Discursos 1995 61


A LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO


Jueves 30 de noviembre de 1995



Señor cardenal;
62 venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la asamblea plenaria de la Congregación para el clero, reunida para examinar una cuestión de singular importancia para la Iglesia: El ministerio y la vida de los diáconos permanentes. Saludo con afecto al cardenal prefecto José Sánchez, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo también al secretario, monseñor Crescenzio Sepe, y a los miembros de la Congregación, junto con los oficiales y los expertos que allí prestan su valioso servicio.

Basándose en un Instrumentum laboris, que ha tenido en cuenta las sugerencias y contribuciones de todas las Conferencias episcopales, habéis llevado a cabo estas intensas jornadas de reflexión y de diálogo. A la satisfacción por el trabajo realizado y por los resultados alcanzados hasta aquí, se une la intención de preparar un documento concerniente a la vida y al ministerio de los diáconos permanentes, semejante al publicado para los presbíteros, que habéis elaborado durante vuestra plenaria anterior. Así, se podrá brindar en este campo una providencial orientación práctica de acuerdo con las decisiones del concilio Vaticano II. Aliento y bendigo vuestro compromiso, que está animado por un profundo amor a la Iglesia y a nuestros hermanos diáconos.

2. Desde que se restableció en la Iglesia latina el diaconado "como un grado particular y permanente dentro de la jerarquía" (Lumen gentium
LG 29), se han multiplicado al respecto las indicaciones y las orientaciones del Magisterio. Basta recordar aquí las enseñanzas del Papa Pablo VI, y en particular las que se hallan contenidas en los motu propio Sacrum diaconatus ordinem (18 de junio de 1967, AAS 59 [1967], 697-704) y Ad pascendum (15 de agosto de 1972, AAS 64 [1972], 534-540), que siguen siendo un punto de referencia fundamental. La doctrina y la disciplina expuestas en esos documentos han encontrado su expresión jurídica en el nuevo Código de derecho canónico, en el que debe inspirarse el desarrollo de este ministerio sagrado. Además, al diaconado permanente dediqué algunas catequesis, que dirigí a los fieles durante el mes de octubre de 1993.

Reflexionando acerca del ministerio y la vida de los diáconos permanentes, y a la luz de la experiencia adquirida hasta ahora, es necesario proceder con una atenta investigación teológica y con un prudente sentido pastoral, teniendo como objetivo la nueva evangelización en el umbral del tercer milenio. La vocación del diácono permanente es un gran don de Dios a la Iglesia y constituye, por esto, "un enriquecimiento importante para su misión) (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1 CEC 571).

Lo que se refiere a la vida y al ministerio de los diáconos podría resumirse en una sola palabra: fidelidad. Fidelidad a la tradición católica, testimoniada especialmente por la lex orandi, fidelidad al Magisterio y fidelidad al compromiso de reevangelización que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia. Este compromiso de fidelidad invita, ante todo, a promover con solicitud, en todo ámbito eclesial, un respeto sincero a la identidad teológica, litúrgica y canónica propia del sacramento conferido a los diáconos, así como a las exigencias que implican las funciones ministeriales que, en virtud de la recepción del orden, se les asigna en las Iglesias particulares.

3. En efecto, el sacramento del orden tiene naturaleza y efectos propios, independientemente del grado en que se recibe (episcopado, presbiterado y diaconado). "La doctrina católica, expresada en la liturgia, el Magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconocen que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles (...). Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado "ordenación", es decir por el sacramento del orden" (Catecismo de la Iglesia católica, n 1.554).

Mediante la imposición de las manos del obispo y la específica oración de consagración, el diácono recibe una peculiar configuración con Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia que, por amor al Padre, se hizo el ultimo y el siervo de todos (cf. Mc Mc 10,43-45 Mt 20,28 1P 5,3). La gracia sacramental da a los diáconos la fuerza necesaria para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su presbiterio (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1 CEC 588). En virtud del sacramento recibido, se imprime un carácter espiritual indeleble, que marca al diácono de modo permanente y propio como ministro de Cristo. En consecuencia, ya no es un laico ni puede volver a convertirse en laico en sentido estricto (cf. ib., n. 1.583). Estas características esenciales de su vocación eclesial deben informar su disposición a entregarse a la Iglesia y reflejarse en sus actitudes externas. La Iglesia espera del diácono permanente un testimonio fiel de la condición ministerial.

