Discursos 1997 218

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Palabras de saludo en varios idiomas

Inglés

219 Os saludo a todos vosotros, jóvenes de lengua inglesa, presentes en esta vigilia. Recordad que nunca estáis solos. Cristo está con vosotros en el camino diario de vuestra vida. Os ha llamado y elegido para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Dirigíos a él en la oración y en el amor. Pedidle que os infunda la valentía y la fuerza para vivir siempre esta libertad. Caminad con él, que es «el camino, la verdad y la vida».

Español

Queridos jóvenes españoles y latinoamericanos:

¡Gustad la maravillosa experiencia de la vida en Dios, iniciada en el Bautismo y confirmada por el Espíritu! ¡Dad valiente testimonio de ello en vuestros ambientes y amad a los demás como Cristo nos enseñó!

Alemán

Queridos jóvenes de lengua alemana, me alegra que estéis dispuestos a velar y a orar conmigo hoy. Vuestra misión de bautizados y confirmados consiste en llevar a Cristo al mundo. Permaneced vigilantes para seguir el desarrollo de nuestro tiempo e impulsad a los hombres a orientar su vida hacia Cristo.

Italiano

Amadísimos jóvenes de lengua italiana, renacidos por el agua y el Espíritu, habéis sido injertados en Cristo para vivir una nueva vida. La confirmación os ha insertado plenamente en la misión de la Iglesia. Sed heraldos incansables del Evangelio, dando testimonio de él en vuestra vida.

Polaco

Queridos jóvenes compatriotas, con gran alegría participo con vosotros en esta vigilia. El Espíritu Santo nos ha reunido aquí para que, evocando la liturgia de la Vigilia pascual, afrontemos los problemas fundamentales de todo hombre: la vida y la muerte, la condición mortal y la inmortalidad. Creemos que, en la historia de la humanidad, sólo Cristo ahondó en estas preguntas. Con su muerte y su resurrección, invirtió el sentido de la existencia humana. El misterio pascual abre la perspectiva de una nueva vida, más allá de la muerte. Precisamente por eso, recordando nuestro bautismo, nuestra inmersión en la muerte y resurrección de Cristo, nos dirigimos a él con confianza y proclamamos: «Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de?vida?eterna» (Jn 6,?68). Ojalá que esta firme proclamación se convierta para cada uno de vosotros en un programa de vida. ¡No quedaréis defraudados!

XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

SALUDO DEL PAPA JUAN PABLO II

DESDE EL BALCÓN DE LA NUNCIATURA APOSTÓLICA


París, domingo 24 de agosto de 1997

220
«Desgraciadamente, tengo que dejar París, después de haber vivido aquí una espléndida Jornada de la juventud. Pero me queda un pequeño consuelo: regreso a Roma para el día de san Luis, san Luis de los franceses.


Así pues, Francia me acompaña también a Roma. En el nombre de este gran santo, san Luis, rey de los franceses, doy las gracias a todos los que han colaborado en la preparación de esta Jornada mundial de la juventud.

Estoy muy agradecido y os deseo una buena continuación aquí en París, en Francia; en Roma se hará lo posible».

XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD


DURANTE LA CEREMONIA DE DESPEDIDA


EN EL AEROPUERTO DE ORLY


París, domingo 24 de agosto de 1997





Señor primer ministro:

1. Al término de mi visita a su país, con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, quiero expresarle mi gratitud por la acogida que me habéis dispensado y que habéis brindado a los jóvenes de los cinco continentes; agradezco las medidas adoptadas por su Gobierno para asegurar el buen desarrollo de los diferentes encuentros que he presidido. Gracias a ellas también los jóvenes procedentes de todo el mundo han podido descubrir a Francia, tierra de cultura y de acogida. Estoy seguro de que se van fortalecidos en su vida de hombres y mujeres, y confortados en su fe; la experiencia del diálogo y de la fraternidad que han podido realizar, tanto en las diferentes regiones como en París, los llama a comprometerse en su propio país al servicio de sus hermanos. Al mismo tiempo, con su testimonio y su entusiasmo, los jóvenes reunidos invitan a todos nuestros contemporáneos a crear vínculos de entendimiento y de solidaridad.

