Discursos 1997 27


A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN APOSTÓLICA DEL OESTE


DE FRANCIA EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 1 de febrero de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Después de los obispos de vuestro país que ya he recibido, ahora os corresponde realizar la visita ad limina Apostolorum a vosotros, pastores de las diócesis del oeste de Francia. Recuerdo, naturalmente, mi reciente visita a Saint- Laurent-sur-Sèvre, en la diócesis de Luçon, y a Sainte-Anne-D’Auray, en la diócesis de Vannes, durante el mes de septiembre del año pasado. La acogida calurosa que recibí en vuestra tierra por parte de los fieles de toda vuestra región hizo de ese otoño incipiente un signo de la eterna primavera de la Iglesia.

Agradezco vivamente a monseñor Jacques Fihey, obispo de Coutances y vuestro presidente, el informe sintético que ha presentado en vuestro nombre sobre la situación pastoral en vuestra región apostólica del oeste. Bienvenidos a la sede del Sucesor de Pedro, en la ciudad donde se ha cumplido sin interrupción el mandato confiado por Cristo al príncipe de los Apóstoles, que dio al Señor el testimonio de su sangre.

2. La formación de los fieles laicos representa una de las actividades que tratáis frecuentemente en vuestros informes con un sentido pastoral que quiero apoyar. La actividad de vuestra Conferencia episcopal, que ha llevado a la carta titulada «Proponer la fe en la sociedad actual», permitirá guiar provechosamente a vuestros diocesanos y estimularlos para que su testimonio sea cada vez más ponderado. Quisiera dedicar este encuentro a subrayar algunos puntos significativos para los diversos tipos de formación que estáis llamados a impartir.

Todo cristiano debe profundizar su fe constantemente; esto lo ayudará a acercarse más a Cristo resucitado y a ser su testigo en la sociedad. En efecto, en un mundo donde las personas no dejan de perfeccionar sus conocimientos científicos y técnicos, el conocimiento de la fe no puede limitarse al catecismo aprendido en la infancia. Para crecer humana y espiritualmente, el cristiano necesita evidentemente una formación permanente. Sin ella, corre el riesgo de no acertar en las opciones, a veces arduas, que tiene que hacer durante su vida y en el cumplimiento de su misión cristiana específica, en medio de sus hermanos. Porque, como dice uno de los textos más antiguos de la literatura patrística, «lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo (...). El lugar que Dios les ha confiado es tan hermoso, que no pueden abandonarlo» (Carta a Diogneto, n. 6).

Exhorto, por tanto, a todos los discípulos de Cristo a responder a vuestros llamamientos y a dedicar tiempo para desarrollar su vida cristiana y su inteligencia de la fe. El cristiano debe ser consciente de esta verdad fundamental: Dios ha creado el hombre a su imagen y le ha otorgado el poder de dominar la creación para ponerla a su servicio y glorificar a su Creador. Al crearlo ser razonable, también le ha dado la posibilidad de acceder a una forma de conocimiento racional de Dios que, además, lo invita a entrar en un ámbito de fe.

28 La formación personal tiene como objetivo primordial ofrecer a los fieles la posibilidad de interiorizar todos los conocimientos adquiridos, para permitirles unificar su ser y su vida alrededor de este punto central de la persona, que los Padres de la Iglesia llaman el «corazón del corazón»; así, desde el fondo de su alma, se adherirán a Cristo y desarrollarán todas las dimensiones de su existencia, de modo particular en su compromiso profesional y en la vida social. Efectivamente, todos los fieles tienen el deber de participar en la construcción de la sociedad, poniéndose al servicio de sus hermanos mediante la búsqueda del bien común. Con su trabajo, que les permite proveer a sus necesidades y a las de su familia, participan también en el desarrollo y el perfeccionamiento de la creación.

En virtud de su bautismo, el cristiano está llamado a ser miembro plenamente consciente y activo de todo el cuerpo de la Iglesia: «En Cristo —dice san Pablo— también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (
Ep 2,22). Y, puesto que lleva en sí a Cristo, está llamado a ayudar a sus hermanos a descubrirlo y a convertirse en un apóstol, es decir, en un enviado.

3. En las ciudades y aldeas de vuestras diócesis, los laicos asumen cada vez más responsabilidades en la vida eclesial. Están dispuestos a participar en la evangelización; aseguran los servicios de catequesis, animación litúrgica y preparación para los sacramentos, de asistencia espiritual a los enfermos o a los presos, de reflexión y acción en los diversos sectores de la vida social. Para realizarlo con el espíritu del Evangelio, os piden frecuentemente que los ayudéis a adquirir la formación necesaria. En vuestras diócesis, como ha destacado monseñor Fihey en su informe regional, se han emprendido diversas iniciativas: a escala diocesana, o incluso en el ámbito de varias diócesis asociadas, habéis organizado ciclos de formación, que a veces duran varios años, para personas llamadas a asumir responsabilidades; es importante que los fieles laicos dispongan así de los medios para cumplir del mejor modo posible las funciones que podéis confiarles.

