Discursos 1997



1




Enero de 1997



ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS ALUMNOS DEL SEMINARIO DE SAN JOSÉ, EN NUEVA YORK


Sábado 4 de enero de 1997



Queridos amigos:

Me complace dar la bienvenida al rector y a los alumnos del seminario de San José, en la archidiócesis de Nueva York. Este encuentro me recuerda la cordial acogida que me brindasteis durante mi visita a Dunwoodie hace exactamente un año. Al concluir el seminario de San José la celebración de su centenario, habéis venido en peregrinación a Roma, para visitar las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo y seguir las huellas de innumerables mártires y santos de todas las épocas de la vida de la Iglesia. Que su ejemplo os impulse a proseguir vuestro esfuerzo por crecer en santidad y en caridad pastoral.

Como todos los seminarios, también el vuestro ha de ser una comunidad que reviva la experiencia original de los Doce que siguieron a Jesús (cf. Pastores dabo vobis PDV 60).

Pido al Señor que, uniéndoos al Maestro divino mediante la oración y el estudio, escuchéis su llamada al servicio en la Iglesia y respondáis con un corazón generoso y lleno de amor. Os encomiendo a vosotros, así como a vuestros familiares y amigos, a María, Madre de la Iglesia, y a san José, patrono de vuestro seminario. A todos os imparto cordialmente mi bendición apostólica.






AL SEÑOR CARLOS ABELLA Y RAMALLO,


NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 10 de enero de 1997



Señor embajador:

1. Me complace recibirle en este solemne acto, en el que me presenta las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del Reino de España ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida, me es grato renovar la expresión de mi reconocimiento y aprecio hacia la noble nación española, tan cercana a mi corazón.

Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como los cordiales saludos de Su Majestad el Rey don Juan Carlos I y del presidente del Gobierno, quienes, interpretando los sentimientos del pueblo español, han querido reiterarme nuevamente su estima y aprecio, a lo que correspondo implorando del Señor copiosas gracias, que les ayuden en el desempeño de su misión.

2 2. Su nación tiene una larga y admirable historia de fidelidad y servicio a la Iglesia, que la hace depositaria de un rico patrimonio espiritual, que las generaciones actuales han recibido y están llamadas a conservar y transmitir a las futuras. Toda esa historia es digna de admiración y respeto y «debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar el futuro» (Discurso en Barajas, 31 de octubre de 1982, n. 5).

3. Una peculiaridad del momento actual en España es el fortalecimiento de las libertades, reflejando así la búsqueda universal de libertad que caracteriza a nuestro tiempo (cf. Discurso en la ONU, 5 de octubre de 1995, n. 2). Este proceso ha tenido muchos aspectos positivos con el paso de los años, aunque queden aún algunos otros por resolver. En ese sentido, la sociedad debe tomar cada vez conciencia más clara de que la libertad, si se aleja del respeto debido al ser humano y a sus derechos y deberes fundamentales, es sólo un vocablo vacío o incluso peligrosamente ambiguo. Por otro lado, se debe tener en cuenta que no se puede simplemente identificar lo establecido y autorizado por la ley en un sistema democrático de gobierno con los principios de la moral, como si fuesen prácticamente equivalentes, pues se sabe que las libertades de expresión y de elección no bastan por sí mismas —por nobles y verdaderas que sean— para conseguir una libertad verdaderamente humana. Por eso, la Iglesia, fiel a su misión, enseña que la libertad florece realmente cuando hunde sus raíces en la verdad sobre el hombre.

Esta misma verdad sobre el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, debe inspirar todas las acciones que se emprendan en la construcción de la sociedad. A ello la Iglesia se siente llamada a colaborar y por eso los obispos, guías del pueblo de Dios, ejercen su magisterio para iluminar la profunda relación de la vida social con la moral y la fe, alentando a todos a reflexionar seriamente y a actuar en consecuencia y en conciencia, para ir construyendo una sociedad cada vez más justa y humana, que esté fundamentada en los valores éticos.

4. Algunos problemas del momento presente, y que se arrastran desde hace algunos años, deben ser afrontados con decisión para evitar que se conviertan en crónicos y deterioren la pacífica convivencia y el progreso integral de los españoles. Entre ellos son motivo de preocupación el alto nivel de desempleo, que dificulta a los jóvenes el construir una familia y mirar el futuro con serenidad, y que adquiere tintes dramáticos para las familias ya constituidas; el desencanto por la gestión de la causa pública, motivado a veces por los casos de corrupción; la triste realidad de un terrorismo casi endémico, que ofende tanto a quien lo sufre como a quien lo práctica. A este propósito, no puedo ocultar mi dolor por los secuestros de personas que duran ya muchos meses y que han llenado de tristeza las recientes y entrañables fiestas navideñas en sus respectivos hogares, provocando el rechazo solidario de tantos españoles. Sé que el Gobierno de la nación está interesado en la solución de todos esos problemas, y para ello encontrará en los pastores y fieles de la Iglesia en España la cooperación necesaria, pues los católicos saben que el compromiso cristiano les lleva a promover todo lo que favorece la consecución del bien común.

