Discursos 1997 104


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS NUEVOS EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE

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Jueves 24 de abril de 1997

Señores embajadores:

1. Recibo con placer de manos de vuestras excelencias las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de sus respectivas naciones ante la Santa Sede. Al comienzo de vuestra nueva misión, os expreso mis mejores deseos y os doy la bienvenida a Roma, ciudad donde una civilización antigua no sólo ha dejado su huella en las piedras, sino también en la cultura y en la expresión de los valores morales y espirituales que los hombres han vivido a lo largo de los tiempos.

2. Mi reciente viaje a Sarajevo me impulsa a lanzar de nuevo, por medio de vosotros, un vibrante llamamiento en favor de la paz entre las comunidades humanas dentro de cada país y entre las naciones. Conocéis el valor que la Iglesia atribuye al buen entendimiento entre los pueblos, para permitir a cada uno vivir con serenidad y edificar juntos la ciudad terrena. Los fenómenos de mundialización que se manifiestan son, a veces, el origen de tensiones sociales. Sin embargo, pueden ser una fuente de dinamismo para los países y para los intercambios amistosos de los hombres. Esto implica que se profundicen incesantemente las reglas de la vida internacional, inspirándose en los principios éticos.

Conviene, ante todo, recordar el lugar preeminente del hombre, creado para vivir en sociedad, pero que no puede reducirse a esta dimensión comunitaria de su existencia. Por sus prerrogativas y funciones, el Estado es el primer garante de las libertades y los derechos de la persona humana, a saber, del respeto a toda persona, en virtud de su dignidad; en efecto, puesto que es un ser espiritual, el hombre es el valor fundamental y cuenta más que todas las estructuras sociales en las que participa: «Toda amenaza contra los derechos del hombre, sea en el marco de sus bienes espirituales o en el de sus bienes materiales, va contra esta dimensión fundamental» (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 11). Esta atención a los derechos del hombre por parte de las autoridades da a todos los ciudadanos confianza en las instituciones nacionales, encargadas de garantizar su tutela.

3. Tanto en la vida pública como en los diferentes campos de la vida social, todos los hombres también deben favorecer el diálogo. Esto permite a cada persona y a cada grupo sentirse reconocido en su diversidad y, al mismo tiempo, llamado a servir a su patria. A quienes por diversas razones ejercen una responsabilidad pública les corresponde velar por la integración de las personas que viven en un mismo territorio, para que su acción contribuya al bien de todos. Cuando algunos miembros de la comunidad nacional no participan con interés en el destino de su país, su marginación progresiva abre el camino a múltiples formas de violencia. Por el contrario, el reconocimiento de las diferencias religiosas y culturales, su consideración por parte del Estado, así como la invitación a cada uno a trabajar con vistas al bien común, son elementos que refuerzan en todos los ciudadanos el amor a su patria y el deseo de trabajar por su unidad y su crecimiento, así como la apertura a los demás, que incluye la acogida fraterna de los desplazados y los extranjeros.

4. En cada país y en la comunidad internacional las autoridades y los interlocutores sociales se preocupan por desarrollar una solidaridad efectiva entre los ciudadanos y entre los pueblos. Frente a las crecientes dificultades que atraviesan numerosos países, una mayor solidaridad se traduce, ante todo, en ayudas de urgencia. A este propósito, me complacen los esfuerzos de la comunidad internacional y de numerosos organismos en favor de la ayuda humanitaria, para asistir a los países más pobres del planeta, llevar ayuda a las poblaciones civiles de las zonas en conflicto, acoger a las personas obligadas a huir de su tierra y ofrecer asistencia a las regiones afectadas por diferentes catástrofes naturales.

Pero esta solidaridad se manifiesta también de otro modo. En efecto, mediante una asistencia técnica y una formación apropiadas, conviene impulsar a los países que salen de períodos difíciles a crear instituciones democráticas estables, valorizar sus propias riquezas para el bien de todos sus habitantes y asegurar a las poblaciones una educación moral, cívica e intelectual. Sólo favoreciendo la promoción integral de las personas se ayudará realmente a los países a desarrollarse, a ser protagonistas de su progreso e interlocutores de la vida internacional, y a afrontar con confianza el futuro. Por su parte, la ONU, gracias a los objetivos del decenio para la erradicación de la pobreza, establecidos en la cumbre de Copenhague, ha lanzado un llamamiento particularmente oportuno a todos los países para que redoblen sus esfuerzos en este campo.