Mi agradecimiento se extiende a las autoridades civiles y militares, así como a los miembros del servicio de seguridad y a los voluntarios, que no han ahorrado esfuerzos para resolver los numerosos problemas planteados durante la preparación y la realización del encuentro. Doy las gracias, asimismo, a cuantos han contribuido a la belleza y a la dignidad de las celebraciones litúrgicas. Expreso a todos mi más profunda gratitud por su generosidad, su eficacia y su discreción en el cumplimiento de sus misiones; de este modo, han contribuido en gran parte al buen desarrollo y al éxito de estas jornadas inolvidables tanto para mí como para los jóvenes de todo el mundo. También saludo cordialmente a los responsables de las diferentes comunidades cristianas y de las demás confesiones religiosas, que han querido asociarse a este encuentro de la Iglesia católica, deseando que prosiga un diálogo abierto y confiado.

2. Antes de abandonar vuestra tierra, que he tenido ocasión de visitar varias veces desde el comienzo de mi pontificado, y también durante mi juventud, deseo expresar de nuevo mi profunda gratitud al señor cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, y a monseñor Michel Dubost, que se encargó de la preparación de este encuentro, a todo el Episcopado francés, al clero, a los religiosos y religiosas, así como a los laicos de la Iglesia católica que se han movilizado para acoger a los jóvenes y acompañarlos a lo largo de su itinerario espiritual. Doy las gracias, de manera muy especial, a los equipos de jóvenes franceses que, en las diferentes estructuras, han participado en la organización de la XII Jornada mundial de la juventud. Se han puesto al servicio de la Iglesia; ¡ojalá que recojan numerosos frutos espirituales y prosigan su misión cristiana según su vocación propia!

3. Quisiera asegurar a todos los católicos de Francia mi afecto y mi profunda comunión espiritual; los invito a ser, en medio de sus hermanos, testigos de su fe y del amor de Dios, trabajando por una sociedad que aspire a la paz, a la convivencia y a la colaboración de todos, con vistas al bien común. Están convencidos de que, en el seno de una nación que tiene una tradición de fraternidad y libertad, por medio del diálogo, la expresión de diferentes convicciones religiosas debe permitir desarrollar las riquezas culturales y el sentido moral y espiritual de todo un pueblo; además, debe contribuir a la calidad de la vida pública, en particular mediante la atención a los más débiles de la sociedad.

4. Le agradezco que transmita mi profunda gratitud al señor presidente de la República. A través de su persona, señor primer ministro, saludo y doy las gracias a todos los miembros de su Gobierno y a todos los franceses, expresándoles mis mejores deseos de paz y prosperidad.

Renovándole mi gratitud, invoco sobre todos sus compatriotas la abundancia de las bendiciones divinas.

PALABRAS DEL PAPA JUAN PABLO II

AL TÉRMINO DE LA LECTURA DE UN TEXTO

DE LA DIVINA COMEDIA DE DANTE


221
Domingo 31 de agosto de 1997




Amables señoras y señores:

1. Me alegra dar mi cordial bienvenida a cada uno de vosotros, reunidos en este patio del palacio apostólico de Castelgandolfo, para rendir homenaje al arte y a la fe del más grande poeta italiano.

Dirijo un saludo particular al cardenal Ersilio Tonini y a monseñor Luigi Amaducci, arzobispo de Rávena. Saludo, asimismo, al vicepresidente del Gobierno italiano, al presidente de la asociación «Dante Alighieri» y a todos los que han querido participar en este momento particular del «Proyecto Dante» que, gracias a la lectura rigurosa y original del profesor Vittorio Sermonti, ha permitido recorrer las admirables etapas del itinerario espiritual y artístico de Dante.