5. La sociedad ha de tener entre sus principios básicos la defensa de la vida, de toda vida humana, y la promoción de la familia. Por ello no han de faltar, para que haya un verdadero progreso, estos pilares fundamentales, protegiéndolos en todo lo necesario desde los puntos de vista social, legislativo y fiscal. Ante un cierto deterioro ético de la institución familiar, quisiera recordar cuanto escribí en mi Carta a las familias: «Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia. Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad » (n. 17).

6. En el panorama internacional hay que favorecer también la ética de la solidaridad si se quiere que la participación y la justa distribución de los bienes, junto con el crecimiento económico, caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, cuando es bien entendida, es un camino adecuado, como señalé en mi discurso en la Sede de la Organización de las Naciones Unidas (cf. 5 de octubre de 1995, n. 13).

España, por su posición en Europa y por la historia que la une con América Latina, está llamada a dar su valiosa contribución a un futuro de paz tanto en Europa como en el resto de los continentes. Por eso, hago mis mejores votos para que su país, fiel a sus principios humanos, espirituales y morales, progrese, como en el pasado, en el empeño por promover relaciones fraternas entre todas las naciones, sobre todo entre aquellas con las que está unida por la historia y la tradición.

7. Son muchos los vínculos que unen a la Santa Sede con España, los cuales se ven reforzados, además, por una larga historia. En la actualidad, el marco de los Acuerdos firmados entre la Iglesia y el Estado español sigue siendo un válido instrumento para trabajar al servicio de todos los ciudadanos. Por eso, desde el respeto formal de la letra de los Acuerdos y con una actitud recíproca de cordialidad y buen entendimiento, se puede avanzar en el perfeccionamiento de las relaciones actuales, para llegar a resultados y conclusiones comunes en temas tan importantes que interesan a las dos instancias, como es, entre otros, la legislación en materia de educación y enseñanza. La Iglesia católica considera que es inalienable el derecho de la familia a poder elegir, sin obstáculos legales ni cortapisas económicas, el modelo educativo para sus hijos. Tal derecho, reconocido, además, en los tratados internacionales, exige que el sistema educativo sea plenamente respetuoso con las convicciones de cada cual, tenga en cuenta el servicio a todos los españoles y no esté sujeto al vaivén de cambios políticos. Por eso, formulo mis mejores votos para que, por el camino del diálogo, la negociación y el respeto, se avance en la mutua colaboración entre las autoridades civiles y la jerarquía eclesiástica en este y en otros campos.

8. Señor embajador, en el momento en el que se dispone a iniciar su importante misión ante esta Sede apostólica, me complace expresarle mis mejores deseos por el desempeño de su cargo. Le ruego que se haga intérprete ante Su Majestad el Rey, así como ante el Gobierno y el pueblo de España, de mis mejores augurios de paz, prosperidad espiritual y material y solidaria convivencia entre todos los españoles, sobre los que invoco con afecto, por mediación de su patrona, la Inmaculada Concepción, tan venerada en esa tierra, las bendiciones del Señor.






A LOS NUEVOS EMBAJADORES ANTE AL SANTA SEDE


Sábado 11 de enero de 1997



Excelencias:

3 Me complace daros la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que os acreditan como embajadores de vuestros respectivos países ante la Santa Sede. Vuestra presencia aquí hoy testimonia tanto la unidad como la diversidad de la familia humana; una unidad en la diversidad, que constituye el fundamento de un imperativo moral apremiante de respeto mutuo, cooperación y solidaridad entre todas las naciones del mundo. A través de vosotros saludo a los amados pueblos de los países que representáis: Australia, Burkina Faso, Eritrea, Estonia, Ghana, Kirguizistán, Pakistán, Singapur y Tanzania.

La presencia y participación de la Santa Sede en la vida de la comunidad internacional es una expresión concreta de la convicción de la Iglesia de que el diálogo es el instrumento principal y más eficaz para promover la coexistencia pacífica en el mundo, y para eliminar el flagelo de la violencia, la guerra y la opresión. La Iglesia estima profundamente la contribución que dais como diplomáticos a la construcción de un mundo más justo y humano. La urgencia de este servicio a la humanidad es mucho más evidente a la luz de tragedias como las que afectan actualmente a los pueblos de la región de los Grandes Lagos en África. Cuando se desgarra el entramado de armonía y de relaciones justas entre los pueblos, nuestra humanidad común sufre.

Dentro de la comunidad internacional, la Santa Sede apoya todos los esfuerzos por crear estructuras jurídicas eficientes para defender la dignidad y los derechos fundamentales de las personas y las comunidades. Sin embargo, estas estructuras nunca son suficientes; se trata sólo de mecanismos que deben inspirarse en un firme y perseverante compromiso moral en favor de la familia humana en su conjunto. Para las comunidades, al igual que para las personas, el compromiso en favor de la solidaridad, la reconciliación y la paz exige una auténtica conversión del corazón y una apertura a la verdad trascendente, que es la garantía última de la libertad y la dignidad humanas.

