Discursos 1998


A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS


DEL COLEGIO CAPRÁNICA DE ROMA


Jueves 8 de enero de 2004



1. Me alegra reunirme con vosotros, queridísimos alumnos del Almo Colegio Capránica, al acercarse la memoria litúrgica de vuestra patrona santa Inés. Os saludo a vosotros, al cardenal vicario, al rector, mons. Michele Pennisi, y a los demás superiores.

Estamos en el tiempo de Navidad, entre la solemnidad de la Epifanía y la fiesta del Bautismo del Señor, en el curso de este año 1998, dedicado de modo especial al Espíritu Santo. La solemnidad de la Epifanía nos ha invitado a meditar en la misión universal de la Iglesia, prolongación de la misión salvífica de Cristo, Luz de las gentes, «Lumen gentium ». Cada uno de vosotros, queridos seminaristas y jóvenes presbíteros, está llamado a participar en esta misión de la Iglesia, y se está preparando para ponerse a su servicio de modo completo y maduro. Para este fin es necesario ante todo crecer en esa docilidad personal al Espíritu Santo de la que es modelo Mar ía santísima. De ella aprendemos, en este tiempo de Navidad, rebosante de estupor y admiración, el compromiso de escuchar y acoger profundamente la palabra de Dios.

2. El Espíritu Santo es el protagonista de la misión de la Iglesia, es el protagonista de la nueva evangelización. El próximo domingo contemplaremos a Cristo que, bautizado en el Jordán, recibe del Padre la unción espiritual. Es una escena muy elocuente y rica de significado para todo cristiano y, de modo particular, para todo sacerdote. Nos ayuda a profundizar en el misterio de nuestra llamada y consagración personal en el Espíritu Santo, la «unción» que, como dice el apóstol Juan, «enseña acerca de todas las cosas, y es verdadera y no mentirosa» (1Jn 2,27). El Espíritu Santo nos conforma a Cristo, nos da la fuerza para seguirlo y testimoniarlo. Es fuente de santidad vivida en las pruebas ordinarias y en las extraordinarias. La virgen Inés es, especialmente para vosotros que la veneráis como patrona, modelo de conformación a Cristo en la entrega total por el Evangelio. El Señor, por intercesión de esta virgen mártir, haga de cada uno de vosotros un testigo valiente de su amor, un santo sacerdote, una imagen fiel de Cristo, buen Pastor.

Con estos sentimientos, a la vez que os deseo todo bien para el año que acaba de comenzar, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo gustoso a vuestros seres queridos.






A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS


DEL PONTIFICIO COLEGIO PÍO RUMANO


Viernes 9 de enero de 1998



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos superiores y alumnos del Colegio Pío Rumano:

1. «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador » (Lc 1,46-47). Queremos elevar, junto con María santísima, patrona celestial del Colegio, este himno de alabanza al Señor por el sexagésimo aniversario de su fundación y por todos los dones recibidos durante este tiempo.

Recordemos, en particular, la grandiosa obra de mi predecesor el Papa Pío XI, de venerada memoria, quien, siempre atento a las necesidades de las Iglesias católicas orientales, quiso erigir en la colina del Janículo un colegio para los candidatos al sacerdocio procedentes de la Iglesia greco-católica rumana. Su sede, construida gracias a la generosa contribución del mismo Pontífice, debía asegurar a los estudiantes una adecuada formación litúrgica y espiritual en el rito bizantino-rumano, permitiéndoles al mismo tiempo conocer las riquezas de la Iglesia universal.

Eran tiempos de grandes esperanzas para las comunidades católicas orientales de esa parte de Europa, y se quería sostenerlas y orientarlas hacia un desarrollo cada vez más seguro. Aunque los sucesivos acontecimientos trágicos hirieron el corazón de esas Iglesias, al ser encarcelados obispos, sacerdotes y laicos, esas comunidades siguieron sirviendo a Cristo y conservando firmemente su unión con la Sede de Pedro.

¡Cómo no recordar, en este momento, a dos ilustres testigos que aún viven: el cardenal Alexandru Todea y el arzobispo Ioan Ploscaru, que pagaron un precio muy alto por defender los derechos de la Iglesia y afirmar la libertad de conciencia!

