Discursos 1996 39


A LOS PARTICIPANTES EN LA CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN


DE LA MADRE CÁNDIDA Y DE SOR MARÍA MARÍA ANTONIA


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Lunes 13 de mayo de 1996



Queridos hermanos y hermanas:

1. Muchos de vosotros habéis venido a la ceremonia de Beatificación de la Madre Cándida María de Jesús Cipitria y Barriola y de María Antonia Bandrés Elósegui, principalmente desde el País Vasco, su tierra natal, y de Salamanca, lugar de su muerte y donde se custodian sus sepulcros. Habéis venido también desde otros puntos de España, Brasil, Bolivia, Argentina, Colombia, Venezuela, República Dominicana, Cuba, Filipinas, Taiwán y Japón, donde viven y trabajan las Hijas de Jesús. A todos os saludo con afecto y os doy mi más cordial bienvenida.

2. Las nuevas Beatas son un ejemplo de servicio. La Madre Cándida, siendo aún joven, tuvo que cuidar de sus hermanos menores en una familia numerosa, a la vez que daba los primeros pasos en la vida de piedad, Después, en Valladolid, mientras servía en una familia, viviendo en actitud de penitencia y oración, que son dos caminos necesarios para tomar toda decisión importante, piensa en fundar una Congregación con el nombre de Hijas de Jesús, dedicada a la salvación de las almas. Finalmente en Salamanca da el paso definitivo bajo el amparo y particular protección de la Virgen María.

Con una firme aspiración a la santidad, la beata Cándida María de Jesús se entregó a Dios dedicándose a la formación cristiana de la infancia y juventud, respondiendo así a un imperativo pastoral de la Iglesia y a una necesidad de la sociedad de entonces. En efecto, la educación integral es condición indispensable para el crecimiento moral de las personas y para el progreso de los pueblos, lo cual forma parte de la acción evangelizadora de la Iglesia.

3. Uno de los primeros y más insignes frutos de esa acción educativa fue la figura de la beata María Antonia Bandrés, que desde su juventud se ofreció a Dios, siguiendo fielmente los pasos de Madre Cándida y viviendo de forma alegre y fervorosa su servicio al Señor. Los pobres fueron sus predilectos: con ellos compartía ya de niña todo cuanto tenía. Lo había aprendido de sus padres, que le enseñaron que el amor a los otros era un deber, aunque ella supo llevar a cabo las obras de misericordia con sencillez y naturalidad para que nadie se sintiera herido. El desprendimiento de sí misma y de las cosas y el más completo abandono en la Providencia divina templaron su fortaleza y su esperanza. Así preparó su alma para ofrecer su vida por alguien a quien amaba y veía lejos de las prácticas de la fe.

Su testimonio debe ayudar a las jóvenes y a los jóvenes a descubrir la belleza de la vida consagrada totalmente al Señor, a comprender mejor el sentido de la oración y la fecundidad del sufrimiento, ofrecido a Cristo por amor a los demás.

El gran gozo de contemplar a las dos Beatas en la gloria de los altares ha de ser para todas las Hijas de Jesús, para sus alumnas y alumnos, y para cuantos colaboran en las diversas obras de apostolado promovidas por la familia jesuitina, una ocasión propicia para encarnar fielmente su carisma en la sociedad actual, poniendo en práctica con el propio ejemplo las enseñanzas que ellas os han dejado. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos vosotros, así como a vuestras familias y seres queridos la Bendición Apostólica.






A LOS PARTICIPANTES EN EL SIMPOSIO


«EVANGELIUM VITAE Y DERECHO»


Y EN EL XI COLOQUIO INTERNACIONAL DE DERECHO CANÓNICO


Viernes 24 de mayo de 1996



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado,
41 ilustres señores:

1. Me alegra daros mi cordial bienvenida a cada uno de vosotros. Saludo, ante todo, a cuantos participan en el simposio sobre Evangelium vitae y derecho, organizado por los Consejos pontificios para la familia y para la interpretación de los textos legislativos, en colaboración con la Academia pontificia para la vida.

Saludo al señor cardenal Alfonso López Trujillo a quien agradezco los sentimientos expresados también en nombre de cuantos han participado en los trabajos, a monseñor Julián Herranz y a monseñor Elio Sgreccia, a los cualificados representantes de los ateneos pontificios de la urbe, así como a los ilustres profesores e investigadores de las más de doscientas universidades y facultades de ciencias jurídicas de todo el mundo, que han participado en el congreso.

