Discursos 1997 100

100 2. Doy gracias a Dios porque he encontrado una Iglesia viva y, a pesar de las enormes adversidades y sufrimientos, llena de entusiasmo, que ha sabido llevar su cruz para testimoniar a todos la fuerza salvífica del mensaje evangélico. Esta Iglesia sigue anunciando que ha llegado el tiempo de la esperanza, y por ella se compromete concretamente en favor de la pacificación de los corazones exacerbados por el sufrimiento, invitando al ejercicio de una caridad fraterna que sepa abrirse a la acogida de todos, en el respeto a las ideas y los sentimientos de cada uno.

A punto de regresar a Roma, permitidme repetir las palabras: «¡Nunca más la guerra!». Es un deseo, pero también una oración que confío al corazón y a la mente de todos. Para Bosnia-Herzegovina ha llegado verdaderamente el tiempo de construir la paz. Para poder llevar a cabo una empresa tan ardua, es necesario que recurráis a vuestras mejores energías y a la colaboración con todos los habitantes de Bosnia-Herzegovina, conscientes de que todos los hombres son hermanos, porque todos son hijos del único Dios.

¡Cuántas veces, durante los años pasados, os he asegurado que «no estáis solos. Estamos con vosotros y seguiremos estándolo»! Toda la Iglesia está a vuestro lado en el difícil camino de construir una nueva civilización: la civilización del amor. Ahora, antes de partir, deseo deciros: permanezco espiritualmente con vosotros. Permanezco espiritualmente con vuestras familias y vuestras comunidades.

3. Agradezco, una vez más, a todos lo que han hecho para asegurar la serena realización de mi peregrinación. Doy las gracias, en particular, a las autoridades de Bosnia-Herzegovina y del cantón de Sarajevo, así como a las autoridades internacionales, por su colaboración. Gracias, asimismo, a usted, señor cardenal, a todos mis hermanos obispos, al clero, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos, al igual que a todos los que han querido manifestarme de diferentes modos su estima, respeto y afecto.

Dios omnipotente, rico en misericordia, os proteja y bendiga a todos.






A UN GRUPO DE PEREGRINOS


DE LA DIÓCESIS FRANCESA DE VANNES


Martes 15 de abril de 1997



Queridos amigos:

Vuestra presencia aquí me llena de alegría, porque me traéis a la mente una hermosa jornada de la última peregrinación que hice al pueblo de Dios que está en Francia. Doy las gracias a monseñor François-Mathurin Gourvès, obispo de Vannes, por haberos acompañado hasta aquí, para presentarme a los fieles devotos que colaboraron con empeño y discreción en la perfecta organización de mi visita a la tierra de Bretaña.

Al saludaros muy cordialmente, doy gracias con vosotros al Señor por la fe y la valentía apostólica de todos los que os llevaron el Evangelio hace tantos siglos, de los que lo inculturaron y lo fortificaron. Y, como dije el 20 de septiembre, «Nos dirigimos a santa Ana, que se apareció a Yves Nicolazic» y le dijo: «No temas. (...) Dios quiere que yo sea venerada en este lugar» (Homilía en Sainte Anne d’Auray, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de septiembre de 1996, p. 8). Sí, santa Ana veló para que los bretones y los fieles del oeste de Francia se unieran en la alegría, bajo la luz de Dios, bajo el sol.

Gracias a vuestro paciente trabajo, las parroquias y los movimientos de la diócesis pudieron manifestar su hermosa vitalidad. Os saludo hoy como los testigos de los laicos que «cada vez en mayor número se comprometen en la animación de la comunidad cristiana y en las estructuras de la vida pública y social » (ib., 4). Como vuestros padres, «sed constructores de la Iglesia en las nuevas generaciones» (ib.).

¿Y cómo no recordar el magnífico encuentro de las familias que realizasteis en el marco impresionante del «Parc du Memorial», muy cerca de la basílica de Santa Ana? Mi pensamiento se dirige a esos padres y esos hijos tan numerosos y alegres, y también a quienes afrontan con valentía alguna discapacidad. Espero que las familias cristianas sepan anunciar el evangelio de la vida a las generaciones actuales.

101 Un grupo de jóvenes se ha unido a vuestra peregrinación a Roma; los saludo con agrado. Queridos amigos, espero encontrarme con vosotros en París, el mes de agosto. Sé que antes acogeréis a numerosos coetáneos que llegarán de otros países. ¡Ojalá que esos encuentros, esas reflexiones y esa gran oración común os afiancen en la fe y os ayuden a preparar vuestro futuro! También a vosotros os repito lo que dije en Santa Ana de Auray: «La Iglesia ha sido enviada a todos los hombres (...) para anunciarles la salvación que Dios les brinda. Todos los cristianos son responsables de esta misión» (ib., 6).