Esta tarde, con la lectura del último canto del «Paraíso», hemos sido invitados a convertirnos también nosotros en peregrinos del espíritu y a dejarnos guiar por la sublime poesía de Dante y contemplar «el Amor que mueve al sol y a las demás estrellas », fin supremo de la historia y de toda vida humana. En efecto, el sumo Poeta indica en estos versos la meta definitiva de la existencia, donde las pasiones se aplacan y donde el hombre descubre su límite y su singular vocación de llamado a la contemplación del misterio divino.

2. En el grandioso escenario que propone al hombre en busca de salvación, el Poeta reserva un lugar central a María, «humilde y alta, más que cualquier otra criatura», imagen familiar y sublime de mujer que ilumina la parábola de la última ascensión, después de haber sostenido el arduo camino del viajero. ¡Qué visión más consoladora!

Casi siete siglos después, el arte de Dante, evocando sublimes emociones y certezas supremas, es aún capaz de in fundir valor y esperanza, orientando la difícil búsqueda existencial del hombre de nuestro tiempo, hacia la Verdad que no tiene ocaso.

Deseo dar las gracias a los promotores del «Proyecto Dante» y en particular al profesor Vittorio Sermonti, por este momento de espiritualidad y de goce estético, que han querido ofrecerme, y les expreso mi viva complacencia por la benemérita iniciativa que han puesto en marcha ya desde hace algunos años en la iglesia de San Francisco, en Rávena. Asimismo, formulo fervientes votos para que su esfuerzo por dar a conocer a personas de toda edad el testimonio artístico de Dante Alighieri sea coronado con el éxito y suscite un renovado interés por los valores perennes que han motivado la historia humana y religiosa del sumo Poeta.

A la vez que invoco la protección de la Virgen María, imparto con gusto a los presentes la bendición apostólica.
: Septiembre de 1997

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE SUIZA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 4 de septiembre de 1997



222 Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os acojo con ocasión de vuestra visita ad limina a la sede del Sucesor de Pedro. Doy las gracias, ante todo, a vuestro presidente, monseñor Henri Salina, que me ha ilustrado algunos aspectos de la vida eclesial en vuestras diócesis suizas y también algunas cuestiones que vosotros, como sus pastores, debéis afrontar. Pido al Señor que os acompañe, y que nuestras conversaciones y vuestros encuentros con mis colaboradores de la Curia romana y entre vosotros, os brinden la oportunidad de profundizar y reforzar el affectus collegialis; ojalá que estos encuentros también os ayuden a proseguir vuestro servicio apostólico mediante una colaboración confiada en el seno de vuestra Conferencia episcopal.

La tarea del obispo es hoy particularmente difícil. El obispo debe ejercer su oficio y su autoridad como un servicio a la unidad y a la comunidad; al hacerlo, debe preocuparse por preservar la fe en su integridad, tal como se nos ha transmitido a partir de los Apóstoles, y también la doctrina de la Iglesia, que ha sido definida a lo largo de la historia. Esto implica aspectos fundamentales que ni la opinión pública ni las posiciones tomadas por determinados grupos particulares pueden poner en tela de juicio. Es necesario ayudar a los fieles a adherirse a la continuidad secular de la Iglesia y, al mismo tiempo, tener en cuenta los aspectos positivos del mundo moderno, pero sin dejarse influenciar por las modas de los tiempos. La comunidad local debe preocuparse por la catolicidad, es decir, debe vivir su fe en el seno de la Iglesia y en comunión con ella. La Iglesia local es parte integrante de la Iglesia universal; por tanto, debe ser una sola cosa con el Cuerpo.

