera guerra mundial, y sobre todo de la segunda, después de las celebraciones del 50° aniversario de su final en Europa, se unió durante la visita una ardiente oración por la paz en el continente europeo y en el mundo entero. Los belgas colaboran con gran empeño a la construcción de la paz. Vale la pena recordar aquí que el actual arzobispo de Malinas-Bruselas, el cardenal Godfried Danneels, es presidente de la organización mundial Pax Christi. Sus predecesores han desempeñado papeles significativos en la historia de la nación con ocasión de las dos guerras mundiales: durante la primera, guiaba la diócesis el cardenal Désiré Joseph Mercier, y, durante la segunda, el cardenal Joseph Ernest Van Roey, cuya herencia fue recogida por el cardenal Leo Jozef Suenens, que tiene ya más de noventa años. El rito de beatificación, que se celebró en la basílica del Sagrado Corazón, nos permitió recordar a esas dos grandes figuras eclesiales y el testimonio que dieron de Cristo.

El encuentro de la tarde, que tuvo lugar en la catedral de la archidiócesis de Malinas-Bruselas, fue una especie de acción de gracias por la beatificación, expresada por las congregaciones de los Sagrados Corazones de Jesús y María, presentes en varios países del mundo. Es de desear que la beatificación del padre Damián contribuya a intensificar sus actividades misioneras. En el rito tomó parte todo el Episcopado belga, entre cuyos méritos en la vida de la Iglesia se puede contar el compromiso ecuménico, tanto en el período preconciliar como después del Vaticano II.

3. Para concluir, deseo manifestar mi gratitud al Episcopado y a la Iglesia que está en Bélgica por la invitación que me hicieron para realizar esta visita. Asimismo, doy las gracias a las autoridades, a los responsables y a los administradores públicos que han velado con empeño por el buen desarrollo de la misma. Sobre todo les agradezco la preparación pastoral de la visita, garantía de abundantes frutos espirituales en la vida de los fieles.

Este viaje apostólico debía haberse llevado a cabo el año pasado, pero se tuvo que aplazar a causa del conocido accidente que sufrí. Hubiera debido ser más articulado y amplio, con más encuentros y etapas. Entre éstas, el encuentro con los jóvenes, que no falta nunca en mis peregrinaciones apostólicas, dado que la juventud constituye el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la sociedad.

Quisiera aprovechar esta ocasión para saludar a todos aquellos con quienes tenia la intención de encontrarme.

Me resulta difícil no mencionar aquí a la dinastía que reina en el país. Agradezco al rey Alberto y a la reina la amable acogida. Bélgica es una monarquía constitucional y los reyes belgas se han inscrito de forma indeleble en la historia de su nación, así como en la de Europa. Pienso en los monarcas que reinaban durante las dos guerras mundiales. De modo especial pienso en el rey Balduino, que falleció recientemente, con quien tuve la dicha de encontrarme varias veces, no sólo en el curso de mi anterior visita a Bélgica, sino también en Roma. Su recuerdo se halla grabado en la memoria de sus compatriotas y de todos nosotros. Fue un gran promotor de los derechos de la conciencia humana, dispuesto a defender los mandamientos divinos, y especialmente el quinto: ¡No matarás!, en particular por lo que se refiere a la protección de la vida de los niños aún por nacer.

Su herencia espiritual, conservada con solicitud por su viuda, la reina Fabiola, constituye un tesoro común para la nación y para la Iglesia. Esa herencia sigue viva en sus compatriotas, como lo demuestra la reacción general, llena de afecto, ante su recuerdo, de parte de todos los que participaron en la ceremonia de beatificación del padre Damián.

40 Mi visita a Bélgica, y sobre todo la beatificación del padre Damián, se ha convertido en una etapa importante en el camino de preparación para el comienzo del tercer milenio. En efecto, los santos ponen más plenamente de relieve la presencia de Cristo en la historia de la humanidad. Gracias a ellos, Cristo, que es "él mismo ayer, hoy y siempre" (He 13,8) nos permite cruzar el umbral del tiempo, preparándonos de este modo para la eternidad, que es la dimensión de Dios.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora cordialmente a los peregrinos de España y de América Latina.

