Audiencias 1997 93

93 A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.

Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium
LG 69).

La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.

5. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.

La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes —y a toda la Iglesia— para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas: Saludo con mucho afecto a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta audiencia. En particular a los fieles de Extremadura que acompañan a sus obispos en la visita «ad limina»; al grupo de generales y coroneles de la III promoción de la Academia general militar de España, pertenecientes al apostolado castrense y comprometidos en obras caritativas, y a la delegación de la provincia de Buenos Aires. A todos os invito a permanecer en la escuela de María, que acompaña a los creyentes a ser en el mundo profetas de la esperanza que no defrauda.

(En italiano)
Dirijo ahora mi cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy la liturgia nos recuerda a san Josafat, de rito eslavo oriental, que trabajó incansablemente por la causa de la unidad de la Iglesia y testimonió con el derramamiento de la sangre su amor a Cristo. El luminoso ejemplo de este santo sea para vosotros, queridos jóvenes, un apoyo para actuar siempre en favor de la acogida, la comprensión y la fraternidad entre los cristianos; os impulse a vosotros, queridos enfermos, a unir vuestros sufrimientos al sacrificio de la cruz, a fin de favorecer la comunión entre todos los que creen y aman al mismo Señor; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a convertir vuestra familia, mediante la oración, el diálogo y la concordia, en un particular «icono» de la Iglesia, misterio de salvación para todos los hombres. Con mucho gusto os imparto a todos mi bendición.






Miércoles 19 de noviembre de 1997

Introducción al jubileo

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1. El año 2000 ya está cercano. Por eso, considero oportuno orientar las catequesis de los miércoles sobre temas que nos ayuden más directamente a comprender el sentido del jubileo, para vivirlo con profundidad.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente he pedido a todos los miembros de la Iglesia que «abran el corazón a las inspiraciones del Espíritu», para disponerse «a celebrar con renovada fe y generosa participación el gran acontecimiento jubilar» (
TMA 59). La exhortación se hace más apremiante a medida que se acerca este acontecimiento histórico. En efecto, este evento sirve de puente entre los dos milenios pasados y la nueva fase que se abre al futuro de la Iglesia y de la humanidad.

Hay que prepararse a ella a la luz de la fe. En efecto, para los creyentes el paso del segundo al tercer milenio no es simplemente una etapa en el imparable devenir del tiempo; se trata de una ocasión significativa para tomar mayor conciencia del designio divino, que se realiza en la historia de la humanidad.

2. Este nuevo ciclo de catequesis quiere contribuir precisamente a ello. Desde hace mucho tiempo estamos realizando un programa sistemático de reflexión sobre el Credo. Nuestro último tema ha sido: María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Antes habíamos reflexionado sobre la Revelación, la Trinidad, Cristo y su obra salvífica, el Espíritu Santo y la Iglesia.

En este punto, la profesión de fe nos invitaría a considerar la resurrección de la carne y la vida eterna, que conciernen al futuro del hombre y de la historia. Pero precisamente esta temática escatológica se armoniza naturalmente con la que propone la Tertio millennio adveniente, que traza un camino de preparación para el jubileo en clave trinitaria, prestando durante este año una atención especial a Jesucristo, para pasar después al año del Espíritu Santo y, por último, al del Padre.

A la luz de la Trinidad cobran sentido también las «últimas realidades», y es posible captar más profundamente el itinerario del hombre y de la historia hacia la meta definitiva: el regreso del mundo a Dios Padre, hacia el cual nos guía Cristo, Hijo de Dios y Señor de la historia, mediante el don vivificante del Espíritu Santo.

3. Este amplio horizonte de la historia en movimiento sugiere algunas preguntas fundamentales: ¿Qué es el tiempo? ¿Cuál es su origen? ¿Cuál es su meta?

