Discursos 1996 33

33 A ellos les debéis recordar que de la llamada que cada uno ha recibido se derivan diversos compromisos, entre los que sobresalen la predicación de la Palabra y la celebración de los sacramentos. Las situaciones y circunstancias de la vida de cada sacerdote le llevan a empeñarse en muchos campos, pero nada ha de ofuscar la respuesta a la invitación incesante que el Señor les dirige constantemente a «ratificar su opción originaria, a responder siempre y de nuevo a la llamada de Dios» (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1996, n. 5, 17 de marzo de 1996). Para favorecer esa respuesta recordadles que, ante todo, deben mantenerse unidos a Jesucristo, de cuyo sacerdocio participan, por medio de la oración y los sacramentos, especialmente la celebración cotidiana de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas; animadles a acudir frecuentemente al sacramento de la Reconciliación para recibir la gracia que les hace agradables a los ojos de Dios y a la vez intensifica su intimidad con el Señor; invitadles a custodiar con amor y vigilancia evangélica el don recibido y los compromisos asumidos con la Iglesia, entre los cuales está el celibato por el Reino durante toda la vida.

La formación permanente del clero, a nivel intelectual, espiritual y pastoral, debe ocupar un lugar privilegiado en la vida de los sacerdotes, y que vosotros debéis seguir y favorecer. Para ello es importante el estudio de la Palabra de Dios, de modo que pueda ser presentada a los fieles «no sólo de manera abstracta y general, sino aplicando la verdad perenne del Evangelio a las circunstancias concretas de la vida» (Presbyterorum Ordinis
PO 4), y la profundización en las diversas disciplinas teológicas.

Es menester asimismo estar cercano de cada sacerdote, sostenerlo en las dificultades, prestarle toda la ayuda necesaria para que nunca se sienta solo y encuentre en su Obispo al padre y pastor que le ayuda a superar los momentos difíciles y le lleva a redescubrir la grandeza de la entrega total de sí mismo a la propia misión.

La preocupación por cada sacerdote ha de tener presente también su justa sustentación, pues, el obrero del Evangelio merece su salario (cf. 1Tm 1Tm 5,17-18 1Co 9,13-14). Es cierto que el ejemplo de desprendimiento y pobreza de muchos de ellos es motivo de admiración para los fieles al verles compartir la situación que aflige a tantos hermanos. Por tanto, os invito a seguir buscando, con vuestros sacerdotes y fieles, los cauces más adecuados para ofrecerles medios de vida satisfactorios, que respeten la justicia y la necesaria sobriedad que deben caracterizar la vida de los presbíteros.

4. La nueva evangelización requiere numerosos y cualificados evangelizadores. Por eso una de vuestras preocupaciones fundamentales ha de ser la de « fomentar al máximo las vocaciones sacerdotales y religiosas» (Christus Dominus CD 15), a lo cual contribuye mucho la pastoral juvenil y vocacional. Es deber vuestro, de los sacerdotes y de los demás agentes de pastoral, suscitar en los jóvenes el deseo de seguir a Cristo en el camino del sacerdocio o de la vida consagrada, convirtiéndose así en sembradores de justicia y mensajeros de esperanza para el pueblo boliviano.

Es consolador conocer que en el último quinquenio ha aumentado el número de seminaristas y se han abierto nuevos seminarios. Me alegro con vosotros por esa realidad, que debéis de cuidar con todo celo y dedicación. La misión propia y específica del Seminario, es decir, la educación de los jóvenes aspirantes al sacerdocio, exige que los formadores sean oportunamente seleccionados para la importante tarea de preparar a los futuros presbíteros.

A los seminaristas se les ha de proporcionar una preparación integral, una sólida base espiritual, moral e intelectual, y exigirles una adecuada disciplina y espíritu de sacrificio y entrega. Sólo así se podrá responder a las necesidades de las comunidades eclesiales de Bolivia, que esperan que sus sacerdotes sean, ante todo, maestros en la fe y testigos del amor a Dios y al prójimo. Se les debe presentar sin ambigüedades la figura del sacerdote y su identidad esencial, como han sido delineadas con claridad en los diversos documentos de la Sede Apostólica y que yo mismo he recordado en la Exhortación Apostólica postsinodal «Pastores Dabo Vobis». A este respecto enseña oportunamente el Concilio Vaticano II: «En todo lo que se refiere a la selección y prueba de los alumnos hay que proceder siempre con la debida firmeza, aunque haya que lamentar la falta de sacerdotes, pues Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros si se promueven los que son dignos; a los no idóneos hay que orientarlos a tiempo y paternalmente hacia otras funciones y ayudarles a que, conscientes de su vocación cristiana, se comprometan con entusiasmo en el apostolado seglar» (Optatam totius OT 6).

5. Son muchos los religiosos y religiosas que viven su consagración en la Iglesia en Bolivia, siendo herederos de los primeros evangelizadores del Continente. Trabajando en las tareas apostólicas en conformidad con el carisma de cada Instituto, gozan de la estima y simpatía del pueblo boliviano. En comunión con el Obispo diocesano, primer responsable de la propia comunidad cristiana, contribuyen a la edificación del pueblo de Dios y al crecimiento de la Iglesia local. Muchos de ellos vinieron como misioneros en épocas de escasez de clero y son por ello merecedores de reconocimiento y aprecio, pues, además del testimonio de su vida y de la aportación de su labor concreta, han contribuido a dar una imagen más clara de la universalidad de la Iglesia.