En particular, al grupo “Amigos de la catedral de Santander” y a otros grupos españoles; saludo asimismo a los peregrinos de Costa Rica, Colombia y Argentina.

En este mes de junio, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, os invito a poner en práctica su mandamiento de amar a todos, condición indispensable para promover la causa de la paz.

A todos os imparto con afecto mi bendición apostólica.





Miércoles 14 de junio de 1995

La misión de las Iglesias particulares en el ámbito de la Iglesia universal

(Lectura:
capítulo 10 del evangelio de san Juan, versículos 14-16) Jn 10,14-16

41 1. Jesucristo fundó la Iglesia como única y universal: dos dimensiones que, como hemos visto en catequesis anteriores, se fundan en la misma voluntad de Jesucristo. Y, sin embargo, los Hechos y las cartas de los Apóstoles testimonian que en el ámbito de la Iglesia una y universal, por obra de los Apóstoles o de sus colaboradores, y luego de sus sucesores, se han formado las Iglesias particulares. Así se manifiesta una distinción entre la Iglesia universal, confiada a los Apóstoles bajo la guía de Pedro, y las Iglesias particulares, con sus propios pastores. Recordemos la de Jerusalén, encomendada a algunos presbíteros (cf. Ac 11,30) con Santiago (cf. Ac 12,17 Ac 21,18); la de Antioquía, con profetas y doctores (cf. Ac 13,1); y las otras comunidades en las que Pablo y Bernabé designaron a algunos "presbíteros" (Ac 14,23 Ac 20,17) o "episcopoi" (Ac 20,28).

2. La estructuración de la única Iglesia en una variedad pluriforme de Iglesias particulares, al mismo tiempo que responde a la institución de Cristo, está en conformidad también con la ley sociológica y psicológica de la localización y de la convivencia en comunidades locales en las que los vínculos son fuertes y provechosos. En el plano religioso y cristiano, la existencia de las Iglesias particulares es esencial en la vida de la Iglesia universal. Los discípulos de Cristo necesitan comunidades en las que puedan vivir el Evangelio, idéntico para todos, de modo adecuado a cada cultura particular.

El concilio Vaticano II recuerda que esas dos dimensiones de la Iglesia no se contraponen, sino que la Iglesia universal subsiste en las Iglesias particulares, mientras que éstas encarnan el universalismo de la Iglesia católica en su vida de comunidades particulares. "Dentro de la comunión eclesial ?afirma la constitución dogmática sobre la Iglesia? existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones, sin quitar nada al primado de la Sede de Pedro. Ésta preside toda la comunidad de amor" (Lumen gentium LG 13).

3. También un tercer principio regula la misión de las Iglesias particulares en el ámbito de la Iglesia universal: el de la inculturación de la buena nueva. La evangelización se realiza no sólo con la adaptación a las expresiones culturales de los diversos pueblos, sino también mediante la inserción vital del Evangelio en su pensamiento, en sus valores, en sus costumbres y en su oración, gracias a la búsqueda y al respeto del núcleo de verdad que, de modo más o menos evidente, se encuentra en ellos. Éste es el concepto expuesto en la Redemptoris missio (cf. n. 52), en armonía con los documentos anteriores del magisterio pontificio y del Concilio, siguiendo la lógica de la Encarnación.

