Audiencias 1995 64

Miércoles 13 de septiembre de 1995

El rostro materno de María en los primeros siglos

(Lectura:
evangelio de san Lucas, capítulo 1, versículos 28-33) Lc 1,28-33

1. En la constitución Lumen gentium, el Concilio afirma que "los fieles unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene también que veneren la memoria “ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor" (LG 52). La constitución conciliar utiliza los términos del canon romano de la misa, destacando así el hecho de que la fe en la maternidad divina de María está presente en el pensamiento cristiano ya desde los primeros siglos.

En la Iglesia naciente, a María se la recuerda con el título de Madre de Jesús. Es el mismo Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles, le atribuye este título, que, por lo demás, corresponde a cuanto se dice en los evangelios: "¿No es éste (...) el hijo de María?", se preguntan los habitantes de Nazaret, según el relato del evangelista san Marcos (Mc 6,3). "¿No se llama su madre María?", es la pregunta que refiere san Mateo (Mt 13,55).

2. A los ojos de los discípulos, congregados después de la Ascensión, el título de Madre de Jesús adquiere todo su significado. María es para ellos una persona única en su género: recibió la gracia singular de engendrar al Salvador de la humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia.

Para quienes creen en Jesús y lo siguen, Madre de Jesús es un titulo de honor y veneración, y lo seguirá siendo siempre en la vida y en la fe de la Iglesia. De modo particular, con este titulo los cristianos quieren afirmar que nadie puede referirse al origen de Jesús, sin reconocer el papel de la mujer que lo engendró en el Espíritu según la naturaleza humana. Su función materna afecta también al nacimiento y al desarrollo de la Iglesia. Los fieles, recordando el lugar que ocupa María en la vida de Jesús, descubren todos los días su presencia eficaz también en su propio itinerario espiritual.

65 3. Ya desde el comienzo, la Iglesia reconoció la maternidad virginal de María. Como permiten intuir los evangelios de la infancia, ya las primeras comunidades cristianas recogieron los recuerdos de María sobre las circunstancias misteriosas de la concepción y del nacimiento del Salvador. En particular, el relato de la Anunciación responde al deseo de los discípulos de conocer de modo más profundo los acontecimientos relacionados con los comienzos de la vida terrena de Cristo resucitado. En última instancia, María está en el origen de la revelación sobre el misterio de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.

Los primeros cristianos captaron inmediatamente la importancia significativa de esta verdad, que muestra el origen divino de Jesús, y la incluyeron entre las afirmaciones básicas de su fe. En realidad, Jesús, hijo de José según la ley, por una intervención extraordinaria del Espíritu Santo, en su humanidad es hijo únicamente de María, habiendo nacido sin intervención de hombre alguno.

Así, la virginidad de María adquiere un valor singular, pues arroja nueva luz sobre el nacimiento y el misterio de la filiación de Jesús, ya que la generación virginal es el signo de que Jesús tiene como padre a Dios mismo.

La maternidad virginal, reconocida y proclamada por la fe de los Padres, nunca jamás podrá separarse de la identidad de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, dado que nació de María, la Virgen, como profesamos en el símbolo nicenoconstantinopolitano. María es la única virgen que es también madre. La extraordinaria presencia simultánea de estos dos dones en la persona de la joven de Nazaret impulsó a los cristianos a llamar a María sencillamente la Virgen, incluso cuando celebran su maternidad.

Así, la virginidad de María inaugura en la comunidad cristiana la difusión de la vida virginal, abrazada por los que el Señor ha llamado a ella. Esta vocación especial, que alcanza su cima en el ejemplo de Cristo, constituye para la Iglesia de todos los tiempos, que encuentra en María su inspiración y su modelo, una riqueza espiritual inconmensurable.

