Discursos 1997 9


A LOS ALUMNOS Y SUPERIORES


DEL ALMO COLEGIO CAPRÁNICA


Sábado 18 de enero de 1997



1. Os acojo con gran alegría, queridos alumnos del Almo Colegio Capránica, así como al ex rector y recién ordenado obispo, monseñor Luciano Pacomio, que ha querido acompañaros una vez más en este encuentro anual, con ocasión de la memoria de vuestra patrona santa Inés.

Le agradezco, monseñor, las amables palabras que me ha dirigido, y le expreso mi profundo reconocimiento por el servicio que ha prestado durante estos años en la comunidad del Colegio Capránica, particularmente amada por el Papa a causa del empeño con que, desde hace más de cinco siglos, sostiene la formación de candidatos al sacerdocio y de sacerdotes jóvenes. Le deseo que dedique con fruto sus cualidades de ingenio y corazón, tan apreciadas por sus queridos alumnos del Colegio, al servicio de los fieles de Mondovì.

2. Creo que la ordenación episcopal del rector ha infundido mayor fervor espiritual en toda la comunidad, llamando a cada uno a reflexionar en la gracia y las exigencias del ministerio pastoral en la Iglesia.

Se trata de una reflexión que yo mismo, durante los meses pasados, con ocasión de mi jubileo sacerdotal, me he sentido invitado a reanudar y profundizar. Fruto de dicha reflexión, desarrollada bajo la mirada de Dios en la oración, ha sido el libro «Don y misterio». Quisiera entregaros hoy simbólicamente este testimonio mío, con el deseo de que siempre agradezcáis el inestimable don del sacerdocio, que el Señor ha querido ofreceros, llamándoos a la plena configuración con Cristo, sumo sacerdote y buen pastor.

Ante la ya inminente celebración de la memoria litúrgica de santa Inés, invoco la intercesión de la joven romana sobre cada uno de vosotros y sobre la comunidad del Colegio Capránica. Que ella obtenga al ex rector, que se prepara para afrontar su nueva misión entre los fieles de Mondovì, y a todos los alumnos del Almo Colegio Capránica, la fidelidad incondicional a Cristo, que resplandece en su testimonio de virgen y mártir.

Por mi parte, os acompaño con la oración y con la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestros seres queridos.






A LOS OBISPOS FRANCESES DE LA REGIÓN APOSTÓLICA DEL NORTE


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 18 de enero de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

10 1. Os recibo con alegría en este momento en que realizáis vuestra visita ad limina. En vuestra peregrinación a las tumbas de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y mediante vuestros encuentros con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores, encontraréis aliento para cumplir vuestra misión episcopal; Cristo acrecentará en vosotros la esperanza, porque no abandona nunca a su Iglesia y la guía mediante su Espíritu, para que sea signo de salvación en el mundo.

Agradezco a monseñor Michel Saudreau, obispo de Le Havre y presidente de vuestra región apostólica, sus palabras, en las que ha recordado la acogida cordial y atenta del pueblo de Francia durante mi reciente visita a vuestro país, así como la presentación de algunas de vuestras orientaciones pastorales comunes para que los hombres descubran al Dios trino. Vuestra iniciativa se enmarca en la perspectiva de la preparación del gran jubileo.

2. En vuestros informes quinquenales, recordáis entre vuestras preocupaciones esenciales el futuro del clero. La pirámide de las edades es una fuente de inquietud. Junto con vosotros, también los sacerdotes están preocupados, porque no ven llegar el relevo, y a veces les resulta difícil afrontar las numerosas tareas de su ministerio. Comprendo vuestros temores sobre el futuro de las comunidades cristianas, que necesitan ministros ordenados. Sin embargo, os invito a la esperanza, en particular meditando en el decreto conciliar «Presbyterorum ordinis» sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes, cuyo 30 aniversario festejamos en 1995. Para todos los que han recibido el sacerdocio es una ocasión de reflexionar nuevamente en la misión que el Señor les ha confiado y de «reavivar el carisma de Dios que está en ellos» (
2Tm 1,6) por la imposición de las manos.