Expreso mi viva complacencia por la iniciativa conjunta de los tres organismos pontificios, que han hecho posible el encuentro con el propósito común de profundizar un aspecto fundamental de la enseñanza propuesta en la carta encíclica Evangelium vitae, es decir, el de las relaciones entre «cultura de la vida» y ámbito del derecho desde el punto de vista de la investigación filosófica, del compromiso docente y de la aplicación legislativa. Se trata de un tema complejo, en el que es necesario reflexionar con seriedad.

2. Saludo también a monseñor Angelo Scola rector de la Pontificia Universidad Lateranense, y a los cualificados estudiosos procedentes de todos los continentes que se han reunido para discutir sobre la relación entre ética y derecho en el ámbito de la formación de los modernos ordenamientos jurídicos.

Este tema constituye una de las cuestiones fundamentales que, en todos los tiempos, han puesto a prueba las mejores energías del pensamiento humano. Por tanto, estudiar los modernos ordenamientos jurídicos lleva a reafirmar, con claridad, un nexo adecuado y pertinente entre ética y derecho, haciendo referencia constante a los principios fundamentales de la persona humana, puntualizados claramente en la encíclica Evangelium vitae.

3. En efecto esta encíclica ha querido reafirmar la visión de la vida humana que brota con plenitud de la revelación cristiana pero a la que, en su núcleo esencial, también puede llegar la razón humana. Lo ha hecho teniendo en cuenta las aportaciones que la reflexión racional ha ido dando en el curso de los siglos. De hecho, reconocer el valor de la vida del hombre, desde su concepción hasta su fin natural, es una conquista de la civilización del derecho que debe tutelarse como un bien primario de la persona y de la sociedad. Sin embargo, en muchas sociedades hoy se asiste a una especie de retroceso de civilización, fruto de una concepción de la libertad humana incompleta y a veces distorsionada, que frecuentemente encuentra legitimación pública en el ordenamiento jurídico del Estado. Es decir sucede que al respeto debido al derecho inalienable de todo ser humano a la vida se contrapone una concepción subjetivista de la libertad, desvinculada de la ley moral. Esta concepción, fundada en graves errores relativos a la naturaleza misma de la persona y de sus derechos, sirviéndose de las reglas mayoritarias, ha logrado introducir frecuentemente en el ordenamiento jurídico la legitimación de la supresión del derecho a la vida de seres humanos inocentes aún por nacer.

Por eso, es útil poner de relieve, tanto desde el punto de vista filosófico como jurídico, la íntima relación que existe entre las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae: en la primera se destaca la influencia que ejercen, en la alteración del orden moral y del derecho, «corrientes de pensamiento que terminan por separar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad» (n. 4: AAS 85 [1993], 1136). En la Evangelium vitae, hablando de la urgencia de promover una «nueva cultura de la vida» y del «nexo inseparable entre vida y libertad», se reafirma la necesidad de redescubrir «el vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad», porque «separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional» (n. 96: AAS 87 [1995], 510).

Afirmar un derecho de la persona a la libertad, prescindiendo de la verdad objetiva sobre la misma persona, hace imposible de hecho la misma construcción de un ordenamiento jurídico intrínsecamente justo, porque es precisamente la persona humana —tal como ha sido creada— el fundamento y el fin de la vida social, a la que el derecho debe servir.

4. La centralidad de la persona humana en el derecho se expresa eficazmente en el aforismo clásico: «Hominum causa omne ius constitutum est». Esto quiere decir que el derecho es tal si pone como su fundamento al hombre en su verdad, y en la medida en que lo haga. Es sabido que este principio básico de todo ordenamiento jurídico justo está amenazado seriamente por concepciones que limitan la esencia del hombre y su dignidad, como son las de inspiración inmanentista y agnóstica. En el siglo que está a punto de terminar, esas concepciones han legitimado graves violaciones de los derechos del hombre, en particular del derecho a la vida.