Gracias, una vez más, por todo lo que hicisteis con competencia, con ocasión de mi visita a Bretaña. ¡Que Dios os bendiga a vosotros y a todos vuestros seres queridos!






A LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»


Viernes 18 de abril de 1997



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

1. Me alegra recibiros con ocasión de la XXII asamblea plenaria del Consejo pontificio «Cor unum». Saludo, en particular, a vuestro presidente, monseñor Paul Josef Cordes, a quien agradezco sus palabras de presentación. Quiero daros las gracias por vuestra entrega diaria al servicio de la Iglesia en el seno del Consejo y en los diferentes organismos católicos de todos los continentes. Sois protagonistas y animadores atentos, para afrontar las situaciones de urgencia, reaccionar frente a todas las formas de pobreza y esclavitud, y promover el desarrollo integral de las personas y los pueblos. Doy gracias con vosotros al Señor por lo que nos permite realizar para aliviar la miseria y los sufrimientos de nuestros hermanos.

Vuestro dicasterio, cuyo nombre evoca la unanimidad de la primera comunidad cristiana —que tenía un solo corazón en la oración, en la comunión y en la fracción del pan (cf. Hch Ac 2,42-47)—, cumple la misión de manifestar en la Iglesia la caridad, que tiene como fuente a Cristo. Y «la edificación del Cuerpo de Cristo se realiza mediante la caridad» (San Fulgencio de Ruspe, Carta a Ferrandus, 14).

2. Vuestra asamblea es, ante todo, una ocasión para hacer el balance de los veinticinco años de existencia del Consejo, creado en 1971 por Pablo VI. Sois administradores de Dios, encargados de gestionar con esmero los donativos de los fieles, sensibilizar a los cristianos ante las necesidades de sus hermanos, reavivar incesantemente los impulsos de generosidad en la Iglesia, armonizar y coordinar las diferentes intervenciones. Mediante vuestros programas de acción y vuestros trabajos, sois también fermentos de unidad en la Iglesia y portadores de esperanza para todos los pobres, que toman conciencia de la importancia del Evangelio en la transformación del mundo. Guiando las reflexiones teológicas y exegéticas para profundizar el sentido espiritual del servicio caritativo, devolvéis su nobleza a la caridad, que no puede reducirse a gestos aislados sin compromiso a largo plazo. Al mismo tiempo, habéis desarrollado oportunamente la formación en la práctica de la caridad, a fin de que la civilización del amor se extienda por todo el mundo.

Nuestra sociedad sufre numerosas crisis: aumenta el número de pobres, desplazados, marginados y personas sin casa; y crecen las desigualdades sociales y las formas de trabajo inhumano. El Consejo pontificio «Cor unum», al que el Papa Pablo VI dio una identidad específica que hay que conservar, es esencial para afrontar estas realidades. En una perspectiva global de las necesidades de nuestro mundo, tiene como objetivo armonizar las fuerzas y las iniciativas de los organismos católicos de ayuda, mediante el intercambio de información y una mayor cooperación (cf. carta Amoris officio dirigida al cardenal Villot, 15 de julio de 1971), en estrecha colaboración con los obispos diocesanos, que tienen la responsabilidad de guiar al pueblo de Dios y animar la vida pastoral, así como con el conjunto de las instituciones de las Iglesias particulares y con los demás organismos de la Curia romana que se ocupan de cuestiones relacionadas con la caridad, entendida en el sentido amplio del término. Del mismo modo, le corresponde entablar relaciones confiadas con los organismos especializados de la ONU, a los que felicito por su esfuerzo en favor de la erradicación de la pobreza, mediante un programa de gran amplitud, según el espíritu de los compromisos de la cumbre mundial de Copenhague.

El sentido de la caridad requiere que, cualquier intervención de ayuda, socorro y asistencia, se realice con espíritu de servicio y don gratuito, en beneficio del conjunto de las personas, sin segunda intención de eventual paternalismo o proselitismo, lo que haría pensar que la caridad se realiza con fines en parte políticos o económicos.

102 3. La actual asamblea de vuestro dicasterio también tiene como objetivo preparar el Año de la caridad, que precederá al gran jubileo del año 2000. La contemplación de la Trinidad lleva al hombre a vivir en el amor y lo impulsa a la caridad. San Mateo nos recuerda el vínculo profundo que existe entre la oración y la limosna. La oración dilata el corazón y hace que los hombres estén atentos; al desarrollar la fraternidad, la comunión nos permite tomar conciencia de que somos hijos de un mismo Padre (cf. Mt 6,1-15). Por eso, acudiendo a la fuente del amor, podremos amar verdaderamente (cf. Centesimus annus CA 25).