En particular, debe mostrar un fuerte sentido de unidad con el Sucesor de Pedro, con el obispo y con el presbiterio de la Iglesia para el servicio de la cual ha sido ordenado e incardinado. Para la formación de los fieles es de gran importancia que el diácono, en el ejercicio de las funciones que le han sido asignadas, promueva una auténtica y efectiva comunión eclesial. Las relaciones con el obispo, con los presbíteros, con los demás diáconos y con todos los fieles, deben caracterizarse por un respeto diligente a los diversos carismas y a las diversas funciones. Sólo cuando se cumplen los propios deberes, la comunión se hace efectiva y cada uno puede realizar plenamente su propia misión.

4. Los diáconos son ordenados para el. ejercicio de un ministerio propio, que no es el sacerdotal, puesto que a ellos «se les imponen las manos "para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio"» (Lumen gentium LG 29). Por tanto, a ellos les corresponden determinadas funciones, cuyos contenidos ha delineado bien el Magisterio: "Asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios, sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo —si han sido delegados por el ordinario o el párroco (cf. Código de derecho canónico, c. 1.108, § 1)—, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad (cf. Lumen gentium LG 29 Sacrosanctum Concilium SC 35 Ad gentes AGD 16)" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1 CEC 570).

63 El ejercicio del ministerio diaconal—como el de otros ministerios en la Iglesia—por sí mismo, requiere de todos los diáconos, célibes o casados, una disposición espiritual de entrega total. Aunque en ciertos casos es necesario hacer compatible el servicio diaconal con otras obligaciones, no tendría ningún sentido una autoconciencia y una actitud práctica de "diácono a tiempo parcial" (cf. Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 44). El diácono no es un empleado o un funcionario eclesiástico a tiempo parcial, sino un ministro de la Iglesia. No tiene una profesión, sino una misión. Son, tal vez, las circunstancias de la vida —evaluadas prudentemente por el mismo candidato y por el obispo, antes de la ordenación— las que han de ser adaptadas al ejercicio del ministerio, facilitándolo de todos los modos posibles.

A esta luz deben examinarse los numerosos problemas que todavía quedan por resolver y que interesan mucho a los pastores. El diácono está llamado a ser un hombre abierto a todos, dispuesto a servir a los demás, generoso para impulsar las justas causas sociales, evitando actitudes o posiciones que puedan dar la impresión de que toma partido. En efecto, un ministro de Jesucristo, también en su condición de ciudadano, debe favorecer siempre la unidad y evitar, en la medida de lo posible, ser ocasión de desunión o de conflicto. Ojalá que el estudio atento que habéis realizado también durante estos días brinde indicaciones útiles en este sector.

5. Con el restablecimiento del diaconado permanente se ha reconocido la posibilidad de conferir este orden a hombres de edad madura, ya unidos en matrimonio, pero que, una vez ordenados, no pueden tener acceso a un segundo matrimonio en caso de viudez (cf. Sacrum diaconatus ordinem, 16, MS 59 [1967], 701).

"Hay que notar, sin embargo, que el Concilio ha conservado el ideal de un diaconado accesible a los jóvenes que quieran entregarse totalmente al Señor, incluso mediante el compromiso del celibato. Se trata de un camino de "perfección evangélica", que pueden comprender, elegir y amar hombres generosos y deseosos de servir al reino de Dios en el mundo, sin llegar al sacerdocio, al que no se sienten llamados, pero a través de una consagración que garantice e institucionalice su peculiar servicio a la Iglesia mediante el otorgamiento de la gracia sacramental. Hoy hay muchos de estos jóvenes" (Catequesis del 6 de octubre de 1993, 7: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de octubre de 1993, p. 2).

