Discursos 1997 152

152 El recorrido de esta peregrinación es muy rico, y tres ciudades constituyen sus principales etapas: Wroclaw, Gniezno y Cracovia. Ante todo Wroclaw, que acoge el 46 Congreso eucarístico internacional. «Hacedle lugar, el Señor viene del cielo...». Estoy convencido de que este Congreso eucarístico contribuirá eficazmente a la expansión del espacio vital ofrecido a Cristo en el santísimo Sacramento, a Cristo crucificado y resucitado, a Cristo Redentor del mundo, en la vida de esta Iglesia que está en Wroclaw, en la vida de la Iglesia en Polonia y en todo el mundo. Se trata aquí de favorecer el acceso a todas las riquezas de la fe y de la cultura, que unen a la Eucaristía. Se trata de un espacio espiritual, de un espacio de pensamientos humanos y corazón humano, de un espacio de fe, esperanza y caridad, y también de un espacio de conversión, purificación y santidad. A todo esto nos referimos cuando cantamos: «Hacedle lugar... ».

La segunda etapa es la antiquísima Gniezno. Mi visita tiene lugar durante el año en que la Iglesia en Polonia celebra el milenario del martirio de san Adalberto. Junto con nosotros, lo celebran nuestros vecinos checos, y también los húngaros, los eslovacos y los alemanes. En el ámbito de esta peregrinación, junto con vosotros, queridos hermanos y hermanas, quisiera dar gracias, ante todo, por el don de la fe, consolidada en nuestra historia por la sangre del mártir Adalberto. Este aniversario tiene también una clara dimensión europea. En efecto, nos recuerda el histórico encuentro de Gniezno en el año 1000, que tuvo lugar ante las reliquias del mártir. La figura de san Adalberto no sólo está inscrita muy profundamente en la historia espiritual de Polonia, sino también en la de Europa, y su mensaje no ha perdido actualidad.

Por último, Cracovia, es decir, el VI centenario de la fundación jaguellónica de la Universidad de Cracovia y, en particular, de su facultad de teología, gracias a los esfuerzos de la beata reina Eduvigis. También aquí se trata de un acontecimiento decisivo para el espíritu de la nación y de la cultura polacas.

En torno a estas tres etapas principales se ha estructurado todo el programa de este viaje muy vasto y rico. Está unido por la figura de Jesucristo, que es «el mismo ayer, hoy y siempre» (
He 13,8), la figura de Cristo, que, de modo tan admirable, revela su poder en la vida de los santos y los beatos, que la Iglesia eleva al honor de los altares. De esto nos hablarán las canonizaciones y las beatificaciones de grandes polacos, hombres y mujeres, que realizaré durante esta visita apostólica. Deseamos profesar juntos nuestra fe en Cristo, y también queremos invitarlo nuevamente a estar con nuestras familias, en todos los lugares donde vivimos y trabajamos; queremos, una vez más, invitarlo a nuestra casa común, que se llama Polonia.

Para terminar, os agradezco una vez más vuestra bienvenida tan cordial a la patria, una bienvenida bajo la lluvia, pero es precisamente lo que esperaba. Es necesario alejarse un poco del sol que calienta cada vez más en Italia, y sentir un clima más fresco, con lluvia. Por eso, os agradezco mucho esta bienvenida. Saludo a todos los presentes, saludo a cuantos se han reunido aquí para participar en el Congreso eucarístico internacional, y también a todos mis compatriotas, y bendigo de corazón a todos.
: Junio de 1997

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


A LAS DELEGACIONES QUE PARTICIPARON


EN EL CONGRESO EUCARÍSTICO


Domingo 1 de junio de 1997



Ilustres huéspedes;
queridos hermanos y hermanas:

1. Nos reunimos esta tarde para dar gracias juntos a la divina Providencia por el don del Congreso eucarístico. Damos gracias a Dios por este tiempo de oración y adoración, y también de reflexión teológica sobre la Eucaristía, el gran misterio de nuestra fe. Durante ocho días habéis experimentado la gracia especial de estar juntos. Lo que unía a todos era la fe en la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino, y también la convicción de que él siempre está entre nosotros, «para que tengamos la vida y la tengamos en abundancia» (cf. Jn Jn 10,10).