El modelo de toda evangelización de la cultura es la Encarnación. Jesucristo, Verbo encarnado, vino al mundo para redimir a la humanidad entera y ser "el Señor de todos" (Ac 10,36). Y, sin embargo, se insertó y vivió en la tradición religiosa de Israel (cf. Lc Lc 2,22-24 Lc Lc 2,39 Lc Lc 2,41 Mt 4,23 17, Mt 27), pero llevándola a cumplimiento según una modalidad nueva de alianza que inauguró con la superación de algunos elementos de la ley antigua como afirman los escritos del Nuevo Testamento (cf. Mt 5, 17-20, 15, 1-6; Rm 8,1-4 Ga 4,4). Pero Jesús piensa y habla también de las "otras ovejas" que él, como único pastor, quiere conducir al único rebaño (cf. Jn 10,6). Y san Pablo a quien Cristo llamó a ser "apóstol de los gentiles" (Rm 11,13 cf. Rm 1,5), ordenaba a los nuevos cristianos en todas las Iglesias que permanecieran en la condición en la que se encontraban en el momento de su conversión (cf. 1Co 7,17 1Co 7,20 1Co 7,24); o sea, no debían adoptar los usos culturales de los judíos, sino mantenerse en su propia cultura y vivir en ella su fe cristiana.

4. Así se explica y se justifica que el cristianismo, preparado para ello por la espiritualidad del Antiguo Testamento, incorporara en la cultura y en la civilización cristiana las aportaciones de las culturas y de las tradiciones religiosas también de los paganos, pertenecientes a las gentes o naciones ajenas a Israel. Se trata de una realidad histórica, que hay que considerar en su profunda dimensión religiosa. El mensaje evangélico, en su esencia de revelación de Dios mediante la vida y la enseñanza de Cristo, ha de presentarse a las diversas culturas, favoreciendo el desarrollo de las semillas, de los deseos, de las expectativas ?podríamos decir, de los presentimientos de los valores evangélicos? ya sembrados en ellas. De esa forma, puede realizarse una transformación cuyo resultado no es la pérdida de la identidad cultural de los pueblos. Al contrario, precisamente porque se trata de un mensaje de origen divino, tiende a valorizar la cultura local, estimulándola y ayudándola a producir nuevos frutos al nivel más elevado, adonde lleva la presencia de Cristo con la gracia del Espíritu Santo y la luz del Evangelio.

5. En efecto, se trata de una empresa ardua y de "un proceso difícil, porque - como se lee en la encíclica Redemptoris missio - no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana" (RMi 52). Nunca será admisible renunciar a una parte de la doctrina cristiana, para que se asimile más fácilmente la verdad propuesta. Nunca se podrán aceptar costumbres en contraste con las decisiones del Evangelio

Sería ilusorio intentar llevar a cabo una armonización que introdujera en la doctrina de Cristo elementos extraños, provenientes de otras religiones. Esto sólo seria sincretismo religioso, una solución inaceptable. Por el contrario, hace falta una verdadera transformación elevadora y cuando sea necesario, sanadora de las culturas que reciben la revelación cristiana y quieren alimentarse de su contenido vital.

Por este camino pueden producirse expresiones originales de la doctrina cristiana y de las experiencias de vida, cuya variedad es riqueza para la Iglesia universal. Gracias a la inculturación en las Iglesias particulares "la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la caridad; conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación" (Redemptoris missio RMi 52). Entendida y realizada correctamente, la inculturación expresa mejor el sentido del universalismo de la Iglesia, que acepta y asimila todas las manifestaciones culturales, así como acoge e incorpora todas las realidades humanas, para santificarlas y transformarlas según el proyecto de Dios.

En las Iglesias particulares que nacen y se desarrollan en los territorios de evangelización, esta obra puede y debe realizarse como un compromiso misionero válido y fructuoso. El criterio que todos deberán seguir es el siguiente: en toda cultura se pueden encontrar y descubrir valores auténticos, pero en ninguna se encuentra la verdad absoluta ni una regla infalible de vida y de oración.

Así pues, es necesario reconocer esos valores, como hicieron ya en los primeros siglos los Padres con la cultura griega y latina, y después, sucesivamente, con las de los pueblos evangelizados. También hoy las Iglesias particulares, en la promoción del encuentro entre el Evangelio y las culturas, están llamadas a vivir su vocación misionera para realizar la unidad y la universalidad de la familia de Dios.