Recientemente he publicado la Exhortación apostólica postsinodal «Vita Consecrata ». Espero que su estudio y aplicación ayude a los consagrados en Bolivia a continuar con renovado entusiasmo y con mayor conciencia de su identidad la misión que el divino Maestro les confió, y que todos, Pastores y fieles, encuentren en ella motivos para apreciar más aún ese estilo de vida que pertenece a la santidad de la Iglesia.

6. Es deber de la Iglesia anunciar el Evangelio e iluminar con sus principios las situaciones concretas de la vida. A este respecto, habéis reflexionado sobre la realidad de vuestro país, anunciando a todos la llamada que el Señor dirige a cada cual para afrontar con espíritu evangélico las realidades cotidianas. Observando la sociedad boliviana, tradicionalmente tranquila y pacífica, habéis notado en varias ocasiones el aumento de actitudes de intolerancia y falta de diálogo. La paz social es un valor muy importante y delicado que no puede ser puesto en peligro y por eso merece atención y admiración la voluntad de contribuir a su mantenimiento, favoreciendo iniciativas de promoción y de desarrollo adecuadas al momento presente. En este sentido no se puede olvidar la situación social en Bolivia. Es elevado el número de personas que por diversos factores no consiguen vivir con niveles mínimos humanamente aceptables.

En este contexto hay que considerar además el problema específico de la producción incontrolada y tráfico de estupefacientes, que propagan de manera irreparable la cultura de la muerte en la sociedad. Frente a ello se debe proclamar y difundir la cultura de la vida. Es cierto que la sociedad boliviana tiene el mérito de haber asumido un compromiso en la lucha contra el narcotráfico, que genera comportamientos sin escrúpulos, propios de verdaderos «mercaderes de muerte». Por eso, es de desear que, entre otras medidas, las diversas instancias públicas promuevan alternativas de trabajos útiles y honestos capaces de garantizar a los obreros y a sus familias una situación concorde con su dignidad de personas e hijos de Dios.

34 No dudo que, con vuestra sensibilidad de Pastores, seguiréis iluminando a vuestras comunidades eclesiales, a la luz del Evangelio, presentándoles planteamientos éticos y viables que ayuden a la superación de tantos problemas de la sociedad boliviana.

7. Queridos Hermanos, toda la Iglesia se prepara para el gran Jubileo del año 2000, lo cual es un aliciente para el compromiso evangelizador y para reafirmar su esperanza en el Señor Resucitado que ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt
Mt 28,20). En el Señor hay que seguir edificando y consolidando las comunidades cristianas que se reúnen en su nombre. Que Nuestra Señora de Copacabana, a la que invocáis como Madre y Patrona, os acompañe en ese camino eclesial y que os sirva de aliento la Bendición Apostólica que os imparto a vosotros y a todos los amados fieles de Bolivia.





DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO NACIONAL


DE LA FEDERACIÓN UNIVERSITARIA CATÓLICA ITALIANA (FUCI)


Lunes 29 de abril de 1996



Amadísimos jóvenes de la FUCI:

1. Os acojo con alegría, al término de vuestro Congreso nacional celebrado con ocasión del primer centenario de la fundación de la Federación. Dirijo a cada uno mi saludo cordial, comenzando por los presidentes nacionales y el asistente, monseñor Mario Russotto, agradeciéndoles las palabras que me han dirigido al presentarme este importante aniversario y el espíritu con el que los miembros de hoy y de ayer desean celebrarlo.

Saludo a monseñor Salvatore De Giorgi, llamado ahora a gobernar la antigua e ilustre arquidiócesis de Palermo. Durante estos años, como asistente general de la Acción católica italiana, ha estado siempre cercano a vuestra Federación. Hoy desea confirmar esta cercanía con su presencia en nuestro encuentro.

Saludo, finalmente, a los asistentes diocesanos aquí congregados y a los representantes de las pasadas generaciones de miembros, comprometidos en los diversos ámbitos profesionales: desde el mundo académico y de la cultura hasta el de la política, la magistratura y las demás profesiones.

2. Durante los días pasados, os habéis reunido en Florencia y en Fiesole, donde nació oficialmente la Federación universitaria católica italiana, y habéis reflexionado sobre el tema: «Memoria y búsqueda: obras y proyectos en las paradojas de la esperanza». Durante el Congreso, guiados por ilustres expertos, habéis estudiado y elaborado nuevas modalidades de presencia y de compromiso apostólico en el ámbito de la universidad, de la sociedad y de la Iglesia.