6. La espiritualidad diaconal, "tiene su fuente en la que el concilio Vaticano II llama "gracia sacramental del diaconado" (Ad gentes
AGD 16)" (Catequesis del 20 de octubre de 1993, 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de octubre de 1993, p. 3). Esa espiritualidad tiene como característica, en virtud de la ordenación, el espíritu de servicio. "Se trata de un servicio que hay que prestar ante todo en forma de ayuda al obispo y al presbítero, tanto en el culto litúrgico como en el apostolado. (...) Pero el servicio del diácono se dirige, también, a la propia comunidad cristiana y a toda la Iglesia, hacia la que no puede menos de alimentar una profunda adhesión, por su misión y su institución divina" (ib., n. 2).

Así pues, para realizar plenamente su misión, el diácono tiene necesidad de una profunda vida interior, sostenida por la práctica de los ejercicios de piedad aconsejados por la Iglesia (cf. Sacrum diaconatus ordinem, 26-27: MS 59 [1967], 702-703). El desempeño de las actividades ministeriales y apostólicas, de las eventuales responsabilidades familiares y sociales y, en fin, de la personal e intensa vida de oración, requieren del diácono, sea célibe o casado, la unidad de vida que, como enseña el concilio Vaticano II, sólo se puede alcanzar mediante una profunda unión con Cristo (cf. Presbyterorum ordinis PO 14).

Amadísimos hermanos y hermanas, mientras os agradezco vuestro compromiso activo durante esta asamblea plenaria, junto con vosotros quisiera poner en las manos de la que es Ancilla Domini el fruto del trabajo al que os estáis dedicando. Ruego a la Virgen inmaculada que acompañe el esfuerzo de la Iglesia en este importante campo de compromiso pastoral con vistas a la nueva evangelización.

Con estos sentimientos, de buen grado os imparto a todos mi bendición apostólica.









                                                                                       Diciembre de 1995


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE EL TEMA

"EL DESAFÍO DEL SECULARISMO Y EL FUTURO DE LA FE


EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO"


Sábado 2 de diciembre de 1995

: Señores cardenales;
64 ilustres profesores;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra acogeros al término del Congreso internacional dedicado al tema: "El desafío del secularismo y el futuro de la fe en el umbral del tercer milenio". Saludo cordialmente a cada uno de vosotros, en particular a los señores cardenales Paul Poupard, presidente del Consejo pontificio para la cultura y Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos y gran canciller de la Pontificia Universidad Urbaniana, que han organizado el congreso. Asimismo, saludo a los colaboradores, a los expertos y a todos los participantes en los trabajos de este congreso.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente he centrado la atención en el hecho de que la época actual, además de muchas luces también presenta algunas sombras, especialmente «la indiferencia religiosa» y «la atmósfera de secularismo y relativismo ético» (n. 36), y he pedido "que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último tramo de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos" (n. 46). Doy gracias de corazón a la Pontificia Universidad Urbaniana, que cuenta con la colaboración activa del Instituto superior para el estudio de la no creencia, de la religión y de las culturas, por haber respondido, junto con el Consejo pontificio para la cultura, a mi invitación.

2. Con valentía y lucidez habéis examinado durante estos días los principales desafíos presentes en nuestro tiempo. Teólogos, biblistas, filósofos, historiadores, sociólogos, artistas y hombres de cultura han dialogado con los pastores acerca de la visión religiosa y secularista del mundo constatando el callejón sin salida en que muchos se encuentran hoy y reflexionando sobre el futuro de la fe en Cristo en el umbral del tercer milenio.

En la cultura, o mejor, en las culturas de este final del siglo XX, a la vez trágico y fascinante se manifiestan fenómenos contrastantes, susceptibles de diversas interpretaciones, pero todos relacionados con el hombre. Hoy, más que nunca, constatamos que la cultura es del hombre, la hace el hombre y está destinada al hombre.