4. La afirmación: "Jesús nació de María, la Virgen", implica ya que en este acontecimiento se halla presente un misterio trascendente, que sólo puede hallar su expresión más completa en la verdad de la filiación divina de Jesús. A esta formulación central de la fe cristiana está estrechamente unida la verdad de la maternidad divina de María. En efecto, ella es Madre del Verbo encarnado, que es "Dios de Dios (...), Dios verdadero de Dios verdadero".

El título de Madre de Dios, ya testimoniado por Mateo en la fórmula equivalente de Madre del Emmanuel, Dios con nosotros (cf.
Mt 1,23), se atribuyó explícitamente a María sólo después de una reflexión que duró alrededor de dos siglos. Son los cristianos del siglo III quienes, en Egipto, comienzan a invocar a María como Theotókos, Madre de Dios.

Con este título, que encuentra amplio eco en la devoción del pueblo cristiano, María aparece en la verdadera dimensión de su maternidad: es madre del Hijo de Dios, a quien engendró virginalmente según la naturaleza humana y educó con su amor materno, contribuyendo al crecimiento humano de la persona divina, que vino para transformar el destino de la humanidad.

5. De modo muy significativo, la más antigua plegaria a María (Sub tuum praesidium..., "Bajo tu amparo...") contiene la invocación: Theotókos, Madre de Dios. Este título no es fruto de una reflexión de los teólogos, sino de una intuición de fe del pueblo cristiano. Los que reconocen a Jesús como Dios se dirigen a María como Madre de Dios y esperan obtener su poderosa ayuda en las pruebas de la vida.

El concilio de Éfeso, en el año 431, define el dogma de la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el titulo de Theotókos, con referencia a la única persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Las tres expresiones con las que la Iglesia ha ilustrado a lo largo de los siglos su fe en la maternidad de María: Madre de Jesús, Madre virginal y Madre de Dios, manifiestan, por tanto, que la maternidad de María pertenece íntimamente al misterio de la Encarnación. Son afirmaciones doctrinales, relacionadas también con la piedad popular, que contribuyen a definir la identidad misma de Cristo.

Saludos

66 Queridos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española; en particular a los peregrinos y grupos parroquiales de España, Nicaragua, Colombia, Argentina y Puerto Rico.

Asimismo, saludo a la Delegación de Militares chilenos y a los argentinos del colegio de Salta “Bachillerato Humanista Moderno” y de la Fundación Universitaria del Río de la Plata. Saludo también a los numerosos jóvenes de las Comunidades Neocatecumenales de España y México.

Al desearos que todos vosotros améis cada vez más a la Virgen María, os imparto con afecto mi bendición apostólica.





Miércoles 27 de septiembre de 1995



Queridos hermanos y hermanas:

1. El 14 de septiembre tuve la dicha de firmar en Yaundé, al comienzo de la fase celebrativa de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, la exhortación postsinodal Ecclesia in Africa. En los días siguientes, con ocasión de las jubilosas celebraciones eucarísticas que congregaron a centenares de miles de fieles en Yaundé, Johannesburgo y Nairobi, hice entrega de ese documento a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los catequistas y a los laicos de África. Al encomendarles los frutos del Sínodo, les pedí que los mediten y vivan, para transmitirlos a las futuras generaciones, pues se trata de la misión evangelizadora de la Iglesia en África hacia el año 2000 y mucho más allá.

En esos mismos días, durante las solemnes sesiones sinodales, volvimos a tocar los temas esenciales del Sínodo, con la participación de los cardenales presidentes delegados de la Asamblea especial, de los obispos de las regiones y del lugar, en actitud de diálogo con los cristianos no católicos y con algunos representantes del Islam y de la religión tradicional africana.

Hoy deseo presentar las líneas esenciales de la exhortación postsinodal. En efecto, aunque se trata del fruto de un Sínodo continental, no sólo afecta a África, sino que interesa también a la Iglesia universal (cf. Ecclesia in Africa ). En África, he asegurado a los miembros de esas Iglesias aún jóvenes que no les faltará el apoyo de las Iglesias de las demás regiones del mundo, pues así lo exige la comunión que nos une a todos en el mismo Cuerpo de Cristo.