Habéis querido que en esta jornada «romana» de hoy, que prevé diversas manifestaciones, no faltara el encuentro con el Sucesor de Pedro. Os agradezco esta amabilidad y me alegra renovaros en este encuentro el aprecio de la Iglesia por el trabajo que, ya desde hace cien años, vuestra asociación realiza en el mundo universitario al servicio del Evangelio. Me complace subrayar aquí la dimensión eminentemente «católica» de vuestra federación, que reúne laicos profundamente conscientes de los compromisos que derivan de los sacramentos del bautismo y de la confirmación y de la consiguiente pertenencia a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo que vive y actúa en la historia. Impulsados por esta convicción, los miembros de la Federación se unen porque se sienten llamados a cooperar con la jerarquía con la misma finalidad apostólica de todo el pueblo de Dios, es decir, la evangelización.

3. La historia de estos cien años confirma, precisamente, que la realidad de la FUCI constituye un capítulo significativo de la vida de la Iglesia en Italia, en particular del vasto y multiforme movimiento laical que ha tenido su eje principal en la Acción católica.

La Federación universitaria católica italiana, cuyo nacimiento mi venerado predecesor León XIII deseó en 1895, ha contribuido a la formación de jóvenes cristianos ejemplares, como Piergiorgio Frassati; de grandes hombres de Iglesia, como Giovanni Battista Montini, Emilio Guano y Franco Costa; de hombres y mujeres de cultura que han edificado Italia con fuerte compromiso social y profundo testimonio cristiano, como Alcide De Gasperi, Aldo Moro y Vittorio Bachelet, que derramó su sangre entre las aulas de la universidad. La escuela, por decirlo así, de la FUCI ha desempeñado un papel decisivo en la historia del movimiento católico en Italia y en la redacción de la misma Carta constitucional de la República.

35 El proyecto formativo de la FUCI ha anticipado, en cierta manera, algunos aspectos característicos de la enseñanza del concilio Vaticano II: la concepción de la Iglesia como pueblo de Dios y comunión, el papel de los laicos y el diálogo Iglesia-mundo. La presente generación de miembros quiere caminar generosamente por los caminos de la nueva evangelización hacia el tercer milenio cristiano, y yo deseo cordialmente que se comprometa cada vez más, bajo la guía del Magisterio, a traducir en la vida la enseñanza conciliar.

4. A este propósito, quisiera animaros, amadísimos jóvenes, a dar la contribución que vosotros, y solo vosotros, podéis dar, viviendo entre los estudiantes universitarios y actuando en medio de ellos como levadura: trabajad para conjugar Evangelio y cultura, en un vivo contacto con vuestros compañeros de estudio y con los profesores. Mi venerado predecesor Pío XII, exhortaba a los miembros de la FUCI, con ocasión del 50° aniversario de la Federación, así: «Sean perseverantes, sobre todo, en hacer más rica y rigurosa su cultura, reavivándola con la fe y con la oración; y conviértanla en instrumento continuo y fuerte de un valiente apostolado entre los estudiantes» (Carta al presidente de la FUCI, 28 de agosto de 1946). En una sociedad compleja que va perdiendo el sentido de lo sagrado, a los universitarios católicos les corresponde la tarea de testimoniar, como supo hacer Piergiorgio Frassati, la verdad de Dios revelada en Jesucristo, la alegría de creer en él y de seguirlo por el camino del Evangelio. En una carta a un amigo, el beato Piergiorgio escribía: «Cada día comprendo más la gracia que implica ser católicos (...). Vivir sin una fe, sin un patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha continua, la verdad, no es vivir, sino pasar el tiempo» (Carta a Isidoro Bonini, 27 de febrero de 1925).

Vosotros, jóvenes de la FUCI de hoy, tenéis el compromiso de reflexionar en todo esto y de conjugarlo según el lenguaje y las expectativas de la cultura contemporánea. Se os pide, por decir así, que hagáis «reaccionar» en los «laboratorios» de vuestros grupos los elementos evangélicos con los elementos de la cultura contemporánea, para experimentar nuevos caminos de evangelización, fieles a Cristo, que es «el mismo ayer, hoy y siempre» (
He 13,8), y fieles al hombre, que vive su propia precariedad en el devenir de la historia.

En este campo, vuestra misión, jóvenes, y en particular el de vosotros, estudiantes universitarios, es insustituible. Sin vuestra contribución no se puede llevar a cabo una pastoral universitaria eficaz. Por tanto, sed apóstoles entre los jóvenes que viven fuera o en las fronteras de la Iglesia.

5. Amadísimos jóvenes de la FUCI, estáis viviendo un momento favorable para un renovado impulso apostólico de vuestra Asociación, un momento que podría marcar una nueva primavera para vuestros grupos. Después de veinte años cargados de tensiones ideológicas que, de alguna manera, han influido en la comunidad eclesial, hoy el clima es más sereno. Dadle gracias al Señor y también a cuantos —laicos y sacerdotes— han soportado el peso de las contradicciones y han perseverado.

Sabed aprovechar este tiempo propicio para intensificar tanto el compromiso formativo como el misionero. Podéis contar con el apoyo de asistentes válidos e incansables, y también —no lo olvidemos— con las oraciones de cuantos os han precedido en las generaciones pasadas, muchos de los cuales ya están en la casa del Padre. Entre éstos, os encomiendo en particular a la intercesión del beato Piergiorgio Frassati y del siervo de Dios Pablo VI.