Por eso, con vosotros, quisiera alentar a los sacerdotes, especialmente a los sacerdotes diocesanos, a que afirmen y renueven la espiritualidad del sacerdocio diocesano. Mediante su vida espiritual, en el ejercicio de la verdadera caritas pastoralis, descubrirán un camino de santidad personal, un dinamismo en el ministerio y una fuerza para proponer a los jóvenes que dudan en comprometerse en el sacerdocio.

3. La exhortación del Apóstol a Timoteo nos recuerda la relación íntima que existe entre la consagración y la misión. Sin esta unidad, el ministerio sólo sería una función social. Los sacerdotes, llamados y elegidos por el Señor, participan en su misión, que construye la Iglesia, Cuerpo de Cristo y templo del Espíritu (cf. Presbyterorum ordinis PO 1). «Son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor» (Pastores dabo vobis PDV 15). Escogidos de entre sus hermanos son, ante todo, hombres de Dios; es importante que no descuiden su vida espiritual, pues toda la actividad pastoral y teológica «debe comenzar efectivamente por la oración» (san Alberto Magno, Comentario de la teología mística, 15), que es «algo grande, que dilata el alma y une a Jesús» (santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos C, fol. 25).

4. En la íntima relación diaria con Cristo, que unifica la existencia y el ministerio, conviene dar el primer lugar a la Eucaristía, que encierra todo el tesoro espiritual de la Iglesia. Conforma cada día al sacerdote con Cristo, sumo sacerdote, cuyo ministro es. Y, tanto en la celebración eucarística como en la de los otros sacramentos, el sacerdote está unido a su obispo, y «así lo hace presente, en cierto sentido, en cada una de las comunidades de los fieles» (Presbyterorum ordinis PO 5); da su cohesión al pueblo de Dios y lo acrecienta, reuniéndolo en torno a las mesas de la Palabra y la Eucaristía, y ofreciendo a los hombres el apoyo de la misericordia y de la ternura divinas. Además, la liturgia de las Horas estructura sus jornadas y modela su vida espiritual. La meditación de la palabra de Dios, la «lectio divina» y la oración lo llevan a vivir en intimidad con el Señor, que revela los misterios de salvación a quien, a ejem plo del discípulo amado, permanece cerca de él (cf. Jn Jn 13,25). En presencia de Dios, el sacerdote encuentra la fuerza para vivir las exigencias esenciales de su ministerio. Adquiere la docilidad necesaria para hacer la voluntad de aquel que lo ha enviado, con una disponibilidad incesante a la acción del Espíritu, porque es él quien da el crecimiento y nosotros somos sus colaboradores (cf. 1Co 3,5-9). Según la promesa hecha el día de la ordenación, esta disponibilidad se concreta mediante la obediencia al obispo que, en nombre de la Iglesia, lo envía en medio de sus hermanos, para ser el representante de Cristo, a pesar de su debilidad y su fragilidad. Por medio del sacerdote, el Señor habla a los hombres y se manifiesta ante sus ojos.

5. En la sociedad actual, que valora ciertas concepciones erróneas de la sexualidad, el celibato sacerdotal o consagrado, así como, de otra forma, el compromiso en el sacramento del matrimonio, recuerda de manera profética el profundo sentido de la existencia humana. La castidad dispone a quien se ha comprometido a ella a poner su vida en las manos de Dios, ofreciendo al Señor todas sus capacidades interiores, para el servicio de la Iglesia y la salvación del mundo. Mediante la práctica de «la perfecta y perpetua castidad por el reino de los cielos», el sacerdote reafirma su unión mística con Cristo, a quien se consagra «de una manera nueva y excelente » y «con un corazón no dividido» (Presbyterorum ordinis PO 16). Así, en su ser y en su acción libremente se entrega y se sacrifica a sí mismo, como respuesta a la entrega y al sacrificio de su Señor. La castidad perfecta lleva al sacerdote a vivir un amor universal y a estar atento a cada uno de sus hermanos. Esta actitud es fuente de una incomparable fecundidad espiritual, «con la que no puede compararse ninguna otra fecundidad carnal» (san Agustín, De sancta virginitate, 8), y dispone, en cierto modo, a «aceptar en Cristo una paternidad más amplia» (Presbyterorum ordinis PO 16).

