Discursos 1997 86

86 Por tanto, es importante el ulterior principio de colaboración recta y constructiva entre la Iglesia y el Estado, para la promoción del bien común de los ciudadanos y de toda la sociedad. De hecho, existe un amplio campo mixto, donde las recíprocas competencias y acciones se acercan y, con frecuencia, se entrelazan.

Estos principios, ya en vigor desde hace tiempo en varios países que tienen un ordenamiento jurídico democrático, se aplican ahora en vuestro país, obviamente respetando sus características históricas, culturales y religiosas específicas. No se trata en absoluto de privilegios ofrecidos a la Iglesia, sino de un modo regular de ordenar las relaciones mutuas en beneficio de los ciudadanos. Evidentemente, la reglamentación de la situación jurídica permite a la Iglesia emprender con más seguridad su acción de evangelización y de promoción humana. Sólo pide poder continuar su misión de servicio, con renovado vigor, celo y creatividad, en el umbral del nuevo milenio.

Por una feliz coincidencia, la Santa Sede ratificó los acuerdos el pasado día 19 de marzo, en la fiesta litúrgica de san José, a quien el Parlamento croata había proclamado protector de Croacia en junio de 1687. Encomendamos a su intercesión la adecuada aplicación de los acuerdos, no sólo para el bien de los católicos, sino también para el de toda la comunidad.

Sobre cada uno de vosotros y sobre toda la querida Croacia imparto con gusto la bendición apostólica. ¡Alabados sean Jesús y María!






A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA


Viernes 11 de abril de 1997



1. Señor cardenal, le agradezco de corazón los sentimientos que ha querido manifestarme al presentar la Pontificia Comisión Bíblica al inicio de su mandato. Saludo cordialmente a los miembros antiguos y nuevos de la Comisión, presentes en esta audiencia. Saludo a los «antiguos» con profundo agradecimiento por las tareas que ya han realizado, y a los «nuevos» con alegría especial, suscitada por la esperanza. Me alegro de que esta ocasión me permita encontrarme personalmente con todos vosotros, y repetiros a cada uno cuánto aprecio la generosidad con la que ponéis vuestra competencia de exegetas al servicio de la palabra de Dios y del magisterio de la Iglesia.

El tema que habéis comenzado a estudiar durante vuestra actual sesión plenaria es de enorme importancia; en efecto, se trata de un tema fundamental para la correcta comprensión del misterio de Cristo y de la identidad cristiana. Ante todo, quisiera subrayar esta utilidad, que podríamos llamar ad intra. Se refleja también siempre en otra utilidad, por decirlo así, ad extra, puesto que la conciencia de la propia identidad determina la naturaleza de las relaciones con las demás personas. En este caso, determina la naturaleza de las relaciones entre cristianos y judíos.

2. La Iglesia, ya desde el siglo segundo después de Cristo, tuvo que afrontar la tentación de separar completamente el Nuevo Testamento del Antiguo, y de contraponerlos, atribuyéndoles orígenes diferentes. Según Marción, el Antiguo Testamento provenía de un dios indigno de este nombre, porque era vengador y sanguinario, mientras que el Nuevo Testamento revelaba al Dios reconciliador y generoso. La Iglesia rechazó con firmeza este error, recordando a todos que la ternura de Dios ya se manifiesta en el Antiguo Testamento. La misma tentación de Marción vuelve a presentarse, lamentablemente, también en nuestro tiempo. Pero lo que se comprueba con más frecuencia es la ignorancia de las relaciones profundas que unen el Nuevo Testamento al Antiguo, ignorancia por la cual algunos creen que los cristianos no tienen nada en común con los judíos.

Siglos de prejuicios y oposición recíproca han excavado una fosa profunda, que la Iglesia se esfuerza ahora por colmar, impulsada en este sentido por la toma de posición del concilio Vaticano II. Los nuevos leccionarios litúrgicos han dado más espacio a los textos del Antiguo Testamento, y el Catecismo de la Iglesia católica se ha preocupado de acudir continuamente al tesoro de las sagradas Escrituras.