Que María santísima, Sede de la Sabiduría, os obtenga llegar a ser cooperadores auténticos del encuentro de las conciencias con el único Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el único en el que el mundo puede encontrar la salvación (cf. Hch Ac 4,12). Os acompañe también mi bendición, que con gran afecto os imparto a vosotros, aquí presentes, y a todos los miembros de ayer y de hoy.






A LOS OBISPOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS


DE BOGOTÁ, TUNJA E IBAGUÉ


EN VISITA «AD LIMINA APSOTOLORUM»


Martes 30 de abril de 1996

: Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Bendigo y doy gracias de todo corazón al Señor que me permite reunirme con vosotros, Obispos de las Provincias eclesiásticas de Bogotá, Tunja e Ibagué, venidos para la visita ad Limina. Os acojo con gran alegría y por medio de vosotros tengo presente con profundo afecto a los fieles de vuestras Diócesis y, en general, a todos los amados colombianos.

Agradezco a Monseñor Pedro Rubiano Sáenz, Arzobispo de Bogotá y Presidente de la Conferencia Episcopal, las palabras que me ha dirigido interpretando los sentimientos de cada uno de vosotros. En ellas se ha referido a la esperanza que os anima en el afrontar, con caridad pastoral y decidido compromiso, los desafíos que el momento actual presenta a la acción de la Iglesia.

36 2. Las celebraciones del V Centenario de la llegada de la fe al amado Continente americano han impulsado la «Nueva Evangelización», que no es una estrategia aislada en un momento de la Iglesia, sino un proceso nunca concluido. Este proceso busca, de una parte, incrementar la madurez en la fe de los fieles católicos y, de otra, impregnar la cultura misma de los pueblos con la luz y el vigor del Evangelio.

Por eso debemos trabajar con renovado esfuerzo por tener creyentes y comunidades que sean testigos genuinos de la verdad trascendente que entraña la vida nueva en Cristo. La madurez cristiana implica la acogida personal del don de la gracia, el dar razón de nuestra esperanza (cf. 1P
1P 3,15), la celebración de la Liturgia y demás acciones sagradas, la superación de toda ruptura entre fe y vida, la disponibilidad para la caridad y el compromiso en favor de la justicia, el empeño responsable en la consolidación de las propias comunidades eclesiales, el ardor apostólico que lleva a comunicar la propia experiencia de fe a través de la misión. En una palabra, la madurez cristiana se encuadra en la realización total de la existencia personal y comunitaria en el seguimiento de Jesús.

Conscientes del grave deber de llevar a los fieles, a través de un proceso orgánico y progresivo de evangelización, a la madurez en la fe, y constatando la real situación de la Iglesia en vuestra Patria, así como el creciente avance de una cultura cada vez más secularizada, os reitero la invitación a aprovechar el próximo año para un «descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana» (Tertio millennio adveniente TMA 41), de modo que los fieles, reflexionando sobre este sacramento, puedan acoger con renovado vigor a Cristo el Señor, la sola Luz que puede iluminar el sendero de los hombres.

3. Dado que la Evangelización tiene que iluminar los valores fundamentales, las líneas de pensamiento y los criterios de juicio, así como promover un cambio en los modelos de vida que están en contraste con los principios cristianos, os invito, queridos Hermanos, a proponer con claro discernimiento y a la luz de la Palabra de Dios respuestas adecuadas e iniciativas válidas que permitan a la Iglesia el cumplimiento de su misión en la sociedad colombiana, que presenta tantos cambios en esta etapa de su historia. En Colombia la nueva Constitución Nacional trata de reorganizar las estructuras cívicas y jurídicas; los fenómenos sociales y políticos actuales están revelando nuevas cosmovisiones y jerarquías de valores; los procesos educativos están generando una nueva mentalidad en los jóvenes. Ante estos retos la Iglesia ha de responder con la audacia de una acción evangelizadora, también nueva en su actitud, en su esfuerzo y en su programación.

La Iglesia ha de estar presente en un período en que decaen y mueren viejas formas, según las cuales el hombre había hecho sus opciones y organizado su estilo de vida, y ha de inspirar las corrientes culturales que están por nacer en este camino hacia el Tercer Milenio. No podemos llegar tarde con el anuncio liberador cíe Jesucristo a una sociedad que se debate, en un momento dramático y apasionante, entre profundas necesidades y enormes esperanzas. Se trata de una coyuntura socio-cultural que se presenta como ocasión privilegiada para seguir encarnando los valores cristianos en la vida de un pueblo, e impregnar todos los ambientes con el anuncio de una salvación integral. Ningún aspecto, situación o realidad humana, puede permanecer fuera de la misión evangelizadora.

Ante el reciente y preocupante diagnóstico, hecho por vosotros mismos, de que vuestro país «está moralmente enfermo»,(Conferencia Episcopal Colombiana, Nuntius, 2, 16 de marzo de 1996), os animo a que vuestra acción evangelizadora asuma sin tardar un renovado esfuerzo de orientación moral. Ante el peligro de un relativismo que afecta tanto a la verdad como a las costumbres, ante la corriente secularista imperante, ante la difusión de comportamientos de corrupción, de injusticia y de violencia, que socavan los fundamentos mismos de la convivencia humana, se hace especialmente urgente la cuestión moral.