2. La exhortación recuerda que el Sínodo para África fue, a partir del concilio Vaticano II, el punto de llegada de una serie de encuentros de los obispos de África, que deseaban intercambiar las experiencias y preocupaciones de su compromiso pastoral. Ciertamente, esas reuniones, llevadas a cabo con regularidad periódica, han contribuido a la maduración de Iglesias que, en su mayor parte, son de reciente fundación. Entre la convocación del Sínodo, en 1989, y la sesión de trabajo en Roma, en 1994, se llevaron a cabo amplias consultas que implicaron a los fieles de África, en todos sus niveles; durante el Sínodo, los obispos se beneficiaron verdaderamente de la oración y del testimonio de todo el pueblo de Dios.

La Asamblea especial manifestó, ante la tumba de san Pedro, el vigor de la fe que vive la Iglesia en África. Los mismos padres sinodales definieron el acontecimiento como un Sínodo de resurrección y esperanza. Juntos, en unión con el Obispo de Roma, realizaron una intensa experiencia de la comunión colegial, que los vincula al servicio de su pueblo y de la Iglesia universal.

67 Al término de esas semanas de trabajo, dirigieron al pueblo de Dios un importante mensaje y me entregaron las propuestas que habían elaborado. Con todos esos elementos, en la exhortación apostólica, ofrecí a la Iglesia que está en África las líneas para un renovado compromiso pastoral, en camino hacia el tercer milenio. Como dije en Nairobi, el Sínodo ha concluido, pero el Sínodo comienza. Corresponde cada vez más a los mismos africanos asegurar la vitalidad de su Iglesia.

3. La evangelización en África tiene una larga historia: en el norte del continente, se remonta a las primeras generaciones cristianas, y aún hoy se conserva viva la tradición apostólica que se remonta a san Marcos. Pero sólo en los últimos siglos se anunció el Evangelio prácticamente en la totalidad de las regiones del continente, gracias a la obra de misioneros generosos, a los que el Sínodo rindió un ferviente homenaje. Hoy, los centenares de diócesis de África, en su mayor parte, están gobernadas por obispos nacidos en esa tierra.

El Sínodo quiso dar gracias al Señor por las maravillas que ha realizado. Pero, al mismo tiempo, los padres sinodales afrontaron, sin caer en el pesimismo, las numerosas, y a menudo trágicas, dificultades de "un continente saturado de malas noticias" (Ecclesia in Africa ). Se trata de desafíos para los cristianos, que deben cumplir la misión del buen samaritano, brindando la "presencia comprensiva" y, a la vez, solicita y activa que tanto necesitan los hijos e hijas de África (cf. ib., 41).

4. Una de las mayores preocupaciones que debe afrontar hoy la evangelización en el continente es la obra de inculturación. Se trata de hacer que el Evangelio, como ha acontecido con los demás pueblos y civilizaciones del mundo cristiano, arraigue en el corazón de la cultura africana, valorizando todo lo que tiene de positivo y purificando lo que es incompatible con el mensaje de Cristo. La Iglesia en África asumirá así, cada vez más, el rostro africano que de nuevo he podido experimentar con gran alegría en la liturgia, en los cantos y en las danzas, al igual que en la manera de recibir y venerar la palabra de Dios.

A nuestros hermanos de África les complace poner énfasis en el tema de la Iglesia como familia, pues esta imagen explica muy bien, según su sensibilidad, el misterio de la vida eclesial. En efecto, la comunidad cristiana es una verdadera familia, dado que todos los bautizados están unidos por una relación de comunión que los hace, en Cristo, un solo cuerpo (cf.
Rm 12,5) y los impulsa a tener un solo corazón y una sola alma (cf. Ac 4,32). A partir de esta experiencia de familia de Dios, los cristianos de África sabrán abrirse a todos los hombres, entablando un diálogo sincero también con las demás religiones y sobre todo trabajando en favor de los pobres y los desvalidos, a fin de que la Iglesia en África se transforme de verdad en voz de los que no tienen voz (cf. Ecclesia in Africa ).