Más en la base, a los feligreses interesados en ser testigos del Evangelio se les proponen algunos grupos bíblicos o de formación teológica elemental. No puedo menos de invitaros a proseguir en este sentido vuestros esfuerzos ya muy positivos, con el desinterés de todo apóstol, porque «uno es el que siembra y otro el que cosecha».

Sabiendo cuántas dificultades puede presentar esto en cada diócesis, os pido que atribuyáis una verdadera prioridad a la formación de algunos sacerdotes o laicos, y también de religiosos y religiosas, a los que es necesario permitirles que adquieran una competencia reforzada y una experiencia duradera, para que ellos mismos sean buenos formadores. Se trata de inversiones indispensables, cuyos frutos se verán con el paso de los años. Vuestra región cuenta con una universidad católica, cuyo papel es esencial en la formación. A largo plazo, conviene preparar profesores e investigadores, que aseguren el relevo y den impulso a la teología y, al mismo tiempo, a la pastoral.

4. No pretendo trazar aquí programas para las diversas instancias de la formación; más bien quisiera recordar algunas características esenciales. Especialmente cuando se trata de personas llamadas a prestar servicios de orden pastoral, conviene asegurar el equilibrio entre la enseñanza y el compromiso efectivo en una misión. En suma, la formación logrará su objetivo en la medida en que implique a personas que viven una experiencia cristiana activa: no aislar el trabajo intelectual, que se exige a las personas, de su compromiso en favor de la comunidad, a fin de que progresen en el sentido de Iglesia. Y, a la vez que se les dan los medios de formación teórica y práctica, es preciso ofrecerles también los medios para una renovación propiamente espiritual, es decir, una iniciación continua en la oración y tiempos dedicados al recogimiento y a retiros.

5. Como en toda formación o actividad catequística, la sagrada Escritura ha de ocupar un lugar privilegiado. Tal como ha recordado el concilio Vaticano II en la constitución dogmática Dei Verbum, la sagrada Escritura es el alma de la teología (cf. n. 24). San Jerónimo decía que «el desconocimiento de la Escritura es el desconocimiento de Cristo» (Comentario sobre Isaías, prólogo). Sabemos que la Escritura, leída en la Iglesia, es la tierra en la que puede crecer el árbol de la ciencia de Dios. El pueblo de Dios no puede esperar vivir la vida de su Maestro si no asimila las mismas palabras que se le han transmitido para que, creyendo en Cristo, tenga «la vida en su nombre» (Jn 20,31). Una buena familiaridad con la Escritura alimenta la vida espiritual y permite participar a fondo en la liturgia.

Dos milenios de meditación y reflexión sobre el misterio de Cristo han llevado a la Iglesia a una inteligencia de la fe, que cada uno debe hacer suya. Los cristianos, para no dejarse «zarandear por cualquier viento de doctrina» (Ep 4,14), han de sacar provecho de una sólida reflexión sobre el Credo, lo cual no significa necesariamente un estudio erudito. En la cultura general de nuestro tiempo, la imagen de Cristo puede ser deformada si se descuida el descubrimiento de su riqueza, lograda con la elaboración hecha a lo largo de los siglos por los Concilios, los Padres y los teólogos, sin olvidar a los autores de libros de espiritualidad. El estudio del Credo, realizado correctamente, no es una actividad intelectual gratuita; da una estructura a la fe y ayuda a transmitirla. Con este espíritu, el concilio Vaticano II ha mostrado claramente que la Iglesia encuentra su razón de ser en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, revelados por la obra de Cristo redentor. El Catecismo de la Iglesia católica ha sido escrito para proporcionar puntos de referencia indispensables, que vuestra Conferencia episcopal, al igual que otras en todo el mundo, ha recogido, siguiendo una pedagogía propia de vuestra cultura.

6. Los datos de la fe, iluminados por una presentación clara y sólida, contribuirán eficazmente a hacer comprender que la adhesión a Cristo supone una regla de vida, una ley que libera en lugar de limitar. El vínculo profundo que existe entre la fe y la moral escapa a muchos de nuestros contemporáneos, que sólo consideran sus prohibiciones, tal como muestran varios de vuestros informes. Es importante permitir a los fieles atentos captar el sentido positivo y vital de la enseñanza moral de la Iglesia. Me ha parecido necesario exponer esto particularmente en las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae.