Os aseguro la disponibilidad de los católicos de vuestros países para servir al bien común mediante los servicios educativos y asistenciales que brinda la Iglesia. Al mismo tiempo, me hago eco de su deseo de profesar libremente su fe y participar plenamente en la vida de la sociedad.

Excelencias, os expreso mis mejores deseos en este momento en que empezáis vuestra misión ante la Santa Sede. Sobre vosotros y sobre vuestras familias, así como sobre las autoridades y los ciudadanos de vuestros países, invoco abundantes bendiciones divinas.






A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN CENTRAL DE FRANCIA


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 11 de enero de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Algunos meses después de mi última visita pastoral a Francia, de la que guardo un recuerdo muy vivo, me alegra comenzar hoy los encuentros que voy a tener con los obispos de las diferentes regiones apostólicas, con ocasión de su peregrinación a las tumbas de los Apóstoles, principal sentido de la visita ad limina. Vuestras reuniones con el Sucesor de Pedro y con sus colaboradores constituyen un gesto de comunión eclesial y una expresión del espíritu colegial que nos une. Estos contactos son, también, la ocasión de una reflexión profunda sobre los diversos aspectos de vuestra misión.

Agradezco a monseñor Michel Moutel, obispo de Nevers y presidente de la región apostólica del centro, los sentimientos de afecto que acaba de manifestarme en vuestro nombre y el resumen que me ha presentado de vuestra situación eclesial. Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros y, en particular, a monseñor Jean Honoré, arzobispo de Tours, que me acogió con gran deferencia en su ciudad episcopal en septiembre del año pasado, haciendo que mi peregrinación a la tumba de san Martín fuera un gran momento, al que no puedo menos de referirme en esta reunión con vosotros.

Recordamos hoy a monseñor Jean Cuminal, obispo de Blois, que nos abandonó prematuramente, antes de la celebración del tercer centenario de la fundación de su diócesis. Pidamos al Señor que conceda a este servidor fiel su recompensa en la paz.

2. Monseñor Moutel ha recordado algunas características de vuestras diócesis, que están asociadas en el marco de una región extensa y de gran diversidad. A pesar de una relativa dispersión, es consolador el hecho de que podáis colaborar entre vosotros en diferentes iniciativas. Pienso, en particular, en el seminario de Orleans, que concierne a casi todas vuestras diócesis y al que, recientemente, habéis proporcionado mejores condiciones de vida.

4 Numerosos fieles muestran gran generosidad y participan de manera activa y lúcida en la vida eclesial. Se trata de verdaderos motivos de esperanza y signos de la presencia activa del Espíritu Santo en el corazón de los bautizados y en sus comunidades. Os pido que llevéis a vuestros diocesanos el saludo cordial y el aliento del Obispo de Roma. Quisiera manifestar en particular a los sacerdotes, a los diáconos, a las personas consagradas y a los responsables laicos mi estima y mi confianza, pues, a costa de grandes sacrificios, toman parte junto con vosotros en la misión que Jesús confió a sus discípulos.

Con los diferentes grupos de obispos de Francia que vendrán para la visita ad limina en las próximas semanas, deseo abordar muchos temas significativos para la Iglesia de hoy, pues quiero brindaros algunos elementos de reflexión, con el espíritu de lo que el Señor pidió a Pedro: «Confirma a tus hermanos » (
Lc 22,32). Hoy me detendré más en algunos aspectos de vuestro ministerio episcopal, pero sin pretender esbozar un panorama completo.

3. Monseñor Moutel ha señalado las principales dificultades que afrontáis. Quiero mencionar dos aspectos, que afectan a toda la Iglesia que está en vuestro país: en primer lugar, el hecho de que una parte importante de la población está alejada de la Iglesia y no recibe fácilmente su mensaje; en segundo lugar, la disminución del número de sacerdotes condiciona las actividades pastorales, que son más difíciles de asegurar, aunque numerosos laicos asumen cada vez mayores responsabilidades.

Como sucede en muchas otras naciones, debéis afrontar diferentes formas de empobrecimiento o debilitamiento de la Iglesia, que dificultan la misión episcopal. En calidad de apóstoles de Cristo, sois los primeros en experimentar la cruz de la indiferencia, de la incomprensión y, a veces, de la hostilidad. En una sociedad que duda frecuentemente de sí misma y sufre desde hace tiempo una crisis económica y social, veis a demasiadas personas, y a demasiados bautizados, quedarse fuera de la comunidad eclesial, por una especie de rechazo de la institución, en favor de un repliegue individualista: cada uno se siente árbitro de sus reglas de vida y, aunque conserva un sentido religioso o la Iglesia sigue siendo para él un punto de referencia lejano, no vive una fe personal en Jesucristo e ignora su dimensión eclesial.