Saludos

42 Queridos hermanos y hermanas:

Saludo ahora cordialmente a los peregrinos de España y América Latina.

En especial, al grupo de Frailes Franciscanos Menores, a las Religiosas de María Inmaculada, a la Coral infantil “Viva la Música” de Colombia, a los peregrinos de la Diócesis de Santa Cruz de Bolivia, así como a los demás grupos de Argentina, México, Colombia y España.

A todos os exhorto a cultivar un profundo amor por vuestras Iglesias locales y una generosa apertura misionera a las necesidades de la Iglesia universal.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 21 de junio de 1995

La tarea misionera de la Iglesia en las relaciones con el mundo

(Lectura:
capítulo 3 del evangelio de san Juan, versículos 16-17) Jn 3,16-17

1. La misión evangelizadora de la Iglesia plantea el problema de sus relaciones con el mundo. El concilio Vaticano II, ya afrontó ese problema, especialmente en la constitución Gaudium et spes. En las anteriores catequesis hemos aludido a algunos aspectos de esas relaciones, al tratar de la misión de los seglares en la vida de la Iglesia. Ahora, como conclusión de las catequesis dedicadas a la vocación misionera de la Iglesia, queremos trazar algunas líneas directrices, que ilustren mejor el cuadro general de su misión, precisamente en relación con el mundo, en el que vive y al que comunica la gracia y la salvación divina.

Ante todo, es preciso recordar que la Iglesia "tiene un fin salvífico y escatológico que sólo podrá alcanzar plenamente en el siglo futuro" (Gaudium et spes GS 40). Por eso, no se le puede pedir que sus fuerzas queden exclusiva o principalmente absorbidas por las exigencias y los problemas del mundo terreno. Y tampoco es posible valorar de modo correcto su acción en el mundo de hoy, como en el de los siglos pasados, juzgándola únicamente desde el punto de vista de los fines temporales o del bienestar material de la sociedad. La orientación hacia el mundo futuro le es esencial. Sabe que está rodeada por las realidades visibles, pero es consciente de que debe ocuparse de lo visible con vistas al reino eterno invisible, que ya realiza misteriosamente (cf. Lumen gentium LG 3) y a cuya plena manifestación ardientemente aspira. Esta verdad fundamental ha quedado muy bien expresada en el dicho tradicional: "Per visibilia ad invisibilia": por medio de las realidades visibles hacia las invisibles.

43 2. En la tierra la Iglesia está presente como familia de los hijos de Dios "constituida y ordenada en este mundo como una sociedad" (ib., 8). Por esta razón, se siente partícipe de las vicisitudes humanas en solidaridad con la humanidad entera. Como recuerda el Concilio, "avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena" (Gaudium et spes GS 40). Eso significa que la Iglesia experimenta en sus miembros las pruebas y las dificultades de las naciones, de las familias y de las personas, participando en el fatigoso peregrinar de la humanidad por los caminos de la historia. Al tratar de las relaciones de la Iglesia con el mundo, el concilio Vaticano II toma como punto de partida esta participación de la Iglesia en "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres"(ib., 1). Hoy, de manera especial, gracias al nuevo conocimiento universal de las condiciones reales del mundo, esa participación se ha hecho muy intensa y profunda.

3. El Concilio afirma, además, que la Iglesia no se limita a compartir la suerte que en nuestro tiempo, como en las demás épocas de la historia caracteriza las experiencias de los hombres. En efecto, sabe que "existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios" (ib., 40). Impulsada por el soplo del Espíritu Santo, la Iglesia quiere infundir también en la sociedad una tensión nueva para transformarla en una comunidad espiritual y, en la medida de lo posible, también materialmente ordenada y feliz. Como decía santo Tomás de Aquino, se trata de llevar a los hombres a "vivir bien", a vivir "según las virtudes". Ésa es la esencia del bien común temporal, al cual deben tender los ciudadanos mediante la guía del Estado, pero actuando a la luz del fin último, al que los pastores y toda la Iglesia en su conjunto orientan a las personas y a los pueblos (cf. De regimine principum, cc. 1, 14, 15).