3. En realidad, no se puede expresar de modo pleno el misterio de Cristo sin recurrir al Antiguo Testamento. La identidad humana de Jesús se define a partir de su relación con el pueblo de Israel, con la dinastía de David y la descendencia de Abraham. Y no se trata sólo de una pertenencia física. Al participar en las celebraciones de la sinagoga, donde se leían y comentaban los textos del Antiguo Testamento, Jesús aprendía a conocer también humanamente esos textos, con los que alimentaba su espíritu y su corazón, utilizándolos después en la oración e inspirando en ellos su comportamiento.

Así, se convirtió en un auténtico hijo de Israel, enraizado profundamente en la larga historia de su pueblo. Cuando comenzó a predicar y enseñar, recurrió abundantemente al tesoro de las Escrituras, enriqueciéndolo con nuevas inspiraciones e iniciativas inesperadas. Con ellas, como es fácil observar, no pretendía abolir la antigua revelación; por el contrario, quería llevarla a su perfecto cumplimiento. A la luz del Antiguo Testamento, que le revelaba el destino reservado a los profetas, Jesús comprendió la oposición cada vez más fuerte que debió afrontar hasta el Calvario. También gracias al Antiguo Testamento sabía que al final el amor de Dios triunfa siempre.

87 Por tanto, privar a Cristo de su relación con el Antiguo Testamento significa separarlo de sus raíces y vaciar su misterio de todo sentido. En efecto, para ser significativa, la Encarnación necesitó arraigarse durante siglos de preparación. De lo contrario, Cristo hubiera sido como un meteorito, que cae accidentalmente en la tierra, sin conexión con la historia de los hombres.

4. La Iglesia, ya desde sus orígenes, ha comprendido bien el arraigo de la Encarnación en la historia y, en consecuencia, ha acogido plenamente la inserción de Cristo en la historia del pueblo de Israel. Ha considerado las Escrituras judías como palabra de Dios perennemente válida, dirigida a sí misma, además de a los hijos de Israel. Es de fundamental importancia mantener y renovar esta conciencia eclesial de las relaciones esenciales con el Antiguo Testamento. Estoy seguro de que vuestros trabajos contribuirán a ello de modo excelente, lo cual me alegra ya desde ahora, y os lo agradezco de todo corazón.

Estáis llamados a ayudar a los cristianos a comprender bien su identidad: una identidad que se define, ante todo, gracias a la fe en Cristo, Hijo de Dios. Pero esta fe es inseparable de su relación con el Antiguo Testamento, dado que es fe en Cristo, «que murió por nuestros pecados, según las Escrituras (...), y resucitó, (...) según las Escrituras » (
1Co 15,3-4). El cristiano debe saber que, con su adhesión a Cristo, se ha convertido en «descendencia de Abraham » (Ga 3,29) y ha sido injertado en el olivo bueno (cf. Rm Rm 11,17 Rm Rm 11,24), esto es, injertado en el pueblo de Israel, para ser «partícipe (...) de la raíz y de la savia del olivo» (Rm 11,17). Si tiene esta fuerte convicción, ya no podrá aceptar que se desprecie o, peor todavía, se maltrate a los judíos en cuanto tales.

5. Al decir esto, no pretendo ignorar que el Nuevo Testamento conserva las huellas de las claras tensiones que existieron entre las primitivas comunidades cristianas y algunos grupos de judíos no-cristianos. San Pablo mismo testimonia en sus cartas que, en cuanto judío no-cristiano, había perseguido con ahínco a la Iglesia de Dios (cf. Ga Ga 1,13 1Co 15,9 Ph 3,6). Estos recuerdos dolorosos deben superarse con la caridad, según el mandamiento de Cristo. El trabajo exegético debe preocuparse por avanzar siempre en esta dirección y así contribuir a disminuir las tensiones y disipar los malentendidos.

Precisamente a la luz de todo esto, el trabajo que habéis comenzado es muy importante y merece realizarse con esmero y atención. Ciertamente, presenta aspectos difíciles y puntos delicados, pero es muy prometedor. Es siempre rico en grandes esperanzas. Espero que sea muy fecundo para la gloria del Señor. Con este deseo, os aseguro un recuerdo constante en la oración y os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial.





DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A LOS JÓVENES DE MARSELLA


Viernes 11 de abril de 1997



Queridos amigos:

Bienvenidos a la sede de los Sucesores de Pedro. Me alegra recibiros aquí a vosotros, jóvenes de la diócesis de Marsella, que habéis venido a Roma con vuestro arzobispo, monseñor Bernard Panafieu, a quien saludo fraternalmente y agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Desde hace mucho tiempo, Marsella tiene su lugar en la Iglesia. El Evangelio se ha anunciado en vuestra región y ha dado numerosos frutos, que vosotros habéis heredado. Vuestra diócesis ha recibido mucho y ha sabido dar mucho: nos lo ha recordado, hace algunos meses, la canonización de monseñor de Mazenod. Por vuestra parte, buscáis las fuentes vivas de vuestra fe. Ya habéis podido daros cuenta de cuán profunda es la huella que ha dejado la obra de san Pedro y san Pablo en la ciudad de Roma. Dos mil años después de su paso, es fácil percibir los resultados de su predicación y evaluar también lo que queda por realizar para que «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28).

A los primeros Apóstoles Cristo les había dicho: «venid y veréis» (Jn 1,39). Vosotros también habéis recibido esta llamada, que debéis transmitir a otros. Ven y verás que quiero transformar tu vida para unirla cada vez más a la mía. Ven y verás que tu vida está llena de sentido, de grandeza y de belleza, si sabes entregarla. Ven y verás que estoy siempre contigo en el camino.

Acabamos de celebrar la resurrección del Señor. En Roma, compartís la fe de quienes fueron los primeros testigos de esta resurrección; podéis ver al pueblo que Dios no deja de acrecentar. En la diócesis de Marsella, este pueblo os necesita. Necesita que seáis testigos fieles del Evangelio y estéis dispuestos, con serenidad, a «dar razón de vuestra esperanza » (1P 3,15), y a decir, a todos los que quieren dar un sentido a su existencia, que Cristo resucitado los espera.

88 Como sabéis, la fiesta de Pentecostés se celebra cincuenta días después de la de Pascua. Cristo resucitado envió el Espíritu Santo a sus Apóstoles para que anuncien la buena nueva «hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8). Quienes entre vosotros se preparan para la confirmación, también esperan recibir el Espíritu de Pentecostés. Gracias a él, serán fortalecidos para dar el testimonio que Cristo les pide y ocupar así, en la Iglesia, el lugar que les corresponde.

Queridos amigos, me alegra ver que sois tan numerosos: sentíos orgullosos y felices de haber recibido la gracia de la fe. Poned empeño en transmitirla, puesto que sois la sal de la tierra y podéis dar mucho a quienes se encuentran en vuestro camino. Imparto de todo corazón mi bendición apostólica a vuestro arzobispo, a los sacerdotes y a todos vuestros acompañantes, a cada uno de vosotros, a vuestros padres, a vuestros hermanos y hermanas, y a todos los miembros de vuestras familias.






A LOS OBISPOS FRANCESES DE LA REGIÓN APOSTÓLICA DEL CETRO-ESTE EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 12 de abril de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Al terminar la serie de visitas ad limina de los obispos de Francia, me alegra recibiros a vosotros, que sois los pastores de la Iglesia en la región centro-este. Habéis venido ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo para encontrar la fuente del dinamismo evangélico que ha estimulado a tantas figuras ilustres de vuestras Iglesias particulares, como Ireneo, Francisco de Sales, Margarita María, Juan María Vianney, Paulina Jaricot, Antonio Chevrier o los iniciadores del catolicismo social. Aún hoy este dinamismo vivifica a los discípulos de Cristo que os han sido encomendados y cuyo testimonio en medio de la sociedad alentáis y guiáis.

Quisiera recordar aquí al cardenal Albert Decourtray, que fue pastor celoso de la archidiócesis de Lyon y servidor generoso de la Iglesia en Francia. Agradezco a monseñor Claude Feidt, arzobispo de Chambéry, vuestro presidente, su lúcida presentación de la vida de vuestras diócesis. He podido apreciar el sentido apostólico de los sacerdotes y constatar el lugar importante que, desde hace tiempo, ocupan entre vosotros los laicos en la misión de la Iglesia. El reconocimiento de su vocación particular y su colaboración confiada con los sacerdotes permiten dar mayor vigor a la vida eclesial. Sé, asimismo, que en vuestra región el ecumenismo, uno de cuyos grandes inspiradores ha sido el abad Couturier, es una orientación pastoral constante. ¡Ojalá que en medio de las satisfacciones y dificultades de cada día vuestras comunidades sigan siendo para todos un signo de esperanza para el futuro!