A vosotros corresponde guiar al pueblo de Dios con paciente e inagotable doctrina (cf.
2Tm 4,2), escuchando a los fieles y, en particular, a los sacerdotes a quienes, como afirma el concilio Vaticano II, debéis tratar «con amor especial (...), [porque] participan de vuestras funciones y tareas y las realizan con afán en el trabajo de cada día» (Christus Dominus CD 16). Los sacerdotes deben afrontar a menudo muchas tareas; en realidad, su servicio es más un onus que un honor. Ya san Juan Crisóstomo escribía: «Debe acogernos a todos en la Iglesia como en una casa común; debemos estar unidos en el afecto recíproco, como si formáramos todos un solo cuerpo » (Homilías sobre la segunda carta a los Corintios, 18, 3). Vuestros informes quinquenales muestran vuestra solicitud por estar cercanos a los sacerdotes, que para vosotros son «hijos y amigos» (Christus Dominus CD 16 cf. Jn Jn 15,15). Preocupaos también en el futuro por sus exigencias espirituales. Los sacerdotes diocesanos ocupan un lugar especial en vuestro corazón, puesto que, por estar incardinados en la Iglesia particular «para apacentar una parte de la grey (...), forman un único presbiterio y una única familia, cuyo padre es el obispo» (Christus Dominus CD 28).

También debéis esforzaros por promover la colaboración armoniosa en las múltiples obras de la Iglesia. Esta colaboración entre todos los miembros de la Iglesia, si está bien organizada, puede ayudarle a reforzar su dinamismo particular. Sin embargo, las comunidades suizas deben tener en cuenta también las realidades que viven las demás comunidades. Deben estar dispuestas a aceptar, con espíritu de fe, las normas establecidas por el Sucesor de Pedro, Pastor de la Iglesia universal. La vida de las comunidades locales debe insertarse en las estructuras propias de la Iglesia, que están articuladas de modo diferente de las instituciones civiles.

2. Los laicos, algunos de los cuales son muy activos en la vida pastoral, cumplen su misión junto con los pastores de la Iglesia, los obispos, sacerdotes y diáconos, quienes, en cuanto ministros consagrados, tienen la tarea de enseñar, santificar y gobernar al pueblo de Dios en nombre de Cristo Cabeza (cf. Código de derecho canónico, cc. 1.008 y 1.009). En el ámbito de la única misión de la Iglesia, las respectivas tareas se distinguen entre sí y, a la vez, se integran. En particular, es importante colaborar con vistas a una pastoral juvenil activa, promoviendo el desarrollo de los movimientos y las asociaciones que pueden ayudar mucho a la Iglesia a adquirir un nuevo dinamismo. Por tanto, me alegro de que mujeres y hombres se esfuercen por realizar tareas importantes en la catequesis y en el acompañamiento de los grupos juveniles. Tienen la responsabilidad ante los jóvenes de enseñarles los valores cristianos y la fe católica. Deben colaborar con los padres, que son los primeros testigos ante sus hijos. Exhorto a quienes desempeñan un papel de responsabilidad en el ámbito de la consulta matrimonial y de la asistencia a los esposos y a las familias a ser fieles a las enseñanzas de la Iglesia.

Sería conveniente reflexionar en lo que el concilio Vaticano II ha explicado con énfasis en el capítulo IV de la constitución Lumen gentium (nn. 30-38), acerca de las tareas particulares de los laicos en la Iglesia. Su unión con Cristo en el cuerpo de la Iglesia conlleva la obligación de orientar sus actividades a la proclamación del Evangelio y al crecimiento del pueblo de Dios. Esto sucede particularmente cuando realizan su función propia de impregnar de espíritu cristiano los acontecimientos del mundo temporal (cf. ib., 31; Apostolicam actuositatem AA 7). A este respecto, una de las tareas que corresponden a los pastores es la de brindar a los laicos una preparación seria, con vistas a su actividad.

3. Invito a los fieles a acoger con fe la enseñanza de la Iglesia. El hecho de ser cristianos supone una constante conversión interior. La obediencia a la Iglesia es indispensable para aceptar la revelación, cuya depositaria es la Iglesia, a fin de alcanzar la comunión en la verdad que hace libres (cf. Jn Jn 8,32) y en el Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en nuestro corazón (cf. Rm Rm 5,5). Esta obediencia a la Iglesia implica también la aceptación del orden establecido, basándose en las normas vigentes para los diversos niveles de su actividad. Esta fidelidad es más necesaria que nunca, sobre todo en el ámbito litúrgico; a este propósito, es conveniente recordar lo que afirma el concilio Vaticano II: «La reglamentación de la sagrada liturgia compete únicamente a la autoridad de la Iglesia; ésta reside en la Sede apostólica y, en la medida que determine la ley, en los obispos (...). Por tanto, nadie más, aunque sea sacerdote, debe añadir, quitar o cambiar nada en la liturgia por iniciativa propia» (Sacrosanctum Concilium SC 22).