Día tras día los católicos tienen necesidad de realizar un discernimiento claro con respecto a las corrientes de opinión cuya influencia se difunde y frente a las cuales es preciso permanecer libres. Ya se trate de la moral personal o de la moral social, un discípulo de Cristo debe saber reconocer dónde se encuentra verdaderamente el justo camino, la verdad del hombre y el respeto a la vida. Lo que se denomina evolución de las costumbres no puede de suyo cambiar las reglas de vida fundadas en la ley natural —que todo hombre de buena voluntad es capaz de conocer mediante la recta razón— y en el Evangelio. Lo que las normas jurídicas civiles autorizan no corresponde necesariamente a la verdad de la vocación humana ni al bien que todo hombre debe tratar de realizar en sus opciones personales y en su conducta con relación a los demás.

En suma, en un ambiente cultural que tiende a relativizar la mayoría de las convicciones, el fiel debe comprometerse en la búsqueda y el amor a la verdad. Este es un principio central. El mismo Señor Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) y prometió a sus discípulos el Espíritu de la verdad, que los «guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13). Es preciso repetir una vez más que, una formación que ayude realmente a vivir la condición cristiana implica una adhesión inteligente y responsable a la verdad recibida de Dios mediante el Evangelio.

29 7. Es oportuno recordar aquí que la formación es uno de los objetivos de los movimientos, que reúnen a los cristianos según diferentes finalidades y sostienen el dinamismo de las personas. Los movimientos de espiritualidad, de apostolado o de ayuda mutua, los equipos de acogida o de preparación para los sacramentos, impulsan a sus miembros a ponerse al servicio de sus hermanos y hermanas que sólo practican de forma ocasional o de personas alejadas de la Iglesia. Mediante su testimonio de fe y amor concreto al prójimo, pueden ser los mejores heraldos del mensaje cristiano en ambientes donde se desconoce o se deforma el Evangelio.

Me habéis informado del desarrollo actual del catecumenado de jóvenes o adultos en vuestras diócesis. Se trata, naturalmente, de un lugar privilegiado de formación para hombres y mujeres que aspiran a descubrir la fe en la Iglesia. Me congratulo con vosotros por el espíritu fraterno y la competencia de numerosos cristianos que acompañan a los catecúmenos y neófitos a lo largo de su camino. Continuando mi discurso, también quiero alentar a los fieles que trabajan en los medios de comunicación, sean cristianos o no, tanto a nivel nacional como local, para iluminar a los numerosos lectores u oyentes sobre el sentido de su vida y el de los acontecimientos. La comunicación social de las comunidades exige portavoces bien formados que, a su vez, sepan aportar elementos positivos de formación para quienes los escuchan.

8. Desde otro punto de vista, quiero recordar también que la acción pastoral debe estar atenta a los diferentes estados de vida que los fieles pueden escoger, y que todos tienen un gran valor. Si se viven con fidelidad a la opción inicial, son una forma eminente de profesión de fe, porque muestran que, tanto en los momentos de alegría como en las dificultades, la vida con Cristo es el camino de la felicidad. Este es el caso de quienes están comprometidos en el sacerdocio, el diaconado o la vida consagrada, sobre los que ya he hablado con los obispos de otra región apostólica.

Quienes viven en el matrimonio son testigos privilegiados de la alianza de Dios con su pueblo. Gracias al sacramento, su amor humano cobra un valor infinito, porque los cónyuges manifiestan, de manera particular, el amor del Padre y asumen una responsabilidad importante en el mundo: engendrar hijos llamados a convertirse en hijos de Dios, y ayudarlos en su crecimiento humano y sobrenatural. En el mundo actual, el amor humano es a menudo objeto de burla. Los pastores y las parejas comprometidas en la Iglesia deberán particularmente esmerarse por profundizar la teología del sacramento del matrimonio, para ayudar a los jóvenes esposos y a las familias en dificultad a reconocer mejor el valor de su compromiso y acoger la gracia de la alianza. Invito a los laicos casados a testimoniar la grandeza de la vida conyugal y familiar, fundada en el compromiso y en la fidelidad. Sólo la entrega total permite ser plenamente libres para amar de verdad, no sólo según la dimensión afectiva de su ser, sino con lo más profundo de sí mismos, para realizar la unión de los corazones y de los cuerpos, fuente de alegría profunda e imagen de la unión del hombre con Dios, a la que todos estamos llamados.