En estos días la ciudad de Wroclaw se ha transformado en un gran cenáculo, en el que todos los creyentes se han reunido a la misma mesa en torno a Cristo, para escuchar sus palabras, para tributarle alabanza con el canto y con la oración, y para alimentarse con su santo Cuerpo. En las celebraciones relacionadas con el Congreso no sólo participaba esta ciudad, sino también toda la archidiócesis de Wroclaw y la Iglesia de Polonia. La santa misa de esta mañana, en la que han concelebrado con el Papa muchos cardenales, arzobispos y obispos, así como numerosísimos presbíteros, ha sido una verdadera Statio orbis, una enorme asamblea de peregrinos procedentes de todo el mundo y, especialmente, de Europa. Se ha convertido en la imagen visible de la Iglesia «unida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium LG 4). Al dar gracias a Dios por este don, expresamos con las palabras de la Didaché la gratitud de toda la Iglesia: «Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu siervo. (...) A ti sea la gloria por los siglos». (Doctrina de los Doce Apóstoles, Didaché, X. 3-4).

153 2. Experimento una alegría especial al poder reunirme hoy con vosotros. Saludo a todos los delegados, que han venido a Wroclaw como representantes de sus comunidades eclesiales, de las diócesis, de los países y de las naciones esparcidas por todo el mundo. Hay entre vosotros obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos. Quiero expresar mi estima especial a aquellos de entre vosotros que han contribuido a la organización de este congreso. Dirijo palabras de especial agradecimiento al señor cardenal Edouard Gagnon, presidente del Comité pontificio para los congresos eucarísticos internacionales, así como a los miembros de dicho Comité.

Con gratitud me dirijo también al señor cardenal Henryk Gulbinowicz, metropolitano de Wroclaw y, a la vez, presidente del Comité nacional, así como a todos los que han colaborado con él. Doy las gracias también a cada una de las secciones, comisiones y a todas las personas de buena voluntad. No habéis escatimado ni tiempo ni esfuerzo. Vuestro trabajo y el generoso empeño de la organización han hecho que el Congreso se convirtiera en un gran acontecimiento en la vida de la Iglesia y en una profunda experiencia espiritual para muchos.

Desde lo más profundo de mi corazón agradezco su presencia también a todos los hermanos y hermanas de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que, junto con nosotros, han orado por la unidad de los cristianos. Doy las gracias, asimismo, a los miembros de otras religiones y tradiciones espirituales. No me es posible enumerar aquí a todos; por eso, os pido disculpas, si he omitido a algunos.

3. Queridos hermanos y hermanas, he dicho que el 46 Congreso eucarístico internacional ha sido un gran acontecimiento eclesial. Podría decir que se ha transformado en una gran experiencia de la Iglesia universal unida en la Eucaristía. La Iglesia vive de la Eucaristía y constantemente nace de ella. La Iglesia se realiza de modo especial mediante la Eucaristía, que es casi el cenit al que tiende todo en la Iglesia. «En efecto, la sagrada Eucaristía —como dice el Concilio— contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Presbyterorum ordinis
PO 5). Por eso, la Iglesia, si de verdad quiere comprenderse hasta el fondo a sí misma y su propia misión, debe descubrir incesantemente esta presencia eucarística de Cristo, meditarla y vivir de ella. Cultivemos y profundicemos en nuestros corazones un gran reconocimiento hacia Dios por las gracias que otorga a su Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, todos hemos podido experimentar cómo en el misterio de la Eucaristía se encuentran los hombres de las diversas razas, lenguas, naciones y culturas. Sí. La Eucaristía rebasa todas las fronteras. En ella se hace visible la unidad de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo. ¡Con cuánta claridad se cumplen aquí las palabras de san Agustín, que llamó a la Eucaristía «sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad» (In Joan. Ev. tr. 26,6,13: PL 35,1.613).