Considerando todo esto, me complace constatar que cada día aumentan los fieles que se esmeran por conocer mejor la doctrina católica. Deseo destacar la particular misión de los teólogos, que tienen la tarea de aclarar a sus hermanos y hermanas la profundidad de los misterios divinos. Esto sucede porque su enseñanza se basa en la revelación y está sostenida por una intensa vida espiritual y por la oración. La enseñanza teológica está al servicio de la verdad y de la comunidad. No puede ser una simple reflexión privada. Por eso, el ámbito natural de la investigación teológica es la Iglesia misma. La ciencia sagrada no puede separarse de la palabra de Dios, que está viva e ilumina. La Iglesia, cuya enseñanza se ejerce en nombre de Jesucristo, la acoge y la transmite (cf. Dei Verbum DV 10 Congregación para la doctrina la fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo mayo ).

4. Como ponéis claramente de relieve en vuestros informes quinquenales, os preocupa el problema de las vocaciones. Concierne a las comunidades cristianas, en cuyo seno pueden florecer las vocaciones, sostenidas por la oración de todos y favorecidas por la pastoral juvenil de conjunto. Corresponde, en particular, a los padres y a los educadores ser instrumentos de la llamada del Señor. Durante los últimos años, en algunas de vuestras diócesis, pocos jóvenes han aceptado comprometerse en el camino del sacerdocio o de la vida consagrada. Por tanto, os esforzáis con razón por dar un nuevo impulso a la pastoral de las vocaciones en las comunidades cristianas y en las familias, poniendo de relieve la grandeza y la belleza de la entrega en el celibato, elegido libremente por amor al Señor, sin que por ello disminuya el valor de la vida laical y matrimonial. Como he recordado en la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, haciendo mías las peticiones de los padres sinodales, es necesario «instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con la amistad, la comprensión y la colaboración» (n. 50). Esto es muy importante, porque en una sociedad donde parece que a menudo la vida cristiana y el celibato son considerados como obstáculos para la realización de la persona, algunas familias pueden preocuparse al ver que sus hijos o hijas lo dejan todo para seguir a Cristo.

La cuestión comprende todo el ámbito de la educación; en líneas generales, es de desear que los padres, a la luz de la fe de la Iglesia, acompañen con confianza y valentía a los jóvenes, para que asuman plenamente su papel en la comunidad cristiana, participen activamente en la vida parroquial y se comprometan en las asociaciones y en los movimientos. Así, una auténtica maduración personal, social y espiritual llevará a los jóvenes llamados por el Señor a realizar libremente su vocación; sólo con esta condición serán felices en su vida. Y para que acepten responder positivamente a la llamada de Cristo, es esencial que las comunidades cristianas reconozcan el papel y la misión específica de los sacerdotes y de la vida consagrada. En efecto, ¿cómo podrían los jóvenes percibir la grandeza de estas vocaciones, si subsisten equívocos acerca del papel específico de quienes han recibido el mandato por parte de la Iglesia?

223 5. Los obispos deben estar hoy particularmente atentos a la formación de los seminaristas. Seguid prestando gran atención a la calidad de la formación espiritual y de los programas de formación intelectual. Todos los aspectos de la formación deben armonizarse, para que contribuyan a la madurez de vuestros futuros colaboradores. En este marco, es conveniente tener en cuenta las exigencias del mundo actual, para preparar un ejercicio del ministerio adaptado a nuestra época; pero es necesario velar para centrar la formación en lo esencial del contenido de la fe, a fin de permitir a los jóvenes sacerdotes responder de manera pertinente a las cuestiones continuamente renovadas, que debate la opinión pública. Las sabias reglas dadas por la Ratio institutionis sacerdotalis os resultarán particularmente útiles.