Precisamente a esta luz del "sumo bien", que regula toda la existencia humana también en orden a los "fines intermedios" (cf. ib. c. 15), la Iglesia "contribuye mucho a humanizar más la familia de los hombres y su historia" (Gaudium et spes GS 40). Presta su contribución promoviendo la dignidad de la persona y los vínculos de comunión entre los individuos y los pueblos, así como poniendo de relieve el significado espiritual del trabajo diario en el gran plan de la creación y el justo desarrollo de la libertad humana.

4. El Concilio especifica que la Iglesia presta gran ayuda a los hombres. Ante todo, descubre a cada uno la verdad sobre su existencia y su destino. Muestra a cada persona que Dios es la única respuesta verdadera a las aspiraciones más profundas de su corazón, "que nunca se sacia plenamente con los alimentos terrestres" (ib., 41). Además, defiende a toda persona, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, con la proclamación de los "derechos fundamentales de la persona y de la familia" (ib., 42) y con su benéfico influjo sobre la sociedad, para que respete esos derechos y se ponga en marcha el proceso de cambio de todas las situaciones en que esos derechos son claramente violados.

Por último, la Iglesia pone de manifiesto y proclama también los derechos de la familia, vinculados indudablemente a los de las personas y exigidos por el mismo ser humano en cuanto tal. Junto a la defensa de la dignidad de la persona en todas las fases de su existencia, la Iglesia no cesa de subrayar el valor de la familia, en la que todo hombre y toda mujer están insertados naturalmente. En efecto, existe una profunda correlación entre los derechos de la persona y los de la familia: no se pueden defender de forma eficaz las personas sin una clara referencia a su marco familiar.

La Iglesia, aunque tiene una misión que "no es de orden político, económico o social", sino "de orden religioso" (ib.), lleva a cabo una acción benéfica también en favor de la sociedad. Esa acción se realiza de varias formas. Suscita obras destinadas al servicio de todos y especialmente de los necesitados; promueve "una sana socialización y asociación civil y económica" (ib.); exhorta a los hombres a superar las desavenencias entre naciones y razas, favoreciendo la unidad a nivel internacional y mundial; apoya y sostiene, en la medida de sus posibilidades, las instituciones que miran al bien común.

Orienta y anima la actividad humana (cf. ib., 43) e impulsa a los cristianos a comprometer sus fuerzas en todos los campos para el bien de la sociedad. Los invita a seguir el ejemplo de Cristo, carpintero de Nazaret, a guardar el precepto del amor al prójimo, a realizar en su vida la exhortación de Jesús a hacer fructificar los propios talentos (cf. Mt 25,14-30). Los estimula, además, a dar su contribución al esfuerzo científico y técnico de la sociedad humana; a comprometerse en las actividades temporales, campo propio de los seglares (cf. Gaudium et spes GS 43), para el progreso de la cultura, la realización de la justicia y el logro de una verdadera paz.

5. En sus relaciones con el mundo, la Iglesia no sólo ofrece; también recibe -de personas, grupos y sociedades- ayudas y contribuciones. El Concilio lo reconoce abiertamente: "De la misma manera que interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia, también la propia Iglesia sabe cuánto ha recibido de la historia y la evolución de la humanidad" (ib., 44). Se realiza así "un vivo intercambio entre la Iglesia y las diferentes culturas de los pueblos" (ib.). De manera especial la Iglesia misionera, en su compromiso de evangelización, recurre siempre a las lenguas, a los conceptos y a las culturas de los diversos pueblos y, ya desde los primeros siglos, encontró en la sabiduría de los filósofos las semina Verbi que constituyen una auténtica preparación para el anuncio explícito del Evangelio. Así pues, muy consciente de recibir mucho del mundo, la Iglesia expresa su gratitud, pero sin renunciar a la convicción de su vocación misionera y de su capacidad de dar a la humanidad el don mayor y más elevado que puede recibir: la vida divina en Cristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la lleva al Padre. Ésta es la esencia del espíritu misionero, con el que la Iglesia se acerca al mundo y desea acompañarlo en comunión de vida.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar a los visitantes venidos de España y de América Latina. Saludo en particular a los diversos grupos españoles y a los numerosos peregrinos de México.