Hace treinta años, la constitución conciliar Gaudium et spes lo había subrayado y los tres decenios ya transcurridos lo han confirmado con el peso de la historia. Frente al llamado eclipse de lo sagrado, se ha manifestado una necesidad creciente de la experiencia religiosa. Muchos fenómenos lo testimonian en todos los lugares del mundo, donde tengo la alegría de encontrarme con innumerables jóvenes que miran al futuro con confiada esperanza. La secularización, que parecía un progreso de la civilización, se presenta hoy como el peligroso declive que conduce al secularismo, a la mutilación de la parte inalienable del hombre que afecta a su identidad profunda: la dimensión religiosa. La Iglesia afronta el desafío de comprender a esta nueva generación, que el escepticismo de la generación anterior impulsa a una búsqueda creciente del Absoluto.

3. A este respecto, se han realizado numerosos sondeos en diversos países y sus resultados parecen contradictorios: junto a una persistente afirmación de la fe en Dios se constata una preocupante ausencia de práctica religiosa unida a la indiferencia y a la ignorancia de las verdades de la fe. Quizá se debería hablar más bien de un debilitamiento de las convicciones que en muchos ya no tienen la fuerza necesaria para inspirar el comportamiento. De ahí brota una verdadera desertización espiritual de la existencia, que priva a la persona de sus razones de ser y de vida, y lo deja sin guía y sin esperanza.

Las creencias permanecen, pero ya no se perciben como valores capaces de influir en la vida personal y social. Ya se trate de elecciones diarias o de orientaciones de la existencia, de ética o de estética, la referencia habitual, pública, en particular la difundida por los medios de comunicación social, ya no está inspirada en la visión cristiana del hombre y del mundo. Como suele decirse, la religión se ha privatizado, la sociedad se ha secularizado y la cultura se ha vuelto laica.

La cultura cristiana, privada de sus sólidos cimientos internos y, al mismo tiempo, de sus posibilidades expresivas externas decae mientras que la necesidad del Absoluto, que conserva toda su fuerza, busca nuevos puntos firmes. Nuestras sociedades, más que de terrenos listos para la siembra, se van cubriendo de espacios áridos, que esperan la llegada del agua regeneradora de una fe recuperada.

¿Quién no ve ahora la urgencia de un diálogo renovado entre fe y cultura, hecho de escucha y al mismo tiempo de propuestas, sobre todo de testimonio evangélico, que sepa liberar las verdades ocultas, las fuerzas latentes en el corazón de las culturas? Así, del aparente desierto de Dios presente en tantos países invadidos por el secularismo nacerá una nueva generación de creyentes, puesto que la nostalgia del Absoluto está enraizada en las profundidades del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.

65 4. De este congreso surge con claridad un dato: el desafío del secularismo en el umbral del tercer milenio es un desafío antropológico. El futuro de la fe depende en gran medida de la capacidad de la Iglesia de responder a ese desafío, proponiendo el gran mensaje del Evangelio de modo adecuado para llegar al corazón mismo de la cultura de nuestro tiempo, en todas sus diferentes manifestaciones.

El hombre quiere realizarse plenamente. Se ha equivocado al creer que podía llegar a realizarse plenamente rechazando a Dios. Una visión secularista del mundo lo ha mutilado, encerrándolo en su inmanencia. «Sin el misterio —decía con razón Gabriel Marcel— la vida resulta irrespirable». La cultura secularista ha alterado las relaciones sociales. La pretensión de organizar la sociedad con una racionalidad puramente tecnológica, la primacía del hedonismo individualista y la marginación de la dimensión religiosa de la cultura, han minado los cimientos mismos de la civilización.

El gran desafío que afronta la Iglesia consiste en encontrar puntos de apoyo en esta nueva situación cultural, y en presentar el Evangelio como una buena nueva para las culturas, para el hombre artífice de cultura. Dios no es el rival del hombre, sino el garante de su libertad y la fuente de su felicidad. Dios hace crecer al hombre dándole la alegría de la fe, la fuerza de la esperanza y el fervor del amor.