Con ocasión del Simposio jurídico, organizado para celebrar el X aniversario de la promulgación del nuevo Código de derecho canónico, observaba que «así como en el centro del ordenamiento canónico está el hombre redimido por Cristo y transformado por el bautismo en persona dentro de la Iglesia (...), del mismo modo las sociedades civiles están invitadas, a ejemplo de la Iglesia, a poner a la persona humana en el centro de sus ordenamientos, sin apartarse jamás de los postulados del derecho natural, para no caer en los peligros del arbitrio o de las falsas ideologías. En efecto, los postulados del derecho natural son válidos en todo lugar y para todos los pueblos, hoy y siempre, porque están dictados por la recta ratio, en la que, como explica santo Tomás, está la esencia del derecho natural: "omnis lex humanitus posita intantum habet de ratione legis, inquantum a lege naturae derivatur" (Summa Theol., I-II, q. 95, a. 2)» (AAS 86 [1994], 248; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de abril de 1993, p. 8). Con anterioridad, el pensamiento jurídico clásico ya había comprendido bien esta concepto. Cicerón lo expresaba así: «Est quidem vera lex recta ratio, naturae congruens, diffusa in omnibus, constans, sempiterna quae vocet ad officium iubendo, vetando a fraude deterreat, quae tamen neque probos frustra iubet aut vetat, nec improbos iubendo aut vetando movet» (De republica, 3, 33: LACT, Inst. VI, 8, 6-9).

42 5. Los elementos constitutivos de la verdad objetiva sobre el hombre y su dignidad están arraigados profundamente en la recta ratio, en la ética y en el derecho natural: son valores anteriores a todo ordenamiento jurídico positivo y que la legislación, en el Estado de derecho, debe tutelar siempre, protegiéndolos del arbitrio de cualquier persona y de la arrogancia de los poderosos.

Frente al humanismo ateo, que desconoce o incluso niega la dimensión esencial del ser humano, vinculada con su origen divino y su destino eterno, es tarea del cristiano, y sobre todo de los pastores y de los teólogos, anunciar el evangelio de la vida, según la enseñanza del concilio Vaticano II que, centrando con una frase lapidaria el fondo del problema afirmó: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes
GS 22).

Esta tarea urgente interpela de modo singular a los juristas cristianos, impulsándolos a mostrar, en los sectores de su competencia, el carácter intrínsecamente débil de un derecho cerrado a la dimensión trascendente de la persona. El fundamento más sólido de toda ley que tutela la inviolabilidad, la integridad y la libertad de la persona reside, efectivamente, en el hecho de que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn Gn 1,27).

6. A este respecto, un problema que afecta directamente al debate entre biólogos, moralistas y juristas es el de los derechos fundamentales de la persona, que han de reconocerse a cada sujeto humano en todo el arco de su vida y, en particular, desde su concepción.

El ser humano —como recordó la instrucción Donum vitae y reafirmó la encíclica Evangelium vitae— «debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida» (Evangelium vitae EV 60, AAS 87 [1995], 469, cf. Donum vitae, 1: AAS 80 [1988] 79).

Está afirmación está en plena sintonía con los derechos esenciales propios de la persona, reconocidos y tutelados en la Declaración universal de los derechos del hombre (art. 3).

Aun distinguiendo entre las ciencias implicadas y reconociendo que la atribución del concepto de persona pertenece a una competencia filosófica, no podemos menos de tomar como punto de partida el estatuto biológico del embrión que es un ser humano y, por ello, tiene la cualidad y la dignidad propia de la persona.

El embrión humano tiene derechos fundamentales; o sea, es titular de elementos indispensables para que la actividad connatural a un ser pueda realizarse según un principio vital propio.

La existencia del derecho a la vida como elemento intrínsecamente presente en el estatuto biológico del ser humano ya desde la fecundación constituye, por tanto, el punto firme de la naturaleza también para la definición del estatuto ético y jurídico del niño por nacer.

La norma jurídica, en particular, está llamada a definir el estatuto jurídico del embrión como sujeto de derechos, reconociendo un dato de hecho biológicamente indiscutible y en sí mismo evocador de valores que ni el orden moral ni el orden jurídico pueden descuidar.

Por esta misma razón, considero un deber hacerme intérprete, una vez más, de estos derechos inviolables del ser humano ya desde su concepción para todos los embriones a los que, frecuentemente, se aplican técnicas de congelación (crio-conservación) y que, en muchos casos, se convierten en meros objetos de experimentación o, peor aún, se destinan a una destrucción programada con el respaldo legislativo.

43 Confirmo, asimismo, como gravemente ilícito para la dignidad del ser humano y de su ser llamado a la vida, el recurso a los métodos de procreación que la instrucción Donum vitae ha definido inaceptables para la doctrina moral.