La Eucaristía es el corazón palpitante de la Iglesia. «La Eucaristía construye la Iglesia y la construye como auténtica comunidad del pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo carácter de unidad del que participaron los Apóstoles y los primeros discípulos del Señor. La Eucaristía construye siempre nuevamente esta comunidad y unidad; siempre la construye y la regenera por el sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la cruz, con cuyo precio hemos sido redimidos por él» (Redemptor hominis RH 20). Precisamente en ese contexto se entiende todo congreso eucarístico y su función en la vida de toda la Iglesia.

4. Permitidme subrayar otro aspecto muy importante, es decir, el lugar en que se realiza el Congreso. Se trata de Polonia, uno de los países de Europa centro-oriental que, al igual que otros países de esta región, ha reconquistado recientemente su libertad y su soberanía, después de muchos años de opresión por parte de un sistema totalitario comunista. También es significativo el lema del Congreso: «Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5,1). Aquí, en esta parte de Europa, la palabra libertad cobra un significado particular. Conocemos lo que es la esclavitud, la guerra y la injusticia. Lo conocen también los países que vivieron, como nosotros, las trágicas experiencias de la falta de libertad personal y social. Hoy nos alegramos por la libertad reconquistada, pero «no se puede sólo poseer y usar mal la libertad. Debe conquistarse continuamente por la verdad. La libertad encierra en sí la responsabilidad madura de las conciencias humanas, que es el resultado de esta verdad. Se la puede utilizar bien o mal, al servicio del verdadero bien o del bien falso y ficticio» (Ciclo de Jasna Góra. Audiencia general del 7 de noviembre de 1990: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de noviembre de 1990, p. 4).

Cristo, presente en la Eucaristía, nos enseña qué es la verdadera libertad y cómo utilizarla. Hoy hace mucha falta volver a la Eucaristía. Sólo ella puede revelar al hombre la plenitud del amor infinito de Dios y responder así a su anhelo de amor. Solamente la Eucaristía puede orientar sus aspiraciones a la libertad, mostrándole la nueva dimensión de la existencia humana. En efecto, cuando descubrimos que estamos llamados a entregarnos libremente a Dios y al prójimo, nuestra libertad es iluminada por el esplendor de la verdad, que hace resplandeciente el amor.

Agradezcamos a Dios estos días de abundantes gracias. Oremos para que este Congreso eucarístico intensifique en los corazones de los hombres el amor a Cristo Eucaristía. En la encíclica Redemptor hominis escribí: «Todos en la Iglesia, pero sobre todo los obispos y los sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del pueblo de Dios, a fin de que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo "amor por amor", para que él llegue a ser verdaderamente "vida de nuestras almas"» (n. 20).

Quiera Dios conceder que estos días de oración lleven a una auténtica conversión de los corazones, contribuyan al crecimiento de la santidad y reaviven el compromiso en favor de la unidad y de la paz. Deseo agradeceros una vez más vuestra presencia y pido a Cristo abundantes gracias para todos los ilustres huéspedes aquí presentes. A todos imparto la bendición apostólica, como prenda de mi benevolencia y mi consideración. Sed testigos del amor de Cristo en vuestros países, en todos los continentes, hasta los últimos confines de la tierra. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES


Poznan, martes 3 de junio de 1997



154 Queridos habitantes de la ciudad de Przemyslaw;
queridos jóvenes amigos:

1. «Este es el día en que actuó el Señor. Sea nuestra alegría y nuestro gozo ». En el itinerario de mi peregrinación de este año a la patria, por doquier encuentro expresiones de gran benevolencia y júbilo. Así ha sucedido en Wroclaw, en Legnica, en Gorzów, en Gniezno, y así está aconteciendo también aquí, en Poznan.