Ese último año de preparación, durante el cual dirigiremos nuestra mirada hacia el Padre de toda misericordia, es particularmente oportuno, ya que «la caridad es la forma de todas las virtudes » (santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II, q. 23, a. 8). La caridad nos introduce en el misterio de Dios, nos hace disponibles al Espíritu Santo, nos permite redescubrir el valor de la reconciliación con el Señor y con nuestros hermanos (cf. Tertio millennio adveniente TMA 50), y nos lleva a realizar obras buenas (cf. Jn Jn 14,12-17).

4. Es importante reavivar continuamente entre los fieles el deseo de manifestar el amor del Señor, que no hace diferencia entre las personas y busca, ante todo, el bien de los demás (cf. Veritatis splendor VS 82). «Mediante las obras de caridad, nos hacemos prójimo de aquel a quien hacemos el bien» (Orígenes, Comentario al los cantares, I), y tendemos la mano a nuestros hermanos; así, la Iglesia testimonia que cada persona vale más que todo el oro del mundo, y se preocupará mientras haya hombres y mujeres que sufren catástrofes o conflictos, que mueren de hambre y que no tienen lo necesario para alimentarse, vestirse, cuidar su salud y mantener a quienes tienen a su cargo.

5. Con el testimonio de la caridad fraterna, los discípulos de Cristo contribuyen también a la justicia, a la paz y al desarrollo de los pueblos. «La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1 CEC 889). El deseo de hacer que reine la justicia y la paz en nuestro mundo supone que nos preocupamos por compartir los recursos. La caridad contribuye a ello, puesto que crea vínculos de estima recíproca y amistad entre las personas y los pueblos. Suscita la generosidad de los hombres, que toman conciencia de la necesidad de una mayor solidaridad internacional. Conviene recordar que esto no puede realizarse sin un verdadero servicio a la caridad, que requiere no sólo saber compartir lo superfluo, sino también privarse de lo necesario. Como mostró muy bien san Ambrosio de Milán, distinguir entre lo necesario y lo indispensable permite a cada uno estar más abierto a sus hermanos necesitados con mayor generosidad, purificar su relación personal con el dinero y moderar su apego a los bienes de este mundo (cf. De Nabuthe).

6. El jubileo debe ayudar a que todos los miembros de la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad tomen conciencia de que se necesita su cooperación para afrontar el desafío de la comunión, la distribución equitativa de los bienes y la unión de las fuerzas; así, todos contribuirán a la edificación de una sociedad más justa y más fraterna, premisas del Reino, ya que el amor es un testimonio del Reino futuro, el único que puede transformar radicalmente el mundo. La caridad devuelve la esperanza a los pobres, que descubren verdaderamente que Dios los ama; todos tienen su lugar en la construcción de la sociedad y tienen derecho a disponer de lo que es útil para su subsistencia.

El amor a los pobres manifiesta la exigencia de la justicia social, como recuerda el documento El hambre en el mundo, que vuestro dicasterio publicó el año pasado. Pero, al mismo tiempo, conviene afirmar que la caridad va más allá de la justicia, puesto que es una invitación a pasar del orden de la simple equidad al orden del amor y de la entrega de sí, para que los vínculos que entablan las personas se funden en el respeto a los demás y en el reconocimiento de la fraternidad, que constituyen los fundamentos esenciales de la vida en sociedad. Labor de evangelización

7. Quienes practican la caridad realizan un profunda labor de evangelización; «pues el espíritu de pobreza y el de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo» (Gaudium et spes GS 88). A veces, la acción en la comunión es más elocuente que todas las enseñanzas; y los hechos, unidos a la palabra, son testimonios particularmente eficaces. Los discípulos del Señor deben recordar que servir a los pobres y a los que sufren significa servir a Cristo, que es la luz del mundo. Con su vida diaria en el amor que viene de él, los fieles contribuyen a difundir la luz en el mundo. La caridad es, asimismo, la suprema realización de los hombres; los conforma con el Señor y los hace libres ante los bienes terrenos. Así, pueden examinarse verdaderamente para saber si poseen los bienes o los bienes los poseen a ellos, si se sienten atraídos por las riquezas o si su corazón está disponible para sus hermanos.