Ya ha sido afirmado el carácter ilícito de estas intervenciones al comienzo de la vida y en embriones humanos (cf. Donum vitae, I, 5; II), pero es necesario que se acepten, también a nivel legal, los principios en los que se funda la misma reflexión moral.

Por tanto, apelo a la conciencia de los responsables del mundo científico, y de modo particular a los médicos para que se detenga la producción de embriones humanos, teniendo en cuenta que no se vislumbra una salida moralmente lícita para el destino humano de los miles y miles de embriones «congelados», que son y siguen siendo siempre titulares de los derechos esenciales y que, por tanto, hay que tutelar jurídicamente como personas humanas.

Mi voz se dirige también a todos los juristas para que hagan lo posible a fin de que los Estados y las instituciones internacionales reconozcan jurídicamente los derechos naturales del ser humano desde el inicio de su vida y también tutelen los derechos inalienables que los miles de embriones «congelados» han adquirido intrínsecamente desde el momento de la fecundación.

Los mismos gobernantes no pueden sustraerse a este deber de tutelar, ya desde sus orígenes, el valor de la democracia, que hunde sus raíces en los derechos inviolables reconocidos a todo ser humano.

7. Ilustres señores, bastan estas breves reflexiones para subrayar cuán importante es vuestra contribución para el progreso no sólo de la sociedad civil, sino también y sobre todo para la comunidad eclesial, comprometida en la obra de la nueva evangelización, ya en el umbral del tercer milenio de la era cristiana. Éste es el gran desafío que el empobrecimiento ético de las leyes civiles en la tutela de ciertos aspectos de la vida humana plantea a la responsabilidad de los creyentes.

La concepción positivista del derecho, junto con el relativismo ético, no sólo quitan a la convivencia civil un punto seguro de referencia, sino que también ofenden la dignidad de la persona y amenazan las mismas estructuras fundamentales de la democracia. Estoy seguro de que, con valentía y claridad, cada uno sabrá realizar todo lo que le sea posible para que las leyes civiles respeten la verdad de la persona y su realidad de ser inteligente y libre, así como también su dimensión espiritual y el carácter trascendente de su destino.

Espero de corazón que ambos simposios, en los que confluyen los resultados de las investigaciones realizadas en los respectivos dicasterios e instituciones académicas, puedan favorecer la comprensión de cómo la doctrina de la Iglesia sobre la relación entre ética y derecho, a la luz de la encíclica Evangelium vitae, está exclusivamente al servicio del hombre y de la sociedad.

Deseo asimismo que, gracias al compromiso de todos, la Iglesia pueda «hacer llegar el evangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad» (Evangelium vitae
EV 80).

Con estos deseos, os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, a vuestros colaboradores y a vuestros seres queridos mi bendición apostólica.






A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL COLOMBIANA EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 25 de mayo de 1996



44 Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me es grato recibiros en este encuentro colectivo que culmina vuestra visita ad limina, y saludaron con afecto después de haber compartido con cada uno de vosotros las alegrías y las preocupaciones experimentadas en el ejercicio de vuestro ministerio como Pastores de las Provincias eclesiásticas de Popayán, Medellín, Manizales, Cali y Santa Fe de Antioquia.

La cercanía de la solemnidad de Pentecostés en que se conmemora y actualiza la venida del Espíritu sobre la comunidad apostólica constituye un providencial marco de vuestra visita y un especial motivo para revivir y fortalecer el ministerio apostólico. En efecto —nos recuerda San Ireneo— «todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones» (San Ireneo, Adversus haereses, 2, 17, 2)

También vosotros, al peregrinar a la tumba de Pedro, habéis querido reavivar el ardor que el Espíritu infundió en los Apóstoles para predicar el Evangelio abiertamente (cf
Ac 4,13), gozosos de seguir la misma suerte del Maestro (cf. Ibíd., 5, 41; Mt 10,17-20) sufriendo por cumplir la misión encomendada con inquebrantable fidelidad al Evangelio recibido. A su vez, al estrechar los lazos de unidad con el sucesor de Pedro y ser confirmados en la fe (cf Lc 22,32), hacéis brillar en la Iglesia la acción del Espíritu Santo, que «la une en la comunión y el servicio, la construye y la dirige con diversos dones» (Lumen gentium LG 4).