Os doy las gracias de todo corazón por este encuentro y por haber venido en tan gran número, a pesar de que estáis en período de exámenes y de evaluaciones escolares. Os saludo a cada uno y por medio de vosotros quiero saludar a toda la juventud polaca, así como a vuestros padres, educadores, capellanes y profesores; y a todo el ambiente universitario. Dirijo palabras de cordial saludo al pastor de la Iglesia de Poznan, a sus obispos auxiliares y al pueblo de Dios de la amada archidiócesis. Asimismo, saludo al arzobispo monseñor Jerzy Stroba, que desempeñó durante muchos años en esta archidiócesis su ministerio pastoral. Le agradezco todo lo que hizo por la Iglesia universal y, especialmente, por la que está en Polonia. «Este es el día en que actuó el Señor...».

2. El pasaje del evangelio de san Mateo que acabamos de leer nos lleva al lago de Genesaret. Los Apóstoles habían subido a la barca para ir a la otra orilla por delante de Cristo. Y he aquí que, remando en la dirección elegida, lo vieron precisamente a él caminando sobre el lago. Cristo caminaba sobre el agua como si se tratara de tierra sólida. Los Apóstoles se turbaron, creyendo que era un fantasma. Jesús, al oír el grito, les habló: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis» (
Mt 14,27). Entonces Pedro dijo: «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas» (Mt 14,28). Y él le dijo: «¡Ven!» (Mt 14,29). Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas. Pero, ya cerca de Cristo, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30). Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y, sujetándole para que no se hundiera, le dijo: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? » (Mt 14,31).

Este pasaje evangélico entraña un profundo contenido. Atañe al problema más importante de la vida humana: la fe en Jesucristo. Pedro ciertamente tenía fe, como demostró más tarde, de modo magnífico, en las cercanías de Cesarea de Filipo, pero en ese momento su fe aún no era muy firme. Cuando comenzó a soplar más fuerte el viento, Pedro comenzó a hundirse, pues había dudado. No fue el viento el que hizo hundirse a Pedro en el lago, sino su falta de fe. A la fe de Pedro le faltó un elemento esencial: abandonarse plenamente a Cristo, confiar totalmente en él en el momento de la gran prueba; le faltó la esperanza sin reservas en él. La fe y la esperanza, junto con la caridad, constituyen el fundamento de la vida cristiana, cuya piedra angular es Jesucristo.

En la muerte de Jesús en la cruz y en su resurrección del sepulcro se reveló plenamente el amor de Dios al hombre y al mundo. Jesús es el único camino al Padre, el único camino que lleva a la verdad y a la vida (cf. Jn Jn 14,6). Este mensaje que la Iglesia, desde el inicio, anuncia a todos los hombres y a todas las naciones lo ha recordado a nuestra generación el concilio Vaticano II. Permitidme citaros un breve pasaje de la constitución Gaudium et spes: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma, además, la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (n. 10).

Queridos muchachos y muchachas, seguid a Cristo con el entusiasmo de vuestro corazón joven. Sólo él puede calmar el miedo del hombre. Contemplad a Jesús desde lo más profundo de vuestro corazón y de vuestra mente. Él es vuestro amigo inseparable.

Este mensaje sobre Cristo, al que dediqué mi primera encíclica, Redemptor hominis, lo anuncio a los jóvenes de todos los continentes durante los viajes apostólicos y con ocasión de las Jornadas mundiales de la juventud. También es el tema del encuentro que tendrán los jóvenes con el Papa en París, en agosto, al que os invito cordialmente. Como cristianos, estáis llamados a testimoniar la fe y la esperanza, para que los hombres, como escribe san Pablo, no estén «sin esperanza y sin Dios en el mundo», sino para que «aprendan a conocer a Cristo», nuestra esperanza (cf. Ef Ep 2,12 Ep 4,20).