44 Invito a todos y cada uno, desde la propia condición, a colaborar generosamente en la actividad misionera de la Iglesia.

Con gran afecto os imparto mi bendición apostólica.





Miércoles 28 de junio de 1995

Diversidad en la unidad: la cuestión ecuménica

(Lectura:
capítulo 4 de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios, versículos 11-13) Ep 4,11-13

1. A la dimensión misionera de la Iglesia, explicada en las catequesis anteriores, pertenece también el ecumenismo. Con particular alegría me dispongo a tratar este tema mientras se encuentra presente en Roma la delegación oficial del patriarcado de Constantinopla, guiada por Su Santidad Bartolomé I. Estoy seguro de que también nuestro venerado hermano vive intensamente la solicitud por este problema, y su visita brindará una contribución eficaz al progreso del diálogo ecuménico.

Sobre este asunto específico he publicado recientemente la carta encíclica Ut unum sint, invitando a cuantos se declaran discípulos de Cristo a intensificar su compromiso en favor de la plena unidad de todos los cristianos. En efecto, "esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape" (UUS 9).

A lo largo de los siglos, por desgracia, han sido numerosas las fracturas entre los discípulos de Cristo. Estas divisiones no forman parte de la variedad legítima que distingue a las Iglesias locales o particulares, en las que está presente y se articula la única Iglesia de Cristo.

2. Para explicar la diversidad y variedad histórica de las Iglesias cristianas, es oportuno observar que la unidad querida por Cristo de ninguna manera implica una uniformidad exterior mortificante. Al respecto, en la encíclica citada, he subrayado que "la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que, por el contrario, aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión" (UUS 50). Numerosas Iglesias locales o particulares conservan su manera propia de vivir el compromiso cristiano que se remonta a instituciones de origen apostólico y a tradiciones antiquísimas, o también a praxis establecidas en los diversos tiempos fruto de experiencias que han resultado adecuadas para la inculturación del Evangelio. Así se ha ido formando en el curso de los siglos una gran variedad de Iglesias locales, que ha contribuido y contribuye a la riqueza espiritual de la Iglesia universal, sin perjudicar la unidad.

Así pues, conviene que siga existiendo la variedad. La unidad de la Iglesia no debe sufrir por ello, sobre todo si los cristianos, conscientes de su origen divino, la imploran constantemente en la oración, pues es fruto de la acción del Espíritu Santo.

45 El concilio Vaticano II recuerda, oportunamente, que la unidad de la Iglesia universal no es el resultado o el producto de la unión de las Iglesias locales, sino que es una de sus propiedades esenciales. Desde el inicio, la Iglesia fue fundada por Cristo como universal e, históricamente, las Iglesias locales se formaron como presencias y expresiones de esta única Iglesia universal. Por eso, la fe cristiana es fe en la Iglesia una y católica (cf. Lumen gentium LG 13).

3. La palabra de Cristo, transmitida por los Apóstoles y contenida en el Nuevo Testamento, no deja dudas sobre su voluntad, de acuerdo con el plan del Padre: "No ruego sólo por éstos (los Apóstoles) sino también por aquellos, que, por medio de su palabra, creerán en mí para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,20-21). La unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo es el fundamento supremo de la unidad de la Iglesia. Es preciso imitar la perfección de esa unidad trascendente, "para que sean perfectamente uno" (Jn 17,23). Dicha unidad divina es, por tanto, el principio que funda la unión de los creyentes: "Que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21).