Agradeciendo las bondadosas palabras que, en nombre de todos y como gesto elocuente de adhesión a la Sede de Pedro, me ha dirigido Monseñor Alberto Giraldo Jaramillo, deseo referirme a algunos aspectos de la realidad en que vive el pueblo colombiano, objeto siempre de mi afecto y de mi oración.

2. Hay motivos que permiten esperar en un proceso de progresiva toma de conciencia de solidaridad social en vuestra Patria, con nuevos mecanismos de participación democrática y una mayor cobertura asistencial, tan necesaria para los más desfavorecidos, y una más sentida exigencia de honradez y de justicia en la administración pública, para que ésta busque totalmente la promoción del bien común. Sin embargo, subsisten otras realidades que preocupan aún vuestra conciencia de Pastores.

Quisiera referirme particularmente a la situación de violencia que lamentablemente perdura desde hace décadas y que, al sembrar dolor y terror, impide la paz social y frena un desarrollo equilibrado en la Nación. Una violencia que se manifiesta en muy diversas formas: el abominable crimen del aborto y los malos tratos en la familia, el enfrentamiento entre las guerrillas y las Fuerzas Armadas Regulares, la actuación de los grupos paramilitares, la delincuencia común y el bandidaje, así como los asesinatos relacionados con el tráfico ele drogas.

Cuando el número de víctimas de la violencia alcanza ya cifras altísimas y aumenta el clima general de zozobra; cuando se atenta contra la vida incluso de los obreros de la paz, como ha sido el caso de sacerdotes y religiosas, ha de alzarse también con renovada energía la voz de quienes proclaman el Evangelio de la vida y de la paz, y deben multiplicarse los esfuerzos en favor de una convivencia serena basada en la justicia, la reconciliación y el amor, por parte de quienes han recibido y son portadores del saludo del Señor Resucitado: «La paz con vosotros» (Lc 24,36 Jn 20,19-20). En este sentido os habéis comprometido en diversas iniciativas, como la Comisión de Conciliación Nacional, que desea ofrecer sus buenos oficios para un diálogo entre las diversas partes, en espera de que se llegue pronto a la paz completa y estable en vuestro país.

La misión que incumbe a la Iglesia de proclamar y contribuir a construir la paz, don inestimable del Espíritu, proviene de su fe inquebrantable en Dios, Padre Providente, y de su firme adhesión a Cristo, único Reconciliador de todas las cosas (cf. Col Col 1,20) y vencedor de todo poder que pudiera esgrimirse contra la dignidad ele la persona humana y sus posibilidades de plena realización.

Al ser la paz un signo concreto de la presencia del Reino de Dios en el mundo, que conoce situaciones cambiantes a través de la historia, debe inspirar, iluminar y apoyar los esfuerzos para construir la paz política y social. No ha de confundirse, por tanto, la paz con la pasividad o el conformismo y, mucho menos aún, con la calma que ilusoriamente se espera obtener con el solo empleo de la fuerza. Exige más bien un compromiso activo, serio y creativo por alcanzar nuevas metas de convivencia humana y de orden social, de respeto por la dignidad de los pueblos y los derechos inalienables de la persona.

3. Soy bien consciente de la profunda transformación que se produce en vuestro país y de la complejidad de sus problemas. Vosotros, como Pastores, apremiados por el amor de Cristo (cf. 2Co 2Co 5,14), habéis de responder a la situación de violencia que quiere instaurarse con una movilización general de las conciencias que, alimentadas con una cultura de la vida y del amor (Evangelium vitae EV 95), las lleve a trabajar en favor de la paz. El amor de Dios, expresado en el don de su Hijo, el cual amándonos «hasta el extremo» (Jn 13,1) nos ha enseñado también su verdadera medida, es nuestra señal de identidad y el criterio que nos orienta. Sólo el amor puede oponerse eficazmente a la violencia y desarmarla en su misma raíz. Sólo el amor sabe encontrar las verdaderas sendas de la paz y nos ayuda a caminar por ellas.