La fe en Cristo y la esperanza de la que él es maestro permiten al hombre alcanzar la victoria sobre sí mismo, sobre todo lo que hay en él de débil y pecaminoso, y al mismo tiempo esta fe y esta esperanza lo llevan a la victoria sobre el mal y sobre los efectos del pecado en el mundo que lo rodea. Cristo libró a Pedro del miedo que se había apoderado de él ante el mar en tempestad. Cristo también nos ayuda a nosotros a superar los momentos difíciles de la vida, si nos dirigimos a él con fe y esperanza para pedirle ayuda. «¡Ánimo!, soy yo; no temáis» (Mt 14,27). Una fe fuerte, de la que brota una esperanza ilimitada, virtud tan necesaria hoy, libra al hombre del miedo y le da la fuerza espiritual para resistir a todas las tempestades de la vida. ¡No tengáis miedo de Cristo! Fiaos de él hasta el fondo. Sólo él «tiene palabras de vida eterna». Cristo no defrauda jamás.

Aquí, en esta plaza Adam Mickiewicz, se alzaba en otro tiempo un monumento al Sagrado Corazón de Jesús, signo visible de la victoria lograda por los polacos gracias a la fe y a la esperanza en Cristo. El monumento fue erigido en el año 1932 con los donativos de toda la sociedad, como voto de gratitud por la independencia reconquistada. La Polonia renacida había acudido al Corazón de Jesús para encontrar en esa fuente de amor generoso la fuerza para construir el futuro de la patria sobre el fundamento de la verdad de Dios, en la unidad y en la concordia. Cuando estalló la segunda guerra mundial, ese monumento se convirtió en símbolo de espíritu cristiano y polaco tan peligroso, que fue destruido por el invasor al inicio de la ocupación.

155 3. Queridos muchachos y muchachas, ¡cuántas veces la fe y la esperanza del pueblo polaco han sido puestas a prueba, una prueba muy dura, en este siglo que está a punto de terminar! Baste recordar la primera guerra mundial y, vinculada a ella, la determinación de todos los que libraron una lucha decisiva por reconquistar la independencia. Baste recordar las dos décadas que pasaron entre esas dos guerras, en las que era preciso reconstruirlo todo. Luego vino la segunda guerra mundial y la terrible ocupación como resultado del pacto entre la Alemania de Hitler y la Rusia soviética, que implicó la desaparición de Polonia, como Estado, del mapa de Europa. ¡Qué desafío tan duro fue ese período para todos los polacos! Verdaderamente, la generación de la segunda guerra mundial fue inmolada, en cierto sentido, en el gran altar de la lucha, para mantener y asegurar la libertad de la patria. ¡Cuántas vidas humanas costó, vidas jóvenes muy prometedoras! ¡Qué precio tan elevado pagaron los polacos, primero en los frentes de septiembre de 1939, y luego en todos los frentes donde los aliados combatían contra el invasor!

Al terminar la guerra hubo un largo período —casi cincuenta años— de nuevo peligro, esta vez no bélico sino pacífico. La victoria de la Armada roja no sólo implicó la liberación de Polonia de la ocupación hitleriana, sino también una nueva opresión. Si durante la ocupación los hombres morían en los frentes, en los campos de concentración, en la resistencia clandestina política y militar, cuyo último grito fue la insurrección de Varsovia, los primeros años del nuevo régimen fueron una sucesión de malos tratos con respecto a muchos polacos, sobre todo a los mejores. Los nuevos detentores del poder hicieron todo lo posible por subyugar a la nación, por someterla bajo el aspecto político e ideológico.

Los años siguientes, desde octubre de 1956, no fueron tan cruentos; sin embargo, esa lucha contra la nación y contra la Iglesia duró hasta la década de 1980. Fue la continuación del desafío lanzado contra la fe y la esperanza de los polacos, que seguían luchando con todas sus fuerzas, sin rendirse, por defender los valores religiosos y nacionales, que corrían entonces especial peligro.