Además, en los evangelios y en los demás escritos del Nuevo Testamento se afirma claramente que la unidad de la Iglesia se ha obtenido por medio del sacrificio redentor. Leemos, por ejemplo, en el evangelio de san Juan: "Jesús debía morir (...) no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,51-52). Si la dispersión fue el fruto del pecado ?es la lección que nos brinda el episodio de la torre de Babel?, la reunificación de los hijos de Dios dispersos es obra de la Redención. Con su sacrificio, Jesús creó "un solo hombre nuevo" y reconcilió a los hombres entre sí, destruyendo la enemistad que los dividía (cf. Ep 2,14-16).

4. En Armenia con la palabra de Cristo, san Pablo enseña que la diversidad de los miembros del cuerpo no impide su unidad: "Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo" (1Co 12,12). Esta unidad en la Iglesia brota, ante todo, del bautismo y de la Eucaristía, en los que se comunica y actúa el Espíritu Santo: "En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1Co 12,13). "Porque, aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos" (1Co 10,17).

San Pablo, apóstol y doctor de la unidad, describe la dimensión que ésta tiene en la vida eclesial: "Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Ep 4,4-6).

Un solo cuerpo: la imagen expresa un todo orgánico, indisolublemente unido mediante una unidad espiritual: un solo Espíritu. Se trata de una unidad real, que los cristianos están llamados a vivir cada vez más profundamente, aceptando sus exigencias y "con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándose unos a otros por amor" (Ep 4,2).

La unidad de la Iglesia manifiesta, por consiguiente, un doble aspecto: es una propiedad que tiene como fundamento indestructible la misma unidad divina de la Trinidad, pero exige también la responsabilidad de los creyentes que deben acogerla y actuarla concretamente en su vida (cf. Ut unum sint UUS 6).

5. Se trata, ante todo, de conservar la una fides, la profesión de la única fe de la que habla el apóstol Pablo. Esta fe conlleva la adhesión común a Cristo y a toda la verdad revelada por él a la humanidad, testimoniada en la Escritura y conservada en la Tradición viva de la Iglesia. Precisamente para mantener y promover la unidad de la fe (unitas fidei catholicae), Jesús quiso instituir en el Colegio apostólico una autoridad especifica, vinculando su magisterio a sí mismo: "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16 cf. Mt 28,18-20).

En función de la koinonía de los creyentes, la autoridad de los Apóstoles y de sus sucesores es un servicio que se realiza en el ámbito sacramental, doctrinal y pastoral, no sólo en función de una unidad de doctrina, sino también de dirección y de gobierno. Lo escribe san Pablo: "Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros (...), para edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios" (Ep 4,11-13).

En esta perspectiva se comprende muy bien el ministerio específico asignado a Pedro y a sus sucesores. Está fundado en las mismas palabras de Cristo, tal como las recoge la tradición evangélica (cf. Ut unum sint UUS 91).

Es un misterio de gracia que el Pastor eterno de nuestras almas ha querido para su Iglesia, a fin de que, creciendo y actuando en la caridad y en la verdad permanezca en todo tiempo visiblemente unida para gloria de Dios Padre.

46 Pidámosle a él el don de una comprensión cada vez más profunda entre los fieles y los pastores y, por lo que respecta al ministerio petrino, invoquemos la luz necesaria para descubrir las formas mejores en que ese ministerio pueda realizar un servicio de comunión reconocido por todos (cf. ib., 96).

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora con afecto a todos los presentes venidos desde España y América Latina.

En particular a las peregrinaciones de Madrid y Mérida–Badajoz, a los seminaristas de Osma–Soria y a los fieles de distintas parroquias de Barcelona, Pamplona y Zaragoza, así como a los jóvenes estudiantes.

También a los peregrinos mexicanos de Morelia, a los de El Salvador y al grupo de la Asociación de socorro mutuo y cultura de Buenos Aires.

Al exhortaros a confirmar vuestra fe junto a la tumba del apóstol Pedro, os imparto de corazón mi bendición apostólica.




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