45 4. La violencia muestra su lado más perverso en el desprecio de la vida (Evangelium vitae EV 10) a la que amenaza de múltiples maneras. La Iglesia se enfrenta a ella poniéndose al servicio de la vida humana en todas sus etapas v anunciando la presencia del Dios de la Vida en la cultura actual, de la que tantos «signos de muerte» (Dominum et vivificantem DEV 57-58) intentan apoderarse. Los motivos que la alientan en esta tarea van más allá de las razones que provienen de la ciencia, la mera compasión o la simple filantropía. Sus raíces profundas se encuentran en la fe en Dios que no sólo llama a la existencia, sino que la recrea luego con la gracia, para acogerla al final en la comunión trinitaria (Evangelium vitae EV 2). Por eso la vida de cada persona, aun la que pudiera parecer más inútil o marginada, tiene un valor infinito por ser hija de Dios y objeto de su inmenso amor.

La hondura de tales motivos ha de hacerse visible también en las consecuencias que conlleva el compromiso en favor de la vida. Así, el respeto por el derecho básico de la vida debe llevar a la promoción de la dignidad de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Al favorecimiento de la calidad de vida, a la que tantos y tan meritorios esfuerzos se dedican desde el campo económico, político, sanitario y cultural, no debe faltar también el de la creatividad, el encuentro consigo mismo, la interioridad y la capacidad de entrega, para hacer así a la persona un ser capaz de asumir plenamente su vocación en la tierra y abierto a su dimensión trascendente, pues la auténtica promoción humana no puede prescindir de la comunión con Dios, que es la razón más alta de la dignidad de cada persona (cf. Lumen gentium LG 19)

Frente a tantas sombras que en la sociedad actual parecen empañar el amor y el respeto de la vida, es preciso ofrecer signos concretos de esperanza y promover iniciativas que disipen el abatimiento y el desánimo, devolviendo la alegría a los rostros de los hombres, especialmente de los niños y los jóvenes. Estas iniciativas han de favorecer el ambiente acogedor de las familias; han de propiciar las condiciones necesarias para un crecimiento sereno y una educación integral; han de potenciar ambientes y comunidades cristianas en las que se pueda experimentar la posibilidad real de compartir la existencia teniendo «un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32) y de vivir la gozosa certeza de que el futuro y la auténtica plenitud del hombre está en Dios.

5. Ante la urgencia de los desafíos del momento presente vuestra sensibilidad de Pastores no dejará de inspiraros los gestos necesarios que infundan en la cultura, con toda claridad y firmeza, una impronta cristiana. La acogida total del Espíritu os dará la audacia de los primeros Apóstoles para que, dejando toda desavenencia y egoísmo, y venciendo la tentación del fatalismo y la sensación de impotencia, estéis a la altura de la misión que hoy os corresponde afrontar.

En esta tarea es de suma importancia tener presente que nuestra seguridad nos viene de Dios (cf. Is Is 49,5). La Iglesia ha recibido de su Señor el mandato de hacer lo mismo que Él hizo (cf. Jn Jn 13,15) y tenemos el ejemplo claro de cómo Jesús anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios: llama a los hombres a la conversión, manifiesta una solidaridad real con los más desheredados, lucha contra la injusticia, la hipocresía, la violencia, los abusos de poder, el afán desmedido de lucro y la indiferencia ante los pobres.

6. Con la certeza de la protección de Dios y la seguridad que nos brinda el ejemplo de Jesús, el Espíritu os guiará en el necesario discernimiento de lo que Dios espera de vosotros y de la Iglesia en Colombia (cf. Rm Rm 12,2). En efecto, el Espíritu «hace rejuvenecer a la Iglesia y la renueva constantemente» (Lumen gentium LG 4), guiando sus pasos corno se hizo patente en los primeros momentos y llevándola en ocasiones a tomar posturas audaces ante realidades consideradas difíciles e incluso inéditas para la mentalidad de aquellos tiempos (cf. Hch Ac 11,18). En un contexto social y cultural cambiante, es preciso superar también la rémora de la inercia que se contenta con seguir los senderos trillados, para abordar con creatividad, arrojo y honestidad los retos que la Palabra de Dios presenta a nuestro mundo de hoy. En la continua revitalización de las comunidades eclesiales para que lleven una más intensa y consciente vida de fe y de compromiso cristiano, hay que tener en cuenta también a los que no frecuentan los sacramentos o no acuden regularmente a los templos, y llevar así el Evangelio a todas las personas.