5. Vuestros conciudadanos católicos, tanto clérigos como laicos, desean comprometerse en favor de la sociedad nacional, apoyándose en los principios morales que la Santa Sede no deja de enseñar y desarrollar. En particular, participan activamente en los campos de la educación, la sanidad y la acción caritativa, que son tres formas de servicio mediante las cuales quieren ayudar a los jóvenes a construir su personalidad y acompañar a las personas que sufren. Así, a los que viven a su alrededor, respetando sus creencias específicas y sin espíritu de proselitismo, les muestran el rostro de amor de Dios. La libertad de religión y la libertad de conciencia, de las que deben gozar ellos y todos sus compatriotas, en virtud de la equidad entre todos los ciudadanos de una nación, les permiten desarrollar su vida espiritual, encontrando en la oración personal y en las celebraciones comunitarias la fuente de su dinamismo en el mundo.

6. Señores embajadores, nuestro encuentro me brinda la ocasión de confiaros estas reflexiones. Al término de esta ceremonia, mi pensamiento va a los Estados que representáis ante el Sucesor de Pedro y a sus gobernantes. Os ruego que les expreséis los profundos sentimientos que albergo hacia ellos, así como la atención que les presto. Formulo en la oración votos de paz y prosperidad para vuestros compatriotas. Sobre vosotros, vuestras familias, vuestros colaboradores y vuestros compatriotas, invoco la abundancia de los beneficios divinos.






A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES


Viernes 25 de abril de 1997



Señor presidente;
106 señoras y señores académicos:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la asamblea plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales, dedicada a una reflexión sobre el tema del trabajo, que ya fue abordado el año pasado. La elección de este tema es particularmente oportuna, ya que el trabajo humano «es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social» (Laborem exercens
LE 3). Las profundas transformaciones económicas y sociales que vivimos hacen que el tema del trabajo sea cada vez más complejo y tenga graves repercusiones humanas, puesto que suscita angustias y esperanzas en numerosas familias y personas, especialmente entre los jóvenes.

Agradezco a vuestro presidente, el señor profesor Edmond Malinvaud, sus amables palabras y la disponibilidad que muestra en la joven Academia pontificia. Os renuevo a todos mi gratitud por la generosidad con que, en el seno de esta institución, ponéis vuestra competencia no sólo al servicio de la ciencia, sino también de la doctrina social de la Iglesia (cf. Estatuto, art. 1).

2. En efecto, el servicio que debe prestar el Magisterio en este campo ha llegado a ser hoy más exigente, ya que debe afrontar una situación del mundo contemporáneo que cambia con extraordinaria rapidez. Ciertamente, la doctrina social de la Iglesia, en la medida en que propone principios fundados en la ley natural y en la palabra de Dios, no está a merced de los cambios de la historia.

Sin embargo, estos principios pueden precisarse continuamente, sobre todo en sus aplicaciones concretas. Y la historia muestra que el corpus de la doctrina social se enriquece permanentemente con perspectivas y aspectos nuevos, en relación con el desarrollo cultural y social. Me complace subrayar la continuidad fundamental y la naturaleza dinámica del Magisterio en materia social, con ocasión del trigésimo aniversario de la encíclica Populorum progressio, con la que el Papa Pablo VI, el 26 de marzo de 1967, después del concilio Vaticano II y siguiendo el camino abierto por el Papa Juan XXIII, propuso una relectura perspicaz de la cuestión social en su dimensión mundial.

¡Cómo no recordar el grito profético que lanzó, haciéndose voz de los sin voz y de los pueblos más necesitados! Pablo VI quiso así despertar las conciencias, mostrando que el objetivo que se debía alcanzar era el desarrollo integral mediante la promoción «de todos los hombres y de todo el hombre» (cf. Populorum progressio, 14). Con ocasión del vigésimo aniversario de este último documento, publiqué la encíclica Sollicitudo rei socialis, en la que proseguí y profundicé el tema de la solidaridad. Durante estos últimos diez años, numerosos acontecimientos sociales, en particular el derrumbamiento de los sistemas comunistas, han cambiado considerablemente la faz del mundo. Ante la aceleración de los cambios sociales, conviene realizar hoy, de manera continua, verificaciones y evaluaciones. Esta es la misión de vuestra Academia que, tres años después de su fundación, ya ha dado contribuciones iluminadoras; su actividad es particularmente prometedora para el futuro.