Queridos jóvenes, era preciso decirlo aquí, en este lugar. Convenía recordarlo una vez más a vosotros, los jóvenes, que asumiréis la responsabilidad del porvenir de Polonia en el tercer milenio. La conciencia de nuestro pasado nos ayuda a insertarnos en la larga serie de las generaciones, para transmitir a las sucesivas el bien común, la patria.

Es difícil dejar de mencionar aquí otro monumento: el monumento a las víctimas de junio de 1956. Fue erigido en esta plaza gracias a la población de Poznan y Wielkopolska en el 25 aniversario de los trágicos acontecimientos, en los que se manifestó la gran protesta popular contra el sistema inhumano de la opresión de los corazones y las mentes humanas. Quise venir a este monumento en el año 1983, cuando visité por primera vez vuestra ciudad como Papa, pero entonces me negaron el permiso de orar ante las cruces de Poznan. Me alegra poder hoy, juntamente con vosotros, que sois la Polonia joven, arrodillarme ante este monumento y rendir homenaje a los obreros que dieron su vida en defensa de la verdad, la justicia y la independencia de la patria.

4. Dirijamos, una vez más, la mirada hacia el lago de Genesaret, por el que navega la barca de Pedro. El lago evoca la imagen del mundo, también la del mundo contemporáneo, en el que vivimos y en el que la Iglesia cumple su misión. Este mundo constituye un desafío para el hombre, como el lago constituyó un desafío para Pedro. Por una parte, era para él algo cercano y conocido como lugar de su trabajo diario de pescador; pero, por otra, era el elemento natural con el que debía confrontar sus fuerzas y su experiencia.

El hombre debe entrar en este mundo, en cierto sentido debe sumergirse en él, pues ha recibido de Dios la recomendación de «someter la tierra» mediante el trabajo, los estudios y el esfuerzo creador (cf. Gn
Gn 1,28). Por otra parte, el hombre no se puede encerrar exclusivamente en el ámbito del mundo material, olvidando al Creador. Eso iría contra la naturaleza del hombre, contra su verdad interior, pues el corazón humano, como dice san Agustín, está inquieto hasta que descanse en Dios (cf. Confes. I, 1: CSEL 33, p. 1). La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, no puede convertirse en esclava de las cosas, de los sistemas económicos, de la civilización técnica, del consumismo, del éxito fácil. El hombre no puede convertirse en esclavo de sus inclinaciones y pasiones, a veces fomentadas intencionadamente. Es preciso defenderse contra ese peligro. Es necesario saber usar la propia libertad, eligiendo lo que es el verdadero bien. ¡No dejéis que os conviertan en esclavos! No dejéis que os tienten con pseudovalores, con semiverdades, con el encanto de espejismos, de los que después os alejaréis defraudados, heridos y tal vez con la vida arruinada.

En el discurso que pronuncié en 1980 en la UNESCO dije que la tarea primera y esencial de la cultura es educar al hombre. Y que la educación consiste principalmente en que «el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda "ser" más y no sólo que pueda "tener" más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que "tiene", todo lo que "posee", sepa "ser" más plenamente hombre. Para ello es necesario que el hombre sepa "ser más" no sólo "con los otros", sino también "para los otros"» (Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 11: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 12).

Esta verdad tiene un significado fundamental para la autoeducación, la autorrealización, para desarrollar en sí mismos la humanidad y la vida divina recibida en el santo bautismo y consolidada en el sacramento de la confirmación. La autoeducación tiende precisamente a «ser» más hombre y más cristiano, a descubrir y desarrollar en sí mismos los talentos recibidos del Creador y realizar la vocación a la santidad.

Es verdad que a veces el mundo puede constituir una amenaza; pero un hombre que vive de fe y esperanza tiene en sí la fuerza del Espíritu para afrontar los peligros de este mundo. Pedro caminó sobre las aguas del lago, aunque ese hecho iba contra la ley de la gravedad, porque miraba a Cristo a los ojos. Cuando dudó, cuando perdió el contacto personal con el Maestro, comenzó a hundirse y escuchó el reproche: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? » (Mt 14,31).