El discernimiento exige de todos que, por encima de cualquier interés particular, impere un espíritu de servicio y de comunión. En efecto, no se puede tener otra motivación que la de servir a Dios y al hombre. No se puede vivir con otra actitud que no sea la de comunión, construida pacientemente con un diálogo constante, honesto y veraz. Vuestras comunidades eclesiales serán motivo de esperanza si son capaces de dar testimonio de la dulzura de la fraternidad cristiana en una sociedad caracterizada por la dispersión y el individualismo. Al mismo tiempo, en un momento en que los problemas exigen soluciones que sobrepasan con frecuencia las capacidades individuales o las intervenciones de una sola parte, la colaboración de todos permitirá «dar respuestas a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación coral de los diferentes dones» (Vita consecrata VC 54).

Las circunstancias actuales exigen también un proyecto orgánico y de conjunto en el que toda la Iglesia esté comprometida, superando iniciativas aisladas y esporádicas. Un proyecto en el que ningún nivel eclesial quede aislado y ninguna persona o institución permanezca indiferente y del que ninguna iniciativa pastoral quede desconectada. De este modo la Iglesia, aunando todas sus fuerzas, aprovechará mejor la ocasión de contribuir al desarrollo de una cultura troquelada por los ideales del Evangelio.

Finalmente, ante las condiciones infrahumanas en que viven tantos hijos de Dios, los programas de pastoral social, a nivel diocesano y nacional, han de ser concretos, tangibles y evaluables. Deben ser un signo claro de la real solicitud de la Iglesia por los pobres y oprimidos. Estos programas serán la mejor manera de formar la conciencia social en todos, especialmente en los responsables de las diversas instancias sociales de la comunidad nacional.

8. Os deseo que sintáis esta visita como un nuevo Pentecostés en que se renueva vuestro ardor apostólico en favor «de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Ac 20,28). Haced llegar a las Iglesias que presidís en la caridad mi cordial saludo y compartid con ellas, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos, la gozosa experiencia de fe y comunión que habéis vivido estos días, para que todos ellos tengan también la dicha de sentirse, en el corazón de la Iglesia, piedras vivas y colaboradores de su edificación coherente en el amor (cf. 1P 1P 2,5).

Como signo de fraterna caridad y de la continua solicitud del Pastor cíe la Iglesia universal, a la vez que invoco la materna intercesión de Nuestra Señora de Chiquinquirá, como aliento para el futuro y en prenda de la constante asistencia divina, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.






AL SEÑOR JULIO MARÍA SANGUINETTI,


PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ORIENTAL DEL URUGUAY


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Sábado 25 de mayo de 1996

: Señor Presidente:

1. Es para mí motivo de viva satisfacción recibir hoy al Primer Mandatario de la República Oriental del Uruguay, acompañado de su ilustre séquito. Al expresarle mi profunda gratitud por esta segunda visita, que pone de relieve su estima a la Sede Apostólica, me es grato dirigirle un deferente saludo junto con mi más cordial bienvenida. Su presencia aquí no sólo quiere expresar sus sentimientos personales, sino que refleja, además, el buen clima de las relaciones de colaboración entre la Iglesia local y el Estado para el bien del pueblo uruguayo.

Este encuentro evoca en mí los dos viajes pastorales que realicé a vuestra Nación, y en los que pude conocer los valores morales y culturales, así como las raíces cristianas de los uruguayos, pues «vuestra patria nació cristiana, vuestros héroes inspiraron su vida en el Evangelio, vuestra cultura está impregnada de los aportes de la fe católica» (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto Carrasco de Montevideo, n. 2, 7 de mayo de 1988).

2. He seguido con vivo interés los acontecimientos de la vida política y social de su país, en la que hay que reconocer y destacar una serie de cambios significativos. Entre ellos sobresale el camino emprendido para afrontar los retos de una pacífica y armoniosa convivencia entre todos, basado en una sociedad cada vez más justa. Para ello se han emprendido iniciativas tendientes a reformar el sistema educativo y la asistencia social, así corno a poner remedio a la creciente inseguridad pública debida a nuevas formas de delincuencia organizada. La Santa Sede sigue también de cerca el esfuerzo de los gobernantes uruguayos por promover también en este difícil momento histórico un adecuado desarrollo económico y social con medidas que incrementen la calidad de vida de los ciudadanos, buscando soluciones, en primer lugar, al problema del desempleo. Es conveniente que estas medidas se inspiren siempre en los principios éticos, asegurando que la indispensable aportación de sacrificios por parte de todos sea equitativa, teniendo presente que no han de ser los más pobres quienes carguen con las consecuencias de los reajustes necesarios, sino que sus costes han de ser compartidos con un espíritu de solidaridad que favorezca el que todos puedan vivir de manera digna.