2. Durante mi reciente visita a Francia, la peregrinación que realicé a la tumba de san Martín de Tours me brindó la ocasión de encontrarme con una asamblea significativa de «heridos de la vida». Habéis querido convertir esa celebración en el símbolo del compromiso decidido de la Iglesia en favor de los que sufren, de los rechazados por la sociedad y de los abandonados a su suerte en los caminos de la vida. Hoy quisiera abordar con vosotros precisamente este aspecto esencial de la misión de la Iglesia.

Los informes quinquenales de las diócesis de vuestro país ponen de manifiesto los graves problemas humanos que afronta la sociedad. Así, la crisis económica lleva a una parte de la población a vivir situaciones de pobreza y precariedad, que afectan cada vez más duramente a las jóvenes generaciones. El desconcierto frente a las difíciles condiciones de la vida, las desigualdades sociales y el desempleo, cuyas causas se interpretan a veces de manera simplista, debilitan las relaciones entre los diversos grupos humanos dentro de la comunidad nacional. Las incertidumbres de la existencia también pueden tener como consecuencia el aislamiento en sí mismos, que impide prestar atención tanto a las demandas de los más necesitados de su entorno como a las de los pueblos menos favorecidos.

Durante este período de cambios profundos, conviene que en muchos se desarrolle una clara toma de conciencia de la interdependencia entre los hombres y entre las naciones, y de la necesidad de poner en práctica una verdadera solidaridad entendida como «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos » (Sollicitudo rei socialis SRS 38). Los valores de libertad, igualdad y fraternidad, en los que el pueblo francés ha elegido fundar su vida colectiva, expresan en cierto modo las condiciones de la solidaridad, sin la cual el hombre no puede vivir plenamente en medio de sus hermanos. La grandeza de una sociedad se juzga por el lugar que otorga a la persona humana y, ante todo, a la más débil, que no puede valorarse únicamente en función de lo que posee o de lo que puede aportar mediante su actividad.

3. Vuestra Conferencia episcopal ha intervenido muchas veces sobre las cuestiones sociales, principalmente con ocasión de sus asambleas plenarias o por medio de su comisión social. Recientemente, habéis exhortado a no considerar como una fatalidad «la brecha social», cada vez más profunda en vuestro país. Muchos de vosotros habéis intervenido también para recordar la tradición evangélica de defender a los más débiles. En efecto, es importante que la palabra de la Iglesia se manifieste de modo vigoroso en la opinión pública, para promover la dignidad del hombre dondequiera que esté amenazada, y proponer los principios evangélicos que dan sentido y valor a toda vida humana. La Iglesia, enviada al corazón del mundo para anunciar en él el evangelio de la vida, se preocupa del bienestar de toda la sociedad, respetando las convicciones de cada persona y de cada grupo.

El Consejo nacional de la solidaridad, que habéis creado hace algunos años, es un lugar importante de concertación y reflexión, para un compromiso y una coordinación más eficaces de los organismos de ayuda. Os aliento vivamente a suscitar, en el ámbito de las diócesis, iniciativas adaptadas a las nuevas necesidades que se presentan tanto en las ciudades y en sus alrededores, como en las zonas rurales, a veces olvidadas. Las nuevas formas de pobreza requieren nuevas respuestas. Los cristianos están llamados cada vez más a la conversión del corazón, para desarrollar, personal y colectivamente, estilos nuevos de vida, que inviten de manera profética a sus compatriotas a modificar su comportamiento, a fin de que se superen las crisis y cada uno tenga su justa participación en la riqueza nacional. Dando prueba de libertad con respecto a sus propios bienes y moderando sus deseos, harán posible una comunión efectiva con los necesitados. ¡Ojalá que todos tengan inventiva en la búsqueda de caminos nuevos! Así se edificará un mundo renovado, donde la vida sea más fuerte que la muerte y el amor reine sobre las fuerzas del egoísmo.