2. Durante todo ese período difícil el Colegio acogía a los estudiantes de otras Iglesias orientales, pero, al mismo tiempo, conservaba una presencia simbólica de sacerdotes greco-católicos rumanos, convirtiéndose así en signo de esperanza, a la espera de tiempos mejores, y en punto de referencia para la comunidad rumana de la diáspora.

Queridos sacerdotes y seminaristas, con la caída de los regímenes ateos y el fin de las persecuciones habéis podido venir a Roma y encontrar hospitalidad entre las paredes del Colegio, que es vuestra casa en la Urbe. Tened siempre presente el recuerdo de esos hechos históricos, para que se mantenga vivo en vosotros el compromiso en favor de un renacimiento en la fraternidad. Eso os ayudará a dar testimonio de la verdad y os impulsará a un servicio evangélico generoso, en beneficio de cada persona y de toda la sociedad.

Vuestra formación, al respetar su índole auténticamente oriental, debe seguir la tradición de vuestros padres y abrirse con clarividente sabiduría a las necesidades de los tiempos nuevos. La contribución de los cristianos de Rumanía que, al ser de tradición bizantina, comparten las riquezas del Oriente cristiano y, a la vez, participan de la cultura europea, no sólo enriquece a la Iglesia sino también a Europa. En efecto, de ese encuentro pueden nacer experiencias de gran valor en el ámbito religioso y para el progreso del pensamiento y de las costumbres sociales.

3. «Toda sabiduría viene del Señor y con él está por siempre» (Si 1,1). Vuestra vida en el Colegio tiene que centrarse en la liturgia, que permite al hombre entrar en los misterios divinos y lo inicia en las realidades de Dios. Tratad de conocerla bien y de amarla, a fin de que se convierta para vosotros en fuente de fuerza espiritual. Celebradla con el corazón, de modo vivo, penetrando en sus contenidos teológicos y espirituales.

Además, la profundización en la sagrada Escritura y en las obras de los Padres os ayudará a comprender mejor cuál es la clave de toda verdadera teología. Formados en esta escuela de valor perenne, objeto de veneración y estudio también por parte de nuestros hermanos ortodoxos, estaréis arraigados firmemente en las raíces de la Iglesia y, al mismo tiempo, seréis capaces de iluminar las situaciones contemporáneas con una luz antigua y siempre nueva.

El Señor os llama a servirlo en vuestra tierra, llevando a todos la verdad evangélica, que libera a cada hombre de la esclavitud del pecado, del relativismo moral y de la búsqueda de la riqueza a toda costa, y lo hace más fuerte para afrontar las dificultades del momento actual.

Sé que la Iglesia greco-católica rumana cumple su misión en condiciones de vida a menudo difíciles, pues debe afrontar una persistente carencia de estructuras. Pero sé que se están realizando varias construcciones a fin de dotar a las comunidades de edificios idóneos para la oración y la actividad pastoral, con el deseo de reencontrar en las formas artísticas del templo la continuidad con los orígenes, sin ignorar naturalmente la sensibilidad cultural actual.

4. Queridos hermanos, también en esta circunstancia me complace expresar mi profundo agradecimiento a los obispos y a todo el clero, eparquial y religioso de Rumanía, por el generoso empeño con que dispensan a los fieles los misterios divinos y les brindan apoyo y aliento en los momentos de prueba, enseñándoles siempre el carácter sagrado e inviolable de la vida.

Encomiendo al Señor el camino que vuestra Iglesia está realizando y sus perspectivas para el futuro. De modo especial, invoco la asistencia divina sobre la celebración del IV Concilio provincial, que comenzó el año pasado. Frente a los cambios radicales que afectan a la sociedad rumana, dicha asamblea está llamada a examinar nuevamente los objetivos y los métodos pastorales, para que la misión de los fieles sea más consciente y activa.

Así, la comunidad eclesial encontrará la fuerza necesaria para el testimonio que está llamada a dar en la fidelidad y en la renovación, mientras se prepara para celebrar el gran jubileo del año 2000 y el tercer centenario del restablecimiento de su unidad con la Sede romana.

