Discursos 1997 157


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA


EN EL SANTUARIO DE JASNA GÓRA


Czestochowa, miércoles 4 de junio de 1997



1. Te saludamos, Jesús, Hijo de María.

El Congreso eucarístico internacional, que se ha celebrado en Wroclaw, está teniendo gran eco en toda Polonia. Aquí, en Czêstochowa, en Jasna Góra, el Congreso ha sido acompañado precisamente por este canto eucarístico y, a la vez, mariano:

«Te saludamos, Hostia viva, en la que Jesucristo oculta su divinidad. Te saludamos, Jesús, Hijo de María, en la santa Hostia eres el Dios verdadero».

A menudo canto este himno y medito sus palabras, porque contienen gran riqueza teológica. Hay más estrofas, pero quiero reflexionar en esta primera, que guarda especial relación con la página del Evangelio que hemos leído en este encuentro. Conocemos bien este pasaje; se trata de uno de los textos que utiliza con más frecuencia la liturgia: el pasaje en el que el evangelista Lucas describe los rasgos principales de la Anunciación. El arcángel Gabriel, enviado por Dios a Nazaret, a la Virgen María, la saluda con las palabras que constituirán el inicio de la plegaria más frecuentemente rezada, el Ave María: «Dios te salve, llena de gracia; el Señor está contigo...» (Lc 1,28). El ángel prosigue: «Has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30-31). Y, cuando María pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,34), el ángel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). La respuesta de María fue: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Así, el Verbo eterno se hizo carne. El Hijo unigénito de Dios se hizo hombre, asumiendo nuestra naturaleza en el seno de la inmaculada Virgen de Nazaret. María, al acoger con fe el don de Dios, el don del Verbo encarnado, se encuentra por eso mismo en el inicio, en las fuentes de la Eucaristía. La fe de la Madre de Dios introduce a toda la Iglesia en el misterio de la presencia eucarística de su Hijo. En la liturgia de la Iglesia, tanto de Occidente como de Oriente, la Madre de Dios lleva siempre a los fieles hacia la Eucaristía. Por consiguiente, fue muy oportuno que, un año antes del Congreso eucarístico de Wroclaw, aquí en Jasna Góra se hayan llevado a cabo los trabajos del Congreso mariano, que tuvo por tema: «María y la Eucaristía». También en esta secuencia de acontecimientos se pone de manifiesto de modo simbólico la verdad sobre María que lleva hacia su Hijo, sobre la Madre de la Iglesia que orienta a sus hijos hacia la Eucaristía. En efecto, para nosotros, creyentes en Jesucristo, María es la maestra más perfecta del amor que permite unirse del modo más pleno al Redentor en el misterio de su sacrificio eucarístico y de su presencia eucarística.

158 2. Jasna Góra es el lugar donde nuestra nación, a lo largo de los siglos, se ha reunido para dar testimonio de su fe y de su adhesión a la comunidad de la Iglesia de Cristo. Muchas veces veníamos acá para pedir a María ayuda en la lucha por conservar la fidelidad a Dios, a la cruz, al Evangelio, a la santa Iglesia y a sus pastores. Aquí asumíamos nuestros deberes de vida cristiana. A los pies de la Señora de Jasna Góra encontrábamos la fuerza para permanecer fieles a la Iglesia, cuando era perseguida, cuando debía guardar silencio y sufrir.

Siempre decíamos: «sí» a la Iglesia y esta actitud cristiana ha sido un acto de gran amor a ella. En efecto, la Iglesia es nuestra madre espiritual. A ella le debemos el «llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (
1Jn 3,1). Podemos cantar: «Abbá, Padre», como cantaron los jóvenes aquí durante la Jornada mundial de la juventud en 1991 y como hacéis vosotros hoy. La Iglesia ha arraigado para siempre en la historia de nuestra nación, velando con solicitud por el destino de sus hijos, especialmente en los momentos de humillación, de guerras, de persecuciones, o cuando ha perdido su independencia.