En efecto, al contemplar el nacimiento de Cristo, nuestra atención se dirige a los dos mil años de historia que nos separan de este acontecimiento. Pero la mirada va también a los milenios que lo precedieron, y de forma espontánea nos remontamos hasta los orígenes del hombre y del mundo. La ciencia contemporánea se esfuerza por formular hipótesis sobre el inicio y el desarrollo del universo. Ahora bien, lo que se puede captar con los instrumentos y los criterios científicos no es todo, y tanto la fe como la razón, por encima de los datos verificables y mensurables, remiten a la perspectiva del misterio. Es la perspectiva que se ala la primera afirmación de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1,1).

Todo fue creado por Dios. Por consiguiente, antes de la creación no existía nada, excepto Dios. Se trata de un Dios trascendente, que creó todas las cosas con su omnipotencia, y sin estar condicionado por ninguna necesidad, con un acto absolutamente libre y gratuito, dictado sólo por el amor. Es el Dios Trinidad, que se revelará como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

4. Al crear el universo, Dios creó el tiempo. De él viene el inicio del tiempo, así como todo su desarrollo sucesivo. La Biblia subraya que los seres vivos dependen en cada momento de la acción divina: «Escondes tu rostro, y se espantan, les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra» (Ps 104,29-30).

Así pues, el tiempo es don de Dios. Creado continuamente por Dios, está en sus manos. Él dirige su desarrollo según sus designios. Cada día es para nosotros un don del amor divino. Desde este punto de vista, acojamos también la celebración del gran jubileo como un don de amor.

95 5. Dios es Señor del tiempo no sólo como creador del mundo, sino también como autor de la nueva creación en Cristo. Él ha intervenido para curar y renovar la condición humana, profundamente herida por el pecado. Durante largo tiempo preparó a su pueblo, especialmente a través de las palabras de los profetas, para el esplendor de la nueva creación: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán recordados los primeros ni vendrán a la memoria; antes bien, habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear. Pues he aquí que yo voy a crear a Jerusalén "Regocijo", y a su pueblo "Alegría"» (Is 65,17-18).

La promesa se cumplió hace dos mil años con el nacimiento de Cristo. A esta luz, el jubileo constituye una invitación a celebrar la era cristiana como un período de renovación de la humanidad y del universo. A pesar de las dificultades y los sufrimientos, los dos mil años transcurridos han sido un tiempo de gracia.

También los años futuros están en las manos de Dios. El porvenir del hombre es, ante todo, futuro de Dios, en el sentido de que sólo él lo conoce, lo prepara y lo realiza. Ciertamente, él exige y solicita la cooperación humana, pero no por ello deja de ser el director trascendente de la historia.

Con esta certeza nos preparamos para el jubileo. Sólo Dios conoce cómo será el futuro. Pero nosotros sabemos que, en cualquier caso, será un futuro de gracia; será la realización de un designio divino de amor para toda la humanidad y para cada uno de nosotros. Por eso, al mirar hacia el futuro, tenemos plena confianza y no permitimos que se apodere de nosotros el miedo. El camino hacia el jubileo es un gran camino de esperanza.

Saludos

Saludo ahora cordialmente a los fieles de lengua española. De forma particular, a los sacerdotes misioneros latinoamericanos, a las religiosas de María Inmaculada y al grupo de la «Escuela superior de la Gendarmería nacional argentina », así como a los demás peregrinos de España, México, Chile y Estados Unidos. Invocando a María, estrella que guía nuestros pasos hacia el tercer milenio, os imparto con afecto la bendición apostólica.




JESUCRISTO, UNICO SALVADOR


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Miércoles 26 de noviembre de 1997

En el principio existía el Verbo

1. La celebración del jubileo nos lleva a contemplar a Jesucristo como punto de llegada del tiempo que lo precede y punto de partida del que lo sigue. En efecto, él inauguró una historia nueva, no sólo para cuantos creen en él, sino también para toda la comunidad humana, porque la salvación que realizó se ofrece a todos los hombres. En toda la historia se difunden misteriosamente los frutos de su obra salvadora. Con Cristo la eternidad hizo su entrada en el tiempo.