6. Hoy con frecuencia la misión es difícil y sus formas son muy variadas. El escaso número de sacerdotes obliga a recurrir a ellos hasta el límite de sus fuerzas. Conozco las condiciones precarias y penosas en las que los sacerdotes de vuestro país aceptan voluntariamente vivir su misión. Los felicito por su perseverancia y los invito a no descuidar su propia salud. Corresponde naturalmente a los obispos, que ya lo hacen, cuidar cada vez más su calidad de vida. Que los sacerdotes no se desalienten y salgan al encuentro de los hombres, para anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todos los hombres. Ellos deben pedir a los laicos que cumplan plenamente su misión específica, suscitando en cada uno, según su carisma, una participación adecuada en la liturgia y la catequesis, o un compromiso responsable en los movimientos y en las diferentes asociaciones eclesiales, para el bien de la Iglesia. Así, los sacerdotes vivirán su ministerio en unión profunda con todos los demás miembros del pueblo de Dios, llamados a participar en la misión común, en torno al obispo. De esta complementariedad surgirá un nuevo impulso apostólico.

7. Los hombres de nuestro tiempo tienen sed de verdad; las búsquedas humanas no bastan para colmar su deseo profundo. Quienes han sido consagrados deben ser los primeros en presentar a Cristo al mundo, mediante la preparación y la celebración de los sacramentos, la explicación de la Escritura, la catequesis de jóvenes y adultos, y el acompañamiento de grupos de cristianos. En su ministerio, la enseñanza del misterio cristiano ocupa también un lugar esencial. En efecto, nuestros contemporáneos, que deben confrontarse con culturas y ciencias que plantean cuestiones importantes a la fe, ¿cómo podrán seguir a Cristo, si no tienen un conocimiento dogmático y una estructura espiritual fuertes? Por tanto, hay que preparar con mucho esmero las homilías dominicales, mediante la oración y el estudio. Así, ayudarán a los fieles a vivir su fe en su existencia diaria y a entrar en diálogo con sus hermanos.

8. La misión sacerdotal reviste una importancia tan grande, que necesita una formación permanente. Os aliento a ofrecer a vuestros colaboradores cercanos, en vuestras diócesis, en vuestra región apostólica o a nivel nacional, tiempos de renovación espiritual y teológica. Los tres años preparatorios del gran jubileo proporcionan un marco particularmente oportuno, proponiendo reflexionar sucesivamente en Cristo, en el Espíritu Santo y en el Padre.

La Iglesia en Francia es rica en pastores santos, modelos para los sacerdotes de hoy. Pienso, en particular, en el cura de Ars, patrono de los sacerdotes de todo el mundo, en los miembros de la Escuela francesa y en san Francisco de Sales, que presenta un camino seguro para la vida espiritual, la práctica de las virtudes y el gobierno pastoral (cf. Introducción a la vida devota), y, en este siglo, en los numerosos pastores que siguen siendo verdaderos ejemplos para los sacerdotes de hoy. Por otra parte, tenéis un patrimonio eclesial que hay que conservar vivo. Francia cuenta con admirables ediciones de autores patrísticos y espirituales, que merecen elogio y apoyo. Se trata de un tesoro de la fe que puede alimentar la vida espiritual y confortar la misión. Este patrimonio permite encontrar medios nuevos para responder a las exigencias actuales.

11 9. La fraternidad sacerdotal es esencial en el presbiterio diocesano, pues brinda a cada uno apoyo y consuelo; permite orar juntos, compartir las alegrías y las esperanzas del ministerio, y acoger con delicadeza a sus hermanos en el sacerdocio, en la legítima diversidad de los carismas y las opciones pastorales. Os exhorto a vosotros, así como a todos los miembros del clero, a estar cercanos a los sacerdotes y a los diáconos que atraviesan situaciones personales o pastorales difíciles, pues tienen necesidad de una asistencia muy especial. Mi pensamiento va también a los que son ancianos y ya no tienen la fuerza para realizar un ministerio a tiempo pleno: la mayoría de ellos pueden prestar numerosos servicios y ser hombres de buen consejo para sus hermanos.