5. La exhortación postsinodal, al indicar esta perspectiva, traza las líneas fundamentales de ese programa para "una orgánica solidaridad pastoral en todo el territorio africano e islas adyacentes", del que hablé ya desde la convocatoria de la Asamblea (Ángelus del 6 de enero de 1989; cf. Ecclesia in Africa ). La exhortación invita a los católicos de África a afrontar los desafíos del tercer milenio: la urgencia del anuncio evangélico y de la propuesta del bautismo; la indispensable profundización, en los bautizados, del sentido de la fe; la valentía del testimonio; y la opción del perdón y de la reconciliación, incluso en las situaciones más dramáticas. En especial, es preciso sostener, y a veces salvar, a la familia africana, evangelizándola, para que sea, a su vez, el primer lugar de la evangelización (cf. ib., cap. IV).

"Seréis mis testigos en África", es el título de un capítulo de la exhortación, que aplica directamente el mandato misionero de Jesús a los fieles de África, comprometiéndolos a ser los agentes dé la evangelización, en la variedad de sus vocaciones: desde los obispos hasta los laicos, con la ayuda de las estructuras complementarias que forman el entramado eclesial. Se trata de construir el reino de Dios, edificando la comunidad eclesial y, a la vez, animando la sociedad, para que, con la ayuda de la gracia, prevalezcan cada vez más la justicia, la paz y el bien común de las naciones (cf. ib., cap. V).

6. Los católicos africanos están llamados a ser testigos "hasta los confines de la tierra". Ellos mismos son ya misioneros para sus pueblos, y más allá de sus pueblos. Para todos nosotros es motivo de alegría tomar conciencia de la capacidad que tienen estas Iglesias jóvenes de compartir ya plenamente la solicitud de todas las Iglesias, como pidió con insistencia el concilio Vaticano II (cf. ib., cap. VII).

Sostenidos por una viva esperanza, nos dirigimos a María Estrella de la evangelización, para que el Sínodo constituya para África la experiencia de un nuevo Pentecostés. Ojalá que las indicaciones brindadas por los padres sinodales y recogidas en esta exhortación, fruto de un intenso trabajo colegial, sean para todos los católicos del continente estímulo y orientación en su respuesta diaria a los compromisos bautismales. Con la aportación de todos, la Iglesia en África podrá cumplir, cada vez de forma más eficaz, su misión evangelizadora con vistas al tercer milenio.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

68 Saludo con afecto a todos los peregrinos de lengua española.

En particular, a los alumnos del Colegio Mexicano de Roma, a las Franciscanas Misioneras de la Natividad, a la Parroquia de la Asunción de Villanueva de Castellón, y a la Asociación de veteranos de Iberia. Así como a los Oficiales de la Academia de guerra del Ejército de Chile y a la Fraternidad Misionera de la Cruz; también a los demás grupos de España, El Salvador y México.

A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.





Octubre de 1995

Miércoles 11 de octubre de 1995



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Acabo de volver de los Estados Unidos de América, adonde acudí para participar en la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas, y para visitar las diócesis de Newark, Nueva York, Brooklyn y Baltimore.

Deseo, ante todo, agradecer al señor presidente y a las autoridades de ese país su cordial hospitalidad. Doy las gracias al secretario general de las Naciones Unidas, dr. Butros Butros Gali, y al presidente de la Asamblea, señor Diogo Freitas do Amaral, por las amables palabras que me dirigieron. Asimismo, expreso mi agradecimiento a todo el personal de la ONU por la cálida acogida que me brindaron. El trabajo diario y cualificado de tantos hombres y mujeres entregados a la causa de las Naciones Unidas es un motivo de esperanza para el futuro de esa noble institución.

