Discursos 1997 176


A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE NAMIBIA


EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 14 de junio de 1997



Queridos hermanos en Cristo:

En el amor del Salvador, saludo cordialmente a toda la Iglesia de Dios que está en Namibia, y os doy la bienvenida a vosotros, pastores de la archidiócesis de Windhoek, de la diócesis de Keetmanshoop y del vicariato apostólico de Rundu.Como Conferencia episcopal, esta es la primera vez que venís a Roma en visita ad limina Apostolorum, para venerar la tumbas de los santos mártires Pedro y Pablo, cuya sangre selló el único servicio a ésta que es «la Iglesia más importante y más antigua» (san Ireneo, Adv. haer . III, III 3,2); para «ver a Pedro» (cf. Ga 1,18) en la persona de su Sucesor; y para dar razón de vuestra administración (cf. Lc Lc 16,2). Juntos podemos alegrarnos porque la buena semilla del Evangelio está produciendo una abundante cosecha en vuestro país, tan prometedora en su vigor juvenil. La constitución de la jerarquía en 1994, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Namibia y la Santa Sede en 1996, y la reciente formación de la Conferencia episcopal de Namibia son signos positivos de que el Señor, que inició en vosotros la buena obra, la irá consumando (cf. Flp Ph 1,6).

Como pastores de la Iglesia, sois los guardianes y constructores de la comunión eclesial, cuya fuente más profunda es la participación de los creyentes en la vida íntima de la Trinidad. Un fuerte sentido de la comunión eclesial os permitirá realizar vuestro ministerio pastoral con un espíritu de cooperación amorosa con los sacerdotes, los religiosos y los laicos. Como pastores sabios, tenéis el deber de promover los diferentes dones y carismas, vocaciones y responsabilidades que el Espíritu confía a los miembros del Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, con la oración y con prudencia, debéis discernir la autenticidad de la acción del Espíritu (cf. Christifideles laici CL 24), y trabajar en favor de la comunión y la cooperación afectiva y efectiva de todos. Vuestro ministerio está llamado a reunir al pueblo de Dios como una comunidad inspirada por la caridad y enraizada sólidamente en su único fundamento: la presencia viva de Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb He 13,8).

2. A este respecto, es particularmente importante fomentar en todos los católicos de Namibia un vivo sentido de la responsabilidad común por la misión y el apostolado de la Iglesia. Estad dispuestos siempre a escuchar a vuestros sacerdotes y a vuestro pueblo, a dar consejos prudentes y, con respecto a los laicos, a apoyarlos en su vocación para que «busquen el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (Lumen gentium LG 31). Confío en que, por el bien de la Iglesia, hagáis todo lo posible para formar un laicado maduro y responsable en «adecuados centros o escuelas de formación bíblica y pastoral», donde se preste la debida atención a «una sólida formación en la doctrina social de la Iglesia» (Ecclesia in Africa ). Animad a los laicos en el testimonio que desean dar de honradez en la administración pública, de respeto a la función de la ley, de solidaridad con los pobres, de fomento de la igual dignidad de la mujer y de defensa de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural.

3. Construís la comunión de vuestras Iglesias particulares sobre todo con la ayuda de aquellos a quienes el apóstol san Pablo llama «colaboradores de Dios» (1Co 3,9 cf. 1Th 3,2), es decir, los sacerdotes, con los cuales tenéis vínculos de hermandad y de fraternidad apostólica fundados en la gracia de las órdenes sagradas. Aunque son pocos para afrontar todas vuestras necesidades, están realizando la obra de Dios con entrega generosa, esforzándose con esmero por ofrecer una imagen transparente de Cristo, sumo Sacerdote (cf. Pastores dabo vobis PDV 12). Los sacerdotes fidei donum siguen poniendo de relieve «el vínculo de comunión entre las Iglesias » (Redemptoris missio RMi 68), y por eso pido a Dios que se refuerce su compromiso en Namibia. Más numerosos son los sacerdotes religiosos, cuya presencia es una gran fuente de enriquecimiento. Las tradiciones espirituales y apostólicas de sus institutos dan una contribución inestimable a vuestra vida eclesial. Siempre fieles al carisma de sus fundadores, los hombres y mujeres consagrados muestran su amor genuino a la Iglesia trabajando «en plena comunión con el obispo en el ámbito de la evangelización, de la catequesis y de la vida de las parroquias» (Vita consecrata VC 49).