Aquí, a los pies de María, cada día «conocemos mejor a la Iglesia», encomendada por Cristo a los Apóstoles y a todos nosotros. El misterio de María se halla indisolublemente unido al misterio de la Iglesia, desde el instante de la Inmaculada Concepción, pasando por la Anunciación, la Visitación, Belén y Nazaret, hasta el Calvario. María, junto con los Apóstoles, permaneció en oración en el cenáculo, esperando, después de la Ascensión de su Hijo al cielo, el cumplimiento de la promesa. Esperaba, juntamente con ellos, la venida del Espíritu Santo, que manifestaría públicamente el nacimiento de la Iglesia y, después, velaría por el desarrollo de la comunidad cristiana primitiva.

San Pablo dice que «la Iglesia es el cuerpo de Cristo» (cf. 1Co 12,27). Eso significa que ha sido formada según el designio de Cristo como una comunidad de salvación. La Iglesia es obra suya, se construye incesantemente en Cristo, pues él sigue viviendo y actuando en ella. La Iglesia le pertenece a él y siempre será suya. Debemos ser hijos fieles de la Iglesia que nosotros mismos formamos. Si con nuestra fe y con nuestra vida decimos «sí» a Cristo, no podemos menos de decirlo también a la Iglesia. Cristo dijo a los Apóstoles y a sus sucesores: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16).

Es verdad que la Iglesia es una realidad también humana, que lleva en sí todos los límites y las imperfecciones de los seres humanos que la componen, seres pecadores y débiles. ¿No fue Cristo mismo quien quiso que nuestra fe en la Iglesia afrontara esta dificultad? Tratemos siempre de aceptar con magnanimidad y con espíritu de confianza lo que la Iglesia nos anuncia y nos enseña. El camino que nos señala Cristo, que vive en su Iglesia, nos lleva al bien, a la verdad, a la vida eterna. En efecto, es Cristo quien habla, quien perdona y quien santifica. Decir «no» a la Iglesia equivale a decir «no» a Cristo.

Quisiera ahora citar las palabras de mi predecesor en la sede de Pedro, Pablo VI, el Papa que amaba a Polonia y quería participar en las ceremonias del milenio en Jasna Góra, el 3 de mayo de 1966, pero al que las autoridades de entonces no se lo permitieron. Estas fueron sus palabras: «Amad a la Iglesia. Ha llegado la hora de amar a la Iglesia con corazón fuerte y nuevo. (...) Los defectos y las flaquezas de los hombres de Iglesia tendrían que volver más fuerte y solícita la caridad de quien quiere ser miembro vivo, sano y paciente de la Iglesia. Así hacen los hijos buenos, así hacen los santos. (...) Amarla (a la Iglesia) significa estimarla y ser felices de pertenecer a ella, significa ser denodadamente fieles; significa obedecerle y servirla, ayudarla con sacrificio y con gozo en su ardua misión» (Audiencia general del 18 de septiembre de 1968).

«Te saludamos, Jesús, Hijo de María... », cantamos hoy en Jasna Góra y añadimos: «En la santa Hostia eres el Dios verdadero». Reconocemos que creemos que, al recibir en la Eucaristía a Cristo bajo las especies del pan y del vino, recibimos al Dios verdadero. Es él quien se hace alimento sobrenatural de nuestra alma, cuando nos unimos a él en la santa Comunión. Demos gracias a Cristo por la Iglesia que instituyó, que vive de su sacrificio redentor, renovado en los altares del mundo entero. Demos gracias a Cristo, porque comparte con nosotros su vida divina, que es la vida eterna.

3. Era conveniente que en el itinerario de mi visita a Polonia se incluyera, también esta vez, Jasna Góra. Quiero saludar cordialmente a toda la archidiócesis de Czêstochowa, así como a su pastor monseñor Stanis3aw y a su auxiliar. Saludo a los queridos monjes de San Pablo, primer eremita, al igual que a su prior general. He repetido en varias ocasiones que Jasna Góra es el santuario de la nación, su confesionario y su altar. Es el lugar de la transformación espiritual, de la conversión y de la renovación de la vida de los polacos. Ojalá que siga siéndolo siempre.