4. Esta situación, cuyo análisis debe evidentemente matizarse de acuerdo con los lugares, condiciona al pastor, que no puede permanecer pasivo. Vosotros lo habéis dicho, siguiendo a san Pablo: «Misericordiosamente investidos de este ministerio, no desfallecemos (...), porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor » (2Co 4,1 2Co 4,5). El obispo basa su confianza en las promesas de Cristo y en el don de su Espíritu, porque «fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Co 1,9).

Es necesario reafirmar que el oficio episcopal es, ante todo, de orden espiritual. El pastor, centinela, vigilante, contempla a los fieles y a toda la sociedad con una mirada iluminada por la perspectiva evangélica y la experiencia eclesial. Escuchando lo que «el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,7), puede ejercer sus responsabilidades, comenzando por un discernimiento abierto y benévolo sobre los éxitos o los fallos, las iniciativas dinámicas o la pasividad lamentable que jalonan el camino del pueblo de Dios.

El concilio Vaticano II enunció claramente las principales funciones de los sucesores de los Apóstoles, en la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia y en el decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos. Conviene proseguir la meditación de estos textos fundamentales del magisterio eclesial; esta reflexión ayuda seguramente a quien está investido de una misión constitutiva al servicio del pueblo que se le ha confiado, pero también debe interesar a los fieles.

5. Quisiera confirmaros fraternalmente en vuestro oficio de enseñar y anunciar a los hombres el evangelio de Cristo (cf. Christus Dominus CD 11). El obispo, profeta que proclama la buena nueva, la propone incansablemente, buscando el lenguaje que abra el sentido de las Escrituras, como hizo el Señor con los discípulos de Emaús. El Concilio afirma, en particular: «Los obispos han de exponer las enseñanzas cristianas con un método adaptado a las necesidades de nuestro tiempo, que dé una respuesta a las dificultades y problemas que más oprimen y angustian a los hombres» (ib., 13).

Estas palabras bastan para mostrar que vuestro ministerio apostólico se dirige a los hombres de nuestro tiempo, en función de las necesidades manifiestas o latentes tanto de los fieles presentes visiblemente en la comunidad diocesana como de las personas que permanecen en el umbral y que difícilmente encuentran el sentido de su vida.

En particular, el obispo está en la vanguardia por su compromiso en favor de los pobres y los marginados de la sociedad. Habla en defensa de la dignidad de la persona, del respeto a la vida de cada uno, de la justicia en la caridad y de la solidaridad. Exhorta a servir a las personas que habéis llamado los «heridos de la vida», porque sufren a causa de enfermedades y deficiencias físicas, a causa de problemas sociales o de falta de fe y esperanza espiritual.

A ejemplo del Señor, que vino para servir, el pastor abre los caminos del servicio a todos los que está llamado a guiar.

5 En la caridad, el ministerio apostólico es el de la unidad del pueblo, en estrecha colaboración con los miembros del presbiterio, que comparten sus tareas. Volveré a tratar sobre las exigencias actuales del sacerdocio de los presbíteros, que es vuestra principal preocupación. Hoy basta señalar que los sacerdotes, y con ellos los responsables de los servicios o de los movimientos, cuentan con el obispo para coordinar el conjunto de las misiones, a fin de que todos contribuyan a la unidad y al dinamismo de la Iglesia diocesana.

La suma de vuestras responsabilidades puede pareceros un peso muy grande. Sólo el Espíritu del Señor, en la comunión de toda la Iglesia, puede daros la fuerza y la luz que necesitáis. Tengamos confianza en el único Espíritu, «que es Señor y da la vida». Meditemos incesantemente en esta promesa de Jesús: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (
Jn 15,26-27).

6. La experiencia de estos últimos decenios ha permitido a los obispos encontrar siempre apoyo para cumplir su misión. Se han dado importantes formas de colaboración, tanto regionales como nacionales. Ya os hablé de ellas en Reims. El Concilio recomienda que los obispos se reúnan «para que el intercambio de pareceres permita llegar a una santa armonía de fuerzas, en orden al bien común de las Iglesias» (cf. Christus Dominus CD 37). En efecto, más allá de una simple concertación, las asambleas episcopales permiten esbozar orientaciones comunes, hacer oír mensajes útiles para el país y poner en común, en el ámbito regional o nacional, los medios de profundización y acción, de los que no puede disponer una diócesis sola.

Pongo por ejemplo el importante trabajo que habéis realizado algunos de vosotros, con la ayuda de expertos, de representantes de movimientos laicales y de numerosos fieles, que os ha llevado a dirigir a los católicos de Francia la Carta titulada Proponer la fe en la sociedad actual. Ojalá que esta iniciativa de los obispos contribuya a valorar lúcidamente la situación de los católicos en la sociedad actual, impulsándolos a ir al corazón del misterio de la fe, para formar una Iglesia que sepa proponer y compartir cada vez mejor los dones recibidos por gracia.