«En el principio existía el Verbo» (Jn 1,1). Estas palabras, con las que comienza san Juan su evangelio, nos remontan más allá del inicio de nuestro tiempo, hasta la eternidad divina. A diferencia de san Mateo y san Lucas, que sobre todo se dedican a relatar las circunstancias del nacimiento humano del Hijo de Dios, san Juan dirige su mirada al misterio de su preexistencia divina.

En esta frase, «en el principio» significa el inicio absoluto, inicio sin inicio, es decir, la eternidad. La expresión es un eco de la del relato de la creación: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra » (Gn 1,1). Pero en la creación se trataba del inicio del tiempo, mientras aquí, donde se habla del Verbo, se trata de la eternidad.

Entre los dos principios la distancia es infinita. Es la distancia entre el tiempo y la eternidad, entre las criaturas y Dios.

2. Cristo, al poseer, como Verbo, una existencia eterna, tiene un origen que se remonta más allá de su nacimiento en el tiempo.

Esta afirmación de san Juan se funda en unas palabras precisas de Jesús mismo. A los judíos que le reprochaban su pretensión de haber visto a Abraham, sin haber cumplido cincuenta años, Jesús replica: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo soy» (Jn 8,58). Esa afirmación subraya el contraste entre el devenir de Abraham y el ser de Jesús. En efecto, el verbo genesthái que en el texto griego se aplica a Abraham significa «devenir» o «venir a la existencia»: es el verbo adecuado para designar el modo de existir propio de las criaturas. Al contrario, sólo Jesús puede decir: «Yo soy», indicando con esa expresión la plenitud del ser, que se halla por encima de cualquier devenir. Así expresa su conciencia de poseer un ser personal eterno.

3. Aplicándose a sí mismo la expresión «Yo soy», Jesús hace suyo el nombre de Dios, revelado a Moisés en el Éxodo. Yahveh, el Señor, después de encomendarle la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, le asegura su asistencia y cercanía, y, casi como prenda de su fidelidad, le revela el misterio de su nombre: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Así, Moisés podrá decir a los israelitas: «"Yo soy" me ha enviado a vosotros» (Ex 3,14). Este nombre manifiesta la presencia salvífica de Dios en favor de su pueblo, pero también su misterio inaccesible.

Jesús hace suyo este nombre divino. En el evangelio de san Juan esta expresión aparece varias veces en sus labios (cf. Jn 8,24 Jn 8,28 Jn 8,58 Jn 13,19). Con ella Jesús muestra eficazmente que la eternidad, en su persona, no sólo precede el tiempo, sino también entra en el tiempo.

A pesar de compartir la condición humana, Jesús tiene conciencia de su ser eterno, que confiere un valor superior a toda su actividad. Él mismo subrayó este valor eterno: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31 y paralelos). Sus palabras, al igual que sus acciones, tienen un valor único, definitivo, y seguirán interpelando a la humanidad hasta el fin de los tiempos.

4. La obra de Jesús implica dos aspectos íntimamente unidos: es una acción salvadora, que libera a la humanidad del poder del mal, y es una nueva creación, que da a los hombres la participación en la vida divina.

La liberación del mal había sido anunciada en la antigua alianza, pero sólo Cristo la puede realizar plenamente. Únicamente él, como Hijo, dispone de un poder eterno sobre la historia humana: «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,36). La carta a los Hebreos subraya con énfasis esta verdad, mostrando que el único sacrificio del Hijo nos ha obtenido una «redención eterna» (He 9,12), superando con mucho el valor de los sacrificios de la antigua alianza.

La nueva creación sólo puede realizarla el Omnipotente, pues implica la comunicación de la vida divina a la existencia humana.

5. La perspectiva del origen eterno del Verbo, particularmente subrayada por el evangelio de san Juan, nos impulsa a penetrar en la profundidad del misterio de Cristo.