Quiero repetir las palabras que pronuncié aquí durante mi primera peregrinación a la patria: «Hemos venido aquí tantas veces, a este santo lugar, en vigilante escucha pastoral para oír latir el corazón de la Iglesia y de la patria en el corazón de la Madre (...). Este corazón, en efecto, late como sabemos con todas las citas de la historia, con todas las vicisitudes de la vida (...). Sin embargo, si queremos saber cómo interpreta esta historia el corazón de los polacos, es necesario venir acá, es necesario sintonizar con este santuario, es necesario percibir el eco de la vida de toda la nación en el corazón de su Madre y Reina. Y si este corazón late con tono de inquietud, si resuenan en él los afanes y el grito por la conversión y el reforzamiento de las conciencias, es necesario acoger esta invitación. Nace del amor materno, que a su modo forma los procesos históricos en la tierra polaca» (Homilía en Jasna Góra, 4 de junio de 1979, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 11).

Este lugar es, tal vez, el más adecuado para recordar el canto polaco más antiguo: «Oh Madre divina; oh Virgen glorificada por Dios; Madre elegida, envíanos a tu Hijo Salvador. Oh Hijo de Dios, por tu Bautista, escucha nuestras súplicas, acoge los pensamientos humanos ». ¡Qué gran contenido encierran estas breves palabras!

Así oraban nuestros antepasados y así lo hacen hoy los peregrinos que vienen a Jasna Góra: «Escucha nuestras súplicas, acoge los pensamientos humanos». También yo pido esto durante la peregrinación que realizo con ocasión del milenario de san Adalberto.

159 Al encontrarme hoy en este itinerario del milenio, no puedo por menos de recordar a otro hombre de Dios, que la Providencia dio a la Iglesia en Polonia al final del segundo milenio, un hombre que preparó a esta Iglesia para las celebraciones del milenio del Bautismo y al que solemos llamar el Primado del milenio. ¡Con cuánta frecuencia venía acá el siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, gran devoto de la Madre de Dios! ¡Cuántas gracias obtenía arrodillado inmóvil ante la imagen de Jasna Góra!

Fue precisamente aquí, el 3 de mayo de 1966, donde el cardenal primado pronunció el Acto de Jasna Góra, una consagración total a la Madre de Dios, Madre de la Iglesia, por la libertad de la Iglesia de Cristo en el mundo y en Polonia. Da mucho que pensar el recuerdo de ese Acto. Volviendo con la memoria a aquel hecho histórico, deseo hoy encomendar de nuevo a la Reina de Jasna Góra todas las oraciones de mis compatriotas y a la vez todas las necesidades y las intenciones de la Iglesia universal y de todos los hombres del mundo, conocidos por mí o desconocidos, especialmente de los enfermos, los que sufren y los que han perdido la esperanza.

Aquí también, a los pies de María, quiero agradecer todas las gracias del Congreso eucarístico de este año, todo el bien que ha producido en las almas de los hombres y en la vida de la nación y de la Iglesia.

Madre de la Iglesia de Jasna Góra, ruega por todos nosotros. Amén.

Os invito a cantar: «Desde hace siglos, tú eres la Reina de Polonia». Este podría ser el canto «Oh Madre divina» de nuestro tiempo.





VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS RELIGIOSOS Y A TODAS LAS PERSONAS CONSAGRADAS




Queridos hermanos y hermanas:

1. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia» (Ep 1,3-4). Con estas palabras de san Pablo saludo a todas las órdenes, las congregaciones religiosas, las sociedades de vida apostólica y los institutos seculares de Polonia. «Bendito sea Dios» por el don de la vocación a la vida consagrada. Por este don es preciso alabarlo y darle gracias sin cesar. Antes de la fundación del mundo, os ha elegido en Jesucristo y por amor os ha destinado a sí. Cada uno de vosotros ha experimentado en su vida un encuentro particular con Cristo, durante el cual ha escuchado en lo más íntimo de su corazón la misteriosa llamada: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21). A diferencia del joven del evangelio, habéis respondido con generosidad a esa invitación, abrazando la senda de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Con el corazón abierto habéis acogido la gracia de la vocación, como una «perla preciosa» (cf. Mt Mt 13,45).