Juntos, estaréis en mejores condiciones para seguir la evolución y la animación de las diferentes comunidades o grupos que componen el panorama actual de la Iglesia en vuestro país. Infundiréis también dinamismo a las principales instituciones de servicio, mediante las cuales la Iglesia actúa siempre, sobre todo en la enseñanza, el cuidado de los enfermos y la ayuda concreta y sabia, tanto en vuestra tierra como fuera, a vuestros hermanos de las regiones más desfavorecidas.

Juntos también se os escuchará mejor cuando defendáis la solidaridad social hacia todos los habitantes de vuestra tierra, cualesquiera que sean sus orígenes.

7. Vuestra presencia en Roma manifiesta también vuestra comunión con la Iglesia universal. Os agradezco la atención que prestáis al magisterio y a la acción del Obispo de Roma, que contribuís a dar a conocer y a explicar. Pienso asimismo en la solicitud por todas las Iglesias, con respecto a la cual el concilio Vaticano II ha señalado con fuerza que incumbe a cada uno de los sucesores de los Apóstoles (cf. Lumen gentium LG 23 y Christus Dominus CD 6).

Sé que vuestras diócesis siguen arraigadas en su gran tradición misionera y que, en virtud de sus vínculos antiguos o más recientes, mantienen relaciones vivas con otras Iglesias particulares, principalmente con Iglesias jóvenes, que han sido fundadas a menudo por misioneros procedentes de vuestras regiones, o con Iglesias antiguas que renacen después de tiempos de prueba y desean el intercambio efectivo de dones, al que he exhortado frecuentemente. Esto ya lo recomendó la Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, de la que ya anuncié una nueva sesión.

Vuestra comunión con toda la Iglesia se manifiesta también en los Sínodos generales, como el que se está preparando precisamente sobre el ministerio episcopal, después de las reflexiones hechas sobre los laicos, los sacerdotes y la vida consagrada.

8. Durante los próximos meses y años, os esperan importantes tareas. Dentro de poco, tendrá lugar en París la Jornada mundial de la juventud, después de que todas las diócesis de Francia hayan acogido a los jóvenes procedentes de todo el mundo. Doy las gracias a todos los que trabajan por el éxito de esta reunión, porque estos encuentros suscitan una gran esperanza: los jóvenes confrontan sus enfoques de la fe con Cristo, quien los llama a seguirlo: «Venid y lo veréis» (Jn 1,39).

Este acontecimiento, que se celebrará el próximo mes de agosto, se inserta en la preparación directa del gran jubileo del año 2000, que ha empezado con una reflexión renovada sobre «Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb He 13,8). Ayudad a los fieles a redescubrir el bautismo y la llamada universal a la santidad, a reforzar su fe y su testimonio, a intensificar la catequesis dirigida a todas las generaciones, a orar con confianza a la santísima Virgen, con quien la «Iglesia (...) penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación» (Lumen gentium LG 65 cf. Tertio millennio adveniente TMA 40-43). Y el jubileo debe caracterizarse por un nuevo impulso a la evangelización (cf. ib., 21 y 40).

6 9. Queridos hermanos, ahora que comienzan las visitas ad limina de los obispos de Francia, os aseguro mi profunda comunión en la oración, con una firme esperanza en el futuro de vuestras diócesis, donde se manifiesta una grande y viva generosidad, a pesar de las pruebas. Que el Señor Jesucristo os dé la alegría de servirlo, guiando en su nombre las Iglesias diocesanas que se os han confiado. Que la Virgen santísima y todos los santos de Francia intercedan por vosotros.

A vosotros, pastores de la región apostólica del centro, a todos los que junto con vosotros hacen vivir la Iglesia y a vuestros compatriotas, imparto de todo corazón la bendición apostólica.






A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO


POR EL OBSERVATORIO ASTRONÓMICO VATICANO


Sábado 11 de enero de 1997



Señoras y señores:

1. Me complace dar la bienvenida a los distinguidos participantes en la Conferencia internacional sobre investigación espacial, que acaba de concluir su reunión en la universidad de Padua sobre el tema «Los tres Galileos: el hombre, la nave espacial y el telescopio». Habéis centrado vuestra atención en el reciente éxito científico de la nave espacial Galileo y en vuestras expectativas sobre los futuros descubrimientos, tanto de la nave espacial como del telescopio nacional italiano, que también se llama Galileo, e inaugurado hace precisamente ocho meses en una localidad de las islas Canarias. Me congratulo con los científicos del Laboratorio de propulsión a reacción y de la Administración nacional de la aeronáutica y del espacio, cuyos descubrimientos han sido reconocidos solemnemente por la universidad de Padua, donde el gran físico vivió muchos años fecundos.