3. Entre vuestras investigaciones actuales, es de gran interés la profundización del derecho al trabajo, especialmente si se considera la tendencia actual a la «liberalización del mercado». Se trata de un tema sobre el que el Magisterio se ha expresado muchas veces. El año pasado os recordé personalmente el principio moral según el cual las exigencias del mercado, caracterizadas fuertemente por la competitividad, no deben «ir contra el derecho fundamental de todo hombre a tener un trabajo que le permita vivir con su familia» (Discurso a la Academia pontificia de ciencias sociales, 22 de marzo de 1996, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 12). Reanudando hoy este tema, quiero subrayar que la Iglesia, cuando enuncia este principio, no pretende en absoluto condenar la liberalización del mercado en sí, sino que pide que se la considere y aplique respetando el primado de la persona humana, a la que deben someterse los sistemas económicos.

La historia muestra ampliamente la caída de los regímenes caracterizados por la planificación, que atentan contra las libertades cívicas y económicas. Sin embargo, esto no avala a los modelos diametralmente opuestos, pues, por desgracia, la experiencia demuestra que una economía de mercado abandonada a una libertad incondicional no puede ofrecer los más beneficios posibles a las personas y a las sociedades. Es verdad que el asombroso impulso económico de algunos países recientemente industrializados parece confirmar el hecho de que el mercado puede proporcionar riqueza y bienestar, incluso en regiones pobres. Pero, en una perspectiva más amplia, no se puede olvidar el precio humano de esos procesos. Sobre todo, no se puede olvidar el escándalo continuo de las graves desigualdades entre las diferentes naciones, y entre las personas y los grupos dentro de cada país, como habéis subrayado en vuestra primera asamblea plenaria (cf. El estudio de la tensión entre la igualdad humana y las desigualdades sociales desde la perspectiva de las diversas ciencias sociales, Ciudad del Vaticano, 1996).

4. Todavía hay demasiadas personas pobres en el mundo, que ni siquiera tienen acceso a una mínima parte de la opulenta riqueza de una minoría. En el marco de la «globalización» de la economía, también llamada «mundialización» (cf. Centesimus annus CA 58), la transferencia fácil de los recursos y de los sistemas de producción, realizada únicamente en virtud del criterio del mayor número posible de beneficios y en razón de una competitividad desenfrenada, aunque aumenta las posibilidades de trabajo y el bienestar en ciertas regiones, al mismo tiempo excluye otras regiones menos favorecidas y puede agravar el desempleo en países de antigua tradición industrial. La organización «globalizada » del trabajo, aprovechando la indigencia extrema de las poblaciones en vías de desarrollo, lleva frecuentemente a graves situaciones de explotación, que desprecian las exigencias elementales de la dignidad humana.

Frente a esas orientaciones, es esencial que la acción política asegure un equilibrio del mercado en su forma clásica, mediante la aplicación de los principios de subsidiariedad y solidaridad, según el modelo del Estado social. Si este último funciona de manera moderada, evitará también un sistema de asistencia excesiva, que crea más problemas de los que soluciona. Con esta condición, será una manifestación de civilización auténtica y un instrumento indispensable para la defensa de las clases sociales más necesitadas, oprimidas frecuentemente por el poder exorbitante del «mercado global». En efecto, hoy se aprovecha la posibilidad que dan las nuevas tecnologías de producir e intercambiar casi sin ningún límite, en todos los lugares del mundo, para reducir la mano de obra no cualificada e imponerle numerosas obligaciones, apoyándose, después de la caída de los «bloques» y la desaparición progresiva de las fronteras, en una nueva disponibilidad de trabajadores escasamente retribuidos.