Junto con vosotros, doy gracias hoy a la santísima Trinidad por el don de la vida consagrada en nuestra patria, por los santos, los beatos y los candidatos a los altares de vuestros institutos y por todos vosotros que «lucháis por el Evangelio» (cf. Flp Ph 4,3) en tierra polaca, y también en varias regiones del mundo, especialmente en los países de misión, anunciando, a veces hasta el heroísmo, «la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tt 3,4).

Con gratitud pienso en aquellos de entre vosotros que prestan ayuda a la Iglesia en los países limítrofes, para que allí, después de años de opresión y persecución de la fe, no haya «ovejas sin pastor» (cf. Mt Mt 9,36).

Dirijo palabras de particular saludo y aprecio a las comunidades de vida contemplativa, consagradas totalmente a la oración y al sacrificio y, precisamente por eso, tan fructuosas para el desarrollo del reino de Dios en la tierra. «Paz a todos los que estáis en Cristo» (1P 5,14).

2. El concilio Vaticano II ha puesto de relieve la vida consagrada, afirmando que está profundamente unida a la santidad y a la misión de la Iglesia. Se encuentra en el corazón mismo de la Iglesia, pues expresa la esencia más profunda de la vocación cristiana: es el don radical que la persona hace de sí misma por amor a Cristo, Maestro y Esposo, y a sus hermanos redimidos en la cruz con la sangre del Salvador. El magisterio conciliar, presentado principalmente en la constitución dogmática Lumen gentium y en los decretos Perfectae caritatis y Ad gentes, fue recogido y desarrollado en los años siguientes, especialmente por Pablo VI, en la exhortación apostólica Evangelica testificatio y en los documentos emanados por la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica.

160 Yo mismo, desde el inicio de mi pontificado, para promover la renovación conciliar de la Iglesia, dirigí mi atención de pastor a la vida y al apostolado de los consagrados, a los que corresponde un papel sumamente importante en la evangelización del mundo contemporáneo. Conservo en mi corazón todos los encuentros con los religiosos y las religiosas y con los representantes de los institutos laicales, celebrados durante los viajes apostólicos y en la ciudad eterna. Cada año, en la fiesta de la Presentación del Señor, invito a las personas consagradas a la basílica de San Pedro para celebrar juntos la eucaristía, durante la cual los presentes renuevan sus votos de castidad, pobreza y obediencia.

En varias circunstancias me he dirigido a las comunidades de vida consagrada, expresando el amor que la Iglesia siente por su vocación y por su servicio al pueblo de Dios. En el Año jubilar de la Redención, dirigí a todos los religiosos y las religiosas del mundo la exhortación apostólica Redemptionis donum, y en el Año mariano la Carta dedicada a la presencia de la Virgen Madre de Dios en la vida consagrada. Esta vida, vuestra vida, ha sido también el tema de muchas de mis catequesis dirigidas a los peregrinos durante las audiencias generales y fue tratada con la máxima amplitud durante los trabajos de la IX Asamblea general del Sínodo de los obispos, en octubre de 1994.

Los trabajos del Sínodo y, sucesivamente, la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, que publiqué el año pasado, dieron nuevo impulso a la vida consagrada, profundizando su identidad, espiritualidad y misión en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Este rico magisterio conciliar y posconciliar de la Iglesia con respecto a la vida consagrada debe ser cada vez mejor conocido, meditado, hecho objeto de reflexión personal y comunitaria, para que vuestras congregaciones y vuestros institutos puedan renovarse y desarrollarse según el designio divino, conforme al espíritu de vuestros fundadores y en plena comunión con los pastores de la Iglesia. Albergo también la esperanza de que las celebraciones de la Jornada de la vida consagrada, que he instituido este año, constituyan para el clero y para los fieles un estímulo a profundizar en el conocimiento de la belleza de la senda de los consejos evangélicos, a expresar a Dios la gratitud por este don y a desarrollar la pastoral vocacional.