Por consiguiente, vayamos hacia el jubileo profesando cada vez con mayor vigor nuestra fe en Cristo, «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Estas expresiones del Credo nos abren el camino al misterio, son una invitación a acercarnos a él. Jesús sigue testimoniando a nuestra generación, como hizo hace dos mil años a sus discípulos y oyentes, la conciencia de su identidad divina: el misterio del «Yo soy».

Por este misterio la historia humana ya no está destinada a la caducidad, sino que tiene un sentido y una dirección: ha sido como fecundada por la eternidad. Para todos resuena consoladora la promesa que Cristo hizo a sus discípulos: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Saludos
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Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular al Concejo deliberante del Gobierno de Buenos Aires, a los cadetes del servicio penitenciario de Buenos Aires y a los oficiales y cadetes de la Escuela federal de policía argentina. Asimismo saludo a los grupos de España, México y Guatemala. Al agradeceros vuestra presencia aquí, os imparto mi bendición apostólica.

(A los peregrinos checos)
El domingo pasado hemos celebrado la solemnidad de Cristo Rey. Él ha sido constituido por el Padre Señor y Juez del universo. Queridos hermanos y hermanas, vivamos de modo que se cumplan en nosotros las palabras del Evangelio: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (
Mt 25,34).

(En eslovaco)
El pasado domingo, con la fiesta de Cristo Rey hemos concluido el primer año de preparación al gran jubileo del año 2000. Que Cristo Rey sea siempre el personaje central de vuestra vida. En esta peregrinación que realizáis a Roma pedid la fuerza del Espíritu Santo para que también vosotros, como san Pedro, podáis repetir con confianza a Jesús cada día: “Tú tienes palabras de vida eterna”. Que para ello os ayuden la Virgen María y mi bendición apostólica.

(A los delegados del «Sínodo de los jóvenes» de Catania)
Para apoyar este itinerario de fe que habéis emprendido os he escrito un mensaje, que entregaré a vuestro pastor. Con él deseo invitaros a proseguir cada vez con mayor valor y con alegría por los caminos del Evangelio, porque “caminando junto con Jesús crecemos como hombres y como cristianos”.



Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El próximo domingo, primer domingo de Adviento, comienza el segundo año de preparación al jubileo del año 2000, dedicado en particular a la reflexión sobre el Espíritu Santo. Os exhorto, jóvenes, a vivir este «tiempo fuerte» con vigilante oración y ardiente acción apostólica. Os animo, enfermos, a sostener con el ofrecimiento de vuestros sufrimientos el camino de preparación al nuevo milenio cristiano. A vosotros, recién casados, os animo a ser testigos del Espíritu de amor que anima y sostiene a toda la familia de Dios.





Diciembre de 1997


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Miércoles 3 de diciembre de 1997

Cristo en la historia de la humanidad que lo precedió

1. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Con esta afirmación fuerte y concisa el evangelista san Juan expresa el acontecimiento de la Encarnación. Poco antes había hablado también del Verbo, contemplando su existencia eterna y describiéndola con las conocidas palabras: «En el principio existía el Verbo» (Jn 1,1). En esta perspectiva de san Juan, que vincula la eternidad al tiempo, se inscribe el misterioso camino realizado por Cristo también en la historia que lo precedió.

Su presencia en nuestro mundo comenzó a anunciarse mucho antes de la Encarnación. El Verbo estuvo, de alguna forma, presente en la historia de la humanidad ya desde su inicio. Por medio del Espíritu, preparó su venida como Salvador, orientando secretamente los corazones a cultivar la espera en la esperanza. Huellas de esa esperanza de liberación se encuentran en las diversas culturas y tradiciones religiosas.

2. Pero Cristo está presente, de modo particular, en la historia del pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza. Esta historia se caracteriza específicamente por la espera de un Mesías, un rey ideal, consagrado por Dios, que realizaría plenamente las promesas del Señor. A medida que esta orientación se iba delineando, Cristo revelaba progresivamente su rostro de Mesías prometido y esperado, permitiendo vislumbrar también rasgos de agudo sufrimiento sobre el telón de fondo de una muerte violenta (cf. Is 53,8). De hecho, el cumplimiento histórico de las profecías, con el escándalo de la cruz, puso radicalmente en crisis cierta imagen mesiánica, consolidada en una parte del pueblo judío, que esperaba un liberador más bien político, que les traería la autonomía nacional y el bienestar material.