El ejemplo de Pedro nos enseña la importancia que tiene en la vida espiritual la relación personal con Cristo: es preciso renovarla y profundizarla constantemente. ¿Cómo? Sobre todo con la oración. Queridos jóvenes, orad y aprended a orar; leed y meditad la palabra de Dios; consolidad vuestra relación con Cristo en los sacramentos de la penitencia y la Eucaristía; profundizad en los problemas de la vida interior y del apostolado en los grupos juveniles, en las comunidades, en los movimientos y en las organizaciones eclesiales, hoy numerosas en nuestro país.

156 5. Queridos jóvenes amigos, estamos celebrando el jubileo del milenario del martirio de san Adalberto. Hoy, en Gniezno, durante la solemne eucaristía, afirmé que san Adalberto dio testimonio de Cristo, sufriendo el martirio por la fe. Este martirio del gran apóstol de los eslavos os interpela: pide también hoy el testimonio de vida de cada uno de vosotros. Pide hombres nuevos, que manifiesten en medio de este mundo «la fuerza y la sabiduría» (cf. 1Co 1,22-25) del Evangelio de Dios en la propia vida. Este mundo, que a veces parece una realidad invencible y amenazadora, un mar en tempestad, al mismo tiempo tiene profunda sed de Cristo, tiene gran sed de la buena nueva. Tiene gran necesidad de amor.

Sed, en este mundo, portadores de fe y esperanza cristiana, viviendo el amor cada día. Sed testigos fieles de Cristo resucitado; no deis nunca marcha atrás ante los obstáculos que se acumulen en los caminos de vuestra vida. Cuento con vosotros, con vuestro impulso juvenil y con vuestra entrega a Cristo. He conocido a la juventud polaca. Nunca he quedado defraudado. El mundo os necesita. La Iglesia os necesita. El futuro de Polonia depende de vosotros. Construid y consolidad en tierra polaca la «civilización del amor»: en la vida personal, social, política; en las escuelas, en las universidades, en las parroquias; en los hogares que forméis algún día. No escatiméis en esa misión el entusiasmo juvenil, el esfuerzo y el sacrificio. «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13).

Encomiendo a la protección de María, Virgen fiel, Madre del amor hermoso, Reina de Polonia, a vosotros y a toda la juventud de nuestra patria.





VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

ORACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA VIRGEN DE JASNA GÓRA


Czestochowa, miércoles 4 de junio de 1997



«Oh Madre de Dios, oh Virgen, Dios te ha glorificado».

Madre de Jasna Góra y Reina, vengo hoy a ti en una peregrinación de fe, para darte gracias por tu incesante protección sobre toda la Iglesia y sobre mí, especialmente durante los cincuenta años de mi sacerdocio y durante los años de mi servicio en la sede de Pedro. Con gran confianza vengo a este santo lugar, en la colina de Jasna Góra, tan querida a mi corazón, para exclamar una vez más: Madre de Dios y nuestra, te doy gracias porque eres la Estrella polar de la construcción de un futuro mejor para el mundo; porque eres Patrona de la edificación de la civilización del amor en todo el género humano. Madre, te lo pido humildemente, rodea con tu protección maternal los días y los años que nos faltan aún para el año 2000. Encomiendo a tu intercesión la preparación para el gran jubileo del cristianismo. Ayuda a todas las naciones del mundo a comenzar el nuevo milenio en unión con Cristo, Rey de los siglos.