2. La nave espacial Galileo y el telescopio nacional italiano están dando significativas contribuciones a la formación de una visión más completa del universo. Vosotros, y otros científicos en todo el mundo, al trabajar sobre resultados experimentales bien fundados, estáis perfeccionando un modelo que describe toda la evolución del universo desde un instante infinitesimal después del punto de partida del tiempo hasta la actualidad y, más allá, hacia el futuro remoto. Hoy, más que nunca, la mirada del hombre está abierta hacia las maravillas del universo. Y lo admirable de todo esto es una constante llamada a apreciar cada vez más seriamente la grandeza del destino del hombre y su dependencia del Creador. Así, mientras nos asombra la inmensidad del cosmos y el dinamismo que lo impregna, nuestro corazón se hace eco de ciertas cuestiones fascinantes y fundamentales, que siguen constituyendo desafíos para la humanidad en el umbral del nuevo milenio.

3. La participación del Observatorio vaticano en vuestro trabajo es un signo práctico de la estima de la Iglesia por el genio particular, la objetividad, la autodisciplina y el respeto a la verdad que los científicos tienen con respecto a la exploración del universo. Vuestra dedicación a la investigación científica constituye una verdadera vocación al servicio de la familia humana, una vocación que la Iglesia honra y estima en gran medida. Esta vocación es más fructífera cuando nos ayuda a reconocer la relación que existe entre la belleza y el orden del universo y la dignidad de la persona humana, reflejos de la majestad creadora de Dios. Cuantos más hombres y mujeres de ciencia se comprometan en una investigación rigurosa de las leyes del universo, tanto más insistente llegará a ser la cuestión de su significado y su finalidad, y tanto más urgente será la exigencia de una reflexión contemplativa, que no puede por menos de llevar a una profunda estima del sentido de la trascendencia del hombre con respecto al mundo, y de Dios con respecto al hombre (cf. Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 22).

A través de vosotros, que habéis querido amablemente compartir conmigo las reflexiones de vuestra conferencia, dirijo un llamamiento a todos vuestros colegas en los diversos campos de la investigación científica: haced todo lo posible por respetar la primacía de la ética en vuestro trabajo; preocupaos siempre por las implicaciones morales de vuestros métodos y descubrimientos. Oro para que los científicos no olviden nunca que sólo se sirve auténticamente a la causa de la humanidad cuando el conocimiento va unido a la conciencia.

4. Señoras y señores, al concluir estas breves observaciones, os confío mi esperanza de que la investigación, que tanto os acerca a los maravillosos misterios del universo, os infunda una estima más profunda del poder y la sabiduría de Dios. Que vuestros descubrimientos contribuyan a construir una sociedad cada vez más respetuosa de todo lo que es verdaderamente humano. El Señor del cielo y de la tierra os bendiga a todos abundantemente.






AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 13 de enero de 1997



Excelencias,
7 Señoras y Señores:

1. Vuestro Decano, el Señor Embajador Joseph Amichia, acaba de presentarme vuestros amables augurios con la serenidad y la delicadeza que todos conocemos. Lo ha hecho por última vez, ya que, después de veinticinco años, regresará definitivamente a su querida Costa de Marfil. A su esposa, a su familia, a sus compatriotas y a él mismo deseo ofrecer, en nombre de todos, los mejores votos para que en el futuro pueda llevar a cabo sus proyectos más entrañables.

A todos Ustedes, Excelencias, Señoras y Señores, expreso mi cordial agradecimiento por sus augurios y les manifiesto mi reconocimiento por las muestras de aprecio que manifiestan tan a menudo hacia la labor internacional de la Santa Sede. Dentro de poco tendré ocasión de saludarles personalmente y expresarles mis sentimientos de estima. Por medio de Ustedes deseo también hacer llegar mis afectuosos y fervientes votos a los dirigentes de sus Países y a sus compatriotas: ¡que el año 1997 marque una etapa decisiva en la consolidación de la paz y en una prosperidad mejor compartida por todos los pueblos de la tierra!

En mi Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1997, invitaba a todos los hombres de buena voluntad a "emprender juntos y con ánimo resuelto una verdadera peregrinación de paz, cada uno desde su propia situación" (n. 1). ¿Cómo empezarla mejor, sino con Ustedes, Señoras y Señores, que son observadores cualificados y atentos de la vida de las Naciones? En este inicio de año, ¿dónde están la esperanza y la paz? Esta es la pregunta que quisiera responder con Ustedes.

2. La esperanza. Muy afortunadamente no está ausente en el horizonte de la humanidad. El desarme ha superado etapas importantes con la firma del Tratado de prohibición completa de las pruebas nucleares, que la Santa Sede ha firmado, con la esperanza de una adhesión universal. Desde ahora la carrera de los armamentos nucleares y su proliferación están puestas al margen de la sociedad.

Sin embargo, esto no debe hacernos menos vigilantes respecto a la producción de armas convencionales o químicas cada vez más sofisticadas, ni indiferentes a los problemas planteados por las minas antipersonas. A propósito de éstas últimas, espero que un acuerdo, jurídicamente obligatorio y con adecuados mecanismos de control, vea la luz durante la reunión prevista en Bruselas el mes de junio próximo. ¡Debe hacerse todo lo posible para construir un mundo más seguro!