Con gran alegría al comienzo del nuevo año, os expreso a todos mis mejores deseos y, al mismo tiempo que os pido que llevéis a vuestras eparquías mi cordial saludo, a cada uno imparto de corazón una especial bendición apostólica.





DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

10 de enero de 1998



Excelencias;
señoras y señores:

1. El homenaje colectivo del Cuerpo diplomático, en el umbral de un nuevo año, reviste siempre un carácter de conmovedora solemnidad y de cordial familiaridad. Agradezco de todo corazón a vuestro decano, el señor embajador Atembina-Te-Bombo, que me ha presentado con cortesía vuestra amistosa felicitación y ha recordado de manera delicada algunos aspectos de mi misión apostólica.

En este comienzo del año 1998, dejemos que para todos los hombres de hoy resplandezca la luz que se ha elevado sobre el mundo el día del nacimiento del Niño-Dios. Por su misma naturaleza, esta luz es universal; su claridad resplandece sobre todos, sin excepción. Muestra nuestros éxitos y nuestros fracasos en la administración de la creación y en nuestras misiones al servicio de la sociedad.

2. Gracias a Dios, no faltan los éxitos. Europa central y oriental ha proseguido su camino hacia la democracia, liberándose poco a poco del peso y de los condicionamientos del totalitarismo del pasado. Esperemos que este progreso se realice de verdad en todas partes.

Cerca de nosotros, Bosnia-Herzegovina vive, mal que bien, una paz relativa, aunque las últimas elecciones locales han mostrado la precariedad del proceso de pacificación entre las diversas comunidades. A este respecto, quisiera urgir a la comunidad internacional a proseguir sus esfuerzos en favor del regreso de los refugiados a sus hogares y del respeto a los derechos fundamentales de las tres comunidades étnicas que componen el país. Estas son las condiciones necesarias para la vitalidad de ese país: mi inolvidable visita pastoral a Sarajevo, la pasada primavera, me ha permitido percibirlas mejor aún.

La ampliación de la Unión Europea hacia el este, así como los esfuerzos por lograr una estabilidad monetaria deberían llevar a una complementariedad progresiva de los pueblos, respetando la identidad y la historia de cada uno de ellos. Se trata, en cierto modo, de compartir el patrimonio de valores que cada nación ha contribuido a crear: la dignidad de la persona humana, sus derechos fundamentales imprescriptibles, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia, el sentido de la solidaridad y el rechazo de la exclusión.

En este mismo continente, no se puede menos de alentar la reanudación del diálogo entre las partes que se enfrentan desde hace tantos años en Irlanda del Norte. ¡Ojalá que todos tengan la valentía de la perseverancia para superar los escollos actuales, tanto allí como en otras regiones de Europa!

En América Latina, el proceso de democratización ha continuado, aunque algunas acciones negativas, en varias partes, han podido entorpecer su camino, como lo mostraron los trágicos sucesos que tuvieron lugar en el Estado de Chiapas (México), pocos días antes de Navidad. A fines de este mes, si Dios quiere, iré en visita pastoral a Cuba. La primera visita de un Sucesor de Pedro a esta isla me brindará la ocasión de confortar no sólo a los católicos tan valientes de ese país, sino también a todos sus ciudadanos, en sus esfuerzos por la construcción de una patria cada vez más justa y solidaria, en la que a cada uno se le reconozcan su lugar y su camino, según sus legítimas aspiraciones.

Por lo que concierne a Asia, donde vive más de la mitad de la humanidad, hay que congratularse por las conversaciones entre las dos Coreas, que se llevan a cabo en Ginebra. Su éxito aliviará notablemente la tensión en toda la región e impulsará, sin duda alguna, un diálogo constructivo entre otros países de la región, aún divididos o antagonistas, llevándolos así a adoptar una dinámica de la solidaridad y de la paz. Los sobresaltos financieros que recientemente han sido noticia destacada en ciertos países de esa parte del mundo invitan a una seria reflexión sobre la moralidad de los intercambios económicos y financieros que, durante estos últimos años han llevado al notable desarrollo de Asia. Una mayor sensibilidad ante la justicia social y un mayor respeto a las culturas locales podrán evitar en el futuro sorpresas desagradables, cuyas víctimas suelen ser siempre las poblaciones.