La falta de un número suficiente de sacerdotes y religiosos, lo cual supone que muchas comunidades no puedan celebrar regularmente la misa dominical y otros sacramentos, debería impulsar a las familias, las parroquias y los institutos de vida consagrada a elevar una ferviente oración al Dueño de la mies (cf. Mt Mt 9,38) para que aumenten las vocaciones. Un signo seguro de creciente madurez eclesial es el hecho de que la archidiócesis de Windhoek esté preparando la apertura de un seminario. Encomiendo en mis oraciones a la Iglesia que está en Namibia, para que podáis contar con un número mayor de sacerdotes que imiten fielmente a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, a fin de que sean agentes de evangelización cada vez más eficaces. Asimismo, me uno a vosotros para pedir al Dueño de la mies que envíe muchos más religiosos y religiosas, a fin de responder a todas las necesidades de sus hermanos.

4. Sé que procuráis promover una fructífera cooperación ecuménica y, en esta nueva etapa de la vida nacional, os invito a escuchar atentamente la voz del Espíritu (cf. Ap Ap 2,7), que está suscitando nuevas iniciativas ecuménicas. La acción conjunta de los cristianos de Namibia para promover la reconciliación, los sólidos valores familiares y los sanos principios éticos, es una forma eficaz de proclamación que revela el rostro de Cristo en vuestra nación (cf. Mt Mt 25,40). Tiene «el valor transparente de un testimonio dado en común al nombre del Señor» (Ut unum sint UUS 75).

Os invito a uniros a toda la Iglesia, que se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio cristiano. Y os exhorto «a elevar al Señor insistentes oraciones para obtener las luces y las ayudas necesarias para la preparación y celebración del jubileo ya próximo (...). [El Espíritu] no dejará de mover los corazones para que se dispongan a celebrar con renovada fe y generosa participación el gran acontecimiento jubilar» (Tertio millennio adveniente TMA 59).

177 Os agradezco vuestros incansables esfuerzos en favor del Evangelio, y ruego a Dios que os confirme en la fe, en la esperanza y en el amor (cf. Lc Lc 22,32), a vosotros y a todos los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los catequistas, las familias y los jóvenes, y a todos los fieles laicos de vuestras Iglesias particulares. Encomendándoos a María, Madre del Redentor, pido para que, por su intercesión, el Espíritu Santo «reavive el carisma de Dios que está en vosotros» (cf. 2Tm 1,6) y os colme de alegría y paz. Con mi bendición apostólica.






A LOS FORMADORES Y ALUMNOS


DEL COLEGIO SAN PEDRO APÓSTOL


Sábado 14 de junio de 1997



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Me alegra acogeros con ocasión del 50 aniversario de la fundación del Colegio pontificio San Pedro Apóstol, que se celebró el pasado 22 de febrero, fiesta de la Cátedra de San Pedro.

Dirijo un saludo particular a los señores cardenales Bernardin Gantin y Francis Arinze, que fueron alumnos del Colegio. Saludo, asimismo, al cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, de la que depende el Colegio. Saludo igualmente al rector, padre Manfred Müller, y a través de él deseo expresar mi profundo agradecimiento a todos los padres y hermanos verbitas, que durante estos decenios han colaborado en la gestión del instituto; doy también las gracias a las religiosas por su valiosa contribución.

2. A principios de la década de 1940, monseñor Celso Costantini, presidente de la Obra pontificia de San Pedro Apóstol, promovió la construcción de un colegio urbano para los sacerdotes procedentes de los países de misión, enviados a Roma para perfeccionar sus estudios eclesiásticos. La sagrada Congregación «de Propaganda Fide » erigió canónicamente el nuevo instituto el 18 de enero de 1947. Al año siguiente, en la víspera de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el Papa Pío XII, precisamente con ocasión de la inauguración del Colegio, dirigió a los sacerdotes indígenas de todos los territorios de misión una exhortación apostólica especial. Tres años más tarde, en la encíclica Evangelii praecones, hablando del desarrollo del apostolado misionero, mi venerado predecesor también mencionó el «Colegio petrino del Janículo», «en el que los sacerdotes indígenas —escribía— se forman de modo más profundo y más adecuado en las disciplinas sagradas, en la virtud y en el apostolado» (Pío XII, encíclica Evangelii praecones, sobre el desarrollo del apostolado misionero, 2 de junio de 1951, AAS XLIII [1951], 500).