La Iglesia, que se ha autodefinido «experta en humanidad» (Populorum progressio, 13),4cumple su misión al servicio de la causa del hombre cuando constata la triste perplejidad de la persona humana que, a menudo, ya no sabe lo qué es, de dónde viene ni a dónde va, llegando a situaciones de progresiva autodestrucción; cuando denuncia ante los ojos de todos el desprecio de la persona, la violación de los derechos humanos fundamentales y la inicua destrucción de bienes necesarios para una existencia digna; cuando, lo que es aún más grave, advierte que el hombre duda de que sólo en Cristo puede encontrar la salvación.

La Iglesia, en su respuesta al interrogante de la verdad sobre el hombre, no puede substraerse a la obligación de enseñar a la sociedad a caminar hacia el verdadero bien. Por tanto, debe proclamar sin titubeos las normas morales que garantizan el camino de la auténtica libertad a los hombres, protegiendo su inviolable dignidad, ayudando a la conservación misma del tejido social y a su desarrollo recto y fecundo. En este sentido, las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Especialmente en este momento de la historia de Colombia, es urgente recordar la observancia de los principios morales, fundamento mismo de la convivencia política y sin los cuales toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf Veritatis splendor VS 101).

4. Pero para que la verdad ilumine la inteligencia y modele la libertad de los hombres y los pueblos, primero es necesario que el «esplendor de la Verdad» se manifieste en la vida de la Iglesia. Como se afirmó en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, «sin el testimonio de una Iglesia convertida serían vanas nuestras palabras de pastores» (Puebla, 1, 221). Se necesita, pues, una profunda y permanente conversión para poder, en nombre y con la autoridad de Jesucristo, exhortar, enseñar, corregir y confortar a un pueblo que se debate en la incertidumbre sobre la objetividad moral.

La Iglesia es la primera que está llamada, ante la disociación de fe y vida que existe en la sociedad, a mostrar en el cotidiano testimonio de sus Obispos, de los Presbíteros, de los religiosos y laicos, cómo «la fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos» (Veritatis splendor VS 89). Por tanto, os animo a hacer realidad lo que habéis escrito en vuestro Plan Global de Pastoral 1993-1999, proponiendo afrontar el nuevo milenio trabajando para que brille en el rostro de la Iglesia su vocación a la santidad.

Esto exige cambios en la forma de vida, en las opciones y métodos pastorales, en las formas de presencia en la sociedad, en los fines y actividades de tantas instituciones eclesiales. Cambios que es preciso promover, pues sólo viviendo en la Verdad se tiene la autoridad y libertad para anunciar la nueva vida en Cristo, la capacidad para denunciar la mentira, que de tantas formas quiere imponerse en vuestro seno, y la valentía necesaria «para no desvirtuar la Cruz de Cristo» (1Co 1,17).

37 5. Otro desafío pastoral, que exige lo mejor de nuestra solicitud pastoral, es el de la familia. Ya tuve ocasión de escribir, con motivo del Año de la familia, que «entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano» (Gratissimam sane, 2).

Bien conocéis la gravedad de las múltiples amenazas que sufre la familia por todas partes y que habéis constatado particularmente en vuestras mismas comunidades diocesanas. La difusión del divorcio, visto incluso como un legítimo recurso por un cierto número de católicos, y la recurrente propuesta de ley sobre la legalización del aborto, que falsamente pretende dar derecho a una ascendente y escalofriante perpetración de este «crimen abominable» (Gaudium et spes
GS 51), son males a los que se suman, entre otros, la dolorosa problemática de la acelerada desintegración familiar que se viene constatando en Colombia en las dos últimas décadas, la alarmante proliferación de la prostitución, la violencia que de diversas maneras afecta a tantos hogares, la falta de preparación y de compromiso de los padres para dar una verdadera formación cristiana a sus hijos, la situación cultural, social y económica, realmente infrahumana, en que viven tantas familias. Pero, «no obstante los problemas que en nuestros días asedian al matrimonio y la institución familiar, ésta como célula primera y vital de la sociedad puede generar grandes energías, que son necesarias para el bien de la humanidad. Por eso, hay que anunciar con alegría y convicción la buena nueva sobre la familia» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, n. 18, Santo Domingo, 12 de octubre de 1992).

Es una verdad fundamental que el matrimonio y la familia no son una realidad efímera y transitoria como las modas y costumbres cambiantes de una sociedad, sino que vienen de Dios. Bajo esta luz se ha de enfocar la relación esencial de la familia con su origen divino, en el cual, mediante el sacramento del matrimonio, el amor humano quiere reflejar fielmente el amor de Dios y prolongar su poder creador, salva-guardando la unidad, la indisolubilidad y la fidelidad de los esposos.