Mi sincera gratitud se extiende también a los pastores, a los sacerdotes, a los fieles de las Iglesias que he visitado, y a los habitantes de las ciudades donde estuve. En fin, expreso mi agradecimiento a todos los que, de diversas maneras, han colaborado para que mi estancia se desarrollara serenamente y pudiera producir los frutos esperados.

2. Dejando para otra circunstancia la reflexión sobre el resto del viaje apostólico, hoy quisiera detenerme en la visita a la ONU.

Volví a esa notable Asamblea internacional después de dieciséis años. La ocasión me la ofreció el quincuagésimo aniversario de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Mi visita tuvo lugar exactamente treinta años después del histórico discurso que mi predecesor, el Papa Pablo VI, dirigió en esa sede a los pueblos del mundo. ¡Cuántos acontecimientos de excepcional importancia se han producido mientras tanto! Se han logrado solucionar felizmente algunos antiguos problemas, pero aún se ciernen nubes oscuras sobre el horizonte mundial. En Europa cayó ya el muro que separaba el Este del Oeste, pero en el mundo, por el gran abismo económico, sigue siendo profundo el surco que existe entre el Norte y el Sur; se siente la necesidad de desterrar las armas atómicas, pero continúa, a menudo en la sombra, la proliferación de armas sofisticadas y destructoras; gracias al grande y constante intercambio entre naciones y culturas, se va profundizando la conciencia de la unidad de la familia humana, pero al mismo tiempo surgen nacionalismos agresivos y estallan sangrientos conflictos en regiones de todos los continentes. Ante esta situación, ¿cómo no darse cuenta de la importancia de la ONU?

69 Agradezco vivamente al Señor el hecho de haberme dado la posibilidad de contribuir para que la Organización de las Naciones Unidas cumpla de forma cada vez más eficaz la misión para la que fue fundada: ser un centro de armonización que garantice la paz, defienda los derechos humanos de las personas y de los pueblos, y ayude a los hombres a edificar un mundo en que las diversas naciones se sientan realmente como una familia.

3. A lo largo de los cincuenta años transcurridos, hemos sido testigos de una constante búsqueda de la libertad por parte de hombres y mujeres valientes de todas las latitudes. Las revoluciones pacíficas del año 1989 y la caída de barreras históricas entre el este y el oeste de Europa son un testimonio vivo del anhelo incesante que tiene el corazón del hombre de este valor fundamental. Los hechos han demostrado la perenne actualidad de la Declaración universal de los derechos del hombre, en la que se afirmaron solemnemente la dignidad de la persona humana, con los derechos que le pertenecen, a partir de la libertad de conciencia y de religión.

Pero la meditación sobre este aniversario me ha impulsado a hacer notar que no existe hoy un acuerdo internacional análogo que sancione de modo adecuado los derechos de las naciones. Si la Carta de los derechos humanos fundamentales pone de relieve de manera elocuente los derechos de las personas, es preciso ahora esforzarse por elaborar una carta que preserve y promueva el derecho de los pueblos a existir en un espíritu de respetuosa convivencia, de tolerancia recíproca y de solidaridad concreta.

Hoy asistimos a dos fenómenos aparentemente contradictorios: por un lado, constatamos cómo se unen o federan libremente enteros grupos de naciones o países en entidades comunitarias más amplias; por otro, vemos cómo van resurgiendo con fuerza particularismos, que son síntomas de una necesidad de identidad y supervivencia frente a vastos procesos de asimilación cultural. Así pues, una Carta de las naciones que interprete y ordene esos impulsos complementarios en el marco de los principios ético-jurídicos fundamentales de la humanidad no podrá menos de contribuir a una convivencia más pacifica entre los pueblos.