No necesito insistir para recordar el interés con que el Papa y sus colaboradores siguen la evolución de la situación en China, deseando que favorezca el establecimiento de relaciones serenas con la Santa Sede. Eso permitiría a los católicos chinos vivir su fe, insertados plenamente en la comunión de toda la Iglesia en camino hacia el gran jubileo.

Mi pensamiento va también a la Iglesia que está en Vietnam y que aspira siempre a gozar de mejores condiciones de vida. No puedo olvidar tampoco a los habitantes de Timor oriental y en particular a los hijos de la Iglesia que habitan en esa tierra, quienes esperan aún llevar una vida más apacible para poder mirar al futuro con mayor confianza.

Quisiera dirigir aquí un saludo cordial a Mongolia, que ha manifestado su deseco de establecer relaciones más estrechas con la Sede apostólica.

3. De una manera más general, creo que uno de los aspectos positivos de nuestro balance es una mayor sensibilidad en el mundo ante las cuestiones relacionadas con la conservación de un ambiente digno del hombre, o también el consenso internacional que, hace apenas un mes, en Ottawa, permitió se firmara un tratado sobre la prohibición de las minas antipersonales, que la Santa Sede se dispone a ratificar. Todo esto manifiesta un respeto cada vez más concreto a la persona humana, considerada en sus dimensiones individual y social, así como en su papel de administradora de la creación; y esto responde también a la convicción de que solo podremos ser felices unos con otros, jamás unos contra otros.

Las iniciativas tomadas por los responsables de la comunidad internacional a favor de la infancia, cuya inocencia desgraciadamente se mancilla muy a menudo, la lucha contra el crimen organizado o el tráfico de droga, y los esfuerzos emprendidos para contrarrestar la odiosa trata de seres humanos en todas sus formas, muestran bien que, con la voluntad política, pueden combatirse las causas de los desórdenes que muy a menudo desfiguran a la persona humana.

Es necesario que todas estas conquistas se consoliden, puesto que el mundo que nos rodea está cambiando, y su equilibrio puede verse comprometido en cualquier momento por un conflicto imprevisto, una crisis económica repentina o las consecuencias negativas de la extensión preocupante de la pobreza.

4. La fragilidad de nuestras sociedades se nos presenta dolorosamente en los «puntos candentes», que siguen ocupando la primera página de la actualidad y que han ensombrecido una vez más el clima alegre de las celebraciones de estos últimos días.

Pienso, ante todo, en Argelia, que prácticamente todos los días está de luto por matanzas odiosas. Se trata de un país víctima de una violencia inhumana, que ninguna causa política, y mucho menos una motivación religiosa, puede legitimar. Quiero afirmar claramente a todos, una vez más, que nadie puede matar en nombre de Dios: esto significaría abusar del nombre divino y blasfemar. Convendría que todas las personas de buena voluntad, en ese país y en todas partes, se unieran para que se escuche finalmente la voz de quienes creen en el diálogo y en la fraternidad. Estoy convencido de que constituyen la mayoría del pueblo argelino.

La situación en Sudán no permite aún hablar de reconciliación y paz. Además, los cristianos de ese país siguen siendo objeto de graves discriminaciones, de las que la Santa Sede se ha hecho eco en diversas ocasiones ante las autoridades civiles, sin que se note aún, por desgracia, una mejoría notable.

Parece que la paz se ha alejado de Oriente Medio, mientras el proceso de paz iniciado en Madrid en 1991 está prácticamente interrumpido, si no amenazado por iniciativas ambiguas o incluso violentas. Pienso en este momento en todos aquellos -israelíes y palestinos-, que habían albergado durante estos últimos años la esperanza de ver resplandecer finalmente en esa Tierra Santa la justicia, la seguridad, la paz, y una vida diaria normal. ¿Qué ha sucedido con esa voluntad de paz? Los principios de la Conferencia de Madrid y las orientaciones de la reunión de Oslo de 1993 han preparado el camino hacia la paz, y siguen siendo aun hoy los únicos elementos válidos para proseguirlo. No hay ninguna necesidad de aventurarse por otros caminos. Quisiera aseguraros a vosotros y, a través de vosotros, a toda la comunidad internacional, que la Santa Sede, por su parte, continuará dialogando con todas las partes implicadas, para alentar en unos y otros la voluntad de salvar la paz y sanar las heridas de la injusticia. La Santa Sede manifiesta una constante solicitud por esa región del mundo y lleva a cabo su acción según los principios que la han guiado siempre. El Papa, en particular, durante estos años que preceden a la celebración del jubileo del año 2000, dirige su mirada a Jerusalén, la ciudad santa por antonomasia, orando todos los días para que pronto y para siempre llegue a ser, junto con Belén y Nazaret, un lugar de justicia y paz donde judíos, cristianos y musulmanes puedan finalmente caminar juntos bajo la mirada de Dios.