6. Sé que en repetidas ocasiones vosotros, corno Obispos, habéis tenido importantes intervenciones en defensa y promoción de la institución familiar. Sin embargo, dado que esta problemática continúa agudizándose cada vez más, se impone una evaluación objetiva de sus causas a fin de que la evangelización fomente una mayor formación de los fieles y, al mismo tiempo, haga oír la voz de la Iglesia en los ambientes sociales, culturales y jurídicos llamados a preservar la institución familiar. Urge intensificar una reflexión serena y profunda que ayude, en las presentes circunstancias, a promover y crear un modelo de familia que posibilite un núcleo auténticamente humano, que encarne los valores del Evangelio y luego los irradie como base de una nueva sociedad.

Si en la familia se fragua el futuro de la humanidad, no se deben ahorrar esfuerzos en favorecer una pastoral más orgánica y audaz para preparar a los jóvenes para el matrimonio; una pastoral creativa para sostener y ayudar a las «familias incompletas», desafortunadamente cada día más numerosas en vuestro país; una pastoral de acompañamiento constante de los esposos católicos que luchan, en medio de los ataques de una sociedad permisiva y materialista, por construir sus hogares según el designio de Dios; una pastoral de animación espiritual que tenga presente la situación particular de los divorciados, los separados y de quienes viven en unión libre; una pastoral coordinada que logre aunar fuerzas y aprovechar bien todo el potencial de tantas iniciativas y movimientos apostólicos que den respuestas efectivas a todos los problemas que aquejan a las familias colombianas. La dramática situación que atraviesa la familia es en cierto sentido causa, pero también consecuencia, de la crisis cultural que vivimos. Esto induce a pensar que es preciso situar la pastoral familiar dentro del cuadro más amplio de la Nueva Evangelización,

7. Yo quisiera que este encuentro suscitara un verdadero estímulo que reavive en cada uno de vosotros el compromiso de entrega cada vez más plena a la propia grey y que al mismo tiempo compartierais conmigo la «solicitud de todas las Iglesias» (2Co 11,28) en el esfuerzo de defensa común del patrimonio de los valores humanos y cristianos.

Ciertamente vuestras fuerzas pueden parecer desproporcionadas ante la inmensa misión que pesa sobre vuestros hombros, pero nuestra fuerza se apoya siempre en la de Cristo a quien, especialmente en este gozoso tiempo pascual, contemplamos glorioso y vencedor del mal, que nos envía y nos promete que seremos «revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). Por eso, mi última palabra es de segura confianza en la promesa del Supremo Pastor: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Ibíd., 21, 19). Con estos sentimientos y esperanzas, e invocando la protección de la Santísima Virgen de Chiquinquirá, a quien tanto ama y venera el pueblo colombiano, imparto de corazón sobre vosotros y sobre todos los miembros de vuestras comunidades eclesiales la Bendición Apostólica.



                                                                  Mayo de 1996




A LOS OBISPOS COLOMBIANOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS


DE CARTAGENA, BARRANQUILLA, NUEVA PAMPLONA


Y BUCARAMANGA Y DEL ORDINARIATO CASTRENSE


Sábado 11 de mayo de 1996



Amados Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí motivo de profunda alegría claros la bienvenida en esta visita vuestra al Sucesor de Pedro. Habéis venido a Roma, Obispos de las Provincias Eclesiásticas de Cartagena, Barranquilla, Nueva Pamplona y Bucaramanga y del Ordinariato castrense, para venerar los sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y reafirmar la profunda comunión con esta Sede Apostólica.

38 Esta misma comunión se manifiesta y fortalece en el hecho de compartir con el Obispo de Roma las alegrías y esperanzas, las experiencias y dificultades de vuestro ministerio episcopal en estas jornadas de encuentro y reflexión, que tienden a reforzar la unidad en la misma fe, esperanza y caridad, así como a dar a conocer y apreciar cada vez más el inmenso patrimonio de valores espirituales y morales que la Iglesia difunde en todo el mundo (Pastor Bonus, Adn. I, 3). A través de vosotros quiero saludar también a todo el clero, comunidades religiosas y laicos de vuestras Diócesis, deseándoles gracia y paz abundantes en el Señor resucitado (cf. 1P 1P 1,2).

Agradezco las amables palabras de Monseñor Carlos José Ruiseco Vieira, Arzobispo de Cartagena, con las cuales se ha hecho intérprete cíe los sentimientos de todos. Esa gratitud la expreso también por vuestra sincera adhesión y por la incansable dedicación al ministerio que os fue confiado y que ejercéis enseñando, santificando y rigiendo al Pueblo de Dios que camina en Colombia.

2. La presencia y el compromiso de los presbíteros y laicos en la comunidad diocesana es un aspecto fundamental puesto que, de una parte, pertenece a la naturaleza y estructura mismas de la Iglesia y, de otra, afecta al anuncio del Evangelio, que sería impensable sin el ministerio de pastores idóneos y sin el testimonio y la acción de seglares bien formados y comprometidos en los diversos campos del apostolado. La misión del presbítero y del laico dentro de la comunidad eclesial responde a una vocación especial recibida del Señor como don: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). La iniciativa es siempre de Dios, que espera de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega generosa en cada momento de la existencia.