3. En su vida terrena, Jesús manifestó claramente la conciencia de que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido la superación de la muerte a los que guardaran su palabra (cf. Jn 8,51), respondió: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8,56). Así pues, Abraham estaba orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan divino, la alegría de Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del sacrificio era una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría definitiva que ofrecería el Salvador.

4. Otras figuras eminentes del pueblo judío resplandecen a la luz de Cristo en su pleno valor. Es el caso de Jacob, como lo pone de manifiesto el relato evangélico del encuentro de Jesús con la samaritana.

El pozo que el antiguo patriarca había legado a sus hijos se convierte, en las palabras de Cristo, en prefiguración del agua que él daría, el agua del Espíritu Santo, agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14).

También Moisés anuncia algunas líneas fundamentales de la misión de Cristo. Como liberador del pueblo de la esclavitud de Egipto, anticipa en forma de signo el verdadero éxodo de la nueva Alianza, constituido por el misterio pascual. Como legislador de la antigua Alianza, prefigura a Jesús que promulga las bienaventuranzas evangélicas y guía a los creyentes con la ley interior del Espíritu. También el maná que Moisés dio al pueblo hambriento es una primera figura del don definitivo de Dios: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32-33). La Eucaristía realiza el significado oculto en el don del maná. Así, Cristo se presenta como el verdadero y perfecto cumplimiento de lo que había sido anunciado en figura en la antigua Alianza.

Otro gesto de Moisés incluye un valor profético: para apagar la sed del pueblo en el desierto, hace brotar agua de la roca. En la «fiesta de los Tabernáculos» Jesús promete apagar la sed espiritual de la humanidad: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38). La abundante efusión del Espíritu Santo, anunciada por Jesús con la imagen de los ríos de agua viva, está prefigurada en el agua que dio Moisés. También san Pablo, hablando de este evento mesiánico, subraya su misteriosa referencia a Cristo: «Todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo» (1Co 10,4).

Al igual que Abraham, Jacob y Moisés, también David remite a Cristo. Es consciente de que el Mesías será uno de sus descendientes y describe su figura ideal. Cristo realiza, en un nivel trascendente, esa figura, afirmando que el mismo David misteriosamente alude a su autoridad, cuando, en el salmo 110, llama al Mesías «su Señor» (cf. Mt 22,45 y paralelos).

99 De la historia del Antiguo Testamento se deducen algunos rasgos característicos del rostro de Cristo, un rostro en cierto sentido «esbozado» en los perfiles de personajes que lo prefiguran.

5. Además de estar presente Cristo en las prefiguraciones, lo está en los textos del Antiguo Testamento que describen su venida y su obra de salvación.

De modo particular, es anunciado en la figura del misterioso «descendiente», del que habla el Génesis en el relato del pecado original, subrayando su victoria en la lucha contra el enemigo de la humanidad. Al hombre arrastrado hacia el camino del mal, el oráculo divino promete la venida de otro hombre, descendiente de la mujer, el cual aplastará la cabeza de la serpiente (cf.
Gn 3,15).

Los poemas proféticos del Siervo del Señor (cf. Is 42,1-4 Is 49,1-6 Is 50,4-9 Is 52, 13-53, Is 12) ponen ante nuestros ojos a un liberador que comienza a revelar, en su perfección moral, el rostro de Cristo. Es el rostro de un hombre que manifiesta la dignidad mesiánica en la humilde condición de siervo. Se ofrece a sí mismo en sacrificio para liberar a la humanidad de la opresión del pecado. Se comporta de modo ejemplar en los sufrimientos físicos y, sobre todo, morales, soportando generosamente las injusticias. Como fruto de su sacrificio, recibe una nueva vida y obtiene la salvación universal.