No me olvido de quienes no han tenido la posibilidad de realizar este proyecto de vida. Si no han elegido quedar célibes pueden, tal vez, sentir que su vida ha fracasado. ¡Que no se desalienten, porque Cristo no abandona jamás a quienes confían en él! Pueden consagrarse a los demás y desarrollar fecundas relaciones fraternas. Son un ejemplo para muchos. Tienen su lugar en la comunidad eclesial. En cualquier condición, una vida entregada es fuente de alegría.

9. Con ocasión de mi reciente visita a Francia, dije que apreciaba la vitalidad de la Iglesia en vuestro país, a pesar de las dificultades que encuentra. Estoy convencido de que vuestras iniciativas en los campos de la formación de los fieles, así como vuestra preocupación por ayudar a cada uno a realizarse en la comunidad y a dar testimonio en la sociedad, darán sus frutos en este tiempo de renovación, que es la cercanía del gran jubileo.

Queridos hermanos en el episcopado, a través de vosotros, vuestros diocesanos están presentes aquí. En el año del centenario de la muerte de santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, confío a su intercesión vuestras personas y vuestro ministerio, así como a todos los fieles de vuestra región apostólica. Pensando en todos ellos, os imparto de corazón mi bendición apostólica.








AL CONCLUIR EL REZO DEL SANTO ROSARIO


Sala Pablo VI

Sábado 1 de febrero de 1997



Al término de este momento de oración mariana, os saludo a todos vosotros, que habéis querido participar en él, así como a cuantos se han unido a nosotros mediante la radio y la televisión.

Dirijo un saludo especial y una felicitación a las religiosas y a los religiosos, presentes como siempre en buen número, ya que mañana, fiesta litúrgica de la Presentación de Jesús en el templo, se celebra la primera Jornada de la vida consagrada. Amadísimos hermanos, me uno a vuestra acción de gracias al Señor por el don que os ha hecho llamándoos a consagraros totalmente a él en pobreza, castidad y obediencia, a imagen de Cristo. A María, modelo de toda consagración en la Iglesia, le encomiendo, junto con vosotros, a todas las personas consagradas, de modo particular a cuantas celebran jubileos de profesión religiosa.
* * *


30 Al final, añadió en italiano
Que la Virgen os obtenga a todos abundantes gracias. Os deseo una buena fiesta mañana. ¡Alabado sea Jesucristo!





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A UN GRUPO DE OBISPOS AMIGOS


DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES




Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado:

1. Tenía el deseo de encontrarme con vosotros con ocasión del congreso que todos los años os reúne como amigos del movimiento de los Focolares de la unidad. Al no ser posible, quisiera, por lo menos, haceros llegar por escrito mi saludo y la seguridad de mi cercanía en la caridad de Cristo.

Estos días han sido para vosotros una circunstancia propicia para renovar juntos los profundos vínculos de comunión que, mediante el Espíritu Santo, os unen en la entrega concorde al servicio de la Esposa de Cristo, ya en el umbral del nuevo milenio.

Los ojos de todos se vuelven hacia esa histórica cita, en la que celebraremos el gran jubileo del año 2000. En esta perspectiva, vuestro congreso ha querido profundizar mejor el sentido de la misión del obispo en relación con el mandato que Cristo confió a sus Apóstoles. Habéis reflexionado especialmente en la presencia de Cristo resucitado en la comunidad, a través del mandamiento nuevo del amor.

2. Como es sabido, el tema cristológico caracteriza el año 1997, el primero del trienio de preparación inmediata para el Año santo. Al prepararse para la celebración del jubileo, la Iglesia desea centrar su atención en «Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo» (Tertio millennio adveniente TMA 40). El Padre envía al Hijo y el Hijo, aceptando esa misión, se hace hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen de Nazaret: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). La historia de la salvación está completamente impregnada de amor. El Verbo es el Hijo amado eternamente y eternamente amante. ¿Cómo no asombrarse ante el misterio del Amor?

En el misterio de la Encarnación hay una singularísima efusión del amor de Dios. El evangelista san Lucas escribe: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).

3. Pero la Encarnación no puede separarse de la muerte y resurrección de Cristo. Los Apóstoles vieron y se encontraron con el Resucitado: este evento extraordinario los transformó en testigos llenos de alegría y celo apostólico. También hoy, como entonces, la tarea principal del apóstol consiste en proclamar y testimoniar con su vida que Cristo ha resucitado verdaderamente y está presente entre nosotros por el mandamiento nuevo que nos ha dejado.

La caridad divina es testamento de vida que, si se vive en la existencia diaria, nos permite realizar cada vez más a fondo la unidad que el mismo Jesús imploró intensamente al Padre durante la última cena: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). Sólo el mandamiento del amor, un amor que llegue hasta la entrega total de la propia vida, es el secreto de la resurrección.