No lejos de allí, todo un pueblo es víctima de un enfrentamiento que lo obliga a vivir condiciones inciertas de supervivencia: me refiero a nuestros hermanos de Irak, sometidos a un embargo despiadado. Al escuchar las peticiones de ayuda que llegan incesantemente a la Santa Sede, debo apelar a la conciencia de quienes, en Irak o en otros lugares, anteponen consideraciones políticas, económicas o estratégicas al bien fundamental de las poblaciones, y les pido que den muestras de compasión. Los débiles y los inocentes no deberían pagar errores de los que no son responsables. Por eso, pido a Dios que ese país pueda recuperar su dignidad, conocer un desarrollo normal, a fin de que sea capaz de restablecer relaciones fructuosas con los demás pueblos, en el marco del derecho internacional y de la solidaridad mundial.

No podemos dejar de mencionar el drama de las poblaciones curdas que, durante estos días, ha concentrado la atención de todos; la necesaria compasión hacia los refugiados, que atraviesan una situación desesperada, no debería hacer olvidar que millones de hermanos suyos buscan condiciones de existencia seguras y dignas.

Me corresponde, tristemente, señalar por último a vuestra atención el drama de las poblaciones de la parte central de África. Durante estos últimos meses hemos asistido a una recomposición regional de los equilibrios étnicos y políticos. Todas vuestras cancillerías conocen los hechos que sucedieron en Ruanda, en Burundi, en la República democrática del Congo y, más recientemente, en el Congo-Brazzaville. Por tanto, no recordaré aquí esos hechos; me limitaré a nombrar las pruebas que han debido soportar las poblaciones: los combates, los desplazamientos de personas, el drama de los refugiados, las condiciones sanitarias deficientes, una defectuosa administración de la justicia... Frente a esas situaciones, nadie puede tener la conciencia tranquila. Aún hoy, de forma silenciosa, se sigue intimidando o matando. Por eso quisiera dirigirme aquí a los responsables políticos de esos países: si la conquista violenta del poder se convierte en norma, si el etnocentrismo continúa impregnándolo todo; si la representación democrática se deja sistemáticamente a un lado; si prosiguen la corrupción y el comercio de armas, entonces África no logrará jamás la paz ni el desarrollo, y las generaciones futuras juzgarán con severidad estas páginas de la historia africana.

Quisiera, asimismo, apelar a la solidaridad de los países del continente. Los africanos no deben esperarlo todo de la ayuda exterior. Entre ellos, muchas mujeres y hombres tienen todas las aptitudes humanas e intelectuales para afrontar los desafíos de nuestra época y administrar adecuadamente las sociedades. Pero sería necesaria una mayor solidaridad «africana» para sostener a los países que tienen dificultades, y también para que no se les impongan medidas o sanciones discriminatorias. Unos y otros deberían ayudarse mutuamente mediante el análisis y la evaluación de opciones políticas, sin aceptar participar en el tráfico de armas. Sería necesario, más bien, que los países del continente favorecieran la pacificación y la reconciliación, si fuera preciso recurriendo a fuerzas de paz compuestas por soldados africanos. En ese caso, África ganaría mayor credibilidad a los oídos del resto del mundo y la ayuda internacional seria indudablemente mas intensa, respetando la soberanía de las naciones. Es urgente que los conflictos territoriales, las iniciativas económicas y los derechos del hombre movilicen las energías de los africanos para encontrar soluciones justas y pacíficas, que permitan a África afrontar el siglo XXI con más éxito y mayor confianza.