3. Queridos hermanos, no pude ir al Colegio a reunirme con vosotros, como deseaba vivamente y como hizo el Papa Pablo VI con ocasión del 25° aniversario de su fundación, cuando celebró allí una memorable misa de Pentecostés. En esa circunstancia singular, dirigió a los estudiantes las siguientes palabras: «En vosotros, hermanos e hijos carísimos, candidatos al ministerio misionero, vemos la representación del coro de los pueblos, en realidad y en promesa, que al unísono y cada uno con su propia voz anuncia la salvación en Cristo Señor» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de mayo de 1982, p. 10). En el clima de Pentecostés, el Colegio San Pedro Apóstol se presentaba en la plenitud de su vocación «católica »: «casa llena de caridad y de verdad, construida precisamente para el anuncio de nuestra fe al mundo entero (...); una fe actual y viva, única y universal, dinámica y apostólica» (ib.).

4. Hoy, contemplando estos cincuenta años que constituyen la segunda mitad del siglo XX, nos viene espontáneamente este pensamiento: ¡cuántos cambios en el mundo y en la Iglesia! Al mismo tiempo, en el umbral del tercer milenio, mientras la humanidad tiene más necesidad que nunca de verdad, justicia y esperanza, la Iglesia renueva su mensaje perenne: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Por eso son más válidas y actuales que nunca las motivaciones que impulsaron a crear este Instituto. Hoy se presenta como valioso instrumento al servicio de la nueva evangelización, de la Redemptoris missio que, «confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse», es más, «se halla todavía en los comienzos», y pide «comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» (Redemptoris missio RMi 1).

Para responder de modo fiel y adecuado al mandato de Cristo, los ministros del Evangelio necesitan ambientes adecuados para su formación, del mismo modo que el cenáculo fue indispensable para el grupo de los Doce. El Colegio San Pedro Apóstol es un auténtico cenáculo de formación apostólica, donde los sacerdotes de todo el mundo se dedican a fondo a la oración, al estudio y a la vida fraterna, para que su ministerio se conforme plenamente con las exigencias de la misión de la Iglesia y el Evangelio siga su recorrido hasta los últimos confines de la tierra.

Amadísimos hermanos, al miraros hoy a vosotros, este es mi pensamiento y mi deseo. Esta es mi oración, por intercesión de la Reina y del Príncipe de los Apóstoles. Y mientras encomiendo al Señor a los casi dos mil sacerdotes que durante estos cincuenta años se han formado en el ambiente acogedor del Colegio San Pedro Apóstol, os imparto de corazón mi bendición apostólica a vosotros, formadores y estudiantes de hoy, y a todos los presentes






A LOS MIEMBROS DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS


PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)


178

Jueves 19 de junio de 1997



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos miembros y amigos de la ROACO:

1. Os doy a todos mi cordial bienvenida con ocasión de vuestra reunión anual entre miembros de la ROACO y oficiales de la Congregación para las Iglesias orientales. Saludo, ante todo, al señor cardenal Achille Silvestrini, a quien agradezco las amables palabras con que ha interpretado los sentimientos comunes de afectuosa devoción y ha ilustrado las múltiples actividades en las que estáis comprometidos. Saludo también al secretario de la Congregación, el arzobispo monseñor Miroslav Marusyn, y al subsecretario, padre Marco Brogi. Me agrada saludar asimismo al arzobispo Datev Sarkissian, que ha venido en representación de Su Santidad Karekin I, Catholicós de todos los armenios, a quien envío por medio de usted un saludo fraterno, con el recuerdo siempre vivo de nuestros cordiales encuentros de diciembre del año pasado. En fin, os saludo a todos vosotros aquí reunidos, y os expreso a cada uno mi complacencia y gratitud por el trabajo que habéis realizado.