3. Cristo, en el discurso de despedida que hizo a los Apóstoles antes de su pasión, dijo: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto» (
Jn 15,16). Son las palabras que Cristo dirige incesantemente a todos los que ha amado y elegido y a los que ha encomendado la obra de la evangelización. En virtud de la consagración bautismal y de la religiosa, estáis llamados a una entrega total a la misión de Cristo «a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10,36).

En la Iglesia, las comunidades de vida consagrada siempre se han distinguido por esa actitud de responsabilidad con respecto al anuncio del Evangelio. En los momentos difíciles de la historia y en los momentos de crisis, el Espíritu Santo ha suscitado nuevas órdenes e institutos, para que, mediante la santidad, el servicio desinteresado, los carismas de los fundadores, contribuyeran a la renovación de la Iglesia. Vuestra vocación brota del núcleo más profundo del Evangelio y sirve, del modo más fructuoso, a la obra de la evangelización.

«¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1Co 9,16). Estas palabras del Apóstol de las gentes animaban también los pensamientos y las obras de san Adalberto. El amor a Cristo lo guió hacia países y pueblos que no habían escuchado aún la buena nueva de la salvación. Selló con el sufrimiento y la muerte por martirio su profesión de fe y el anuncio del Evangelio en el Báltico, asemejándose a su Maestro y Señor. En la actitud y en la actividad apostólica de san Adalberto se manifiesta el universalismo de la misión de la Iglesia, el universalismo del amor y del servicio, cuya fuente es el Espíritu de Jesucristo. El jubileo del martirio de san Adalberto, obispo de Praga y monje benedictino, invita a reflexionar en el mandato de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,19) e invita a la Iglesia en Polonia a proseguir con nuevo impulso la obra de la nueva evangelización en los años del gran jubileo del año 2000.

En el umbral del tercer milenio del cristianismo, todos debemos unirnos en la misión fundamental de «revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las "insondables riquezas de Cristo" (Ep 3,8), porque éstas son para todo hombre y constituyen el bien de cada uno» (Redemptor hominis RH 11).

Vivimos en tiempos de caos, de extravío y de confusión espirituales, en los que se perciben varias tendencias liberales y secularistas; a menudo se elimina abiertamente a Dios de la vida social, se quiere reducir la fe a la esfera puramente privada y, en la conducta moral de los hombres, se infiltra un dañoso relativismo. Se difunde la indiferencia religiosa. La nueva evangelización es una apremiante necesidad del momento también en la nación polaca, bautizada hace mil años. La Iglesia espera de vosotros que os dediquéis con todas vuestras fuerzas a anunciar a la generación contemporánea de los polacos la verdad sobre la cruz y sobre la resurrección de Cristo, oponiéndoos a la gran tentación de nuestro tiempo: la de rechazar al Dios del amor.

Teniendo presente el ejemplo de san Adalberto, trabajad con celo y perseverancia en la profundización de la fe y en la renovación de la vida religiosa de los fieles, en la educación cristiana de los niños y de los jóvenes, en la formación del clero, en el compromiso misionero «hasta los últimos confines de la tierra» (Ac 1,8), en los varios campos de la pastoral, del apostolado social, del ecumenismo, de la instrucción, del mundo de la cultura y de los medios de comunicación social.

Tened especial solicitud por los ambientes más necesitados de ayuda: las familias que se encuentran en una situación difícil, los pobres, los abandonados, los que sufren, los que son rechazados por todos. Buscad nuevos caminos, para que el Evangelio pueda penetrar en todos los sectores de la realidad humana, teniendo presente que la nueva evangelización no puede omitir el anuncio de la fe y de la justicia, la defensa del derecho fundamental a la vida, desde el momento de la concepción hasta su muerte natural, la explicación del misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

Amad vosotros mismos a la Madre Iglesia y vivid sus problemas, imitando a Cristo, que «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ep 5,25). Que la característica de vuestro servicio sea siempre el profundo sensus Ecclesiae, que distinguía a vuestros fundadores. Formad también en los laicos una conciencia más madura y profunda de la Iglesia, para que aumente en ellos el sentido de pertenencia y responsabilidad hacia ella.