Las diversas vocaciones sobre las que se articula la vida eclesial participan de una dignidad común; todas son un llamado a la santidad y cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo según los diversos dones que cada uno ha recibido del Espíritu (cf Rm 12,3-8). La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia no anula la variedad de formas, ya que el Espíritu Santo constituye la Iglesia como una comunión en la diversidad de vocaciones y ministerios (Vita consecrata VC 31).

Como enseña el Concilio Vaticano II, «el mismo Señor, para que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que todos los miembros no tienen la misma función (Rm 12,4), instituyó a algunos como ministros que, en el grupo de los fieles, tuvieran la sagrada potestad del orden» (Presbyterorum ordinis PO 2). Además de la consagración bautismal, los presbíteros reciben en la Ordenación una nueva consagración para continuar en el tiempo, como colaboradores del Obispo, el ministerio apostólico. De este modo, en el armonioso conjunto de dones de la Iglesia, se confía a los laicos y a los presbíteros la misión de manifestar una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo: los laicos anunciando el Evangelio en medio de las realidades temporales y los presbíteros apacentando al Pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los Sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial,

3. La formación y el cuidado de los presbíteros ha sido una preocupación permanente en la historia de la Iglesia. Preocupación lógica si se piensa en la misión imponderable que han recibido para la edificación de la Iglesia y en su importante responsabilidad como instrumentos vivos de Cristo, lo cual llevó a los Padres Conciliares a afirmar que «los sacerdotes están especialmente obligados a alcanzar la perfección» (Ibíd., 12).

Ante los retos a nivel eclesial, social y cultural que se plantean hoy en Colombia, y que deben ser objeto de la nueva Evangelización, os invito a dedicar vuestras mejores energías como Obispos a la urgente tarea de la formación de los sacerdotes, siguiendo el ejemplo del Señor, que ocupó gran parte de su ministerio público en preparar a los Apóstoles (Pastores dabo vobis PDV 1-10).

Conocéis bien los vacíos que en una parte de vuestro clero han dejado los períodos de transición, y las dificultades que cada día han de afrontar los presbíteros. Por ello es preciso asumir sin titubeos la atención pastoral a los sacerdotes como una de las primeras responsabilidades de cada Obispo en su Iglesia particular. Es un verdadero desafío para la Conferencia Episcopal y para cada Obispo buscar y aplicar en este campo, como justamente hicisteis en vuestra Asamblea Plenaria del año pasado, respuestas decididas, oportunas y eficaces.

Los sacerdotes son vuestros primeros e indispensables colaboradores por ser los más directos «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1). Debéis amarlos mucho y cada vez más. No hay ocupación en la que el Obispo pueda emplear más fructuosamente su tiempo, su corazón y su actividad, que en la formación, escucha y animación de su clero. Es necesario sostener a los sacerdotes en sus tribulaciones y necesidades; prevenir con prudencia y caridad pastoral las situaciones difíciles; encontrar soluciones a los problemas morales que afligen a algunos; tomar medidas precisas ante un estilo de vida secularizado y la participación en actividades o compromisos políticos.

4. Quiero referirme también a la selección y formación de los candidatos al sacerdocio. Me consuela saber que estáis haciendo en Colombia serios esfuerzos en la promoción de las vocaciones sacerdotales, con resultados apreciables, que llenan el alma de gozo y esperanza. Es un gran desafío para vosotros, pues sabéis bien que de la calidad de la formación dada a quienes serán los pastores del próximo siglo depende en buena parte el futuro de la Iglesia en vuestro país, En efecto, no hasta que siga creciendo el número de sacerdotes jóvenes en vuestros presbiterios, es necesario atender sobre todo a su formación, ya que ésta es siempre garantía de fecundidad apostólica, mientras que una formación incompleta comporta con frecuencia dificultades y sufrimientos para la vida de las comunidades diocesanas y de los mismos sacerdotes.

Cuando ciertas coyunturas puedan llevar a algunos jóvenes a elegir el sacerdocio como medio de autoafirmación personal o promoción social, tenéis que ser conscientes de la grave responsabilidad que pesa sobre vosotros en su selección. Ésta debe hacerse teniendo en cuenta varios criterios, como son: las circunstancias familiares de los candidatos; sus cualidades humanas; su manifiesta actitud de servicio; su vinculación eclesial a través de las parroquias o grupos de apostolado. No conviene, pues, admitir en el Seminario a jóvenes con motivaciones vocacionales inadecuadas o sin haber comenzado un proceso serio de discernimiento y maduración espiritual.

39 Llegando a este punto quiero alentar la iniciativa emprendida por varios Obispos de Colombia de organizar en sus respectivas circunscripciones un Seminario propio. Se trata de una opción no sólo legítima sino también laudable. Sin embargo, es preciso en estos casos recordar la enseñanza del Evangelio, que nos invita a medir con prudencia las fuerzas y los recursos (cf. Lc 14,28-32). En efecto, una multiplicación de Seminarios Mayores, que no vaya acompañada en las diversas Diócesis de las adecuadas estructuras pastorales y formativas, que respalden y soporten el camino de preparación al sacerdocio, no podrá solucionar los problemas y dificultades que vosotros mismos habéis detectado hoy en los Seminarios y Presbiterios de Colombia.