5. En el fondo, todos estos problemas muestran cuán vulnerables son la mujer y el hombre de este fin de siglo. Ciertamente, es positivo que las organizaciones internacionales, por ejemplo, se esfuercen cada vez más por indicar los criterios para mejorar la calidad de la vida humana y toman iniciativas concretas. La Sede apostólica se siente solidaria con esas actividades de la diplomacia multilateral, en la que colabora con gusto gracias a sus misiones de observación. A este propósito, quisiera solamente mencionar esta mañana el hecho de que la Santa Sede está asociada de manera institucional a los trabajos de la Organización mundial del comercio, con el fin de favorecer el progreso humano y espiritual en un sector vital para el desarrollo de los pueblos.

Pero no hay que olvidar que nuestros contemporáneos están sometidos frecuentemente a ideologías que les imponen modelos de sociedad o de comportamiento, que pretenden decidirlo todo: su vida y su muerte, su intimidad y su pensamiento, la procreación y el patrimonio genético. La naturaleza no es más que un simple material, abierto a todas las experiencias. A veces se tiene la impresión de que la vida se aprecia únicamente en función de la utilidad o del bienestar que puede procurar; y que el sufrimiento se considera algo sin sentido. Se presta poca atención al minusválido y al anciano, porque estorban; muy a menudo al hijo por nacer se le considera un intruso en una existencia planificada en función de intereses subjetivos poco generosos. Así, el aborto o la eutanasia resultan enseguida «soluciones» aceptables.

La Iglesia católica, y la mayoría de las familias espirituales, saben por experiencia que el hombre, por desgracia, es capaz de traicionar su humanidad. Por eso, es necesario iluminarlo y acompañarlo para que, cuando se extravíe, siempre pueda volver a encontrar las fuentes de la vida y del orden que el Creador ha inscrito en lo más íntimo de su ser. Donde el hombre nace, sufre y muere, la Iglesia, por su parte, estará siempre presente para significar que, en el momento en que él experimenta su finitud, Alguien lo llama para acogerlo y dar un sentido a su frágil existencia

Consciente de mi responsabilidad de Pastor al servicio de la Iglesia universal, he recordado frecuentemente, en el ejercicio de mi ministerio, la absoluta dignidad de la persona humana desde el momento de su concepción hasta su último aliento, el carácter sagrado de la familia como lugar privilegiado de la protección y de la promoción de la persona, la grandeza y la belleza de la paternidad y de la maternidad responsables, así como las nobles finalidades de la medicina y de la investigación científica.

Estos elementos se imponen a la conciencia de los creyentes. Cuando el hombre corre el riesgo de ser considerado un objeto que se puede transformar o someter a voluntad; cuando ya no se percibe en él la imagen de Dios; cuando se oculta deliberadamente su capacidad de amar y sacrificarse; cuando el egoísmo y el lucro se convierten en las principales motivaciones de la actividad económica, entonces todo es posible y la barbarie no está lejos.

Excelencias, señoras y señores, estas consideraciones os resultan familiares a vosotros, que diariamente sois testigos de la actividad del Papa y de sus colaboradores. Pero he querido proponerlas una vez más a vuestra reflexión, puesto que frecuentemente se tiene la impresión de que los responsables de las sociedades y de las organizaciones internacionales se dejan condicionar por un nuevo lenguaje, que parece avalado por las tecnologías recientes, y que ciertas legislaciones admiten o incluso ratifican. En realidad, se trata de la expresión de ideologías o de grupos de presión, que tienden a imponer a todos sus concepciones y sus comportamientos. Así, el pacto social queda profundamente debilitado, y los ciudadanos pierden sus puntos de referencia.

Quienes son garantes de la ley y de la cohesión social de un país, o quienes guían las organizaciones creadas para el bien de la comunidad de las naciones, no pueden eludir la cuestión de la fidelidad a la ley no escrita de la conciencia humana; de la que ya hablaban los antiguos y que es para todos, tanto creyentes como no creyentes, el fundamento y la garantía universal de la dignidad humana y de la vida en sociedad. A este propósito, desearía citar lo que escribí hace poco tiempo: «Si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (Centesimus annus CA 46). Ante la conciencia, «no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales» (Veritatis splendor VS 96).