5. Por otra parte, ¿cómo subestimar los riesgos de esta situación, no sólo en función de las exigencias de la justicia social, sino también en función de las perspectivas más amplias de la civilización? De por sí, un mercado mundial organizado con equilibrio y una buena regulación puede aportar, además del bienestar, el desarrollo de la cultura, la democracia, la solidaridad y la paz. Pero se pueden esperar efectos muy diferentes de un mercado salvaje que, con el pretexto de la competitividad, prospera explotando a ultranza al hombre y el ambiente. Este tipo de mercado, éticamente inaceptable, sólo puede tener consecuencias desastrosas, por lo menos a largo plazo. Tiende a homologar, generalmente en sentido materialista, las culturas y las tradiciones vivas de los pueblos; erradica los valores éticos y culturales fundamentales y comunes; amenaza con crear un gran vacío de valores humanos, «un vacío antropológico », sin tener en cuenta que compromete de manera muy peligrosa el equilibrio ecológico. Así pues, ¿cómo no temer una explosión de comportamientos desviados y violentos, que generarían fuertes tensiones en el cuerpo social? La libertad misma se vería amenazada, e incluso el mercado que hubiera aprovechado la ausencia de trabas. Así pues, la realidad de la «globalización», considerada de una manera equilibrada tanto en sus potencialidades positivas como en sus aspectos preocupantes, invita a no dilatar una armonización entre las «exigencias de la economía» y las exigencias de la ética.

107 6. Sin embargo, es necesario reconocer que, en el marco de una economía «mundializada», la regulación ética y jurídica del mercado es objetivamente más difícil. En efecto, para lograrla eficazmente ya no bastan las iniciativas políticas internas de los diferentes países; son necesarias la «concertación entre los grandes países» y la consolidación de un orden democrático mundial con instituciones donde «estén igualmente representados los intereses de toda la gran familia humana» (Centesimus annus CA 58). No faltan las instituciones a nivel regional o mundial. Pienso, en particular, en la Organización de las Naciones Unidas y en sus diversos organismos con vocación social. Pienso también en el papel que desempeñan instituciones como el Fondo monetario internacional y la Organización mundial del comercio. Es urgente que, en el campo de la libertad, se afiance una cultura de las «reglas», que no se limite a la promoción del simple funcionamiento comercial, sino que, gracias a instrumentos jurídicos seguros, se preocupe por la defensa de los derechos humanos en todos los lugares del mundo. Cuanto más «global» es el mercado, tanto más debe equilibrarse mediante una cultura «global» de la solidaridad, atenta a las necesidades de los más débiles. Desgraciadamente, a pesar de las grandes declaraciones de principio, esta referencia a los valores está cada vez más amenazada por el resurgimiento de egoísmos por parte de naciones o grupos, y también, en un nivel más profundo, por un relativismo ético y cultural bastante difundido, que pone en peligro la percepción del sentido mismo del hombre.

7. La Iglesia, con todo, no dejará de recordar que aquí está el nudo gordiano que hay que cortar, el punto crucial en relación con el cual deben situarse las perspectivas económicas y políticas, para precisar sus fundamentos y su posibilidad de encuentro. Por eso, habéis puesto con razón en el orden del día los problemas del trabajo y, a la vez, los de la democracia. Las dos problemáticas están inevitablemente unidas. En efecto, la democracia sólo es posible «sobre la base de una recta concepción de la persona humana» (ib., 46), y eso implica que hay que reconocer a cada hombre el derecho a participar activamente en la vida pública, con vistas a la realización del bien común. Pero ¿cómo se puede garantizar la participación en la vida democrática a alguien que no está convenientemente protegido en el plano económico y que, incluso, carece de lo necesario? Cuando no se respeta plenamente incluso el derecho a la vida, desde su concepción hasta su fin natural, como un derecho absolutamente imprescriptible, se desnaturaliza la democracia desde dentro y las reglas formales de participación se convierten en una coartada, que disimula la prevaricación de los fuertes contra los débiles (cf. Evangelium vitae EV 20 y 70).

8. Señoras y señores académicos, os agradezco mucho las reflexiones que realizáis sobre estos temas fundamentales. No sólo está en juego un testimonio eclesial cada vez más pertinente, sino también la construcción de una sociedad que respete plenamente la dignidad del hombre, que nunca puede ser considerado un objeto o una mercancía, puesto que lleva en sí la imagen de Dios. Los problemas que se nos presentan son inmensos, pero las generaciones futuras nos pedirán cuenta de la manera como hemos ejercido nuestras responsabilidades. Más aún, somos responsables de ello ante el Señor de la historia. Por tanto, la Iglesia cuenta mucho con vuestro trabajo, caracterizado por su rigor científico, atento al Magisterio y, al mismo tiempo, abierto al diálogo con las múltiples tendencias de la cultura contemporánea.

Invoco la abundancia de las bendiciones divinas sobre cada uno de vosotros.