6. Deseo pediros aquí que transmitáis a los sacerdotes de vuestras diócesis el saludo y la confianza del Sucesor de Pedro. Viviendo su sacerdocio de manera ejemplar, son los primeros testigos de la vocación al ministerio. Los jóvenes, al verlos, pueden sentir el deseo de imitarlos en su compromiso sacerdotal. ¡Que el presbiterio sea una corona espiritual alrededor del obispo! Conozco la carga cada vez más pesada de los sacerdotes de vuestro país, en particular de los que ejercen el ministerio parroquial. Expresadles el aliento entrañable del Papa, que los invita a no desanimarse y a seguir siendo pastores celosos para el pueblo que se les ha confiado. Su misión debe arraigarse en una vida espiritual y sacramental intensa, que unifique su personalidad y los disponga a recibir las gracias necesarias para el servicio evangélico. En efecto, es el Señor quien, mediante su Espíritu, ayuda y acompaña a los que están llamados a seguirlo en el sacerdocio. Los sacerdotes deben esforzarse por ser testigos alegres de Cristo, con su vida santa, en armonía con el compromiso asumido el día de su ordenación.

En Suiza, la vida religiosa ha conocido a lo largo de su historia una notable tradición. Os confío la tarea de decir a los religiosos y religiosas que la Iglesia sigue contando particularmente con ellos para proseguir su compromiso en los ámbitos esenciales de la vida pastoral: la educación, la sanidad, la asistencia a los ancianos y a los pobres y, muy especialmente, el regreso a las fuentes de numerosos fieles en sus casas de acogida y de retiros espirituales, o también en el marco de las peregrinaciones que animan. Los felicito por su valentía y su disponibilidad discreta. En un tiempo en que disminuye el número de las vocaciones, es importante que el conjunto de la Iglesia reconozca mejor el valor y el sentido de la vida consagrada.

7. Las diócesis de Suiza tienen una tradición misionera sólidamente enraizada. Les agradezco su atención y su ayuda generosa a las Iglesias jóvenes, tanto a través de su misión como de su contribución al desarrollo. Expresáis de manera apreciable vuestra atención a la vida de la Iglesia universal; esto manifiesta también vuestro profundo sentido de la justicia y de la solidaridad con los más desamparados. Así, en algunos aspectos concretos, los católicos suizos están en comunión con toda la Iglesia, cuya solicitud corresponde en primer lugar a los obispos, como ha señalado claramente el concilio Vaticano II: «Como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de ser siempre conscientes de que están unidos entre sí y mostrar su solicitud por todas las Iglesias» (Christus Dominus
CD 6).

8. Quisiera también recordar brevemente la importancia del movimiento ecuménico en vuestro país. En compañía de vuestros fieles, proseguid la oración común y el diálogo con todos nuestros hermanos cristianos, teniendo en cuenta, sin equívocos, las cuestiones doctrinales y pastorales aún sin resolver, así como las diferentes sensibilidades. El camino por recorrer puede ser aún largo. Aplicando fielmente los principios y las normas desarrolladas por el Directorio para el ecumenismo, se avanzará verdaderamente por el camino de la unidad plena (Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, 25 de marzo de 1993).

9. Habéis presentado oportunamente al pueblo cristiano la figura de san Pedro Canisio, que murió hace cuatrocientos años en Friburgo. Su enseñanza, su sentido pedagógico y su compromiso apostólico al servicio del Evangelio son otros tantos aspectos de su vida, que pueden inspirar hoy la actividad de los pastores y de las comunidades cristianas. Es también un modelo de diálogo ecuménico, respetuoso de las personas, lleno de caridad cordial y deseoso de testimoniar su fe en Cristo y su amor a la Iglesia, unida en torno a los obispos y al Sucesor de Pedro. Las recientes beatificaciones también tienen un efecto positivo en la vida espiritual y apostólica del pueblo cristiano: los santos de una nación son cercanos a sus compatriotas. Se trata de testigos privilegiados, modelos de vida cristiana.