8. Al término de este encuentro, queridos hermanos y hermanas, confío la actividad del Consejo pontificio «Cor unum» a la intercesión de la Virgen María, pidiéndole que os sostenga como sostuvo a los Apóstoles en el cenáculo, mientras esperaban al Espíritu de Pentecostés. Os imparto de corazón mi bendición apostólica a todos vosotros, a quienes colaboran con vosotros en las obras de caridad y a vuestros seres queridos.






A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESCANDINAVA


EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 19 de abril de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os doy la bienvenida a la «sede de Pedro» a vosotros, que estáis encargados de la pastoral del pueblo de Dios en Escandinavia. La visita «ad limina» os trae ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, para fortalecer la conciencia de vuestra responsabilidad de sucesores de los Apóstoles y mostrar con mayor intensidad vuestra comunión con el Obispo de Roma. En efecto, las visitas «ad limina» tienen un significado particular en la vida de la Iglesia: «constituyen como el culmen de las relaciones de los pastores de cada Iglesia particular con el Romano Pontífice» (Pastor bonus ). Agradezco de corazón al obispo de Helsinki y presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Paul Verschuren, las conmovedoras palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. No sólo nos han brindado información; también han expresado la unidad y la fidelidad que une «el extremo norte» con Roma.

103 Sigue vivo en mí el recuerdo de los diversos encuentros que, junto con vosotros, tuve con vuestros fieles. Me refiero a mi visita pastoral de 1989, así como al 600 aniversario de la canonización de Brígida de Suecia, acontecimiento que dos años después os brindó la oportunidad de realizar una peregrinación a Roma, «centrum unitatis» (Cipriano, De unitate, 7), el centro de la unidad. Con ocasión de vuestra última visita «ad limina», que realizasteis hace cinco años, reflexionamos juntos en el mandato y los deberes relacionados con vuestro oficio episcopal. Hoy os invito a reanudar las reflexiones de entonces y a proseguirlas desde el punto de vista de la idea y la realidad de la Iglesia, como la vivís en Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia, como contribuís a edificarla en cuanto «siervos de Cristo » (cf. Rm Rm 1,1) y como la guiáis «siendo modelos de la grey» (1P 5,3). Los días que paséis en Roma no os servirán sólo para los coloquios; también os ofrecerán la ocasión de peregrinar y profesar vuestra fe: profesión de la Iglesia, que Jesucristo fundó sobre Pedro, la piedra, «el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles » (Lumen gentium LG 23).

2. Creo en la Iglesia. En el «Credo» profesamos nuestra fe en la Iglesia, pero no confundimos a Dios y a su Iglesia, sino que referimos claramente a la bondad de Dios todos los dones que él ha derramado en su Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1,10 y 22). Por eso, nuestra profesión de fe en la Iglesia depende del artículo de fe en el Espíritu Santo. Como dice uno de los Padres, la Iglesia es el lugar en el que «florece el espíritu» (Hipólito, Traditio apostolica, 35). Asimismo, el concilio Vaticano II afirma: «Cristo es la luz de los pueblos» (Lumen gentium LG 1). La Iglesia no se ilumina a sí misma. No tiene otra luz que la de Cristo. Por esta razón, se la puede comparar con la luna, cuya luz es un reflejo del sol.

Queridos hermanos, os doy las gracias porque, dotados de los dones del Espíritu Santo, estáis preparados para llevar la «luz de Cristo» a esos países donde la naturaleza, con su juego de luces y sombras, de sol y luna, describe la imagen que utiliza el concilio de modo expresivo y a menudo dramático.

Aunque a veces vuestro corazón podría entristecerse porque la luz de Cristo, a pesar de todos vuestros esfuerzos, apenas se enciende, os animo a no perder vuestro celo, puesto que la luz de Cristo es más fuerte que la oscuridad más profunda. La experiencia personal que viví durante mi visita pastoral, así como la lectura de vuestros informes quinquenales, me han permitido conocer las diversas luces que habéis encendido durante los años pasados junto con vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y numerosos hombres y mujeres comprometidos. De ese modo, vuestras Iglesias particulares, «aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas » (Lumen gentium LG 26), reflejan las características expresadas en el «Credo».