A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE ESCOCIA


EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 25 de abril de 1997




Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Mientras la Iglesia sigue celebrando con alegría pascual «la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 P 1,3), os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Escocia, con el amor de nuestro Señor y Salvador: «Gracia y paz a vosotros de parte de aquel que es, que era y que va a venir» (Ap 1,4). Vuestra visita ad limina Apostolorum es una celebración de la naturaleza profunda y llena de gracia de la comunión colegial, que nos une en el servicio a Cristo y a su Iglesia. Ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo reafirmáis vuestra fidelidad y la del pueblo católico de Escocia al Sucesor de Pedro, la roca en la que el Señor sigue construyendo su Iglesia (cf. Mt Mt 16,18). Deseo que sepáis que en las alegrías y las esperanzas, los sufrimientos y las preocupaciones de vuestro ministerio, no he dejado nunca de «recordaros en mis oraciones, pues tengo noticia de vuestra caridad y de vuestra fe» (cf. Flm Phm 4-5).

Ahora que nos preparamos para entrar en el tercer milenio, el Espíritu Santo exhorta a la Iglesia a cumplir su sagrado deber de predicar el Evangelio a toda la creación (cf. Mc Mc 16,16). El gran jubileo del año 2000 nos invita a intensificar nuestros esfuerzos por cumplir la misión de Cristo en el mundo. La Iglesia en Escocia está celebrando dos grandes aniversarios, que confirman y fortalecen de modo particular esa llamada. El 9 de junio se cumple el XIV centenario de la muerte de san Columbano, el gran apóstol de las montañas y las islas de Escocia. Su labor apostólica dio renovado impulso a la difusión de la fe que, dos siglos antes, había llevado al norte de Gran Bretaña san Ninián, cuyo XVI centenario, por una feliz coincidencia, también celebráis en agosto de este año. El heroísmo, la entrega y la santidad de estos intrépidos evangelizadores resplandecen aún hoy como un modelo, sobre todo para los pastores de almas, con vistas a la proclamación de Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8).

2. Sois afortunados al tener como colaboradores a sacerdotes que son verdaderamente «hombres de Dios», generosos para afrontar las exigencias perennes, pero siempre nuevas, de su ministerio. También a ellos les envío mi afectuoso saludo, y en este contexto os invito a alentar, desarrollar y profundizar las iniciativas de los últimos años destinadas a fortalecer la espiritualidad del clero diocesano, entendida como «comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús» (Pastores dabo vobis PDV 57). Haced todo lo que esté a vuestro alcance para fomentar un sentido seguro y fiel de la identidad sacerdotal. Eso constituirá la base indispensable para un esfuerzo constante por promover un número mayor de vocaciones al servicio del pueblo de Dios en el ministerio ordenado.

Si la Iglesia en Escocia quiere afrontar con éxito el desafío de la evangelización en el tercer milenio cristiano, debe seguir asegurando que un número suficiente de jóvenes con talento respondan ahora a la llamada de Cristo. Vuestros seminarios tienen la delicada tarea de inspirar el ideal del sacerdocio en estos candidatos a las órdenes a fin de que, después de la formación espiritual, intelectual y pastoral que la Iglesia en su sabiduría ha establecido para los futuros ministros del altar, los nuevos sacerdotes, mediante su predicación y la celebración de los sacramentos, sigan construyendo comunidades cristianas centradas en la presencia salvífica del Señor resucitado.

108 En vuestro servicio a la Iglesia, vosotros y vuestros sacerdotes podéis contar con el apoyo de los generosos miembros de los institutos de vida consagrada presentes en vuestro país, los cuales dan testimonio del amor indiviso a Cristo y a su Iglesia que se manifiesta en la observancia de los consejos evangélicos. Demos gracias juntos al Señor de la mies por los religiosos de vuestras diócesis. Mostradles que los amáis y los apreciáis como vuestros colaboradores leales en la comunidad de fe.

3. El aspecto de vuestro ministerio episcopal sobre el que deseo reflexionar principalmente con vosotros es el de vuestra misión como maestros de la fe. Los fieles esperan que sus obispos sean «maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Ellos predican al pueblo que tienen confiado la fe» (Lumen gentium
LG 25). Por eso, con el apóstol Pablo, os exhorto solemnemente: «Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo» (2Tm 4,2). El primer deber del obispo es el de predicar a Jesucristo, «el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos» (Ph 3,10). Sólo en él el hombre puede encontrar el sentido de su vida aquí en la tierra: él es el centro de la creación, y toda la historia humana se dirige hacia él como su única explicación y su único fin. El deber de predicar con audacia el Evangelio es más urgente cuando la sociedad empieza a perder el sentido de Dios: como obispos no tenemos que cansarnos de invitar a nuestros hermanos al conocimiento y al amor de Jesucristo.