31 Aquí radica el centro de la novedad cristiana. En el silencio de la oración y de la contemplación podemos entrar en contacto con Cristo y escuchar sus palabras: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida (...). Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18). Por tanto, una espiritualidad de comunión para los pastores de la Iglesia significa el compromiso de una entrega total; quiere decir considerar la cruz del otro como propia.

4. Venerados y queridos hermanos, a lo largo de los trabajos de vuestro congreso ha ocupado un puesto particular la reflexión sobre el ecumenismo y el diálogo interreligioso, a la luz de la ley sobrenatural del amor divino. Sin duda se ha tratado de una atención digna de elogio, precisamente con vistas a la próxima e histórica cita jubilar. Como declara el concilio Vaticano II, «la cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo» (Unitatis redintegratio UR 12). La colaboración ecuménica nace de una gracia, que el Padre ha concedido como respuesta a la oración de Cristo (cf. Jn Jn 17,21) y de la acción del Espíritu Santo en nosotros (cf. Rm Rm 8,26-27). Sin embargo, el ecumenismo verdadero da frutos sólo donde el amor crece con auténtico espíritu de servicio a nuestros hermanos, siguiendo el ejemplo de Cristo, que no vino para ser servido, sino para servir (cf. Mt Mt 20,28).

Este es el ecumenismo que debe ocupar un lugar significativo en la vida de cada diócesis. Debe ser profundizado en todos sus aspectos mediante estudios y debates de orden histórico, teológico y litúrgico, así como gracias a la comprensión recíproca en la vida diaria (cf. Unitatis redintegratio UR 5). Esta acción ecuménica se refuerza con la oración incesante, elevada con confianza al Padre celestial común, para que apresure la unidad plena entre todos los cristianos.

Este es también mi deseo, que confirmo con la seguridad de un recuerdo constante en el Señor. Que él os acompañe, amadísimos hermanos en el episcopado, y os sostenga en vuestro ministerio pastoral diario.

Al invocar sobre vuestro congreso la protección de María, Madre de la unidad, os envío de corazón una bendición especial, que extiendo con mucho gusto a las Iglesias locales que se os han encomendado.

Vaticano, 6 de febrero de 1997






AL FINAL DE LA MISA EN LA V JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO


Martes 11 de febrero de 1997

Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

32 1. Me alegra dirigiros a todos un cordial saludo, al concluir la santa misa con ocasión de la V Jornada mundial del enfermo, en la memoria litúrgica de Nuestra Señora la Virgen de Lourdes.

Esta jornada nos lleva idealmente ante la gruta de Massabielle, para recogernos en oración y encomendar a la protección materna de la Virgen, Salus infirmorum, a todos los enfermos, especialmente a los que más sufren en el cuerpo y en el espíritu.

La celebración oficial tiene lugar hoy en el santuario de Nuestra Señora de Fátima, por el que siento particular cariño, y que es bastante significativo en la fase actual de preparación para el jubileo del año 2000. El mensaje de la Virgen en Fátima, como también en Lourdes, es un llamamiento a la conversión y a la penitencia, sin las cuales no puede existir un auténtico jubileo.

También la enfermedad constituye para la persona humana un llamamiento a la conversión, a ponerse totalmente en manos de Cristo, única fuente de salvación para todo hombre y para todo el hombre. A ello nos invita el tema del Congreso organizado por la Obra romana de peregrinaciones, que se hace eco de la invitación universal del primer año de preparación para el jubileo.

2. Dirijo, de modo especial, un afectuoso saludo a los numerosos enfermos presentes, y lo extiendo de corazón a todos los enfermos que se han unido a nosotros mediante la radio o la televisión. Amadísimos hermanos y hermanas, que la Virgen obtenga para cada uno de vosotros el consuelo del espíritu y del cuerpo. También bendigo con mucho gusto a los acompañantes, a los voluntarios y a los miembros de la UNITALSI, reunidos aquí, y les agradezco la valiosa obra apostólica que realizan en favor de los enfermos, acompañándolos en los diversos santuarios marianos.

Agradezco, asimismo, a la coral «Monteverdi» y a la «Sociedad filarmónica » de Crespano del Grappa, la animación litúrgica de hoy y sus sugestivas ejecuciones. Os doy las gracias también por el regalo de la preciosa reproducción de la estatua de la Virgen del Monte Grappa, que vela sobre el monumental cementerio donde descansan miles de caídos de la primera guerra mundial. También por ellos, en esta ocasión, se eleva nuestra oración.