Me alegra encontrarme hoy con vosotros al término de vuestro congreso, porque he podido comprobar que, a pesar de las actuales dificultades económicas, no ha disminuido el compromiso de generosidad que anima a las Obras que representáis. Como recordé en la carta apostólica Orientale lumen, «las comunidades de Occidente están dispuestas a favorecer en todo (...) la intensificación de este ministerio de diaconía, aprovechando la experiencia adquirida en años de más libre ejercicio de la caridad. ¡Ay de nosotros si la abundancia de uno fuese causa de la humillación de otro, o de estériles y escandalosas competiciones! Por su parte, las comunidades de Occidente han de sentir ante todo el deber de compartir, donde sea posible, proyectos de servicio con los hermanos de las Iglesias de Oriente o de contribuir a la realización de cuanto ellas emprenden al servicio de sus pueblos» (n. 23).

Conservo un recuerdo vivísimo de mi reciente visita a las Iglesias del Líbano, a las que entregué la exhortación postsinodal «Una esperanza nueva para el Líbano ». En ella he recordado que la misión eclesial exige el esfuerzo de todos y la firme voluntad de valorar los carismas de cada persona y las riquezas espirituales de cada comunidad, para ser levadura de unidad y fraternidad. Esto también se realiza a través de «un intercambio de dones entre todos, con particular atención a los más pobres, lo cual constituye un servicio característico de la Iglesia católica con respecto a todos » (n. 118).

2. En el futuro, la ROACO se insertará cada vez más activamente en la obra que ha iniciado la Congregación para las Iglesias orientales, impulsada por los recientes cambios políticos: la ampliación de la perspectiva general de servicio a las Iglesias orientales católicas, a través de una labor de apoyo y promoción a lo largo de su camino, en condiciones tan diversas.

En efecto, habiendo recuperado su libertad, se interrogan cada vez más sistemáticamente sobre cómo deben vivir su específica identidad oriental en el ámbito de la Iglesia católica. En este proceso tan importante, la Congregación para las Iglesias orientales siente el deber de manifestar la solicitud de la Iglesia universal, inspirando y promoviendo, junto con ellas, nuevas iniciativas en el campo de los estudios, de la profundización de la liturgia, de la espiritualidad y de la historia, en la labor de formación y en la elaboración de proyectos pastorales concretos.

Al mismo tiempo, y de modo complementario, la Congregación se esfuerza, con razón, para que también la Iglesia en Occidente valore cada vez con mayor sensibilidad la contribución de las Iglesias orientales católicas, favoreciendo así una expresión más completa de la misma catolicidad. Os ruego que sostengáis y apoyéis a la Congregación en esta creciente actividad que, con el tiempo, se volverá cada vez más exigente.

Un ejemplo práctico de estas iniciativas es el próximo encuentro de los obispos y los superiores religiosos de las Iglesias orientales católicas de Europa, que se celebrará en Hajdúdorog (Hungría) del 30 de junio al 6 de julio próximos, y tendrá como tema la identidad de los católicos orientales. Se trata de un acontecimiento verdaderamente importante, que une en el encuentro, en la reflexión y en la escucha común a cuantos trabajan en el dicasterio para las Iglesias orientales y a los responsables de esas Iglesias que han pagado tan cara su fidelidad a Cristo y a la Sede romana y que, por primera vez, se encuentran todas juntas, después de decenios de separación y persecución.

179 Este encuentro, querido por la Congregación, expresa muy bien el estilo pastoral que se exige cada vez más a los dicasterios de la Curia romana y es una ocasión providencial para que los católicos orientales reaviven la herencia de sus mártires, sean más conscientes de las nuevas exigencias pastorales y afronten con fe y generosidad la difícil situación del ecumenismo, en el que se les pide que colaboren constantemente. Espero que esta iniciativa, que bendigo de corazón, sea coronada por el éxito y dé abundantes frutos espirituales.

3. También deseo confirmar todo lo que la Congregación para las Iglesias orientales está haciendo en favor de los seminaristas y los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, enviados a Roma por sus obispos y superiores para completar su formación y terminar los estudios eclesiásticos. Es necesario ayudarles a que encuentren en sus ambientes educativos y de estudio un fuerte clima de fe, el hábito de la oración bíblica, la atención a la calidad de la vida espiritual, el testimonio de comunión y estima entre todos los que, en diferentes niveles, los acompañan, y el celo apostólico al servicio del reino de Dios y de sus Iglesias de procedencia.