161 4. «Y, por lo tanto, aunque son muy importantes las múltiples obras apostólicas que realizáis, sin embargo, la obra de apostolado verdaderamente fundamental permanece siempre lo que (y a la vez quienes) sois dentro de la Iglesia » (Redemptionis donum, 15). El alma de la nueva evangelización es una profunda vida interior, pues sólo quien «permanece» en Cristo «da mucho fruto » (cf. Jn Jn 15,5).

Los preparativos para el Congreso eucarístico internacional de Wroclaw y su solemne desarrollo han vuelto a proponer a la Iglesia, especialmente en nuestra patria, el inefable misterio de la Eucaristía y han recordado el «mandamiento nuevo» que anunció Cristo durante la última cena.

La Eucaristía, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual» (Sacrosanctum Concilium SC 47), expresa del modo más perfecto el sentido y la verdad sobre vuestra vocación, sobre la vida fraterna en comunidad y sobre la necesidad de evangelización. La Eucaristía es sacrificio y don. Como tal, exige una respuesta digna del don y del sacrificio. Las palabras del conocido canto eucarístico dicen de Cristo Señor: «Se nos da totalmente». Una coherente respuesta a este extraordinario Don es el pleno y generoso don de sí, que encuentra su propia expresión en el cumplimiento fiel de los consejos evangélicos, es decir, en la aspiración al amor perfecto a Dios y al prójimo, y, como consecuencia, al celoso anuncio del mensaje de la salvación.

La Eucaristía es una fuente inagotable de energía espiritual que proviene directamente del Señor, el cual, aunque en este «misterio de la fe» calla, sin embargo repite continuamente: «Yo soy el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1,17-18). Su ayuda, que recibís en la medida en que os abrís al misterio del amor, sostiene siempre nuevamente vuestras fuerzas, que a veces se debilitan, y esclarece con su luz «las noches del alma». Gracias a esa ayuda y en virtud de vuestra correspondencia, ciertamente se hará realidad la exhortación del Señor: «Manténte fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Ap 2,10). Él, «virgen, pobre y obediente al Padre», y hoy en la Eucaristía ya glorioso, es para vosotros la garantía para alcanzar la meta de vuestro difícil y fascinante camino hacia la santidad.

Nunca debéis olvidar que estáis llamados a dar un testimonio personal y comunitario de la santidad que es la llamada esencial de la vida consagrada y fuente del dinamismo apostólico de la Iglesia. Los laicos esperan de vosotros que seáis ante todo testigos de la santidad y guías que señalan el camino para alcanzarla en la vida diaria. Así pues, conviene que acojáis con generosidad y acompañéis espiritualmente a los que buscan un contacto vivo con Dios y desean corroborar junto con vosotros su compromiso de santidad. Hace falta vuestro testimonio para «favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección. (...) El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar más aún a quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás» (Vita consecrata VC 39).

El empobrecimiento de los valores humanos que está aumentando, vinculado a los modelos de vida que se difunden también en Polonia, basados en la triple concupiscencia, hace que una sincera práctica de los consejos evangélicos adquiera un carácter particular de signo profético. En efecto, los consejos evangélicos «proponen (...) una "terapia espiritual" para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo al Dios vivo » (ib., 87). La Iglesia de nuestros días en Polonia tiene muchísima necesidad de este signo profético, si quiere ayudar al hombre a usar correctamente su libertad.

El testimonio de vuestra vida, entregada auténticamente y sin reservas a Dios y a los hermanos, es indispensable para hacer presente en el mundo a Cristo y para llegar con su Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, que escuchan con más gusto a los testigos que a los maestros y son más sensibles a los ejemplos vivos que a las palabras. Los consagrados deben ser en el mundo la sal que no se vuelve insípida, la luz que no deja de irradiar en su ambiente, la ciudad situada sobre el monte, que desde lejos atrae la mirada (cf. Mt Mt 5,13-16).