3. Todos los años la Obra romana de peregrinaciones propone un gesto profético de paz: este año se ha organizado una peregrinación a Hebrón, a la tumba de los patriarcas, lugar santo para las tres grandes religiones monoteístas, como deseo de paz en la Tierra santa.

Pido a Dios que este gesto, en nombre de Abraham, nuestro padre común, constituya el comienzo de un nuevo florecimiento de peregrinaciones de reconciliación, con vistas al gran jubileo del año 2000. Que Roma y Jerusalén se conviertan en polos de una peregrinación universal de paz, sostenida por la fe en el único Dios bueno y misericordioso. Queridos enfermos, os invito a elevar al Señor fervientes oraciones por esta intención, enriquecidas por la ofrenda de vuestro sufrimiento.

4. Y ahora, uniéndonos espiritualmente a los peregrinos congregados en el santuario de Lourdes y a cuantos se encuentran en Fátima para celebrar la Jornada mundial del enfermo, nos dirigimos con confianza a María, invocando su protección materna.

Os bendigo de todo corazón en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.






AL TERCER GRUPO DE OBISPOS DE FILIPINAS


EN VISITA «AD LIMINA»


Martes 11 de febrero de 1997



Eminencia;
33 queridos hermanos en el episcopado:

1. En el amor de nuestro Salvador Jesucristo, os doy la bienvenida a vosotros, tercer grupo de obispos filipinos en esta serie de visitas «ad limina» de vuestra Conferencia. Aprovecho la ocasión de la presencia del cardenal Sin para recordar, una vez más, con profundo sentido de gratitud, los extraordinarios acontecimientos de enero de 1995. La magnífica respuesta de tantos jóvenes durante la Jornada mundial de la juventud y la alegría de celebrar el IV centenario de la archidiócesis de Manila y de las entonces sedes sufragáneas de Cebú, Cáceres y Nueva Segovia, constituyeron un grato momento de mi ministerio como peregrino. Esos maravillosos días pasados en Manila confirmaron mis esperanzas en la irradiación de la luz del Evangelio durante el próximo milenio en el continente asiático.

Por la intercesión de los apóstoles Pedro y Pablo, cuyo testimonio santificó esta sede de Roma, pido al Señor que la comunidad católica de Filipinas sea siempre plenamente consciente de la importante «vocación misionera» que él os ha confiado y para la cual el Espíritu Santo os ha ido preparando desde la primera evangelización de vuestras islas. Esta vocación os confiere una gran responsabilidad y una dignidad especial. Plantea exigencias prácticas a vuestro ministerio episcopal, incluyendo una generosa aplicación de las disposiciones previstas en las Normas que la Congregación para el clero ha publicado sobre la colaboración entre las Iglesias particulares y sobre la mejor distribución del clero (cf. Postquam Apostoli, 25 de marzo de 1980: AAS 72 [1980], 343-364; Redemptoris missio
RMi 64).

2. Como ya mencioné en mis encuentros con otros miembros de vuestra Conferencia, los desafíos que afronta la Iglesia en Filipinas son verdaderamente enormes. Os impulsan a una confianza absoluta en el Señor y os exigen una catequesis sistemática en todos los niveles de la vida eclesial.Guiados por vuestra «doctrina sana» (2Tm 4,3), los católicos filipinos deben ser capaces de poner en práctica «la palabra de la fe» (Rm 10,8) en las situaciones de la vida real en la que viven la llamada universal a la santidad. En la exhortación apostólica Catechesi tradendae, exhorté a los obispos a fomentar en sus diócesis «una verdadera mística de la catequesis, pero una mística que se encarne en una organización adecuada y eficaz, haciendo uso de las personas, de los medios e instrumentos, así como de los recursos necesarios » (n. 63). Renuevo este llamamiento, especialmente con respecto a dos áreas de la vida pastoral cruciales e íntimamente relacionadas: la familia y la promoción de la justicia social.

3. En efecto, la defensa y la promoción de la familia, centro de toda sociedad, es una tarea prioritaria que afrontan todos los que se han comprometido a promover el bienestar y la justicia social. A lo largo de mi pontificado he tratado de explicar que «a través de la familia pasa la corriente principal de la civilización del amor, que encuentra en ella sus "bases sociales"» (Carta a las familias, 15). Corresponde ante todo a vosotros, los obispos, formar la conciencia de los fieles de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, para que los laicos, en particular, puedan trabajar de forma eficaz en la introducción de políticas públicas que refuercen la vida familiar. Vuestra Conferencia ha hablado frecuentemente de este tema, recordando que una política familiar debe ser la base y la fuerza motriz de todas las políticas sociales. En este sentido, el Estado, que por su naturaleza está ordenado al bien común, tiene que defender la familia, respetando su estructura natural y sus derechos inalienables. Hay que alentar a los laicos, especialmente mediante organizaciones y asociaciones familiares, a seguir promoviendo las instituciones sociales, la legislación civil y las políticas nacionales que apoyen los derechos y las responsabilidades de la familia (cf. Familiaris consortio FC 44).