10. Habéis devuelto poco a poco al diaconado permanente su dignidad, con el espíritu del concilio ecuménico Vaticano II, y habéis subrayado el lugar que ocupan los diáconos en vuestras diócesis. Han sido ordenados «para realizar un servicio» (Lumen gentium
LG 29) a la comunidad eclesial y a todos los hombres, a través de una colaboración confiada con su obispo y con el conjunto de los pastores. Con la oración, con la celebración del bautismo y el matrimonio y con el ejercicio de su ministerio en los numerosos servicios eclesiales acompañan el crecimiento espiritual de sus hermanos. Mediante su vida profesional y sus responsabilidades en el seno de la sociedad y en su familia se hacen servidores en la Iglesia servidora, y manifiestan concretamente su caridad a todos. Para realizar su misión, quienes están casados encuentran un gran apoyo en su esposa e hijos.

11. También habéis subrayado la irradiación de los monasterios y los centros espirituales. En un mundo caracterizado por la indiferencia y la pérdida del sentido religioso, nuestros contemporáneos necesitan descubrir el valor del silencio, que les permite volver al Señor, unificar su existencia y darle todo su sentido. Para este redescubrimiento, los monjes y las monjas, así como el conjunto de los religiosos y las religiosas, tienen un papel de primer orden. Mediante una vida entregada totalmente a Dios y a sus hermanos, expresan ante los ojos del mundo, de manera profética, que sólo Cristo hace vivir y que sólo una existencia fundada en los valores espirituales y morales es fuente de verdadera felicidad (cf. Vita consecrata VC 15). Más aún, las personas consagradas procuran reproducir en sí mismas «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo» (Lumen gentium LG 44). Esta configuración con el misterio de Cristo realiza la Confessio Trinitatis propia de la vida religiosa.

Vuestros informes aluden al lugar esencial que ocupan los religiosos y las religiosas en la vida pastoral y caritativa de vuestras diócesis. Los felicito por su devoción y su generosidad, particularmente entre los jóvenes, los enfermos, los más alejados de la Iglesia y los más necesitados.

12. Al término de nuestro encuentro, quisiera recordar la dimensión mariana de toda vida cristiana y, más particularmente, de la vida sacerdotal. Al pie de la cruz, de donde nace la Iglesia, el discípulo acoge a la Madre del Salvador. Juntos reciben el don del sacrificio de Cristo, para que se anuncie al mundo el misterio de la redención (cf. Redemptoris Mater RMA 45).

Mi pensamiento se dirige, por último, a los fieles de vuestras comunidades. Llevad el saludo cordial y el apoyo del Papa a quienes están comprometidos en la misión de la Iglesia mediante la oración y la acción, particularmente a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y las religiosas, así como a todos los católicos de vuestras diócesis, asegurándoles mi oración para que, en medio de las dificultades actuales, conserven la esperanza. Os pido también que transmitáis mi saludo afectuoso a los obispos eméritos de vuestra región.

Por la intercesión de Nuestra Señora y de los santos de vuestra tierra, os imparto de todo corazón mi bendición apostólica a vosotros, así como a todos los miembros del pueblo de Dios confiados a vuestra solicitud pastoral.

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LAS RELIGIOSAS CAPITULARES

DE LA CONGREGACIÓN DE HIJAS DE SANTA ANA




A la reverenda madre

ANNA VIRGINIA SINAGRA

Superiora general de las Hijas de Santa Ana

1. Me alegra dirigirle mi cordial saludo a usted y a sus hermanas, que han venido a Roma desde diferentes lugares del mundo, donde está presente esta congregación religiosa, para participar en el capítulo general electivo, que ya ha llegado a su fase conclusiva.

Ante todo, deseo congratularme con usted, reverenda madre, por su reelección para el cargo de superiora general. Extiendo mi saludo a las religiosas que forman el nuevo consejo general, a las cuales expreso cordiales deseos de generoso y fecundo trabajo en favor del progreso espiritual y apostólico de todo el instituto. En fin, mi pensamiento afectuoso se dirige a todas las Hijas de Santa Ana, que viven y trabajan en las diversas comunidades esparcidas en los diferentes continentes.