4. Se trata de reconocer y promover para todas las naciones del mundo, por encima de las diversas configuraciones que pueden asumir en el plano jurídico estatal, algunos derechos originarios e inalienables: el derecho a existir, a tener una propia lengua y cultura, a la educación de las generaciones mas jóvenes según las propias tradiciones, pero siempre dentro del respeto a los derechos de todos y, en particular, de las minorías.

La ONU está llamada a convertirse en garante y promotora de esas expectativas. A ese compromiso responderá eficazmente en la medida en que, como una verdadera familia de naciones, favorezca un fecundo intercambio de dones entre las muchas diversidades que caracterizan a los pueblos de la tierra.

No hay que tener miedo de la diversidad. En efecto, cada cultura es un testimonio del esfuerzo incesante y notable realizado por la humanidad para interpretar el misterio de Dios, del mundo y del hombre. En este camino, que, para toda nación se traduce en valores, instituciones y cultura, pueden existir también límites y errores, que la ley moral universal inscrita en el corazón humano y el mismo intercambio intercultural ayudarán a superar. Consideradas en esa perspectiva, las diferencias se convierten en una riqueza común de toda la humanidad.

5. Con todo, no hay que confundir la defensa y la promoción de la propia identidad nacional con la insana ideología del nacionalismo, que induce al desprecio de los demás. En efecto, una cosa es el justo amor al propio país, y otra muy diferente el nacionalismo que enfrenta a los pueblos entre sí. Ese nacionalismo es profundamente injusto, porque es contrario al deber de la solidaridad, y provoca reacciones y enemistades en las que se desarrollan los gérmenes de la violencia y la guerra.

Por tanto, la anhelada Carta de las naciones no podrá menos de señalar, además de los derechos, también los deberes a que están llamadas las diversas naciones, para que se promueva una cultura responsable de la libertad, profundamente arraigada en las exigencias de la verdad.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, al proponer estos principios y estas perspectivas de acción, he querido dar a la asamblea de las naciones la contribución de la esperanza cristiana, que nos lleva a mirar al mundo con la responsable y activa confianza de quien cree en el amor infinito que Dios siente hacia el hombre. Este amor, plenamente revelado en Cristo y "derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (
Rm 5,5), actúa misteriosamente en todo hombre y siembra gérmenes de bien entre todos los pueblos. Aunque también están actuando el pecado y el espíritu del mal, tenemos la certeza de que el amor de Dios es más grande que la debilidad humana. Esto es lo que nos permite afrontar sin miedo el futuro. Debemos secundar la acción de Dios; debemos hacernos cada vez más dóciles a su Espíritu, si queremos construir para la humanidad una auténtica civilización del amor.

Los creyentes en Jesús tenemos en esto una responsabilidad especial. Nuestra misión consiste en señalar con valentía a Cristo, camino, verdad y vida del hombre. Pero debemos caminar también en diálogo y en fraterna colaboración con todos los hombres de buena voluntad. Solamente si trabajamos juntos podremos construir una sociedad y un futuro dignos del hombre. Y, al hacerlo, nos daremos cuenta de que como dije el pasado 5 de octubre en la ONU, "las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano".

Saludos

70 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar cordialmente a los visitantes de lengua española, de modo particular a la peregrinación de matrimonios de Alfaro (La Rioja), al Grupo de Peluqueros “Montibello”, así como a los peregrinos de Barcelona, Lasarte, Arrecife, Alacuás y Sevilla, y a los alumnos del Colegio San Luis de los Franceses de Madrid. También a los peregrinos mexicanos, puertorriqueños y argentinos y a los de los demás Países de América Latina.

Al agradecer a todos las oraciones ofrecidas al Señor por mi ministerio de Sucesor de Pedro, imparto con afecto mi bendición.