Deseo atraer la atención de la ROACO y de la Congregación para las Iglesias orientales hacia otro aspecto. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, con respecto a las diferentes etapas de preparación para el gran jubileo, he mencionado muchas veces la Tierra Santa. Siempre ha sido objeto de predilección singular en toda la Iglesia.

Desde el inicio de la fe cristiana, la comunidad de Corinto y las Iglesias de Galacia, animadas por el celo del apóstol Pablo, reservaban «lo que habían logrado ahorrar» y enviaban «el don de su liberalidad a Jerusalén» (cf. 1Co
1Co 16,1-4). La costumbre de ayudar cristalizó en diversas iniciativas, entre las cuales tiene particular importancia hoy la «Colecta para Tierra Santa».

Si la tierra de Jesús está en el corazón de todos los fieles, no se puede permitir que esa comunidad cristiana viva situaciones de malestar social y que, a causa de algunas formas de indigencia, esos hermanos lleguen a abandonar su país en busca de condiciones de vida más dignas.

Por tanto, invito apremiantemente a toda la Iglesia a recordar que cuanto se hace en favor de Tierra Santa, especialmente el Viernes santo, es un gesto de exquisita y debida fraternidad, que manifiesta de modo real lo que representa la tierra de Jesús para todos los cristianos.

4. Queridos miembros de la ROACO, el Papa sabe que os dedicáis a la formación de las personas y al mantenimiento de los inmuebles; que os preocupáis por la solidaridad entre todos los cristianos y por los proyectos de humanización para las poblaciones indigentes o probadas por el subdesarrollo; y que favorecéis las obras de las comunidades católicas, como el diálogo no sólo entre los cristianos sino también entre las diversas religiones. Me complacen las respuestas que dais a las peticiones que recibís, pero también expreso el agradecimiento de esos pueblos y comunidades que, gracias a la obra de la Congregación para las Iglesias orientales y la ROACO, ven que se apoyan sus esfuerzos para una reanudación más intensa de la actividad apostólica y perciben que estos gestos de participación brotan de un amor genuino y más universal.

Que la Virgen de Nazaret, Madre del Redentor, os confirme en vuestros propósitos y os mantenga a la escucha constante de su voz materna: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

En prenda de la asistencia divina, os imparto de corazón mi bendición, que extiendo complacido a todas las Iglesias y a los organismos que representáis, y en favor de las realidades tan diversas por las que trabajáis.






DURANTE LA CEREMONIA DE ENTREGA


DEL «PREMIO INTERNACIONAL PABLO VI»


AL SEÑOR JEAN VANIER


Jueves 19 de junio de 1997



Señores cardenales;
180 amadísimos hermanos y hermanas:

1. Os saludo cordialmente a todos vosotros, aquí reunidos para la entrega del premio que el Instituto Pablo VI de Brescia confiere en memoria de mi venerado predecesor, que nació en Concesio, precisamente hace cien años. Se trata de un premio que hasta ahora ha sido otorgado principalmente a personalidades del mundo de la cultura y del arte. Este año es conferido, por primera vez, a un representante del mundo católico, que está comprometido activamente —también con motivada inspiración teórica— en el campo de la formación humana y de la caridad, y me alegra particularmente entregarlo personalmente al señor Jean Vanier, fundador de las Comunidades del Arca. Él es un gran intérprete de la cultura de la solidaridad y de la «civilización del amor», tanto en el ámbito del pensamiento como en el de la acción, y en el compromiso en favor del desarrollo integral de cada hombre y de todo el hombre.

Ya dos veces, en 1984 y en 1987, tuve el placer de acoger al señor Vanier aquí en el Vaticano, junto con representantes de las comunidades que ha fundado. Esta circunstancia es muy apropiada para expresar la gratitud de la Iglesia por una obra que, con apreciado estilo evangélico, acompaña a las personas minusválidas, brindándoles un servicio social original y, al mismo tiempo, un testimonio cristiano elocuente.