12 2. Durante los encuentros de estos intensos días, que han coincidido en gran parte con el tiempo litúrgico de Adviento y Navidad, las delegadas capitulares han reflexionado con usted, reverenda madre, sobre el reciente camino de la congregación, profundizando el valor de sus obras y de sus compromisos pastorales y caritativos, para que respondan cada vez más al carisma particular del instituto. Deseo que las líneas que han surgido de la reunión capitular infundan un renovado impulso en la vida y las actividades de vuestra familia religiosa, especialmente durante estos años de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000.

En la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata he subrayado cómo en el esfuerzo comunitario de discernimiento y renovación es necesario seguir algunos criterios fundamentales, entre los cuales, en particular, la fidelidad al carisma original y la atención a las nuevas necesidades y a las nuevas formas de pobreza de la sociedad contemporánea: «Es preciso, por ejemplo, salvaguardar el sentido del propio carisma, promover la vida fraterna, estar atentos a las necesidades de la Iglesia tanto universal como particular, ocuparse de aquello que el mundo descuida, responder generosamente y con audacia, aunque sea con intervenciones obligadamente exiguas, a las nuevas formas de pobreza» (n. 63).

3. En este esfuerzo de renovación es necesario que cada una de las religiosas del instituto sepa hallar inspiración y fuerza en la rica herencia espiritual que dejó la madre fundadora, Rosa Gattorno. En la audiencia que le concedió el Papa Pío IX, expresó su firme propósito de cumplir fielmente la voluntad de Dios en su vida: «Sí, Santo Padre, quiero hacer la voluntad de Dios». Cada hija de Santa Ana debe hacer suyas estas palabras de la fundadora, alimentando con la oración y con una intensa vida espiritual la obra de caridad que está llamada a ofrecer a sus hermanos y preparando, de este modo, mediante su actividad humilde y fiel, la venida del reino de Dios.

Nuestro tiempo se caracteriza por la renovada atención al papel peculiar de la vocación femenina en la Iglesia y en la sociedad. Es preciso que la vida consagrada en general, y cada uno de los institutos religiosos en particular, respondan de modo adecuado a los nuevos desafíos de la cultura contemporánea. A este propósito, me complace reafirmar cuanto he escrito en el reciente documento postsinodal: «Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre» (Vita consecrata
VC 57).

4. Reverenda madre, espero que bajo su acertada dirección las religiosas de esta congregación profundicen cada vez con mayor claridad en su propia identidad de mujeres y consagradas, haciendo fructificar las grandes potencialidades del genio femenino y poniéndolas al servicio del bien de sus hermanos, sobre todo de los más pobres material y espiritualmente. Espero que cada una de ellas viva intensamente su propia vocación, dejándose conquistar por el amor de Dios y testimoniando eficazmente su presencia misericordiosa junto a cada ser humano.

Con estos sentimientos, mientras invoco la protección celestial de santa Ana y de la Virgen Madre del Salvador, le imparto de corazón una bendición apostólica especial a usted, a las religiosas capitulares, a las respectivas comunidades de donde provienen y a toda la congregación.

Vaticano, 20 de enero de 1997






A UN GRUPO DE MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL


Viernes 24 de enero de 1997



Queridos hermanos y hermanas:

1. ¡Bienvenidos a la casa del Papa! Os saludo con afecto, queridos itinerantes laicos y sacerdotes, junto con vuestros responsables, iniciadores del Camino neocatecumenal. Vuestra visita me proporciona gran consuelo.

Sé que venís directamente de la reunión que habéis tenido en el monte Sinaí y a orillas del mar Rojo. Por varias razones, ha sido para vosotros un momento histórico. Habéis elegido para vuestro retiro espiritual un lugar muy significativo en la historia de la salvación, un lugar muy apto para escuchar y meditar la palabra de Dios, y comprender mejor el designio del Señor con respecto a vosotros.

13 Habéis querido conmemorar, de este modo, los treinta años de vida del Camino. ¡Cuánto habéis avanzado con la ayuda del Señor! El Camino ha experimentado en estos años un desarrollo y una difusión en la Iglesia verdaderamente impresionantes. Comenzó entre los habitantes de las chabolas de Madrid, como la semilla evangélica de mostaza y, treinta años después, se ha convertido en un gran árbol, que ya se extiende a más de cien países del mundo, con presencias significativas también entre los católicos de Iglesias de rito oriental.