5. Queridos hermanos y hermanas, os invito a todos a convertiros en heraldos de este anuncio lleno de gozo, sobre todo permaneciendo junto a los jóvenes. Llevadles a Cristo, dadles el Evangelio en toda su lozanía de buena noticia, siempre nueva y siempre joven. Los dos mil años que han transcurrido desde la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María son un destello en el oscuro cielo del tiempo. Os exhorto a trabajar, con la audacia del pensamiento y de la inteligencia, por difundir, en el umbral del nuevo milenio, la civilización del amor, que florecerá en un terreno regado por la fe: una tierra que hay que hacer fructificar sabiamente, hombres a los que es preciso amar sin exclusión, y Dios a quien se ha de adorar con corazón sincero. Al hombre que busca el Absoluto, y a su inteligencia que busca el Infinito, este nuevo humanismo para el próximo milenio le dará la respuesta a sus aspiraciones más profundas. El secularismo las ha ocultado, pero permanecen, y Cristo las colma plenamente. Éste es el futuro de la fe. Éste es el futuro del hombre.

A cada uno de vosotros imparto mi bendición afectuosa.






AL SEÑOR AUGUSTO ANTONIOLI VÁSQUEZ


NUEVO EMBAJADOR DE PERÚ ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 18 de diciembre de 1995



Señor Embajador:

1. Con sumo gusto recibo las Cartas Credenciales que me presenta y que le acreditan como Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República del Perú ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida, quiero agradecerle las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el atento saludo que el Señor Presidente, Ing. Alberto Fujimori, ha querido hacerme llegar por su medio, a lo cual correspondo rogando a Usted que tenga a bien trasmitirle mis mejores votos de paz y bienestar.

2. Viene Usted a representar a una Nación que ha gozado y goza amplia y profundamente de la presencia de la fe católica en la vida de sus ciudadanos. Son muchos y sólidos los vínculos que, desde siempre, han unido al Perú con la Iglesia, y que han configurado la vida y sentir de sus gentes. A este respecto me complace recordar los luminosos ejemplos de santidad que su País ha ofrecido a la Iglesia y a la humanidad: Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, Santo Toribio de Mogrovejo, San Juan Macías y San Francisco Solano, la Beata Ana de Monteagudo y otros.

Además, la Iglesia en esa Nación, bajo la guía sabia y prudente de sus Pastores, ora y trabaja sin desfallecer para que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sigan inspirando a cuantos de una u otra forma trabajan por construir una Patria mejor. Atenta a las necesidades más profundas de los hombres, desempeña su labor en los campos que le son propios, iluminando con principios espirituales y éticos los ámbitos que contribuyen al bien común. Ella, desde la misión que le corresponde, seguirá colaborando con las diversas instancias públicas para que los ciudadanos encuentren respuestas adecuadas a los desafíos de la hora presente.

3. En este marco de mutua colaboración, la Iglesia dialoga con el “hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué grandes bienes son el matrimonio, la familia y la vida, qué gran peligro constituye el no respetar estas realidades y una menor consideración de los valores supremos en los que se fundamentan la familia y la dignidad del ser humano” (Gratissimam sane, 23). Por eso, desde una visión integral del hombre, reafirma el insustituible papel que corresponde a la familia, cuya profunda identidad se debe defender y aceptar como “una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, como una sociedad soberana” (ib. 17). En efecto, el núcleo familiar debe estar al servicio de una vida plenamente humana y ser un punto de partida para la armonía social, puesto que “ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia. Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad” (ib. 17).

66 Se trata, en definitiva, de promover los verdaderos valores, que no son patrimonio exclusivo de los cristianos, sino que son compartidos por millones de personas de diversas razas y convicciones religiosas, que anhelan cada vez con mayor insistencia la defensa de la familia.