Saludo al querido obispo de Brescia, monseñor Bruno Foresti, y le agradezco las palabras que acaba de dirigirme. Doy la bienvenida a los responsables del Instituto Pablo VI y, de modo particular, a su presidente, el doctor Giuseppe Camadini, y al arzobispo Pasquale Macchi, que estuvo tan cercano al Papa Pablo VI. Renuevo a todos mi aprecio por las múltiples iniciativas promovidas por ese benemérito Instituto y, en especial, por este premio, que en cierto modo prolonga la singular atención del siervo de Dios Pablo VI hacia las personalidades que el hombre contemporáneo reconoce como «maestros», porque son ante todo «testigos» (cf. Evangelii nuntiandi
EN 41).

En la motivación de la actual edición del premio se hace referencia oportunamente a la encíclica Populorum progressio, que el Papa Pablo VI promulgó hace treinta años, llamando la atención de todos a las exigencias espirituales y morales del auténtico desarrollo. Hoy, mientras se confiere un importante galardón a Jean Vanier y a las Comunidades del Arca, damos gracias a Dios porque hace nacer y crecer en su Iglesia signos concretos de esperanza, que muestran que es posible realizar las bienaventuranzas evangélicas en la vida diaria, incluso en situaciones a veces complejas y difíciles.

2. En un mensaje dirigido a un grupo de peregrinos de la asociación «Foi et Lumière» que habían venido a Roma en 1975 para el Año santo, Pablo VI escribió que la atención prestada a las personas minusválidas es «la prueba más significativa de una familia plenamente humana, de una sociedad totalmente civilizada y, a fortiori, de una Iglesia auténticamente cristiana» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de noviembre de 1975, p. 9).

Por el camino que ha recorrido durante más de treinta años, tal como ha recordado el presidente del Instituto Pablo VI, el Arca se ha transformado en un germen providencial de la civilización del amor, un germen verdadero, que entraña un dinamismo evidente. Se observa a través de su notable expansión en numerosas regiones del mundo. En efecto, está presente en veintiocho países de los cinco continentes. Sin embargo, no se limita a la filantropía ni a una simple asistencia. A pesar de su crecimiento y difusión, el Arca ha sabido conservar el estilo de sus orígenes, un estilo de apertura y comunión, de atención y escucha, que considera siempre al otro como una persona a la que hay que acoger y respetar profundamente.

Sin duda alguna, esto deriva de la dimensión espiritual que el señor Jean Vanier ha sabido poner siempre en el centro de la comunidad del Arca. Es un mensaje elocuente para nuestro tiempo, sediento de solidaridad, pero sobre todo de espiritualidad auténtica y profunda.

A este respecto, ¿cómo no pensar espontáneamente en el padre Thomas Philippe, dominico, que inspiró y alentó al señor Vanier a seguir el camino al que el Señor lo llamaba? Después, lo acompañó siempre con su oración y su presencia. A él, que vive ahora en el «Arca del cielo», le rendimos hoy un ferviente homenaje de gratitud.

¿Y cómo no evocar a todos los hombres y mujeres que han prestado a las diferentes comunidades del Arca su servicio silencioso y generoso? El premio otorgado hoy corresponde, al mismo tiempo, a todas esas personas. Honra también, y sobre todo, a las personas minusválidas, desde las dos primeras que acogió el señor Jean Vanier, hasta el gran número que atiende actualmente el Arca. En efecto, ellos son los protagonistas principales del Arca, pues, con fe, paciencia y fraternidad, hacen de ella un signo de esperanza y un testimonio gozoso de la redención.

3. Mientras me congratulo vivamente con el señor Jean Vanier, formulo votos para que la obra que ha fundado —en su conjunto y en cada comunidad— vaya siempre acompañada por la luz y la fuerza del Espíritu Santo, a fin de responder adecuadamente al proyecto del Señor, aliviando así los sufrimientos y las necesidades de tantos hermanos y hermanas.

181 Para este fin invoco la protección constante de María santísima, y os imparto de corazón una especial bendición apostólica a todos vosotros y, de modo particular, al Instituto Pablo VI, así como al fundador y a los miembros del Arca.





DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A UN GRUPO DE PROFESORES DE DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA



Viernes 20 de junio de 1997




Señor cardenal;
amables señoras y señores:

1. Deseo, ante todo, expresaros mi viva complacencia por este Congreso europeo de doctrina social de la Iglesia que reúne, por primera vez, a los profesores de esta disciplina con el propósito de descubrir la forma más adecuada de enseñarla y difundirla. Agradezco al señor cardenal Roger Etchegaray las amables palabras con que ha presentado este significativo acontecimiento. Extiendo mi agradecimiento a monseñor Angelo Scola, rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense, y al profesor Adriano Bausola, rector magnífico de la Universidad católica del Sagrado Corazón, por la concreta colaboración que han brindado al Consejo pontificio Justicia y paz en la preparación de este fructífero encuentro, motivo de consuelo y esperanza.

La doctrina social de la Iglesia es una de mis mayores preocupaciones, ya que soy profundamente consciente de cuán generosa y cualificada debe ser la solicitud de toda la Iglesia por anunciar al hombre de nuestro tiempo el evangelio de la vida, de la justicia y de la solidaridad.

Profundizando las razones de este compromiso eclesial, habéis conmemorado oportunamente el trigésimo aniversario de la Populorum progressio de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, y el décimo aniversario de la Sollicitudo rei socialis. Estas dos encíclicas, con su exigente mensaje, siguen siendo una llamada actual e ineludible a no abandonar el taller donde se construye el desarrollo de todo el hombre y de cada hombre, no sólo según parámetros económicos, sino también morales.

2. En vuestro servicio diario como profesores de doctrina social de la Iglesia os encontráis muchas veces frente a esta pregunta recurrente: «¿Cómo debe proponerse, en la actual situación histórica y cultural, la verdad encomendada a los cristianos?». La urgencia que hoy se percibe con mayor nitidez y fuerza es la de promover una «nueva evangelización », una «nueva implantatio evangelica », también con referencia al ámbito social. En efecto, el Papa Pablo VI exhortaba a superar la fractura entre Evangelio y cultura, a través de una obra de inculturación de la fe, capaz de alcanzar y transformar, mediante la fuerza del Evangelio, los criterios de juicio, los valores determinantes y las líneas de pensamiento propias de cada sociedad. La intención central, particularmente actual si consideramos la situación de Europa, era la de mostrar, con renovado impulso, la importancia de la fe cristiana para la historia, la cultura y la convivencia humana.

A partir de Jesucristo, única salvación del hombre, es posible poner de manifiesto el valor universal de la fe y de la antropología cristiana y su significado para cada ámbito de la existencia. En Cristo se ofrece al ser humano una específica interpretación personalista y solidaria de su realidad abierta a la trascendencia.

Precisamente a partir de esta antropología, la doctrina social de la Iglesia puede proponerse no como ideología, o «tercera vía», a semejanza de otras propuestas políticas y sociales, sino propiamente como un saber teológico-moral particular cuyo origen está en Dios, que se comunica al hombre (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 41). En este misterio encuentra su fuente inagotable para interpretar y orientar la historia del hombre. Por tanto, la nueva evangelización, a la que está llamada toda la Iglesia, deberá integrar plenamente la doctrina social de la Iglesia (cf. ib.), para poder llegar mejor a los pueblos europeos e interpelarlos en sus problemas y situaciones concretas.

3. Otra perspectiva, que permite comprender la amplitud de horizontes de vuestro compromiso formativo, centrado en la doctrina social de la Iglesia, es la que se refiere a la ética cristiana.

En la actual cultura de la Europa contemporánea es fuerte la tendencia a «privatizar» la ética y a negar la dimensión pública al mensaje moral cristiano. La doctrina social de la Iglesia representa, de suyo, el rechazo de esta privatización, porque ilumina las auténticas y decisivas dimensiones sociales de la fe, ilustrando sus consecuencias éticas.

182 Tal como he reafirmado en muchas oportunidades, en la perspectiva delineada por la doctrina social de la Iglesia no se debe renunciar nunca a subrayar el nexo constitutivo de la humanidad con la verdad y el primado de la ética sobre la política, la economía y la tecnología.

De ese modo, a través de su doctrina social, la Iglesia plantea al continente europeo, que vive una época compleja y difícil a nivel de integración política y económica y de organización social, la cuestión de la calidad moral de su civilización, requisito indispensable para construir un auténtico futuro de paz, libertad y esperanza para cada pueblo y nación.