Miércoles 18 de octubre de 1995



Amadísimos hermanos y hermanas:

1 El miércoles pasado, durante la audiencia general, hablé del reciente encuentro en Nueva York con la Asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas. Esta mañana quiero referirme a las demás etapas de mi peregrinación a Estados Unidos, las diócesis de Newark, Nueva York, Brooklyn y Baltimore. En cada una de esas Iglesias particulares pude experimentar personalmente con cuánto interés han acogido los norteamericanos mis frecuentes llamamientos para que el tercer milenio, que ya está a las puertas, constituya una ocasión privilegiada para construir la civilización del amor. No tienen miedo de afrontar el futuro, pues han puesto su esperanza en Jesucristo, Redentor del hombre.

Doy cordialmente las gracias a mis hermanos en el episcopado que, con espíritu de comunión fraterna, han invitado al Sucesor de Pedro a visitar las comunidades cristianas encomendadas a sus cuidados pastorales.

Agradezco, nuevamente, a las autoridades civiles y militares que me dieron la bienvenida y facilitaron mi encuentro con gran número de católicos, de cristianos de otras Iglesias y comunidades eclesiales, así como con los miembros de la comunidad judía. A todos los que han colaborado con su oración y su aportación concreta para hacer que mi visita pastoral fuera fructífera espiritualmente les expreso mi profunda gratitud con las palabras del Apóstol: "Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros" (Ph 1,3-4).

Estados Unidos, país dotado de abundantes recursos naturales y humanos, es consciente de que tiene peculiares responsabilidades con respecto a los demás pueblos. Sabe que en el centro de la vocación de su nación está la cultura de la acogida. En efecto, ya desde el inicio, acudieron allí personas procedentes de todos los rincones de la tierra, para formar "una sociedad de rica diversidad étnica y racial, basada en el compromiso de una visión común de la dignidad y la libertad humana" (Discurso durante la ceremonia de bienvenida, 4 de octubre, n. 4). Siento admiración por ese impresionante mosaico de culturas, y pido al Señor que nunca sufra conflictos causados por las diferencias de clase, raza o religión.

2. En Newark, como primer acto litúrgico, después de mi llegada, el 4 de octubre, recé las Vísperas en la magnifica catedral dedicada al Sagrado Corazón de Jesús.

La fe firme, unida a la esperanza, de la Iglesia que está en Nueva Jersey se manifestó significativamente al día siguiente en el Giants Stadium, donde ni siquiera la lluvia, que ese Estado tanto necesitaba, pudo disminuir el entusiasmo y la devoción de los presentes. En el estadio, poco distante de la conocidísima Estatua de la libertad, durante mi homilía comenté la pregunta que el Señor formulará el día del juicio: "¿Se está convirtiendo hoy Estados Unidos en un país menos sensible y menos atento a los pobres, a los débiles, a los extranjeros y a los necesitados?". Y, de manera especial, pedí que se acogiera y defendiera al "extranjero"que está en el seno materno, el niño aún por nacer, pero también a los minusválidos graves, a los ancianos o a los que se consideran de poca utilidad social. A la gente de Nueva Jersey les manifesté mi convicción de que, si Estados Unidos se encerrara en sí mismo, "sería el comienzo del fin de lo que constituye la misma esencia de la experiencia norteamericana"(cf. Homilía, 5 de octubre, n. 6).

71 3. Al día siguiente, presidí la santa misa en el Aqueduct Racecourse, en la diócesis de Brooklyn, donde no llovía, pero sí soplaba un fuerte viento. El Espíritu Santo, al que invocamos todos juntos, nos visitó con su presencia, "como una ráfaga de viento impetuoso" (Ac 2,2).

Una vez más, experimenté personalmente la profunda búsqueda del Dios vivo que existe en el corazón de los norteamericanos, una exigencia que no pueden satisfacer los mitos de la riqueza, el poder o el prestigio. Si Estados Unidos desea promover una auténtica cultura de la acogida, en primer lugar deberá hacer espacio al misterio del amor de Dios, en el que todo tiene su origen (cf. Homilía 6 de octubre, n. 6). La cultura de la hospitalidad y de la vida sólo puede construirse sobre la sólida roca del respeto a la verdad del designio divino.