Encomendándoos a la intercesión de los santos de vuestra tierra, a quienes los fieles siguen estando profundamente unidos, os imparto de todo corazón mi bendición a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos de vuestras diócesis.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR ALBERTO LEONCINI BARTOLI

NUEVO EMBAJADOR DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 4 de septiembre de 1997



Señor embajador:

Al recibir las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República italiana ante la Santa Sede, me complace dirigirle un saludo deferente y cordial al señor presidente de la República, el hon. Oscar Luigi Scalfaro, así como a la nación entera.

Ya son muchos los Estados representados ante esta Sede apostólica, pero la relación con el país que desde hace dos milenios está tan cerca de la sede originaria del Sucesor de Pedro es especialísima. Verdaderamente el Papa nunca fue ajeno al «hermoso país que los Apeninos parten, y el mar circunda y los Alpes »: no lo fue y no lo es por el oficio de Obispo de Roma, que especifica y encarna aquí su función de Pastor de la Iglesia universal.

224 Incluso —y sobre todo— en las horas más difíciles, en las situaciones oscuras y complicadas, nunca ha faltado el amor del Sumo Pontífice a este amadísimo pueblo y su compromiso en favor de su salvaguardia y bienestar. Desde los tiempos de las invasiones y las emigraciones de pueblos hasta los bombardeos y las devastaciones de la última guerra mundial, los Sucesores de Pedro, en los cambios de las condiciones temporales, se han prodigado por la gente que la naturaleza y la historia han situado en torno a su Cátedra. También en nuestros días, con una extraordinaria «gran oración por Italia», he querido llamar la atención de todos hacia los problemas que las vicisitudes de esta década han suscitado en este amadísimo país, con el fin de despertar renovadas energías y una fidelidad creativa, a la luz de una antigua y aún fecunda tradición de compromiso y sacrificio en favor del bien común, acogiendo la verdad cristiana.

En particular, el siglo que está a punto de terminar ha constituido un camino de encuentro entre Italia y la Santa Sede. Las incomprensiones y las dificultades del siglo anterior quedaron pronto superadas. Con la Conciliación, realizada el 11 de febrero de 1929, se cumplió el sueño de los mejores espíritus, que querían «devolver Italia a Dios y Dios a Italia», demostrando asimismo que no había sucedido nada irreparable entre el país y los Sucesores de Pedro. Resulta ya muy claro a todos que las reservas de la Santa Sede a ciertas páginas de la unificación no brotaban de ambiciones de posesión y, mucho menos, de poder terreno, sino del deber de defender la independencia absoluta de la soberanía territorial circundante.

Más tarde, cuando aún estaban abiertas las heridas del totalitarismo y de la guerra, la sabiduría de muchos quiso que se incluyera en la Constitución de la naciente y libre República el principio de la independencia y de la soberanía de ambos ordenamientos, mientras que nadie ponía ya en tela de juicio el exiguo y casi simbólico espacio que la Sede apostólica necesitaba para el ejercicio de su misión en el mundo entero.

Con el Acuerdo de revisión de 1984, ese mismo espíritu presidía la actualización consensuada de los Pactos lateranenses, manifestando claramente, como ya se había expresado el concilio ecuménico Vaticano II, que entre la Iglesia y el Estado no existe oposición sino ayuda y colaboración para defender a la persona humana tanto en sus manifestaciones individuales como en las sociales.

Además, las relaciones entre la Santa Sede y la República italiana —podemos afirmarlo gracias a una experiencia histórica ya consolidada— coronan de verdad un entramado de relaciones, un incontrovertible modo de plantearse, rico en frutos y potencialidades. La Iglesia, por su parte, tiene un tesoro de verdades que propone incansablemente al hombre, en el complejo desarrollo de sus estructuras sociales. Es ante todo en la familia donde la doctrina y la moral cristiana descubren el ámbito primero y natural de acogida de la vida, ya desde su concepción. La familia, nacida del amor de un hombre y una mujer, que las tradiciones y la ley consagran como célula base de la sociedad, espera que se cumpla plenamente el dictado de la ley fundamental de la República, donde «reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio » (art. 29). La familia, por consiguiente, tiene una función básica en la organización social, y debe ser incentivada y protegida, incluso en el ámbito económico y fiscal. No puede ser abandonada a la erosión del relativismo, porque en su seno contiene la vida y el futuro mismo del país.