4. La Iglesia, frente a los numerosos y difíciles desafíos de la época actual, en su acción evangelizadora, está llamada a realizar una intensa y constante obra de formación en el compromiso social. Estoy convencido de que daréis vuestra cualificada contribución, teniendo en cuenta que esa obra está centrada en la doctrina social de la Iglesia. A su luz será posible mostrar que el sentido pleno de la vocación humana y cristiana incluye también la dimensión social. Lo recuerda claramente el concilio Vaticano II, que en la Gaudium et spes afirma: «Los dones del Espíritu son diversos: mientras a unos los llama a dar testimonio públicamente de anhelar la morada celeste y a conservar vivo este anhelo en la familia humana, a otros los llama a dedicarse al servicio temporal de los hombres, preparando con este ministerio suyo la materia del reino de los cielos» (n. 38).

En esta perspectiva, la formación en el compromiso social se presenta como el desarrollo de una espiritualidad cristiana auténtica, llamada por su naturaleza a animar toda actividad humana. Su elemento esencial será el esfuerzo por vivir la profunda unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo, entre la oración y la acción. Por tanto, queridos profesores de doctrina social de la Iglesia, vuestra enseñanza deberá insistir constantemente en esto. Vuestra contribución debe formar parte cada vez más plenamente, de modo orgánico, de la acción pastoral de la comunidad cristiana.

5. Una formación adecuada en el compromiso social plantea una exigencia doble y unitaria: por una parte, conocer a fondo la doctrina social de la Iglesia y, por otra, saber discernir concretamente la incidencia del mensaje evangélico en la realización plena del hombre en las diversas circunstancias de su existencia terrena. Esta doble exigencia resulta particularmente urgente si se considera el tema del desarrollo, que habéis afrontado durante los trabajos del Congreso. En efecto, el actual proceso de globalización económica, aun presentando múltiples aspectos positivos, manifiesta también una preocupante tendencia a excluir del desarrollo a los países más necesitados e, incluso, a enteras regiones. Sobre todo el mundo del trabajo en relación de dependencia debe afrontar las consecuencias, a menudo dramáticas, de imponentes cambios en la producción y en la distribución de los bienes y servicios económicos.

Al parecer, el sector más beneficiado en el proceso de globalización económica es el que por su dinamismo empresarial se suele llamar «privado». Ciertamente, la doctrina social de la Iglesia le reconoce una función significativa en la promoción del desarrollo, pero, al mismo tiempo, recuerda a cada uno la responsabilidad de actuar siempre con gran sensibilidad ante los valores del bien común y de la justicia social. La falta, a nivel internacional, de estructuras adecuadas, de reglamentación y de orientación en el actual proceso de globalización económica no disminuye la responsabilidad social de los agentes económicos, comprometidos en este campo. La situación de las personas y de las naciones más pobres exige que cada uno asuma sus propias responsabilidades, a fin de que se creen sin demora condiciones propicias para el auténtico desarrollo de todos.

Los pueblos tienen derecho al desarrollo. Por tanto, es necesario volver a examinar y corregir, en función del derecho al trabajo que cada uno tiene en el ámbito del bien común, las formas de organización de las fuerzas económicas, políticas y sociales, e incluso los criterios de distribución del trabajo experimentados hasta ahora. El Consejo pontificio Justicia y paz sigue manteniendo viva esta urgente necesidad, entablando un diálogo iluminador con cualificados representantes de los diversos sectores económicos y sociales, como empresarios, economistas, sindicalistas, instituciones internacionales y el mundo académico.

A la vez que agradezco al presidente y a todos los colaboradores de este dicasterio su generosa entrega, deseo de corazón que su compromiso contribuya eficazmente a sembrar la civilización del amor en los surcos de las vicisitudes humanas. Espero, asimismo, que los profesores aquí presentes sean expertos formadores de las nuevas generaciones, sostenidos por la fe en Cristo, Redentor de todos los hombres y de todo el hombre, por el contacto constante con los problemas de la época moderna, por una madura experiencia pastoral y por el uso adecuado de los modernos medios de comunicación social.

Que mi bendición os conforte en vuestro trabajo.






Discursos 1997 176