También la economía desempeña un papel vital para asegurar la solidez de la familia. Una de las principales críticas que los pastores de la Iglesia tienen que hacer al sistema socioeconómico vigente, entendido como subordinación de casi todos los demás valores a las fuerzas de producción, es que descuida generalmente la dimensión familiar del contrato de trabajo. Dicho sistema se preocupa poco o no se preocupa en absoluto del salario familiar. ¡Cuán lejos están la mayoría de las sociedades de lo que la Iglesia exige: «Una justa remuneración por el trabajo de la persona adulta que tiene responsabilidades de familia es la que alcanza para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar su futuro»! (Laborem exercens LE 19). A los legisladores, a los líderes de la economía, de la industria y del trabajo, a los educadores y a todos los que trabajan en los medios de comunicación social, y a las familias mismas, hay que impulsarlos a recrear una economía centrada en la familia, basada en los principios de la subsidiariedad y la solidaridad. La verdadera justicia social pasa por la familia. También pensando en esto, participaré en la celebración de la Jornada internacional de la familia, en Río de Janeiro, el próximo mes de octubre.

4. En Filipinas, como en muchos otros lugares del mundo, la familia es como la ventana de una sociedad que sufre las tensiones causadas por la transición de un estilo de vida más tradicional a otro caracterizado por un individualismo y una fragmentación crecientes. En esta fase de transición, las verdades morales y religiosas que deberían sostener y orientar a las personas y a la sociedad a menudo se olvidan o se rechazan, hasta el punto de que ciertos tipos de comportamiento que antes se solían considerar incorrectos ahora se aceptan tanto desde el punto de vista social como legal e, incluso, se reivindican como «derechos». Aquí el antídoto más eficaz serán los esfuerzos de agentes pastorales competentes, que trabajen con perseverancia e iniciativa mediante la catequesis, los grupos de apoyo a las familias y los medios de comunicación social. Cuando una mentalidad laicista pone en peligro la verdad y el significado de la sexualidad humana, la Iglesia debe enseñar y sostener cada vez con mayor empeño el plan sabio y amoroso de Dios con respecto al amor conyugal. Cuando «la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto » (Evangelium vitae EV 20), prestar atención moral y espiritual a la familia es un reto que no puede ignorarse: este desafío define prácticamente la misión pastoral de la Iglesia. Durante este año en que conmemoramos el centenario del nacimiento de mi venerable predecesor el Papa Pablo VI, deseo repetir su apremiante invitación a todos los obispos: «Trabajad (...) con ardor y sin descanso por la salvaguardia y la santidad del matrimonio, para que sea vivido en toda su plenitud humana y cristiana. Considerad esta misión como una de vuestras responsabilidades más urgentes en el tiempo actual» (Humanae vitae HV 30).

5. Los esfuerzos pastorales se orientan principalmente hacia la mayoría de los fieles que día tras día luchan por vivir de acuerdo con las exigencias de su dignidad cristiana en el matrimonio y la familia. La tendencia actual a fijarse en los casos difíciles y en las situaciones especiales no debería desviar a los pastores de la Iglesia de prestar la debida atención a las necesidades de las familias normales, que esperan de sus guías espirituales el fundamento de una sana doctrina, la gracia de los sacramentos y la empatía humana, que las sostengan en la siempre ardua misión de ser una verdadera «iglesia doméstica», la primera comunidad que hay que evangelizar para que, a su vez, pueda ser la evangelizadora próxima e inmediata de sus miembros. Las jóvenes parejas que se preparan para casarse necesitan ayuda para comprender que el matrimonio y la familia se basan en responsabilidades asumidas libremente ante Dios, ante el cónyuge, ante los hijos implicados, ante la sociedad y ante la Iglesia. Los vínculos que se crean entre quienes llegan a ser «una sola carne» (Gn 2,24) exigen comunión y fidelidad durante toda la vida. Afortunadamente, en vuestras diócesis podéis contar con muchos grupos y asociaciones que ayudan a la familia a vivir su vocación como comunidad de amor, escuela de humanidad y santuario de la vida. Además, vuestra Comisión episcopal para la vida familiar es incansable en sus esfuerzos por guiar y coordinar las iniciativas pastorales en este campo.