Casi todos los Gobiernos, reunidos en el marco de la Organización de las Naciones Unidas en Estambul para la II Conferencia sobre los Asentamientos humanos y en Roma para la Cumbre mundial de la F.A.O., han asumido compromisos concretos de cara a conciliar mejor el desarrollo, el crecimiento económico y la solidaridad. El derecho a la vivienda y a la distribución equitativa de los recursos de la tierra se han tomado como prioridades para los años futuros: éstos son pasos decisivos.

Nosotros debemos tomar nota igualmente del acuerdo concluido a finales de año en Abidjan para la paz en Sierra Leona, esperando que el desarme y la desmovilización de los hombres armados tengan lugar sin demora. Es de desear que suceda lo mismo en la vecina Liberia, comprometida también en un difícil proceso de normalización y de preparación para elecciones libres.

En Guatemala, parece que la paz se perfila finalmente en el horizonte después de muy largos años de luchas fratricidas. El acuerdo firmado el 29 de diciembre último, creando un clima de con fianza, debería favorecer, en la unidad y con valentía, la solución de los numerosos problemas sociales aún sin resolver.

Dirigiendo nuestra mirada hacia Asia, esperamos la fecha del 1º de julio de 1997, cuando Hong kong será reintegrado a la China continental. En consideración de la consistencia y vitalidad de la comunidad católica que reside en aquel territorio, la Santa Sede seguirá con gran interés esta nueva etapa, esperando que el respeto de las diferencias, de los derechos fundamentales de la persona humana y de la supremacía del derecho jalonen este nuevo itinerario, preparado con pacientes negociaciones.

3. La paz, en segundo término. Parece aún precaria en más de un lugar del planeta y, en todo caso, está siempre a merced de egoísmos o imprevisiones de muchos protagonistas de la vida internacional.

8 Muy cerca de nosotros, Argelia sigue debatiéndose en un abismo de violencia inaudita, dando la triste imagen de todo un pueblo tomado como rehén. La Iglesia católica ha pagado allí un pesado tributo, el año pasado, con el bárbaro asesinato de siete monjes de la Trapa de Notre-Dame de el Atlas y la muerte brutal de Monseñor Pierre Claverie, Obispo de Orán. Chipre, todavía dividido en dos, espera una solución política que debería ser resuelta en un contexto europeo ofreciéndole horizontes más diversificados. Además, en la orilla oriental del Mediterráneo, el Próximo Oriente continúa buscando a tientas el camino de la paz. Se debe intentar todo para que los sacrificios y los esfuerzos realizados en estos últimos años, después de la Conferencia de Madrid, no resulten vanos. Para los cristianos, en particular, la "Tierra Santa" es el lugar donde resonó por primera vez este mensaje de amor y de reconciliación: ¡"Paz en la tierra a los hombres que Dios ama"!

Todos juntos, judíos, cristianos y musulmanes, israelitas y árabes, creyentes y no creyentes, deben crear y consolidar la paz: ¡la paz de los tratados, la paz de la confianza, la paz de los corazo nes! En esta área del mundo, como en otras, la paz podrá ser justa y duradera sólo si se apoya en el diálogo leal entre partes iguales, desde el respeto de la identidad y de la historia de cada uno, sólo si se apoya en el derecho de los pueblos a la libre determinación de su destino, su independencia y su seguridad. ¡No puede haber excepciones! Y quienes han acompañado a las partes más directamente comprometidas en el difícil proceso de paz en Medio Oriente deben multiplicar esfuerzos para que el modesto capital de confianza acumulado no se disipe, sino que, al contrario, aumente y fructifique.

En estos últimos meses se ha extendido dramáticamente un foco de tensión en toda la región de los Grandes Lagos en Africa. En particular Burundi, Ruanda y Zaire se han visto envueltos en el engranaje fatal de la violencia sin freno y del etnocentrismo, sumiendo naciones enteras en dramas humanos que no deberían dejar a nadie indiferente. No se podrá encontrar ninguna solución mientras los responsables políticos y militares de estos Países no se sienten en torno a una mesa de negociación, con la ayuda de la comunidad internacional, para examinar juntos cómo configurar sus necesarias e inevitables relaciones. La comunidad internacional -incluidas las Organizaciones regio nales africanas- no sólo ha de poner remedio a la indiferencia manifestada en estos últimos tiempos ante unos dramas humanitarios de los que es testigo el mundo entero, sino que debe acrecentar aún su acción política para evitar que nuevos acontecimientos trágicos, desmembraciones de territorios o desplazamientos de poblaciones lleguen a crear situaciones que nadie sería capaz de controlar. No se puede basar la seguridad de un País o de una región sobre un cúmulo de riesgos.

En Sri Lanka, las esperanzas de paz se han quebrado ante los combates que nuevamente han devastado regiones enteras de la isla. La permanencia de estas luchas impide evidentemente el progreso económico. Allí convendría que se reanudaran las negociaciones para llegar al menos a un alto el fuego que permita enfocar el futuro de manera más serena.