2. Como todo aniversario, también el vuestro, visto a la luz de la fe, se transforma en ocasión de alabanza y agradecimiento por la abundancia de los dones que el Señor os ha concedido en estos años a vosotros y, por medio de vosotros, a toda la Iglesia. Para muchos la experiencia neocatecumenal ha sido un camino de conversión y maduración en la fe a través del redescubrimiento del bautismo como verdadera fuente de vida y de la Eucaristía como momento culminante en la existencia del cristiano; a través del redescubrimiento de la palabra de Dios que, compartida en la comunión fraterna, se convierte en luz y guía de la vida; y a través del redescubrimiento de la Iglesia como auténtica comunidad misionera.

¡Cuántos muchachos y muchachas, gracias al Camino, han descubierto también su vocación sacerdotal y religiosa! Vuestra visita también me brinda la feliz oportunidad de unirme a vuestro canto de alabanza y de acción de gracias por las «maravillas» (magnalia) que Dios ha realizado en la experiencia del Camino.

3. Su historia se inscribe en el marco del florecimiento de movimientos y asociaciones eclesiales, que es uno de los frutos más bellos de la renovación espiritual puesta en marcha por el concilio Vaticano II. Este florecimiento ha sido y sigue siendo aún hoy un gran don del Espíritu Santo y un luminoso signo de esperanza en el umbral del tercer milenio. Tanto los pastores como los fieles laicos deben saber acoger este don con gratitud, pero también con sentido de responsabilidad, teniendo en cuenta que «en la Iglesia, tanto el aspecto institucional como el carismático, tanto la jerarquía como las asociaciones y movimientos de los fieles, son coesenciales y contribuyen a la vida, a la renovación, a la santificación, aunque de modo diverso» (A los participantes en el Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, 2 de marzo de 1987, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de marzo de 1987, p. 24).

En el mundo de hoy, profundamente secularizado, la nueva evangelización se presenta como uno de los desafíos fundamentales. Los movimientos eclesiales, que se caracterizan precisamente por su impulso misionero, están llamados a un compromiso especial con espíritu de comunión y colaboración. En la encíclica Redemptoris missio he escrito a este propósito: «Cuando se integran con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Por tanto, recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana » (n. 72).

Por este motivo, para el año 1998, que en el marco de la preparación al gran jubileo del año 2000 está dedicado al Espíritu Santo, he deseado un testimonio común de todos los movimientos eclesiales, bajo la guía del Consejo pontificio para los laicos. Será un momento de comunión y de renovado compromiso al servicio de la misión de la Iglesia. Estoy seguro de que no faltaréis a esta cita tan significativa.

4. El Camino neocatecumenal cumple treinta años de vida: la edad, diría, de cierta madurez. Vuestra reunión en el Sinaí ha abierto ante vosotros, en cierto sentido, una etapa nueva. Por tanto, habéis tratado oportunamente de dirigir vuestra mirada con espíritu de fe no sólo hacia el pasado, sino también hacia el futuro, interrogándoos acerca del designio de Dios para el Camino en este momento histórico. El Señor ha puesto en vuestras manos un tesoro valioso. ¿Cómo vivirlo en plenitud? ¿Cómo desarrollarlo? ¿Cómo compartirlo mejor con los demás? ¿Cómo defenderlo de los diferentes peligros presentes o futuros? Estas son algunas de las preguntas que os habéis formulado, como responsables del Camino o como itinerantes de la primera hora.

Para responder a estas preguntas, en un clima de oración y profunda reflexión, habéis comenzado en el Sinaí el proceso de redacción de un Estatuto del Camino. Es un paso muy importante, que abre la senda hacia su formal reconocimiento jurídico, por parte de la Iglesia, dándoos una garantía ulterior de la autenticidad de vuestro carisma. Como sabemos, «el juicio acerca de la autenticidad y la regulación del ejercicio (de los carismas) pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno» (Lumen gentium
LG 12). Os animo a proseguir el trabajo iniciado, bajo la guía del Consejo pontificio para los laicos y, de manera especial, de su secretario, monseñor Stanislaw Rylko, aquí presente con vosotros. Os acompaño en este camino con mi oración particular.