89 La caridad debe adquirir hoy nuevos rasgos. No puede reducirse a una simple asistencia pasajera. Requiere «la fuerza para afrontar el riesgo y el cambio implícitos en toda iniciativa auténtica para ayudar a otro hombre» (Centesimus annus CA 58). Las personas afectadas por la marginación o cualquier otra forma de pobreza deben poder llevar una vida familiar digna y proveer a sus necesidades, desarrollando plenamente sus potencialidades. Así, no quedarán marginadas de las redes sociales; gracias a sus hermanos los hombres, tendrán una esperanza y un futuro. Es preciso recordar que la atención a los más pobres no debe limitarse a los aspectos materiales de la vida; también debe tomar en consideración el desarrollo espiritual de cada uno y favorecer el acceso a la formación y a la cultura. La liberación que Cristo trae transforma a la persona en todo su ser.

4. Hoy es más urgente que nunca asegurar la animación y la educación de todos los miembros de la comunidad cristiana en sus responsabilidades con respecto a los «heridos de la vida». «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,20). Los discípulos de Cristo están invitados a seguir a su Maestro por los caminos que él mismo recorrió, entregando su vida por la humanidad necesitada y herida. Así pues, situándose en la lógica misma del amor vivido según Cristo, la Iglesia debe ser completamente solidaria con los más humildes. No se trata de una tarea facultativa, sino de un deber imprescriptible de fidelidad al Evangelio, de su acogida y de su anuncio. Esta fidelidad pasa por el cuidado de los miembros más débiles del Cuerpo de Cristo, al igual que de toda persona humana. ¡Ojalá que los bautizados se pongan a la escucha de los más pobres y de sus aspiraciones, para ser en medio de ellos verdaderos testigos de la salvación que Cristo trae a todo hombre, y que adquieran un verdadero sentido de la comunión, expresión de su amor al prójimo! La caridad «es el amor a los pobres, la ternura y la compasión por nuestro prójimo. ¡Nada honra más a Dios que la misericordia!» (san Gregorio Nacianceno, Del amor a los pobres, 27).

En los «heridos de la vida» se manifiesta el rostro mismo del Señor.Es necesario que testimoniemos incesantemente que «toda persona herida en su cuerpo o en su espíritu, toda persona privada de sus derechos más fundamentales, es una imagen viva de Cristo» (Encuentro con los «heridos de la vida» en Tours, 21 de septiembre de 1996, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de octubre de 1996, p. 6). Por tanto, el encuentro con el Señor nos lleva naturalmente a ponernos al servicio de nuestros hermanos más pequeños. La actitud de respeto, comunión y compasión con los necesitados es un reflejo de nuestra fidelidad a Cristo. Todo cristiano que, a pesar de su debilidad, tiende la mano a su hermano, le ayuda a ponerse en pie y reanudar su camino, comportándose así como el Señor. «La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente. Tiene en Dios su fuente y su meta» (Tertio millennio adveniente TMA 50).

Con ocasión de vuestra última asamblea plenaria en Lourdes, habéis recordado que «mediante la diaconía de la caridad, los diáconos son testigos y ministros de la caridad de Cristo. Tienen la responsabilidad ministerial de velar para que la caridad se viva concretamente » (El diaconado: un don de Dios que hay que poner en práctica, 1996). Por tanto, los animo a dar, en su ministerio diaconal, un lugar importante a esta misión y a sensibilizar a las comunidades cristianas con respecto al servicio de la caridad. Vuestra región tiene una larga tradición de catolicismo social, que debe impulsar a los fieles a adquirir un conocimiento serio de la doctrina social de la Iglesia, considerándola un estímulo para vivir concretamente su fe. También dan una ayuda valiosa los institutos católicos de estudios superiores, especializados en cuestiones sociales, sobre todo en la investigación de las causas de las nuevas situaciones de pobreza y en el análisis de las estructuras de injusticia, que hieren al hombre, para proponer soluciones concretas.

5. En vuestros informes quinquenales habéis recordado las múltiples formas de presencia cristiana en los lugares de pobreza y sufrimiento de vuestras diócesis. Así, numerosos cristianos, con admirable entrega, asisten a los enfermos, a los minusválidos, a los ancianos, a los moribundos o a las víctimas de las nuevas enfermedades. En muchas de vuestras diócesis, se ha hecho un esfuerzo importante por crear estructuras de acogida para los enfermos y sus familias. Los cristianos que las animan, mediante su profunda comprensión de las personas y su participación en el sufrimiento de cada uno, son el rostro del amor y de la misericordia de Cristo y de su Iglesia para quienes atraviesan una prueba.