Madre de la Iglesia, Virgen auxiliadora, en la humildad de la fe de Pedro, traigo a tus pies a toda la Iglesia, todos los continentes, países y naciones, que han creído en Jesucristo y han reconocido en él el estandarte que los guía en el camino a través de la historia. Te traigo, oh Madre, a la humanidad entera, incluso a los que aún están buscando el camino hacia Cristo. Sé tú su guía; ayúdales a abrirse al Dios que viene. Te traigo, en mi oración, a los pueblos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, y encomiendo a tu solicitud maternal todas las familias de las naciones. Madre de la fe de la Iglesia, de la misma forma que, en el cenáculo de Jerusalén, permanecías en oración con los discípulos de Cristo, así también hoy permanece con nosotros en el cenáculo de la Iglesia hacia el segundo milenio de la fe y alcánzanos la gracia de abrirnos al don del Espíritu de Dios.

Templo del Espíritu Santo, hoy, en el santuario de Jasna Góra, te doy gracias por todo el bien que ha entrado a formar parte de mi nación en años de profundas transformaciones. Durante mi primera peregrinación a la patria, recé para que sobre ella se derramara el Espíritu Santo, invocando: «Descienda tu Espíritu, y renueve la faz de la tierra, de esta tierra» (Homilía durante la misa en la plaza de la Victoria, de Varsovia, 2 de junio de 1979). Más tarde, visité Polonia con las tablas del Decálogo. Aquí convoqué también a los jóvenes del mundo entero. Siempre he vuelvo a mi patria por una necesidad del corazón, trayendo un mensaje de fe, esperanza y caridad.

La historia de nuestra patria sobre el Vístula está marcada por el testimonio de la fe de san Adalberto, y también por el de tantos santos polacos y candidatos a los altares, y también por el esfuerzo de muchas generaciones, que consolidaban la Polonia fiel a Cristo. Durante diez siglos hemos sido una nación bautizada, fiel a ti, a tu Hijo, a su cruz y al Evangelio, a la santa Iglesia y a sus pastores.

Vengo hoy a ti, oh Madre, para exhortar a mis hermanos y hermanas a perseverar en unión con Cristo y su Iglesia, para estimular a emplear con sabiduría la libertad reconquistada, con el espíritu de lo más hermoso de nuestra tradición cristiana.

Reina de Polonia, recordando con gratitud tu protección maternal, te encomiendo mi patria, las transformaciones sociales, económicas y políticas, que se producen en ella. Que el deseo del bien común supere el egoísmo y las divisiones. Que todos los que prestan un servicio público vean en ti a la humilde esclava del Señor, aprendan a servir y a reconocer las necesidades de sus compatriotas, como hiciste tú en Caná de Galilea, para que Polonia se convierta en una nación donde reinen el amor, la verdad, la justicia y la paz. Que sea glorificado en ella el nombre de tu Hijo.

157 Hija fiel del Padre eterno, Templo del amor que abarca el cielo y la tierra, te encomiendo el servicio de la Iglesia en el mundo, que tiene tanta necesidad de amor. Madre de Dios, Madre del Hijo unigénito, que nos dio como principio de vida el mandamiento nuevo del amor, alcánzanos que nos convirtamos en constructores de un mundo solidario, en el que la paz prevalezca sobre la guerra, y el amor a la vida sustituya a la civilización de la muerte.

Que el Congreso eucarístico internacional en tierra polaca sea para todas las naciones el inicio de un milagro de transformación en el espíritu de la libertad, traída por el Evangelio de Cristo. Que la humanidad se ponga con decisión del lado de Dios, al que pertenece el mundo entero.

Madre de la unidad y de la paz, afianza el vínculo de comunión en la Iglesia de tu Hijo, reaviva los compromisos ecuménicos, para que todos los cristianos, en virtud del Espíritu Santo, se transformen en una familia de hermanos y hermanas de Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre (cf. Hb
He 13,8).

Virgen, Madre de Dios, ayúdanos a entrar en el tercer milenio del cristianismo por la puerta santa de la fe, la esperanza y la caridad.

Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María, acepta nuestra confianza, robustécela en nuestro corazón y preséntala ante el rostro del Dios único en la santísima Trinidad. Amén.





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