Antes de concluir, quisiera entregar a algunas hermanas una cruz, como signo de su fidelidad a la Iglesia y de su consagración total a la misión evangelizadora. Que el Señor Jesús os consuele y apoye en los momentos de dificultad. La Virgen santísima, Madre de la Iglesia, sea vuestro modelo y guía en toda circunstancia. Con este deseo, os imparto mi afectuosa bendición a vosotros, aquí presentes, y a cuantos están comprometidos en el Camino neocatecumenal.






A LOS PARTICIPANTES EN LA XIII ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA



Viernes 24 de enero de 1997




Señores cardenales;
amados hermanos en el episcopado;
14 queridos hermanos y hermanas:

1. Me alegra acogeros y saludaros con ocasión de la Asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia. Agradezco al cardenal presidente Alfonso López Trujillo las amables palabras con las que ha introducido este encuentro, que reviste gran importancia. En efecto, el tema de vuestras reflexiones —«La pastoral de los divorciados vueltos a casar »— está hoy en el centro de la atención y de las preocupaciones de la Iglesia y de los pastores dedicados a la cura de almas, quienes no dejan de prodigar su solicitud pastoral a cuantos sufren por situaciones de dificultad en su familia.

La Iglesia no puede permanecer indiferente ante este doloroso problema, que afecta a tantos hijos suyos. Ya en la exhortación apostólica Familiaris consortio reconocía que, tratándose de una plaga que aflige cada vez con más amplitud también a los ambientes católicos, «el problema debe afrontarse con atención improrrogable» (n. 84). La Iglesia, Madre y Maestra, busca el bien y la felicidad de los hogares y, cuando por algún motivo estos se disgregan, sufre y trata de consolarlos, acompañando pastoralmente a estas personas, en plena fidelidad a las enseñanzas de Cristo.

2. El Sínodo de los obispos de 1980 sobre la familia tomó en consideración esta penosa situación e indicó las líneas pastorales oportunas para tales circunstancias. En la exhortación apostólica Familiaris consortio, teniendo en cuenta las reflexiones de los padres sinodales, escribí: «La Iglesia, instituida para conducir a la salvación de los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto, procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación» (n. 84).

En este ámbito claramente pastoral, como bien habéis especificado en la presentación de los trabajos de esta Asamblea plenaria, se enmarcan las reflexiones de vuestro encuentro, orientadas a ayudar a las familias a descubrir la grandeza de su vocación bautismal y a vivir las obras de piedad, caridad y penitencia. Pero la ayuda pastoral supone que se reconoce la doctrina de la Iglesia expresada claramente en el Catecismo: «La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina» (n. 1.640).

Sin embargo, estos hombres y mujeres deben saber que la Iglesia los ama, no está alejada de ellos y sufre por su situación. Los divorciados vueltos a casar son y siguen siendo miembros suyos, porque han recibido el bautismo y conservan la fe cristiana. Ciertamente, una nueva unión después del divorcio constituye un desorden moral, que está en contradicción con las exigencias precisas que derivan de la fe, pero esto no debe impedir el compromiso de la oración ni el testimonio activo de la caridad.

3. Como escribí en la exhortación apostólica Familiaris consortio, los divorciados vueltos a casar no pueden ser admitidos a la comunión eucarística, «dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía» (n. 84). Y esto, en virtud de la misma autoridad del Señor, Pastor de los pastores, que busca siempre a sus ovejas. Esto también vale para el sacramento de la penitencia, pues la condición de vida de los divorciados vueltos a casar, que siguen casados, está en contradicción con su significado doble y unitario de conversión y reconciliación.

Sin embargo, no faltan caminos pastorales oportunos para salir al encuentro de estas personas. La Iglesia ve sus sufrimientos y las graves dificultades que atraviesan, y en su caridad materna se preocupa tanto por ellos como por los hijos de su anterior matrimonio: privados del derecho original a la presencia de ambos padres, son las primeras víctimas de estas situaciones dolorosas.