3. Creo en la Iglesia una. Para vosotros, el ecumenismo es tan natural dentro de la vida eclesial como los peces en el agua. El diálogo interconfesional se lleva a cabo tanto en el ámbito privado como entre los líderes eclesiales, y no sólo con palabras. Me alegra que en Suecia luteranos y católicos veneren a santa Brígida. ¡Deberíais consideraros verdaderamente afortunados por esta «santa mujer ecuménica»! Su vida y sus obras constituyen una herencia que nos une. «¡Señor, muéstrame el camino y dispónme a seguirlo!». Esta invocación deriva de una oración suya, que aún hoy se reza en Suecia. Todas las iniciativas de esta «profetisa de la era moderna » pueden constituir el programa del movimiento ecuménico. Permitidme repetir lo que dije el 5 de octubre de 1991 ante la tumba de san Pedro, con ocasión del encuentro de oración por la unidad de los cristianos: «El ecumenismo es un viaje que se hace juntos, pero cuyo recorrido o duración no es posible establecer. No sabemos si el camino será fácil o difícil. Sólo sabemos que es nuestro deber proseguir juntos este viaje » (Homilía durante la celebración ecuménica con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de octubre de 1991, p. 7).

Me alegran las múltiples iniciativas que promovéis incansablemente en vuestras Iglesias particulares en el campo teológico, espiritual y litúrgico. Gracias a ellas, os habéis convertido en interlocutores competentes y dignos de confianza para los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Proseguid con valentía y determinación este camino de conocimiento y acercamiento recíprocos, fieles «a la verdad que recibimos de los Apóstoles y de los Padres» (Unitatis redintegratio UR 24). La visión común de Cristo es más fuerte que todas las divisiones de la historia que, con la ayuda de Dios, es necesario superar pacientemente. Como expliqué el 9 de junio de 1989, con ocasión del encuentro ecuménico celebrado en Upsala, «no todo se puede hacer de una vez, pero debemos hacer hoy lo que podamos, con la esperanza puesta en lo que será posible mañana» (Discurso en el encuentro ecuménico, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1989, p. 4). En este sentido trabaja hoy la Comisión mixta para el diálogo entre luteranos y católicos, lo cual me permite esperar que en el futuro se podrá alcanzar «la plenitud con la que el Señor quiere que crezca su Cuerpo en el curso de los tiempos» (Unitatis redintegratio UR 21). En el umbral del año 2000, hay dos aspectos que me interesan de modo particular: «Hay que proseguir en el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse más en la oración ecuménica» (Tertio millennio adveniente TMA 34). La búsqueda común de la verdad es tan importante como el testimonio común; sin embargo, más importante aún es la adoración común de quien «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Del espíritu de adoración nace el ecumenismo del testimonio, que hoy es más urgente que nunca (cf. Redemptoris missio RMi 50).

4. El Credo prosigue: Creo en la Iglesia santa. La Iglesia es santificada por Cristo, pues está unida a él. Sin embargo, existe una diferencia esencial entre Cristo y su Iglesia. Mientras que Cristo es santo, dado que no tuvo pecado, en el seno de la Iglesia viven también pecadores. Por esta razón, tiene necesidad de una purificación constante. «La Iglesia es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 19). En vuestros informes habéis descrito muy bien los obstáculos que la Iglesia y sus miembros encuentran al procurar vivir las exigencias de la santidad en una época de transformaciones sociales.

Debéis dar testimonio de la santidad de la Iglesia en las sociedades pluralistas en las que vivís. Aunque se convierten cada vez más en escenario de confrontación de diversos estilos de vida, son, al mismo tiempo, «areópagos» del diálogo entre el Estado y la Iglesia (cf. Redemptoris missio RMi 37). No sólo en las culturas modeladas por la religión, sino también en las sociedades seculares, muchas personas buscan la dimensión espiritual de la vida como medio de salvación frente a la deshumanización que experimentan diariamente. Este fenómeno, denominado «regreso a la religión», es ambiguo, pero encierra también un desafío. La Iglesia posee inestimables bienes espirituales, que desea ofrecer a los hombres. Para poder cumplir su mandato y mejorar constantemente sus relaciones con el Estado, la Iglesia necesita el reconocimiento pleno y la tutela de los derechos civiles que le corresponden en cuanto comunidad. Sólo así la santa Iglesia puede defender al «pueblo de la vida y para la vida» y contribuir «a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común» (Evangelium vitae EV 101).