Es evidente que la realización del ideal de santidad en la vida personal y en la comunitaria conlleva luchas espirituales y trabajo. Los procesos de secularización que se producen en la sociedad afectan también a las personas consagradas a Dios, que sufren asimismo la tentación de «hacer», más que «ser». Los participantes en el Sínodo de los obispos de 1994 pusieron en guardia contra estos peligros. Siempre es necesaria la vigilancia y el discernimiento de espíritu para proteger la vida consagrada contra los peligros externos e internos, contra todo lo que pueda llevar al debilitamiento del impulso original, a la superficialidad y a la mediocridad en el servicio divino. «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,2).

Me alegro porque la vida religiosa en Polonia se está desarrollando y produce frutos de santidad, como puedo testimoniar ante la Iglesia también durante esta peregrinación, elevando a la gloria de los altares a los santos y beatos: Juan de Dukla, y las siervas de Dios Bernardina Jablonska y María Karlowska.

5. Os transmito este mensaje en el santuario de la Señora de Jasna Góra, donde con tanta frecuencia os reunís para orar, para hacer algún día de retiro y para los ejercicios espirituales. María, la primera entre las criaturas humanas, en el momento de la Anunciación recibió el don de Dios: el eterno designio de su participación en la misión de su Hijo. Jesús, cuando agonizaba en la cruz, con sus palabras «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,26), le encomendó a ella, como Madre, a Juan y a todos los hombres, y de modo particular a los que el Padre «de antemano conoció y predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,29). Todos los que, en el decurso de los siglos, han seguido la senda de la imitación de Jesús, han sido llamados, al igual que el «discípulo a quien amaba», a «acoger a María en su casa» (cf. Jn Jn 19,27), a amarla y a imitarla radicalmente, para experimentar a cambio su particular ternura materna.

María, la primera consagrada, es para vosotros modelo de apertura al don de Dios y de acogida de la gracia por parte de la criatura, el modelo de la entrega total a Dios sumamente amado. Ella respondió al don de Dios con la obediencia de la fe que la acompañó durante toda su vida. Cada día estaba en contacto con el misterio inefable del Hijo de Dios, no sólo en la vida oculta de Jesús, cuando junto a José permanecía a su lado, sino también en los momentos decisivos de su actividad pública, y especialmente en el Calvario, cuando junto a la cruz, profundamente unida a él, sufría y alababa a Dios: «Feliz la que ha creído» (Lc 1,45). La fe de María superó todas las pruebas sin ceder jamás. Para toda persona consagrada la Virgen de Nazaret es «maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo» (Vita consecrata VC 28). Buscad en la fe de María el apoyo para vuestra fe, para anunciar a los hombres de hoy «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5,6).

162 En el umbral del gran jubileo del año 2000, encomiendo al sacratísimo Corazón de Jesús y al Corazón inmaculado de María todas las órdenes, las congregaciones, las sociedades de vida apostólica y los institutos seculares en Polonia, tanto masculinos como femeninos. En el camino de vuestra vida y del trabajo apostólico, os acompañe mi bendición apostólica, «para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo» (1P 4,11).

Jasna Góra, 4 de junio de 1997





VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA



DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS NIÑOS


DE PRIMERA COMUNIÓN


Zakopane, iglesia de la Sagrada Familia

Sábado 7 de junio de 1997



1. "Dejad que los niños vengan a mí" (Mc 10,14). Eso lo dijo Jesús a los Apóstoles en cierta ocasión. Era una maravillosa invitación. El Señor Jesús amaba a los niños y quería que estuvieran cerca de él. Muchas veces los bendecía e incluso los ponía como ejemplo a los adultos. Decía que el reino de Dios pertenece a los que se asemejan a los más pequeños (cf. Mt Mt 18,3). Naturalmente eso no significa que los adultos deban volver a hacerse niños desde todos los puntos de vista, sino que su corazón debe ser puro, bueno, confiado, y estar lleno de amor.