Queridos hermanos, nuestra misión profética como heraldos de «la verdad del Evangelio» (Ga 2,14) nos exige proclamar con vigor y convicción la enseñanza de la Iglesia sobre la transmisión responsable de la vida humana. Esto requiere un esfuerzo coordinado para ayudar a los fieles a comprender más claramente que la plenitud conyugal está asociada con el respeto al significado y al fin intrínseco de la sexualidad humana. Os animo cordialmente a continuar las iniciativas ya emprendidas, a fin de mejorar la preparación para el matrimonio y apoyar la enseñanza de los métodos naturales de regulación de la fertilidad. Las tradiciones culturales y religiosas de vuestro pueblo, que aprecia la vida y la libertad, deberían ayudarlo a oponerse a las medidas que atentan contra la vida: el aborto, la esterilización y la anticoncepción. La Iglesia anuncia el evangelio de la vida, una visión totalmente positiva de la existencia humana, contraria al pesimismo y al egoísmo de quienes conspiran contra el esplendor de la sexualidad humana y de la vida (cf. segundo Concilio plenario de Filipinas, Documento conciliar, n. 585).

6. Una evangelización más profunda del pueblo de Dios exige que irradiéis la penetrante luz del Evangelio a todas las situaciones y circunstancias que impiden el crecimiento del reino de Cristo, un reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz (cf. Prefacio de Jesucristo, Rey del universo). Todos somos conscientes de las dificultades que implica la proclamación de la justicia social, especialmente cuando las cuestiones planteadas están profundamente arraigadas en estructuras sociales y costumbres culturales antiguas. La opción preferencial por los pobres es a menudo mal interpretada, creando a veces tensiones entre la Iglesia y ciertos sectores de la sociedad, que necesitan un diálogo constructivo para lograr el bien común. Vosotros mostráis que sois pastores según el corazón del Señor (cf. Jr Jr 3,15) cuando ponéis vuestra inteligencia, vuestras habilidades pastorales y vuestra creatividad al servicio de la promoción de una visión del hombre, de todo ser humano, que corresponde plenamente a la dignidad humana, tal como Cristo la reveló.

Vuestro compromiso en favor de la doctrina social no es una preocupación meramente humanitaria: el hambre y la sed de justicia deben alimentarse constantemente con la oración y el culto litúrgico. A través de la unión con Cristo, los bautizados son transformados por la gracia para el servicio de la caridad; en el altar reciben la fuerza para perseverar al servicio de la justicia (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 48). El segundo Concilio plenario de Filipinas llamó justamente la atención sobre la estrecha conexión que existe entre la vida de fe y la obra de justicia: «Es necesario proporcionar constantemente al apostolado social un sólido fundamento religioso a través de la catequesis y una relación orgánica con el culto» (Decretos, artículo 20, § 3). Por tanto, os animo a seguir guiando e informando, con sabiduría y valentía, a los fieles y a toda la sociedad acerca de los fundamentos morales y éticos de una convivencia justa y humana.

34 7. Queridos hermanos en el Señor, en el cenáculo el Señor Jesús invitó a sus discípulos a ser sus amigos, a perseverar en la comunión de amor con él (cf. Jn Jn 15,13-14), y selló esta intimidad con el don de la Eucaristía. Ahora estáis celebrando un Año eucarístico, que habéis inaugurado con el quinto Congreso eucarístico nacional sobre el tema Eucaristía y libertad. El mismo Señor, presente en la Eucaristía, os acompaña a vosotros, los sucesores de los Apóstoles, en vuestro ministerio diario. Al agradeceros vuestro compromiso continuo en favor del Evangelio, os exhorto con las palabras de san Ignacio de Antioquía: «Sobrellevaos mutuamente, como hizo el Señor con nosotros. Tened paciencia, con toda caridad, como de hecho hacéis. Dedicaos sin cesar a la oración; orad por una mayor comprensión; velad para que vuestro espíritu no desfallezca» (Carta a Policarpo, 1, 2). Con este espíritu, me uno a vosotros para encomendar a nuestro hermano el obispo Benjamín de Jesús, vicario apostólico de Joló, al amor eterno de nuestro Padre celestial. Junto con vosotros, invoco la paz de Dios sobre toda la región meridional de vuestro país. Mientras la Iglesia en Filipinas se prepara para el tercer milenio, pido a Dios que, por intercesión de María, Madre del Redentor, os conceda a vosotros y a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, compartir su fe firme, su esperanza constante y su amor ferviente. Con mi bendición apostólica.





Discursos 1997 27