3. En este contexto es de desear que se potencien cada vez más los valores fundamentales para la convivencia social, tales como el respeto a la verdad, el decidido empeño por la justicia, la capacidad de diálogo y la participación a todos los niveles. Se trata de promover aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y las familias su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones. La Iglesia, desde el campo que le es propio, presta decididamente su colaboración a este fomento del desarrollo integral, exhortando siempre a que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sigan siendo elementos esenciales que inspiren a cuantos trabajan por el bien de los individuos, de las familias y de la sociedad.

Una importancia particular reviste el tema de la defensa de la vida, es decir, el respeto que todos han de tener del «valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término» así como la afirmación del «derecho de cada ser humano a ver totalmente respetado ese bien primario suyo» ya que «en el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política» (Evangelium vitae EV 2). Al mismo tiempo, la legislación que tutela el derecho a la vida tiene que ir acompañada de las medidas sociales y asistenciales adecuadas para proteger a quienes se disponen a acoger una nueva vida, de forma que se aleje cualquier tentación de atentar contra la misma.

4. La Santa Sede no puede por menos de apoyar los esfuerzos que se están llevando a cabo en favor del proceso de integración latino-americana, pues el fomento de la solidaridad y buen entendimiento es tarea en la que se debe colaborar generosamente para reforzar los lazos de fraternidad entre todos los hombres y, en particular, entre quienes integran la gran familia de América Latina. A este respecto, sé que el Uruguay está dando pasos positivos en la consolidación de estructuras económicas y sociales que abran nuevas vías de progreso y desarrollo para los pueblos del área, como es MERCOSUR. La situación geográfica misma ofrece a su país significativas posibilidades para contribuir a ello.

Cabe también destacar la firme voluntad pacifista del Uruguay. No en vano sus autoridades han prodigado tantas veces sus esfuerzos y buenos oficios para la resolución de conflictos que se van presentando entre algunos países hermanos, así como en diversas ocasiones las Fuerzas Armadas del Uruguay han colaborado en Operaciones de Paz de la Organización de las Naciones Unidas. Siendo la paz un don de Dios, pero que los hombres han de merecerlo por sus obras, la Iglesia apoya con decisión todos los esfuerzos que se lleven a cabo por consolidar la paz entre los pueblos y las Naciones, animando a quienes se comprometen en esa tarea con las palabras de su Señor: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9).

5. Deseo asegurarle, Señor Presidente, la firme voluntad de la Iglesia de seguir cooperando con las Autoridades y las diversas instancias públicas en favor de las grandes causas del hombre, como ciudadano e hijo de Dios (cf. Gaudium et spes GS 76). Es de desear que el diálogo constructivo entre las Autoridades civiles y los Pastores de la Iglesia en su Nación afiance las relaciones entre las dos Instituciones, y que el Estado y demás instancias públicas ofrezcan una colaboración concreta y eficaz a la importante obra que la Iglesia en el Uruguay está llevando a cabo en los centros de enseñanza católicos, entre los que me complace citar la Universidad Católica «Dámaso Antonio Larrañaga», orientados a formar las conciencias sobre los verdaderos e irrenunciables valores espirituales. Por su parte, el Episcopado, los sacerdotes y comunidades religiosas, seguirán incansables en su labor evangelizadora, asistencial y educativa en favor de la sociedad. A ello les mueve su vocación de servicio a todos, especialmente los más necesitados, contribuyendo así a la elevación integral del hombre uruguayo y a la promoción de los valores supremos.

Antes de concluir este encuentro deseo reiterarle, Señor Presidente, mi sincero agradecimiento por esta amable visita. Espero vivamente que su compromiso personal, así como el de su Gobierno, alcance los objetivos prefijados de fomentar el moderno desarrollo del Uruguay sobre la base de los valores éticos, tan arraigados en la tradición religiosa y cultural de la población. Espiritualmente postrado ante la imagen de Nuestra Señora de los Treinta y Tres, Madre y guía espiritual de los uruguayos, pido fervientemente al Todopoderoso que derrame abundantes dones y bendiciones sobre Usted, Señor Presidente, sobre sus colaboradores en las tareas de gobierno, y sobre los amadísimos hijos de su noble país.






Discursos 1996 39