Por eso, os insto a «dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), con constancia y determinación, asegurándoos de que vuestro pueblo reciba la verdad que lo hace libre (cf. Jn Jn 8,32). La enseñanza valiente, sincera y persuasiva que aplica la doctrina de la Iglesia a las situaciones prácticas locales es esencial para sostener la vida espiritual y moral de los fieles. Es también un modo eficaz de reevangelizar a quienes «han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio» (Redemptoris missio RMi 33). Es crucial para vuestro liderazgo eclesial desarrollar las consecuencias del Evangelio para la vida cristiana en el mundo y aplicarlo a las nuevas situaciones, especialmente a través de cartas pastorales individuales o colectivas sobre cuestiones vitales de fe y moral. En este tiempo los católicos, junto con los demás cristianos, deben llevar el vigor del Evangelio al compromiso por defender y promover los valores fundamentales sobre los que se ha de construir una sociedad verdaderamente digna del hombre.

4. Como habéis propuesto a menudo en vuestra enseñanza, la renovación de la comunidad cristiana y de la sociedad en el umbral del tercer milenio pasa por la familia. El fortalecimiento de la comunión de personas en la familia es el gran antídoto contra el egoísmo y el sentido de aislamiento, tan comunes hoy. La solicitud pastoral en favor de la familia requiere de vosotros «interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias y a cuantos, en las diversas estructuras diocesanas, os ayudan en la pastoral de la familia» (Familiaris consortio FC 73). Debéis infundir una nueva confianza en que Cristo, el Esposo, acompaña a los matrimonios, fortaleciéndolos con el poder de su gracia y capacitándolos para servir a la vida y al amor de acuerdo con el plan de Dios «desde el comienzo» (Mt 19,4). Las organizaciones diocesanas implicadas, así como las parroquias y las escuelas, deberían ser profundamente conscientes de la necesidad urgente de preparar a los jóvenes para la vida matrimonial y la paternidad, y se debería realizar todo tipo de esfuerzo para organizar medios prácticos de apoyo a los matrimonios ya existentes y de asistencia a las parejas que atraviesan dificultades.

La Iglesia, buscando el bien de las personas y de la sociedad, y obediente a la voluntad divina, no deja nunca de proclamar que el matrimonio es una alianza permanente de vida y amor. Pero, como bien sabéis, existe hoy el problema particular de los divorciados que se han vuelto a casar. La caridad pastoral exige que no se les excluya de la comunidad de fe, sino que se les muestre el amor que el Pastor tiene a las personas que atraviesan dificultades (cf. Lc Lc 15,3-7). Sin partir la caña quebrada o apagar la mecha vacilante (cf. Is Is 42,3), o, en el extremo opuesto, sin vaciar de significado la enseñanza de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio, toda parroquia debería ser considerada una familia en la que cada uno puede experimentar la acogida y la salvación, así como el perdón y la reconciliación que ofrece el Padre, «rico en misericordia» (Ep 2,4).

5. Deseo, asimismo, expresaros a vosotros y a los fieles escoceses mi profunda estima por vuestros notables esfuerzos encaminados a defender la dignidad inviolable de la vida humana frente a antiguas y nuevas amenazas, disfrazadas a veces de compasión y dirigidas contra los hijos por nacer, los minusválidos, los enfermos graves y los moribundos. Las personas, las familias, los movimientos y las asociaciones tienen un amplio espacio para cumplir la misión de edificar «una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos» (Evangelium vitae EV 90). Vuestros esfuerzos por ayudar a las madres inseguras de acoger a sus hijos por nacer merece el apoyo de toda la comunidad eclesial e, incluso, de todas las personas de buena voluntad.

Los fieles también esperan de vosotros que difundáis más ampliamente, con claridad y compasión, la enseñanza de la Iglesia sobre las cuestiones relativas al fin de la vida, que deben afrontar cada vez más familias y el personal sanitario. En la sagrada Escritura nada es más claro que la soberanía del Señor sobre la vida y la muerte. La palabra de Dios nos enseña que nadie «puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador» (Evangelium vitae EV 47). Sólo en él «vivimos, nos movemos y existimos» (Ac 17,28). Habría que considerar esta enseñanza en el contexto más amplio del enfoque cristiano total de la vida, según el cual «el valor salvífico de todo sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo místico a unirse a sus padecimientos» (Redemptoris missio RMi 78). El camino hacia una cultura de la vida pasa necesariamente por la unión al misterio del Calvario.