Finalmente, si miramos hacia Europa, se puede observar que la instauración de Instituciones europeas y la profundización del concepto europeo de seguridad y de defensa deberían asegurar a los ciudadanos de los Países del Continente un futuro más estable, ya que se basa en un patrimonio de valores comunes: el respeto de los derechos humanos, la primacía de la libertad y de la democracia, el Estado de derecho, el derecho al progreso económico y social. Todo esto, ciertamente, en vistas de un desarrollo integral de la persona humana. Pero los europeos deben estar también vigilantes, porque siempre es posible ir a la deriva, como lo ha demostrado la crisis de los Balcanes: la persistencia de tensiones étnicas, los nacionalismos exacerbados y las intolerancias de todo tipo son amenazas permanentes. Los focos de tensión que quedan en el Cáucaso nos muestran que el contagio de estas energías negativas sólo puede detenerse con la instauración de una verdadera cultura y de una verdadera pedagogía de la paz. Por ahora, en demasiadas regiones de Europa, se tiene la impresión de que los pueblos, más que cooperar, coexisten. No olvidemos jamás que uno de los "padres fundadores" de la Europa de la posguerra -cito aquí a Jean Monnet- escribía como epígrafe a sus memorias : ¡"Nosotros no hacemos coalición de Estados; nosotros unimos a los hombres"!

4. Este rápido panorama de la situación internacional es suficiente para mostrar que entre los progresos realizados y los problemas no resueltos, los responsables políticos tienen un vasto campo de acción. Y, tal vez, lo que más falta hoy a los protagonistas de la comunidad internacional no son ni los Acuerdos escritos ni las sedes donde expresarse: ¡éstas son muchísimas! Lo que falta es una ley moral y la valentía de guiarse por ella.

La comunidad de las naciones, como toda sociedad humana, no escapa a este principio básico: debe regirse por una regla de derecho válida para todos sin excepción. Todo sistema jurídico, lo sabemos, tiene como fundamento y como fin el bien común. Esto se aplica también a la comunidad internacional: ¡el bien de todos y el bien de todo! Esto permite llegar a soluciones equitativas donde nadie es perjudicado en provecho de otros, aunque sean mayoría: la justicia es para todos, sin que la injusticia sea infligida a nadie. La función del derecho es dar a cada uno lo que le corresponde, devolviéndole lo que le es debido en plena justicia. El derecho tiene pues una fuerte connotación moral. El derecho internacional mismo está basado en unos valores. La dignidad de la persona o la garantía de los derechos de las naciones, por ejemplo, son principios morales antes que normas jurídicas. Esto explica que fueran filósofos y teólogos, entre los siglos XV y XVII, los primeros teóricos de la sociedad internacional y los precursores de un reconocimientos explícito del derecho de gentes. Además, se puede constatar que el derecho internacional no es sólo un derecho interestatal, sino que tiende cada vez más a alcanzar a los individuos, por las definiciones internacionales de los derechos humanos, del derecho médico internacional o del derecho humani tario, por citar sólo algunos ejemplos.

Es pues urgente organizar la paz de la posguerra fría y la libertad del "post" 1989 basándose en unos valores morales que están en las antípodas de la ley de los más fuertes, de los más ricos o de los más grandes que imponen sus modelos culturales, sus reglas económicas o sus modas ideológicas. Los intentos de organizar una justicia penal internacional son en este sentido un progreso real de la conciencia moral de las naciones. El desarrollo de iniciativas humanitarias, intergubernamentales o privadas, es también una señal positiva de un despertar de la solidaridad ante situaciones de violencia o de injusticia intolerables. Pero, más aún, es necesario estar atentos a que estas generosidades no se conviertan rápidamente en la justicia de los vencedores o no encubran intenciones ocultas hegemónicas, que evocarían una especie de esferas de influencia, de espacios acotados o de conquista de mercados.

El derecho internacional ha sido durante mucho tiempo un derecho de la guerra y de la paz. Creo que está llamado cada vez más a ser exclusivamente un derecho de la paz concebida en función de la justicia y de la solidaridad. Y, en este contexto, la moral debe fecundar el derecho; ella puede ejercer también una función de anticipación del derecho, en la medida en que indica la dirección de lo que es justo y bueno.

5. Excelencias, Señoras y Señores: éstas son las reflexiones que deseaba compartir con Ustedes al inicio del año. Tal vez puedan inspirar su reflexión y su labor al servicio de la justicia, de la solida ridad y de la paz entre las naciones que Ustedes representan.

En mi plegaria encomiendo a Dios el bien y la prosperidad de sus conciudadanos, los proyectos de sus Gobiernos para el bien espiritual y temporal de sus pueblos, así como los esfuerzos de la comunidad internacional para que triunfen la razón y el derecho.

9 Que en nuestra peregrinación de paz nos guíe la estrella de Navidad y nos señale el verdadero camino del hombre, invitándonos a tomar el camino de Dios.

¡Que Dios bendiga a vuestras personas y a vuestras Patrias, y os conceda a todos un feliz año!






Discursos 1997