Es necesario, ante todo, poner en práctica con urgencia una pastoral de preparación y apoyo adecuado a los matrimonios en el momento de la crisis. Está en juego el anuncio del don y del mandamiento de Cristo sobre el matrimonio. Los pastores, especialmente los párrocos, deben acompañar y sostener de corazón a estos hombres y mujeres, ayudándoles a comprender que, aunque hayan roto el vínculo matrimonial, no deben perder la esperanza en la gracia de Dios, que vela sobre su camino. La Iglesia no deja de «invitar a sus hijos que se encuentran en estas situaciones dolorosas a acercarse a la misericordia divina por otros caminos (...), hasta que no hayan alcanzado las disposiciones requeridas » (exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia
RP 34). Los pastores «están llamados a hacer sentir la caridad de Cristo y la materna cercanía de la Iglesia; los acogen con amor, exhortándolos a confiar en la misericordia de Dios y sugiriéndoles, con prudencia y respeto, caminos concretos de conversión y de participación en la vida de la comunidad eclesial» (Carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, 14 de septiembre de 1994, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de octubre de 1994, p. 5). El Señor, movido por la misericordia, sale al encuentro de todos los necesitados, con la exigencia de la verdad y con el aceite de la caridad.

4. Por tanto, ¿cómo no seguir con preocupación la situación de tantos que, especialmente en las naciones económicamente desarrolladas, a causa de la separación viven una situación de abandono, sobre todo cuando se trata de personas a las que no se les puede imputar el fracaso de su matrimonio?

Cuando una pareja en situación irregular vuelve a la práctica cristiana es necesario acogerla con caridad y benevolencia, ayudándola a aclarar el estado concreto de su condición, a través de un trabajo pastoral iluminado e iluminador. Esta pastoral de acogida fraterna y evangélica es de gran importancia para los que habían perdido el contacto con la Iglesia, pues es el primer paso necesario para insertarlos en la práctica cristiana. Es preciso acercarlos a la escucha de la palabra de Dios y a la oración, implicarlos en las obras de caridad que la comunidad cristiana realiza en favor de los pobres y los necesitados, y estimular el espíritu de arrepentimiento con obras de penitencia, que preparen su corazón para acoger la gracia de Dios.

15 Un capítulo muy importante es el de la formación humana y cristiana de los hijos de la nueva unión.Hacerlos partícipes de todo el contenido de la sabiduría del Evangelio, según la enseñanza de la Iglesia, es una obra que prepara admirablemente el corazón de los padres para recibir la fuerza y la claridad necesarias a fin de superar las dificultades reales que encuentran en su camino y volver a tener la plena transparencia del misterio de Cristo, que el matrimonio cristiano significa y realiza. Una tarea especial, difícil pero necesaria, corresponde también a los otros miembros que, de modo más o menos cercano, forman parte de la familia. Ellos, con una cercanía que no puede confundirse con la condescendencia, han de ayudar a sus seres queridos, y de manera particular a los hijos, que por su joven edad sufren más los efectos de la situación de sus padres.

Queridos hermanos y hermanas, la recomendación que brota hoy de mi corazón es la de tener confianza en todos los que viven situaciones tan dramáticas y dolorosas. No hay que dejar de «esperar contra toda esperanza» (
Rm 4,18) que también los que se encuentran en una situación no conforme con la voluntad del Señor puedan obtener de Dios la salvación, si saben perseverar en la oración, en la penitencia y en el amor verdadero.

5. En fin, os agradezco vuestra colaboración para la preparación del segundo Encuentro mundial de las familias, que se celebrará en Río de Janeiro los días 4 y 5 del próximo mes de octubre. A las familias del mundo les dirijo mi invitación paterna a preparar ese encuentro mediante la oración y la reflexión. Sé que se ha preparado un instrumento útil para todas las familias, incluidas las que no podrán acudir a esa cita: se trata de catequesis, que servirán para iluminar a los grupos parroquiales, a las asociaciones y a los movimientos familiares, favoreciendo una digna interiorización de los grandes temas relativos a la familia.

Os aseguro mi recuerdo en mi oración para que vuestros trabajos contribuyan a devolver al sacramento del matrimonio toda la carga de alegría y de lozanía perenne que le ha dado el Señor, al elevarlo a la dignidad de sacramento.

Os deseo que seáis testigos generosos y atentos de la solicitud de la Iglesia por las familias, y os imparto de corazón mi bendición, que extiendo con mucho gusto a todos vuestros seres queridos.






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