Muchos fieles están comprometidos, con gran generosidad, en el servicio a sus hermanos más pobres en diversos movimientos caritativos, como el «Secours Catholique» que ha celebrado recientemente el 50 aniversario de su fundación, o también, en vuestra región, la Asociación de los sin techo. Quisiera alentar hoy en particular a los jóvenes que, en los movimientos de apostolado o de educación, como la Juventud obrera cristiana o los scouts, comparten la condición, a veces difícil, de sus compañeros y trabajan con ellos para construir una sociedad más justa, donde cada uno encuentre su lugar y pueda vivir con dignidad. Deben recordar que la lucha por la justicia es un elemento esencial de la misión de la Iglesia. Saludo cordialmente a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, cuyo fundador, Frédéric Ozanam, será beatificado próximamente. Así, a los jóvenes de Francia les será propuesto como modelo de fraternidad universal con los pobres uno de ellos, que declaró: «Quisiera rodear el mundo entero con una red de caridad». Aliento también a todos los católicos que, de diversas maneras, animan los servicios de ayuda o de solidaridad en las parroquias, en las nuevas comunidades, o en la vida asociativa de su barrio o de su ciudad, en colaboración con sus paisanos de otras corrientes de pensamiento.

Es necesario también que los que tienen responsabilidades políticas, económicas y sociales cumplan su misión con integridad, preocupándose por dar la prioridad al bien de las personas y teniendo en cuenta el impacto humano de sus opciones. Debe animarlos una clara conciencia de la dignidad del trabajo, concebido con vistas a la realización del hombre y de su vocación. «El trabajo humano (...) es superior a los restantes elementos de la vida económica, porque éstos desempeñan sólo el papel de instrumentos» (Gaudium et spes GS 67).

6. En un ambiente de crisis social no siempre es fácil reaccionar contra cierto debilitamiento de la conciencia moral ante el encuentro de personas de origen o culturas diferentes. Las fracturas culturales son, a menudo, profundas. Suscitan desconfianza y miedo. Muchas veces se señala al inmigrante ante la opinión pública como el responsable de los problemas económicos.

El concilio Vaticano II afirma que «Dios, que cuida paternalmente de todos, ha querido que todos los hombres formen una única familia y se traten entre sí con espíritu fraterno. Pues todos, creados a imagen de Dios (...) son llamados a un solo e idéntico fin, es decir, a Dios mismo» (Gaudium et spes ). Ningún hombre puede ser excluido de este proyecto divino. Así pues, cada uno debe estar atento a quien es extranjero en la sociedad. Habéis recordado en muchas ocasiones el deber exigente de acogida fraterna y reconocimiento mutuo, subrayando que, «ante los ojos de Dios, todos los hombres son de la misma raza y del mismo linaje» (Carta de los obispos a los católicos de Francia). La Revelación nos presenta a Cristo como el extranjero que llama a nuestra puerta (cf. Mt Mt 25,38 Ap 3,20), y eso impulsa legítimamente a la comunidad cristiana a participar en la acogida y la ayuda a nuestros hermanos inmigrantes, respetando lo que son y su cultura, especialmente cuando están desamparados.

Es misión de la Iglesia recordar que en toda sociedad el forastero, como cualquier otro ciudadano, tiene derechos inalienables, como el de vivir en familia y con seguridad, que en ningún caso puede negársele. La elaboración de las leyes que decretan los deberes necesarios para la vida en común se hace para tutelar los derechos de la persona y con un espíritu que permita a los ciudadanos aprender a vivir en el pluralismo, en beneficio de todos. Sin embargo, los problemas reales que plantea la inmigración no podrán encontrar una solución duradera sin la creación de nuevas formas de solidaridad con los países de origen de los inmigrantes.