4. En estos últimos tiempos he visto surgir con renovado ardor en vuestro pueblo la aspiración por la paz, conscientes de que el diálogo es siempre la mejor solución para los conflictos. Asimismo, se han multiplicado los esfuerzos por superar las plagas de la droga, “funesto veneno que algunos explotan sin el menor escrúpulo” (Homilía en Cuzco, n. 4, 3 de febrero de 1985), del terrorismo y la lucha armada que, “ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica” (Discurso en la ciudad de Ayacucho, n. 6, 3 de febrero de 1985). Son signos de esperanza que hacen prever un futuro mejor. Para perseverar en dicho camino se debe continuar promoviendo una educación que favorezca el respeto a la vida y la dignidad de la persona humana, así como unas directrices políticas que aseguren la convivencia social, el derecho al trabajo y, sobre todo, la justicia y la paz.

5. Soy consciente de las dificultades que su País ha de afrontar actualmente en el encomiable esfuerzo por lograr un mayor desarrollo económico y social. El peso de la deuda internacional y el deseo de querer solucionar en un breve espacio de tiempo los problemas demográficos, pueden llevar fácilmente a la tentación de afrontar y resolver estos graves problemas no respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida (cf. Evangelium vitae
EV 16). Para ello es también urgente poder contar, a nivel internacional, con políticas familiares y sociales claras y firmes, con programas de cooperación y de justa producción y distribución de los recursos. Sólo de este modo el continuo trabajo por lograr en vuestra Nación un desarrollo digno y solidario, que alcance particularmente a los más necesitados, conseguirá construir una sociedad más humana, tolerante y abierta a lo trascendente.

6. En el momento en que se dispone a iniciar la alta función para la que ha sido designado, quiero formularle mis más cordiales votos por el feliz y fructuoso desempeño de su misión ante esta Sede Apostólica, siempre deseosa de que se mantengan y consoliden cada vez más las buenas relaciones ya existentes con la República del Perú. Al pedirle que se haga intérprete ante el Señor Presidente de la República, su Gobierno y el querido pueblo peruano, de mis sentimientos y augurios, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso para que, por intercesión de Nuestra Señora de la Evangelización, asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los Gobernantes y ciudadanos de su noble País, al que recuerdo siempre con particular afecto y sobre el que invoco abundantes bendiciones del Altísimo.






AL SEÑOR JOSÉ MAURICIO RODRÍGUEZ WEVER


NUEVO EMBAJADOR DE GUATEMALA ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 21 de diciembre de 1995



Señor Embajador:

1. Me es muy grato recibir hoy las Cartas Credenciales que me presenta y que le acreditan como Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Guatemala ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida quiero también expresarle mi gratitud por las corteses palabras que me ha dirigido, las cuales me confirman los nobles sentimientos de cercanía y adhesión a la Cátedra de Pedro, presentes en el corazón de tantos ciudadanos guatemaltecos.

Le agradezco asimismo, de modo particular, el deferente saludo que me ha transmitido de parte del Licenciado Ramiro León de Carpio, Presidente de la República, al que correspondo con mis mejores deseos y con la seguridad de mis oraciones por la prosperidad y el bien espiritual de todos los hijos de esa amada Nación.

Este solemne acto, que tiene lugar precisamente cuando me dispongo a visitar nuevamente su País en un futuro ya próximo, trae a mi memoria el vivo recuerdo de las entrañables celebraciones que tuve la dicha de presidir en mi Visita Pastoral de 1983. En aquella memorable ocasión pude comprobar cómo la historia y la cultura de Guatemala están impregnadas de los principios y valores que dimanan del Evangelio.

2. Señor Embajador, su presencia y sus palabras manifiestan el respeto y reconocimiento de la misión específica de la Iglesia en esa Nación que, en medio de numerosos y complejos desafíos, enseña y trabaja, bajo la guía sabia y prudente de sus Obispos, para que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sean los elementos que inspiren a cuantos de una u otra forma se afanan por defender la dignidad y la causa del hombre, que es “el camino de la Iglesia” (Redemptor hominis RH 14). Se ha referido Usted, de forma especial, a la doctrina social católica. La preocupación por lo social “forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia” (Sollicitudo rei socialis SRS 41), en la cual ocupa un lugar predominante la promoción humana, porque la evangelización tiende a la liberación integral de la persona (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, n. 13, 12 de octubre de 1992) .