Su sublime conducta se repetirá en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, cuya humildad alcanza en el misterio de la cruz una cima insuperable.

Saludos

Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos de lengua española y, en particular, a los fieles venidos desde la arquidiócesis mexicana de San Luis Potosí, y desde Chile, Perú y España. Invocando sobre vosotros el nombre de Jesús, Señor del cosmos y de la historia, de la que es el alfa y la omega, el principio y el fin, os imparto con afecto la bendición apostólica.

(En italiano)
Me es grato, ahora, dirigir un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, os invito a redescubrir, en el clima espiritual del Adviento, la intimidad con Cristo en la escuela de la Virgen María. Os recomiendo a vosotros, queridos enfermos, que viváis este período de espera y de oración incesante, ofreciendo al Señor que viene vuestras pruebas diarias por la salvación del mundo. Os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a ser constructores de auténticas familias cristianas, inspirándoos en el modelo de la sagrada Familia de Nazaret, que contemplamos especialmente en este tiempo de preparación para la Navidad.

A todos una bendición especial.




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Miércoles 10 de diciembre de 1997

La Encarnación, ingreso de la eternidad en el tiempo

1. Al invitarnos a conmemorar los dos mil años del cristianismo, el jubileo nos hace remontarnos al acontecimiento que inaugura la era cristiana: el nacimiento de Jesús. De este evento singular el evangelio de san Lucas nos da noticia con palabras sencillas y conmovedoras: María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2,7).

El nacimiento de Jesús hace visible el misterio de la Encarnación, que se realizó ya en el seno de la Virgen en el momento de la Anunciación. En efecto, nace el niño que ella, instrumento dócil y responsable del plan divino, concibió por obra del Espíritu Santo. A través de la humanidad que tomó en el seno de María, el Hijo eterno de Dios comienza a vivir como niño y crece «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). Así se manifiesta como verdadero hombre.

2. San Juan, en el prólogo de su evangelio, subraya esta misma verdad, cuando dice: «El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Al decir «se hizo carne», el evangelista quiere aludir a la naturaleza humana, no sólo en su condición mortal, sino también en su totalidad. Todo lo que es humano, excepto el pecado, fue asumido por el Hijo de Dios. La Encarnación es fruto de un inmenso amor, que impulsó a Dios a querer compartir plenamente nuestra condición humana.

El hecho de que el Verbo de Dios se hiciera hombre produjo un cambio fundamental en la condición misma del tiempo. Podemos decir que, en Cristo, el tiempo humano se colmó de eternidad.

Es una transformación que afecta al destino de toda la humanidad, ya que «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes GS 22). Vino a ofrecer a todos la participación en su vida divina. El don de esta vida conlleva una participación en su eternidad. Jesús lo afirmó, especialmente a propósito de la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (Jn 6,54). El efecto del banquete eucarístico es la posesión, ya desde ahora, de esa vida. En otra ocasión, Jesús señaló la misma perspectiva a través del símbolo de un agua viva, capaz de apagar la sed, el agua viva de su Espíritu, dada con vistas a la vida eterna (cf. Jn 4,14). La vida de la gracia revela, así, una dimensión de eternidad que eleva la existencia terrena y la orienta, en una línea de verdadera continuidad, al ingreso en la vida celestial.

3. La comunicación de la vida eterna de Cristo significa también una participación en su actitud de amor filial hacia el Padre.

En la eternidad «el Verbo estaba con Dios» (Jn 1,1), es decir, en perfecto vínculo de comunión con el Padre. Cuando se hizo carne, este vínculo comenzó a manifestarse en todo el comportamiento humano de Jesús. En la tierra el Hijo vivía en constante comunión con el Padre, en una actitud de perfecta obediencia por amor.

La entrada de la eternidad en el tiempo es el ingreso, en la vida terrena de Jesús, del amor eterno que une al Hijo con el Padre. A esto alude la carta a los Hebreos cuando habla de las disposiciones íntimas de Cristo, en el momento mismo de su entrada en el mundo: «¡He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (He 10,7). El inmenso «salto » que dio el Hijo de Dios desde la vida celestial hasta el abismo de la existencia humana está motivado por el deseo de cumplir el plan del Padre, en una entrega total.