Por ejemplo, se pone a dura prueba la santidad de los miembros de la Iglesia en el ámbito del respeto a la vida. Lo que ya ahora indicáis en vuestros informes quinquenales, en el futuro se convertirá para vosotros en un gran desafío: la tutela de la santidad de la vida. Cuando la sociedad se aparta progresivamente de su fundamento cristiano, se perjudica gravemente a sí misma. Lo observamos en la disolución gradual del matrimonio como forma fundamental de convivencia humana, tras lo cual viene la comercialización de la esfera sexual, que ya no se considera en su dignidad personal, sino como medio de satisfacción del deseo o como «necesidad». De aquí deriva inevitablemente la lucha entre los sexos y entre las generaciones. Observamos el mismo proceso de disolución en la actitud hacia los hijos por nacer. Afirmar que se puede interrumpir el embarazo porque el hijo es minusválido, para ahorrarle a él y a los demás el peso de la existencia, significa menospreciar a todos los minusválidos. Lo que vale para el comienzo de la vida humana, vale también y sobre todo para su fin. Nadie está tan enfermo, anciano o minusválido, que justifique que otro hombre se arrogue el derecho de disponer de su vida.

Por eso, queridos hermanos, os exhorto a dar el testimonio ecuménico de la santidad de la vida: esto no sólo significa respetar al otro en su diversidad, sino también amar con la convicción de que tenemos necesidad unos de otros, que nos entregamos recíprocamente, que vivimos unos para otros y que todos somos cristianos, a fin de realizar juntos el «cambio cultural» en una sociedad marcada «por una lucha dramática entre la "cultura de la vida" y la "cultura de la muerte"» (ib., 95). Repito mi «acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana!» (ib., 5).

Para poder trabajar ampliamente es muy necesario «comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas» (ib., 95). La formación de la conciencia tiene un significado particular. En efecto, la fe cristiana despierta la conciencia y funda la ética. Es plausible que vuestra pastoral preste particular atención a la labor de formación. Durante los años pasados habéis publicado la traducción al noruego y al sueco del Catecismo de la Iglesia católica. Seguirán las traducciones al danés y al finlandés. A pesar de los escasos medios financieros, no renunciéis tampoco en el futuro a la administración de algunas escuelas católicas. Considero particularmente meritoria la disponibilidad que mostráis a uniros a vuestros sacerdotes y a vuestros catequistas cuando impartís vuestra lección de fe y aceptáis invitaciones para ir a las escuelas. A este propósito, deseo mencionar la labor generosa de muchas mujeres y muchos hombres que en las parroquias y, cuando no se puede en estas últimas, en sus propias casas dan una «catequesis domiciliaria» para sembrar en el corazón de los jóvenes la semilla de la fe y recuperar lo que las escuelas estatales niegan a las nuevas generaciones. Una familia que transmite la palabra de Dios se convierte en una «comunidad creyente y evangelizadora» con un «cometido profético» (Familiaris consortio FC 51). Su casa es una pequeña Iglesia, una «Iglesia doméstica» (Lumen gentium LG 11).

104 5. La fuerza de nuestra fe no sólo se manifiesta con palabras, sino también en silencio. Innumerables comunidades e institutos religiosos trabajan incansablemente en vuestras Iglesias particulares para la edificación del reino de Dios. Mientras las ramas femeninas suelen seguir la tendencia general y presentan problemas con respecto a los nuevos brotes, existen también plantas tiernas que son prometedoras. Además de la reconstrucción de dos conventos benedictinos en Suecia, me refiero al «Carmelo más septentrional del mundo», que se fundó el 8 de septiembre de 1990 en Tromsø. En esa ocasión, doce monjas se trasladaron desde Islandia hasta el norte de Noruega. Desde entonces, el número de monjas ha aumentado hasta llegar a veinte. Con el Carmelo se ha manifestado un aspecto esencial de la existencia cristiana: la vida contemplativa, que da prioridad a la oración. El convento, arraigado en su centro, que es Jesucristo, irradia su luz a las comunidades parroquiales que lo rodean. No sólo los grandes titulares de los periódicos influyen eficazmente en las personas; también lo hace esta presencia discreta y, a la vez, segura de las monjas, que es otro aspecto completamente diferente, pero no por ello menos misionero de la «Iglesia santa», puesto que «la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero» (Christifideles laici CL 17). Algo tan pequeño como una semilla de mostaza puede encerrar en sí la potencialidad de crecimiento de un gran árbol. Deberíamos poner nuestra esperanza en esto cuando rezamos el «Credo».