A este respecto muchas personas han alzado su voz con tristeza al ver cuán bajo ha caído Italia en lo que se refiere al índice de natalidad. Eso manifiesta un sentimiento de cerrazón, un acto de desconfianza en el destino de la sociedad nacional y tal vez también un repliegue egoísta. Es común la esperanza de que, con todas las medidas que se puedan tomar, se ayude a la vida a crecer y a florecer.

En esta perspectiva, la escuela asume un papel esencial en la construcción de la Italia del porvenir. Antiguas barreras, incluso de orden psicológico, están cayendo, pero el mismo principio, que invita a todos los ciudadanos a dar su contribución al bien común a través de una participación más amplia y efectiva, exige plena y madura libertad de la escuela y en la escuela. La cultura exige diálogo y confrontación; los ciudadanos y las familias esperan del Estado una ayuda razonable que les permita hacer efectivo e indiscutible el derecho a elegir el horizonte cultural, sin discriminaciones ni cargas, aunque sólo sean económicamente insostenibles.

Pero todo sería inútil si faltara el trabajo. Ya el concilio ecuménico Vaticano II había afirmado el concepto de participación en la creación insita en el trabajo diario, y yo lo he reafirmado en algunas encíclicas. Ahora la juventud teme sobre todo la falta de empleo, estable y motivador. A las autoridades públicas, a las fuerzas económicas, a los sindicatos, a todas las personas corresponde la ardua tarea de crear las condiciones para actividades laborales no ficticias, y capaces de apartar a los jóvenes de las tentaciones del ocio, de la ganancia fácil o incluso de actividades delictivas.

En estas emergencias la comunidad católica tiene que dar su contribución, y es mucho lo que ya se está haciendo, desde el voluntariado hasta el «proyecto cultural» que la Conferencia episcopal italiana está llevando a cabo. Todo ello confirma, una vez más, una verdad indiscutible: los creyentes y la Iglesia no son extranjeros en este país. Forman parte de él con pleno título. En su larguísima y tal vez única tradición, en la enseñanza del Magisterio y en la Revelación misma encuentran argumentos para remediar los males al igual que las necesidades del país, y motivos para buscar continuamente la forma de prestar nuevas contribuciones. Realmente, no es casualidad que la identidad verdadera y profunda del país se manifieste de forma inequívoca en el cristianismo.

Con la caída de muchas fronteras y el nacimiento de una nueva Europa, resulta cada vez más urgente el deber de enriquecer el continente con el carisma específico que caracteriza a Italia. A las glorias de su pasado, a las iniciativas creativas del presente, se añade la fisonomía fundante de su identidad católica, que tantas pruebas ha dado y sigue dando en el arte, en las actividades sociales, así como en muchos itinerarios de fe y de cultura. El alma de Italia es un alma católica, y en este sentido son grandes las expectativas ante lo que puede expresar entre las naciones hermanas, finalmente pacificadas. Expectativas destinadas ulteriormente a realizarse en la exaltante perspectiva, llena de esperanza, de la celebración del gran jubileo del año 2000, al que usted ha aludido oportunamente. Ese evento va a representar un momento de crecimiento humano, civil y espiritual también para la amada nación italiana. ¡Ojalá que la colaboración actual entre la Santa Sede e Italia contribuya a favorecer su pleno éxito!

Con estos deseos, llenos de esperanza, le formulo a usted, señor embajador, mis mejores votos por el feliz cumplimiento de su elevada misión, y de corazón le imparto la bendición apostólica, que deseo extender a las personas que lo acompañan, a sus familiares y a la querida nación italiana.

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