En las parroquias, la fraternidad de los fieles de origen diverso manifiesta la comunión en Cristo, según la dimensión universal de la Iglesia, cuando la palabra de cada uno puede expresarse y escucharse. De igual modo, el encuentro entre los cristianos y los creyentes de otras tradiciones religiosas debe permitir un mejor conocimiento mutuo, para participar juntos en la edificación de una familia humana más unida.

90 7. A veces se manifiesta en la opinión pública una relajación y una disminución del interés con respecto a los problemas, a largo plazo, del desarrollo de las naciones más pobres. Sin embargo, la paz del mundo se basa en la solidaridad. Por otra parte, se constata que la acción inmediata a menudo moviliza más a los fieles, mientras que es necesaria una toma de conciencia más lúcida de las graves cuestiones del desarrollo. Recordar la urgencia de colaborar en el progreso de los pueblos, de «todo hombre y de todo el hombre», también forma parte de la misión de la Iglesia. En Francia existe una larga tradición de práctica concreta de la solidaridad de vuestras Iglesias particulares con el tercer mundo y, particularmente, con África. Os invito a fortalecer aún más la cooperación entre las Iglesias particulares, estando cada vez más atentos a las necesidades de esas Iglesias y procurando entablar una verdadera relación fraterna.

Quisiera manifestar mi aprecio a las numerosas iniciativas que toman las congregaciones religiosas y las instituciones eclesiales, como la Delegación católica para la cooperación, y muchas otras organizaciones de inspiración cristiana. Traducen la ayuda efectiva de vuestras comunidades a los países del tercer mundo, sobre todo enviando personal religioso y laico, compartiendo recursos o, también, acogiendo y formando en Francia a sacerdotes procedentes de esos países.

Para ayudar a vuestros fieles y a todos los hombres de buena voluntad a tomar nueva conciencia de las graves cuestiones relativas a las estructuras de la economía mundial, que afectan a la vida de muchos hombres y mujeres, os invito a dar a conocer el reciente documento publicado por el Consejo pontificio «Cor unum», El hambre en el mundo. Un desafío para todos: el desarrollo solidario. En efecto, como dije, «es necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad» (Discurso a la quincuagésima Asamblea general de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n. 13: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 9).

8. Queridos hermanos en el episcopado, para concluir los encuentros que he tenido con ocasión de las visitas ad limina de los obispos de Francia, y después de mi reciente viaje a vuestro país, quisiera expresaros nuevamente mi alegría por haber compartido las preocupaciones y las esperanzas de vuestro ministerio episcopal, así como por haber constatado la vitalidad de la Iglesia en Francia. Espero que, con ocasión de esta visita al Sucesor de Pedro, vuestra oración ante las tumbas de los Apóstoles, así como vuestros encuentros con los dicasterios de la Curia romana, sean para vosotros una fuente de dinamismo y confianza en el futuro, en comunión con la Iglesia universal. Dentro de algunos meses, nos volveremos a encontrar en París, para la Jornada mundial de la juventud. Será la ocasión para que los católicos de Francia y, más particularmente los jóvenes, acojan a sus hermanos y hermanas de todo el mundo y compartan con ellos sus convicciones evangélicas y su compromiso de construir la civilización del amor. Ahora que nos estamos preparando para el gran jubileo del año 2000, a través de vosotros invito con fuerza a todos los católicos de Francia a salir al encuentro de sus hermanos y a ponerse a su servicio. ¡Cristo los espera!

Os imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros y a todos vuestros diocesanos.





VIAJE APOSTÓLICO A SARAJEVO

CEREMONIA DE BIENVENIDA EN EL AEROPUERTO


Sábado 12 de abril de 1997



Señores miembros de la presidencia de Bosnia-Herzegovina;
representantes de gobiernos y organizaciones internacionales;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Al llegar a Bosnia-Herzegovina, mi primer pensamiento se dirige a Dios, que me ha permitido realizar hoy el deseo largamente acariciado de hacer esta peregrinación. Finalmente puedo estar aquí con vosotros, miraros y hablaros, después de haber compartido desde lejos, con gran pena, vuestros sufrimientos durante el triste período del reciente conflicto.