5. Otro tema a considerar es la presencia y el papel propio de los laicos en la comunidad diocesana, A este respecto, la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano presentaba su identidad como hombres de Iglesia en el corazón del mundo y como hombres del mundo en el corazón de la Iglesia (cf. Puebla, 786). Especialmente en los últimos tiempos, ellos han sido convocados a la comunión y participación en la vida de la Iglesia, como lo hizo el Concilio Vaticano II en un vehemente llamado que es siempre actual: «El sacrosanto Concilio ruega encarecidamente en el Señor a todos los laicos que respondan de buen grado, con generosidad y prontitud de corazón, a la voz de Cristo, que en esta hora los invita con particular insistencia... de modo que en las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia, en constante adaptación a las nuevas necesidades de los tiempos, se ofrezcan a Él como cooperadores, trabajando siempre con generosidad en la obra del Señor» (Apostolicam actuositatem AA 33).

La formación y organización de los laicos reviste, pues, gran importancia. Es preciso que el laicado se revigorice congregando almas generosas, espíritus jóvenes y fuertes, hombres y mujeres de pensamiento y acción, deseosos y capaces de animar cristianamente a la sociedad colombiana. Hoy más que nunca el laicado católico de Colombia está llamado a contribuir decisivamente en la regeneración moral de la nación, en la búsqueda y promoción del bien común, en la implantación y defensa de los valores cristianos.

Ésta es una gran inquietud que llevo en el corazón y que hoy, en este encuentro, quiero confiar también encarecidamente a vuestra responsabilidad pastoral. Es necesario multiplicar los esfuerzos para brindar a los laicos una formación sólida, orgánica y permanente, que los capacite para ser evangelizadores. Éste es uno de los requisitos para poder contar con comunidades eclesiales vivas y comprometidas en su misión, en las que los laicos eviten el peligro de «dos vidas paralelas: por una parte la denominada vida "espiritual", con sus valores y exigencias; y, por otra, la denominada vida "secular", es decir, la vida de familia, de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura» (Christifideles laici CL 59).

6. No quisiera concluir sin señalar que esta importante tarea de animación y formación de los presbíteros y de los laicos, temas en los que he centrado mi reflexión, exige siempre un contexto eclesial. Sólo en el ámbito de la Iglesia, que es madre y maestra del hombre, es posible delinear el modelo de pastor y de laico que queremos configurar en el umbral del Tercer Milenio.

La Iglesia particular es el espacio privilegiado donde el sacerdote debe encontrar los medios específicos para su santificación y los recursos adecuados para superar sus límites y dificultades. Se deben, pues, valorar las iniciativas encaminadas a fortalecer la identidad propia del presbiterio diocesano, favoreciendo la comunión y el ejercicio de la caridad fraterna entre sus miembros. Igualmente es necesario dar a los Consejos presbiterales la consistencia y la funcionalidad establecida por la ley canónica (cf. Código de Derecho Canónico, cann. 495-502) y orientar la formación permanente del clero desde el interior de la vida y misión de la propia Iglesia particular, para poder ofrecer las respuestas adecuadas a las necesidades concretas de cada momento y lugar.

Es también en la Iglesia particular donde las asociaciones laicales y los movimientos pueden encontrar el ambiente propio de formación y los medios más idóneos para su orientación. Fomentando desde la Diócesis el apostolado seglar y un clima de comunión entre los diversos carismas peculiares de la vida laical, se favorece la comunión eclesial y se evita así el peligro del alejamiento de fieles hacia distintas sectas o grupos pseudorreligiosos. Es necesario, pues, promover iniciativas adecuadas para coordinar la actividad de las parroquias y comunidades eclesiales, injertándolas en la pastoral diocesana de conjunto, de modo que los laicos puedan vivir la grandeza de su vocación y brindar todo su aporte desde la misión que les es propia.

En este sentido, conviene seguir trabajando para hacer más operantes los caminos de la comunión y la participación a nivel local, potenciando todas las riquezas y posibilidades de la Iglesia particular. Así, emprendiendo con entusiasmo un camino de renovación orgánica, acompañado siempre por la oración, la ascesis y la conversión de los corazones, se darán sin duda abundantes frutos de dinamismo y fecundidad apostólicas. Es mucho lo que se está haciendo, pero debemos pensar que se puede hacer aún mucho más.

7. Queridos Hermanos, con estas reflexiones he querido testimoniar el aprecio que me une a vosotros, Pastores de la Iglesia en Colombia, y a vuestros fieles. Os tengo siempre presentes y, desde la oración y la responsabilidad pastoral del ministerio de Sucesor de Pedro, os acompaño en vuestros trabajos y fatigas al servicio del Evangelio. A todos os recuerdo que, corno enseña el Apóstol, «nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado» (Rm 5,3-5).

Con estos sentimientos invoco de Dios, mediante la intercesión de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, a quien suplico infunda un renovado dinamismo en las Diócesis de Colombia, copiosos dones de su gracia para vosotros, para los sacerdotes, las comunidades religiosas y para todos los fieles a vosotros confiados.

Que os conforte la Bendición Apostólica que de corazón os imparto.






Discursos 1996 33