3. Desde hace casi cinco siglos la Iglesia está presente en Guatemala acompañando la vida de sus gentes en su caminar hacia Dios. Atenta a las necesidades más profundas de los hombres, desarrolla su labor pastoral iluminando con la doctrina y los principios espirituales y morales los diversos ámbitos de la sociedad. Ella, desde la propia misión, está dispuesta a seguir colaborando con las diversas instancias públicas para que los ciudadanos de su Nación encuentren respuestas adecuadas a los desafíos de la hora presente.

67 La Iglesia en Guatemala está celebrando una notable efemérides muy sentida no sólo en esa Nación sino también en toda Centroamérica: el IV Centenario de la Devoción al Santo Cristo de Esquipulas. A los pies del “Cristo Negro”, como llaman cariñosamente los devotos a la sagrada imagen, se postran los peregrinos, manifestando sus gozos y esperanzas, sus dolores y angustias, e implorando las bendiciones del Altísimo.

Como ya señalé a los Obispos de Guatemala, con ocasión de su última visita “ad limina”, hay que hacer de esta celebración una “ocasión propicia para una profunda renovación espiritual, basada en una participación más activa y consciente en la vida litúrgica y sacramental, que impulse en las diócesis y parroquias, en las comunidades y movimientos apostólicos, un vigoroso dinamismo en las tareas de la nueva evangelización” (A los obispos de Guatemala en visita «ad limina», n. 3, 4 de marzo de 1994).

4. El nombre de Esquipulas evoca también el largo y laborioso proceso hacia una paz firme y duradera, pues en ese lugar se abrió un espacio de diálogo para encontrar una solución negociada y política del grave problema de la confrontación. La paz es, pues, la gran aspiración de su pueblo en estos momentos en los que la convivencia social está perturbada por una violencia casi endémica, después de 35 años de persistente conflicto armado entre los hijos de Guatemala, que ha segado la vida de tantas personas. Como bien han señalado sus Obispos, “alcanzar la paz firme y duradera se ha convertido en el anhelo más fuerte que hoy brota del corazón de todos los guatemaltecos” (Epístola pastoral «¡Urge alcanzar la verdadera paz!», n. 1). El diálogo actual entre las partes interesadas se presenta como el camino necesario para conciliar las diversas iniciativas políticas con los principios éticos y alcanzar así la tan deseada paz. De este modo será posible construir un futuro mejor para la Nación, dejando atrás todo tipo de discordia y de lucha fratricida, y superando cualquier forma de restricción de las libertades personales y de los grupos sociales, lo cual atenta a los derechos humanos y al bien común de los pueblos (cf. Gaudium et spes
GS 75).

Condiciones indispensables para perseverar en dicho camino son una educación que favorezca el respeto de la vida y la dignidad de la persona humana, así como unas directrices políticas que garanticen la convivencia social, el derecho al trabajo y, sobre todo, promuevan la justicia y la paz. De esta manera se podrá solicitar a los ciudadanos que se comprometan a defender los valores indiscutibles como son la verdad, la libertad, la mutua comprensión y la solidaridad.

5. En el momento en que Usted se dispone a iniciar la alta función para la que ha sido designado, deseo formularle mis más cordiales votos por el feliz y fructuoso desempeño de su misión ante esta Sede Apostólica, siempre deseosa de que se mantengan y consoliden cada vez más las buenas relaciones con Guatemala. Al pedirle que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente de la República, su Gobierno, Autoridades y el querido pueblo guatemalteco, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso para que, por intercesión de Nuestra Señora de la Asunción, asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los Gobernantes y ciudadanos de su noble País, al que recuerdo siempre con particular afecto y que muy pronto tendré la dicha de visitar de nuevo como apóstol de Jesucristo y peregrino de la reconciliación y la paz.















Discursos 1995 61