6. Creo en la Iglesia católica. A propósito del número de miembros de vuestras Iglesias particulares, escaso con respecto al conjunto de la población, a veces podríais sentir la tentación de plantearos esta pregunta preocupante: «¿Acaso somos un insignificante gusano? » (cf. Is Is 41,14). Sobre todo, ¿somos todos católicos, en el sentido pleno del término? Puedo compartir estos sentimientos y estos pensamientos, y os exhorto, queridos hermanos, como Jesús exhortó a sus discípulos desalentados: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el reino» (Lc 12,32). Con esto no sólo quería infundirles la esperanza en el más allá, sino también en el presente: «Porque el reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21). El reino de Dios ya está en medio de vosotros en Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia. Aunque exteriormente vuestras Iglesias particulares estén muy dispersas y sean numéricamente escasas, en ellas se halla presente Jesucristo a través de vuestro servicio episcopal. «La Iglesia católica está donde está Cristo» (Ignacio de Antioquía, Ad Smyrn., 8, 2). Contiene «la totalidad o plenitud de los medios de salvación» (Ad gentes AGD 6): la profesión auténtica y completa de fe, que ha plasmado enteramente la vida sacramental y el servicio de santificación en la sucesión apostólica. En este sentido fundamental, la Iglesia ya era católica el día de Pentecostés, y seguirá siéndolo hasta el día en que Cristo, en cuanto cabeza del Cuerpo de la Iglesia, sea todo en todos (cf. Ef Ep 1,22-23). Reconozco con gratitud vuestro compromiso en favor de la Iglesia católica en Escandinavia y, en particular, vuestros esfuerzos al servicio del anuncio y en la administración de los sacramentos. Además, mostráis gran celo por visitar, junto con vuestros pastores, las comunidades parroquiales, a veces muy distantes y dispersas. Os aliento a difundir la catolicidad entre vuestros fieles mediante encuentros y manifestaciones que vayan más allá de los confines de las parroquias. He sabido con gran alegría que queréis organizar en el año 2000 un «Katholikentag» para toda Escandinavia. Con esta iniciativa deseáis preparar para el norte de Europa una «gran primavera cristiana, cuyo comienzo ya se vislumbra » (Redemptoris missio RMi 86).

Por último, junto con mujeres y hombres generosos, mostráis que en vuestro corazón late un auténtico espíritu católico cuando, con los pocos ingresos de que disponéis para fines caritativos y pastorales, contribuís de modo solidario a promover proyectos misioneros. No podría dejar de mencionar vuestro compromiso de amor a vuestro prójimo, en lo pequeño o en lo grande. Esto, entre otras cosas, ha permitido que nuestro hermano monseñor Kenney desempeñe ya desde hace años el cargo de presidente de la Cáritas europea.

7. Permitidme afrontar un problema que me preocupa mucho: me decís que el domingo, en algunas catedrales, se celebra la eucaristía incluso en siete lenguas diversas. De ese modo, a causa de los movimientos migratorios y de la sociedad multicultural, os encontráis ante una catolicidad que recuerda el primer Pentecostés. Por una parte, esta internacionalidad representa un enriquecimiento, pero, por otra, también un peligro para la unidad y la identidad. Las críticas y el rechazo que soportan algunas personas que proceden de otros países fomentan el odio racial y levantan barreras. Esto es negativo, en particular, para los refugiados procedentes de Asia y Sudamérica. «No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,26). Con vuestro afecto y vuestro ejemplo, mostrad a los sacerdotes y a los creyentes que os han sido encomendados que la multiplicidad de dones de la gracia, «para provecho común» (1Co 12,7), puede ser una gran fuente de enriquecimiento. «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12,4-5). No es el número de los fieles lo que constituye la catolicidad de la Iglesia, sino la fuerza que viene de lo alto y se difunde. La pequeña semilla de mostaza posee precisamente esto. Por tanto, ¡no temas, pequeño rebaño! Vigila siempre para que ningún ladrón y ningún salteador entre en tu redil (cf. Jn Jn 10,7-10). Por eso os recomiendo que prestéis atención «en este tiempo en el que sectas cristianas y paracristianas siembran confusión» (Redemptoris missio RMi 50) y constituyen una amenaza para la Iglesia católica y para todas las comunidades eclesiales con las que mantiene diálogo. «Donde sea posible y según las circunstancias locales, la respuesta de los cristianos deberá ser también ecuménica » (ib.). Esto os corresponde en particular a vosotros, que habéis recibido el oficio apostólico.

8. Creo en la Iglesia apostólica. A través de vosotros, queridos hermanos, Cristo prosigue su mandato: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Sin embargo, el oficio apostólico tiene potestad sólo «cuando se ejerce junto con su cabeza, el Romano Pontífice» (Lumen gentium LG 22). Me alegra que los vínculos de nuestra comunión apostólica sean tan estrechos, y os aseguro la participación interior del Sucesor de Pedro. Subrayo esta seguridad, precisamente porque deduzco de vuestros informes que el oficio apostólico es necesario en vuestras Iglesias como una roca firme en medio de la marea.