Exhorto a la Iglesia en Escocia, especialmente a sus sacerdotes, catequistas y maestros católicos, a no desalentarse en la lucha por defender el valor inviolable y sagrado de toda vida, a estar en guardia para proteger a los débiles y vulnerables, y a trabajar para convencer a vuestros compatriotas de que la renovación de la sociedad debe fundarse en el respeto a las verdades y a los valores morales objetivos y reconocidos universalmente.

6. Entre las preocupaciones vitales de vuestro ministerio están las escuelas católicas, que con razón consideráis fundamentales para la misión de la Iglesia en Escocia. Tenéis una gran deuda de gratitud hacia los sacerdotes, los religiosos y los laicos que trabajan con tanto desinterés en el apostolado de la educación. Esas escuelas deben crear un ambiente educativo donde los niños y los adolescentes puedan llegar a la madurez, rodeados del amor de Cristo y de la Iglesia. La identidad específica de las escuelas católicas debería reflejarse en el currículo y en cada sector de la vida escolar, para que sean comunidades donde se alimente la fe y los alumnos se preparen para su misión en la Iglesia y en la sociedad. Más que en el pasado, las escuelas católicas deben impulsar la evangelización y la catequesis porque, en muchos casos, se echa de menos una formación religiosa adecuada en el hogar (cf. Catechesi tradendae CTR 18-19). Los maestros de las escuelas católicas deben poder y querer transmitir la fe católica en toda su plenitud, su belleza y su fuerza. Para esto, debe guiar su vida «la palabra de la verdad» (Ep 1,13), que es el evangelio de la salvación. Soy consciente de que habéis reafirmado con firmeza el derecho de la Iglesia a fundar, dirigir y administrar escuelas libremente y de acuerdo con el derecho de los padres católicos a disponer de un instrumento para asegurar la educación de sus hijos en la fe (cf. Gravissimum educationis GE 8). Cuando estos derechos se ven amenazados, es necesaria una respuesta decidida.

7. Queridos hermanos en el episcopado, al hablar de la educación de los jóvenes no podemos dejar de recordar la próxima Jornada mundial de la juventud en París, un encuentro de jóvenes que en el futuro dirigirán la evangelización y la renovación social (cf. Christifideles laici CL 46). Como obispos, tenemos la responsabilidad de invitar y acoger más plenamente en la vida de la Iglesia a jóvenes maduros, con su hambre espiritual, su idealismo y su vitalidad. Buscan, a veces de modo confuso, la plenitud de vida que sólo se encuentra en Jesucristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). Esperan que la Iglesia y sus líderes les presenten un programa serio de formación en la sana doctrina católica y los alienten en la oración personal y litúrgica y en la recepción frecuente del sacramento de la reconciliación y de la santa Eucaristía. Los jóvenes esperan que la Iglesia les lance un desafío, y saben cómo responder con gran generosidad. Cuando animamos su deseo de justicia, su solidaridad con los marginados y su anhelo de paz, su compromiso da una contribución única «a la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ep 4,12). El ministerio dirigido a los jóvenes debería centrarse en la parroquia, para asegurar que no queden aislados de la comunidad más amplia de fe y culto. Como confirma la experiencia, a menudo también es útil integrar a miembros de asociaciones, movimientos y grupos juveniles católicos en las actividades parroquiales, que respondan a sus necesidades específicas (cf. Redemptoris missio RMi 37).

8. Ante la proximidad del gran jubileo, la Iglesia avanza en su peregrinación, velando y esperando a su Señor, el Alfa y la Omega, que hace «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Invito a la Iglesia en Escocia a implorar «al Padre de las misericordias» (2Co 1,3) la gracia de «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,29). Pido al Señor resucitado que aumente cada vez más el fervor de los sacerdotes, religiosos y laicos de vuestras diócesis y que lleve a término la buena obra que inició en ellos (cf. Flp Ph 1,6). Agradeciéndoos vuestro compromiso y vuestra entrega, y encomendándoos a la protección amorosa de María, Madre de la Iglesia, y a la intercesión de vuestros patronos celestiales, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.





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