Precisamente la sabiduría de Dios fue el tema de la homilía durante la celebración de las Vísperas con la comunidad del seminario de San José. A los seminaristas les confié un mensaje comprometedor: cuando lleguéis a ser sacerdotes ?les dije? debéis enseñar hablando "no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu" (1Co 2,13). Los que predican el Evangelio, lo deben hacer con valentía, conscientes de que, como su Maestro, a menudo encontrarán indiferencia o incluso rechazo.

4. La misa celebrada la mañana del sábado 7 de octubre en el Central Park de Nueva York, con la participación de numerosísimos jóvenes fue inolvidable. A pesar de los falsos ídolos que con frecuencia propone la sociedad, los jóvenes norteamericanos, como pude constatar directamente, están abiertos a la verdad y al amor de Cristo, y dispuestos a realizar valientemente incluso grandes sacrificios con tal de seguir fielmente el Evangelio.

Saben que la Iglesia y el Papa cuentan con ellos. A los jóvenes les corresponde la tarea de contribuir a construir, con la gracia de Dios, una civilización verdaderamente digna de la persona humana. He confiado esos propósitos a María rezando, por la tarde, en la catedral de San Patricio, el santo rosario con los representantes de la Iglesia que está en Nueva York. Al final, quise exhortar también a las familias, a los religiosos y a las religiosas a seguir siempre con generosidad su vocación.

5. La visita pastoral a Estados Unidos concluyó en Baltimore, en el Estado de Maryland, el mismo Estado donde nació la Iglesia católica en el país, en el tiempo de la colonia. ¿Cómo no recordar, a este respecto, el llamamiento lanzado en Camden Yards, para que todos escuchen a Cristo? Jesús exhorta a hacer que la luz del Evangelio resplandezca al servicio de la sociedad. Estados Unidos, el país de la libertad, afronta el desafío de "lograr la realización plena de la libertad en la verdad: la verdad que es intrínseca a la vida humana creada a imagen y semejanza de Dios" (Homilía, 8 de octubre, n. 6). Como toda nación, Estados Unidos debe renovarse mediante la fuerza del Evangelio.

En Baltimore celebré una solemne liturgia eucarística, pude compartir una comida con los huéspedes del Our Daily Bread y, en la catedral dedicada a María, Nuestra Reina, tuve la oportunidad de confirmar el compromiso de la Iglesia católica en favor del diálogo con los demás cristianos y con los representantes del judaísmo y del Islam.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, antes de partir de tierra americana, lancé a Estados Unidos un último desafío. Otros pueblos ?les dije? os miran como a un modelo de democracia. Pero, ¿cómo olvidar que una nación democrática "se mantiene o cae con las verdades y los valores que encarna y promueve"? (Discurso de despedida, 8 de octubre, n. 2). Esos valores no los establecen los votos de una mayoría o los deseos de quien grita mas fuerte, sino los principios de la ley escrita por Dios en el corazón del hombre.

Pido a Dios que Estados Unidos se mantenga fiel a su vocación de nación fundada en las columnas de la libertad, la virtud la acogida y la defensa de la vida; y deseo de corazón que mi visita pastoral impulse a los católicos de ese país a encaminarse hacia el tercer milenio con un compromiso renovado al servicio de Cristo y de evangelio de esperanza.

Una vez más, doy gracias al presidente de Estados Unidos y a las autoridades por esta hermosa visita.

Saludos

72 Amadísimos hermanos y hermanas:

Quiero saludar ahora a los peregrinos de lengua española.

De modo particular a las Religiosas Adoratrices, a los grupos parroquiales de España y de Costa Rica, así como a los peregrinos de México, Perú y otros países latinoamericanos.

Al agradeceros vuestra presencia aquí, os imparto con afecto mi bendición apostólica.






Audiencias 1995 64