91 Quisiera abrazar a todos los habitantes de esta región tan probada y, en particular, a los que han perdido prematuramente algún ser querido, a cuantos llevan en su carne los estigmas que la guerra les ha dejado, y a los que han tenido que abandonar sus casas durante estos largos años de violencia. Que estas personas sepan que tienen un lugar privilegiado en el corazón del Papa. En mis intervenciones para favorecer la paz en este país, me ha guiado la preocupación por garantizar el respeto a todo hombre y a sus derechos, sin distinción de pueblo o religión, interesándome, sobre todo, por los más pobres y necesitados.

Al entrar en la ciudad de Sarajevo, deseo dirigir ante todo un saludo deferente a los señores miembros de la presidencia, a quienes agradezco la invitación que me han hecho, la acogida que me han dispensado y la hospitalidad que ahora me ofrecen. Mi pensamiento se dirige, asimismo, a los tres pueblos que constituyen Bosnia-Herzegovina —croatas, musulmanes y serbios—, a los que me alegra poder testimoniar, ya desde el primer instante de mi presencia en su tierra, mi profunda estima y mi cordial amistad.

2. Aprovecho con gusto la ocasión de este contacto directo con las autoridades supremas de Bosnia-Herzegovina, para alentar cordialmente a cada uno a proseguir por el camino de la pacificación y de la reconstrucción del país y de sus instituciones. No se trata sólo de reconstrucción material; es necesario proveer, ante todo, a la reedificación espiritual de los corazones, en los que la furia devastadora de la guerra a menudo ha resquebrajado y, tal vez, comprometido los valores en los que se funda toda convivencia civil. Es necesario volver a comenzar precisamente desde los fundamentos espirituales de la convivencia humana.

¡Nunca más la guerra!, ¡nunca más el odio y la intolerancia! Es lo que nos enseña este siglo, este milenio que ya está a punto de concluir. Con este mensaje me dispongo a comenzar mi visita pastoral. Es necesario sustituir la lógica inhumana de la violencia con la lógica constructiva de la paz. El instinto de venganza debe dar lugar a la fuerza liberadora del perdón, que ponga fin a los nacionalismos exasperados y a las consiguientes controversias étnicas. Como en un mosaico, es indispensable garantizar a cada componente de esta región la salvaguardia de su identidad política, nacional, cultural y religiosa. La diversidad es riqueza, cuando se transforma en complementariedad de esfuerzos al servicio de la paz, para la edificación de una Bosnia-Herzegovina verdaderamente democrática.

3. Saludo, asimismo, con respeto y amistad a todas las autoridades diplomáticas, internacionales, civiles y militares aquí reunidas. Con mi visita deseo expresar mi profunda estima a los gobiernos, a las organizaciones internacionales y a las religiosas y humanitarias, así como también a las personas que, durante estos años, han contribuido a derribar en la región el muro de la incomprensión y la enemistad, y a reafirmar los valores del respeto recíproco, para reanudar el diálogo, el entendimiento constructivo y la paz.

Durante los años de la reciente guerra, el aeropuerto de Sarajevo, en el que nos encontramos, ha sido con frecuencia la única puerta de entrada de la ayuda humanitaria. Por esta puerta ahora entro también yo, «peregrino de paz y de amistad», deseoso de servir con todas mis fuerzas a la causa de la paz, en la justicia, y de la reconciliación. A esta nobilísima causa deben consagrar ahora sus mejores energías todas las personas de buena voluntad. La causa de la paz vencerá, si todos saben trabajar en la verdad y la justicia, saliendo al encuentro de las expectativas legítimas de los habitantes de esta región, que, en su variada composición, pueden convertirse en un símbolo para toda Europa.

Al concluir estas breves palabras de saludo, no puedo dejar de rendir homenaje a cuantos han perdido la vida en el cumplimiento de las misiones de paz y ayuda humanitaria promovidas por las organizaciones internacionales, nacionales y privadas. Gracias a su sacrificio la puerta de la paz no se ha cerrado completamente y a las poblaciones inermes y sufridas no les han faltado casi nunca los medios indispensables para sobrevivir y esperar tiempos mejores. Ahora que finalmente se ha alcanzado la paz, comprometerse a conservarla se ha convertido también en un deber de gratitud hacia quienes han muerto por este noble ideal.

Que Dios conceda a Bosnia-Herzegovina, a todas las poblaciones de los Balcanes, de Europa y del mundo que el tiempo de la paz, en la justicia, no termine jamás.






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