Queridos niños, el Papa viene hoy a vosotros para deciros, en nombre del Señor Jesús, que él os ama. Ciertamente vuestros sacerdotes catequistas y las religiosas catequistas os han hablado de esto muchas veces. Pero quiero repetirlo una vez más, para que recordéis durante toda la vida esta alegre noticia. ¡Jesús os ama!

Hace poco tiempo habéis podido convenceros de esa verdad de modo particular. Jesús ha venido por primera vez a vuestro corazón. Lo habéis recibido bajo la especie del pan en la primera santa Comunión. ¿Qué quiere decir que ha venido a vuestro corazón? Para dar una respuesta a esta pregunta, debemos volver unos instantes al cenáculo. Allí, durante la última cena, poco antes de su muerte, el Señor Jesús dio a los Apóstoles pan y les dijo: "Tomad y comed todos: esto es mi Cuerpo". Del mismo modo, les dio vino, diciendo: "Tomad y bebed todos de él: éste es el cáliz de mi Sangre". Y nosotros creemos que, aunque los Apóstoles percibieron en su boca el sabor del pan y del vino, verdaderamente comieron el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Y eso era un signo de su amor infinito, pues quien ama está dispuesto a dar a la persona amada todo lo más valioso que posee. El Señor Jesús en este mundo tenía pocas cosas que regalarles a los Apóstoles. Pero les dio algo mejor: se dio a sí mismo. Desde entonces, al recibir este Alimento santísimo, podían estar constantemente con Jesús. El mismo habitaba en su corazón y lo llenaba de santidad. Eso es lo que significa que Jesús ha venido a vuestro corazón. Él está en vosotros; su amor os llena y hace que os asemejéis cada vez más a él, que seáis cada vez más santos.

Se trata de una gran gracia, pero también de un gran compromiso. Para que el Señor Jesús pueda habitar en nosotros, debemos esforzarnos para que nuestra alma esté siempre abierta a él. Este es, por tanto, vuestro compromiso: amar siempre a Jesús, tener un corazón bueno y puro, e invitarlo lo más frecuentemente posible, para que mediante la sagrada Comunión habite en vosotros. Y no hagáis nunca cosas malas. A veces esto puede resultar difícil. Pero recordad que Jesús os ama y desea que también vosotros lo améis con todas vuestras fuerzas.

2. Hoy, junto con vosotros, quiero dar gracias a Cristo por el infinito amor que siente por todos los hombres. Lo alabamos de modo especial por el don de la Eucaristía, en la que se ha quedado para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn Jn 10,10). Doy también las gracias a vuestros catequistas, que os han llevado hasta Jesús Eucaristía, así como a los que en toda Polonia trabajan por transmitir la fe en las escuelas. Es una tarea elevada, aunque muchas veces no resulta fácil. Exige un testimonio de fe, esperanza y caridad: de fe, que se apoya firmemente en el Evangelio; de esperanza, que en la perspectiva de la salvación no excluye a ningún hombre; y de caridad, que no duda en dar lo que es mejor, incluso a costa del propio sacrificio. Tened siempre la convicción de que los jóvenes, aunque no lo demuestren, necesitan y desean vuestro testimonio. El Espíritu Santo, que ha iluminado y fortalecido a generaciones y generaciones de apóstoles de Cristo, os sostenga también a vosotros, los actuales innumerables catequistas, hombres y mujeres, de Polonia.

Por último, quiero dirigir unas palabras de agradecimiento también a los padres: a los que están aquí presentes, y a todos los padres de Polonia. Al llevar un día a vuestros hijos para ser bautizados, os habéis comprometido a educarlos en la fe de la Iglesia y en el amor a Dios. Estos niños, que por primera vez han recibido la sagrada Comunión, son signo de que habéis asumido ese compromiso y tratáis de cumplirlo con sinceridad. Os pido que nunca renunciéis a él. Los padres son los primeros que tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos, en sintonía con sus propias convicciones. No cedáis este derecho a las instituciones, que pueden transmitir a los niños y a los jóvenes la ciencia indispensable, pero no les pueden dar el testimonio de la solicitud y el amor de los padres.


Discursos 1997 157