Nosotros estamos llamados a tomar la misma actitud, caminando por el sendero abierto por el Hijo de Dios hecho hombre, para compartir así su camino hacia el Padre. La eternidad que entra en nosotros es un sumo poder de amor, que quiere guiar toda nuestra vida hasta su última meta, escondida en el misterio del Padre. Jesús mismo unió de forma indisoluble los dos movimientos, el descendente y el ascendente, que definen la Encarnación: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28).

101 La eternidad ha entrado en la vida humana. Ahora la vida humana está llamada a hacer con Cristo el viaje desde el tiempo hasta la eternidad.

4. El hecho de que en Cristo el tiempo haya sido elevado a un nivel superior, recibiendo acceso a la eternidad, implica que también el milenio que se aproxima no debe considerarse simplemente como un paso sucesivo en el curso del tiempo, sino como una etapa del camino de la humanidad hacia su destino definitivo.

El año 2000 no es sólo la puerta de un nuevo milenio; es también la puerta de la eternidad que, en Cristo, sigue abriéndose sobre el tiempo, para conferirle su verdadera dirección y su auténtico sentido.

Eso despliega ante nuestro espíritu y ante nuestro corazón una perspectiva mucho más amplia para la consideración del futuro. A menudo el tiempo es poco estimado. Parece defraudar al hombre con su precariedad, con su rápido fluir, que hace vanas todas las cosas. Pero, si la eternidad ha entrado en el tiempo, entonces al tiempo mismo se le debe reconocer un gran valor. Su continuo fluir no es un viaje hacia la nada, sino un camino hacia la eternidad.

El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. Se debe despertar incesantemente en el corazón humano el deseo de la vida y de la felicidad eterna. La celebración del jubileo quiere precisamente hacer que se incremente ese deseo, ayudando a los creyentes y a los hombres de nuestro tiempo a dilatar su corazón a una vida sin confines.

Saludos

Me complace saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española venidos de América Latina y España. Que la ya cercana celebración del gran jubileo ayude a los creyentes y a todos los hombres de nuestro tiempo a dilatar el corazón hacia una vida en plenitud. Con este deseo, os imparto con afecto la bendición apostólica.

(A un grupo de chicas de bachillerato de Vilna)
Estamos en Adviento, tiempo de espera y de alegría, que nos invita a dirigir nuestra mirada a Cristo que viene, renovando y reforzando nuestra esperanza. Acogedlo con el vivo deseo de crecer “en sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres” (cf.
Lc 2,52). Con estos deseos os bendigo a vosotras, a vuestros seres queridos y a todos los habitantes de Lituania, sobre todo a los niños, a los enfermos y a los que sufren. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En italiano)
Se celebra la Jornada internacional como recuerdo de la Declaración universal de derechos del hombre, aprobada por la Asamblea general de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Además, hoy comienza la Campaña 1998 para conmemorar los 50 años de ese histórico acontecimiento. En ese contexto, tiene lugar una imponente manifestación nacional con la adhesión y la participación de instituciones públicas y organizaciones privadas. Me uno a estas iniciativas y al mismo tiempo deseo de corazón que todos respeten siempre y promuevan los derechos del hombre para salvaguardia de la dignidad humana y para favorecer el desarrollo auténtico de la humanidad entera.

102 Deseo dirigir unas palabras a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

En este tiempo de Adviento María, que nos acompaña en nuestro itinerario hacia la santa Navidad, sea vuestro modelo, queridos jóvenes, en el crecimiento de la fe; para vosotros, queridos enfermos, sea signo de segura esperanza y de consuelo en la prueba del sufrimiento; y para vosotros, queridos recién casados, sea Madre tierna en la que podáis hallar siempre consejo y socorro.




Audiencias 1997 93