También en vuestros países aumentan los casos de divorcio civil. El problema pastoral de los divorciados vueltos a casar es cada vez más urgente. Repito lo que dije el pasado 24 de enero con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia: no se les puede admitir a la comunión eucarística ni a la reconciliación en el sacramento de la penitencia; sin embargo, estos hombres y mujeres deben saber que la Iglesia los ama, los acompaña y sufre por su situación. Los divorciados vueltos a casar son miembros suyos, pues han recibido el bautismo y han conservado la fe cristiana (cf. Familiaris consortio FC 84). Los pastores deben estar cerca de ellos con amor solícito, para que perseveren en la oración y mantengan la confianza en el amor paterno de Dios (cf. ib.).

Las Iglesias luteranas han permitido recientemente a las mujeres desempeñar funciones de dirección, entre las cuales figura también la del episcopado. Reafirmo con fuerza que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (Ordinatio sacerdotalis, 4).

9. Por lo que respecta a todas estas cuestiones, si no hubiera mujeres y hombres generosos que os apoyaran en vuestro esfuerzo por introducir los valores cristianos en una sociedad secularizada, seríais como quien «clama en el desierto» (Mc 1,3). Ya el Concilio había reconocido que la obra de los laicos es tan necesaria, «que sin ella el mismo apostolado de los pastores no podría con gran frecuencia conseguir plenamente su efecto» (Apostolicam actuositatem AA 10). Pero no se trata sólo de un hermoso llamamiento. Un pasaje particularmente significativo de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de mi predecesor Pablo VI merece ser recordado en esta ocasión: «Lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio (...). La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas» (n. 20). Hombres y mujeres capaces de promover y alentar, os exhorto a anunciar el Evangelio «en todos los caminos del mundo» (Christifideles laici CL 44). Un camino importante del mundo actual es el de los medios de comunicación social, en cuyo ámbito no debe faltar la voz de la Iglesia. Aunque en todos los países confiados a vuestra solicitud pastoral existen publicaciones eclesiales que informan a los católicos sobre los acontecimientos de la diócesis y del mundo, os animo a insertaros cada vez más como sal, levadura y luz en el ámbito de los medios de comunicación social. El mundo no necesita un vago sentimiento religioso, sino la claridad del mensaje de «vida en abundancia» (cf. Jn Jn 10,10), que exige mucho de cada uno, pero que también da sentido a su existencia y los hace dignos de ser hombres. ¡No deis a los hombres sólo lo que desean! ¡Dadles lo que necesitan! Dedicarse a esta tarea significa realizar el servicio apostólico.

10. Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Queridos hermanos, hemos reflexionado en el significado que esta profesión tiene para vosotros y para vuestras Iglesias particulares. ¿Qué sería esta Iglesia sin los sacerdotes? Entre vosotros no hay una grave carencia de sacerdotes, pero faltan fuerzas autóctonas. Por eso, os pido que os preocupéis particularmente de las nuevas generaciones de sacerdotes, aunque conozco los esfuerzos que habéis realizado durante los años pasados por dar una forma concreta a las estructuras y a los procesos de formación. El Colegio sueco en Roma, que acoge a estudiantes procedentes de toda Escandinavia, así como la cooperación concreta y el apoyo financiero que os unen a la Iglesia en Alemania, son una base sobre la que se puede edificar. Más que las condiciones externas, deben funcionar los requisitos internos. No podemos crear vocaciones, pero podemos desearlas.

Más de tres siglos nos separan del naturalista, médico y obispo Niels Stensen, que nació en Copenhague y en su época desempeñó su ministerio como vicario apostólico para las misiones del norte. Desde entonces la filosofía, la medicina y la teología han progresado ulteriormente. A nosotros nos ha quedado toda la responsabilidad de centrar la vida en la fe y en la ética cristianas. Lo que el obispo Niels Stensen escribió entonces a la Congregación de Propaganda fide sobre el éxito de sus esfuerzos vale también hoy para nosotros: «Cuanto menos la previsión humana espera cosas de Dios, tanto más claramente se manifiesta poco a poco la Providencia divina. En el campo del apostolado es necesario comportarse apostólicamente y aprovechar las ocasiones tal como se presentan, confiando en el éxito de la misericordia divina» (Epistolae II, 809).

Pongo en las manos de Dios vuestras múltiples obras pastorales y las alegrías y los dolores que vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos experimentan en su vida de fe. A vosotros, y a todos aquellos de quienes os ocupáis, os encomiendo a la intercesión de la Madre de Dios, María, a quien honramos también como Madre de la Iglesia, y os imparto mi bendición apostólica a todos.

Discursos 1997 100