6. Concluyo así mi discurso, excelencias, señoras y señores, invocando sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras familias, sobre las autoridades de vuestros países y sobre vuestros compatriotas la protección divina durante todo el año que comienza. Que Dios todopoderoso nos ayude a cada uno a trazar caminos nuevos en los que los hombres se encuentren y avancen juntos. Esta es la oración que diariamente elevo a Dios por toda la humanidad, para que sea cada vez más digna de este nombre.





DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


DURANTE LA SESIÓN PLENARIA DEL AYUNTAMIENTO DE ROMA


Sala Julio César del Capitolio

Jueves 15 de enero de 1998



Señor alcalde;
señores asesores y concejales del Ayuntamiento de Roma;
autoridades presentes:

1. El primer sentimiento, que brota naturalmente de mi corazón por la cordial acogida que me habéis brindado, se expresa hoy en un sincero ¡gracias!: gracias a todos vosotros por vuestra presencia; gracias, sobre todo, al señor alcalde que, con gran cortesía, me había invitado desde hacía tiempo a este histórico palacio, sede del primer magistrado de la Urbe, y ha querido hacerse intérprete de vuestros sentimientos, subrayando el significado que reviste mi visita.

También yo deseaba subir a esta colina, que en el decurso de los siglos se ha convertido en cuna, sede y emblema de la historia y de la misión de Roma. Y hoy, finalmente, estoy aquí entre vosotros para rendir homenaje a la realidad y a la vocación de esta ciudad. Al inicio de cada año acostumbro recibir a los representantes de la Administración municipal en el Vaticano para el intercambio de felicitaciones. Hoy soy yo el que viene a visitaros a vosotros, ilustres señores, para felicitaros por el nuevo año, que acaba de empezar, y para continuar el coloquio amigable que comenzamos ya desde el día de mi elección como Obispo de Roma y que hemos profundizado en nuestros numerosos encuentros con los ciudadanos romanos y con sus representantes.

No puedo ocultar que el marco grandioso de esta histórica sala, dedicada a Julio César, la presencia del Papa en una sesión solemne del Concejo municipal y el clima creado por la proximidad del nuevo milenio, aumentan mi emoción y hacen que este encuentro sea más significativo aún: se presenta como ocasión para un balance retrospectivo y, al mismo tiempo, como estímulo para elaborar un proyecto concorde para el camino futuro.

2. Los representantes del pueblo romano, el Sucesor de Pedro, el Capitolio: aquí se hallan reunidos los protagonistas de la vocación peculiar e irrepetible de Roma que, como recordaba el señor alcalde, no puede prescindir del «entramado » de estas presencias. En este lugar, que evoca con fuerza la historia y la grandeza de la Urbe, se han dado cita esta mañana los actuales intérpretes de su tradición milenaria. Aquí se encuentran la Roma civil y la Roma cristiana, no opuestas ni alternativas, sino unidas, respetando las diferentes competencias, por el amor a esta ciudad y por el deseo de hacer que su rostro sea un ejemplo para todo el mundo.

En este momento solemne, mi pensamiento va a los últimos Pontífices que visitaron el Capitolio. Pío IX vino aquí poco antes de la anexión de Roma al Estado italiano, en un época marcada por complejas y dolorosas situaciones. Pablo VI subió a esta colina el 16 de abril de 1966, después de la última sesión del concilio Vaticano II, para agradecer a la Urbe la acogida brindada a los padres conciliares. Él, que ya el 10 de octubre de 1962, en vísperas de la apertura de ese concilio ecuménico, había pronunciado aquí, siendo arzobispo de Milán, un importante discurso sobre Roma y el Concilio, inauguró con su presencia en este lugar, en un momento histórico caracterizado por grandes fermentos, un nuevo estilo de diálogo con la ciudad y con sus representantes.

Al recorrer los años transcurridos y la serie de rápidos cambios que se han sucedido durante estos decenios, nos resulta espontáneo dirigir nuestro pensamiento a la Providencia divina que, con inescrutable sabiduría, guía los pasos, a veces inciertos, de los hombres y hace fecundos los esfuerzos de las personas de buena voluntad. ¡Cuántas transformaciones han caracterizado la vida de la ciudad! De capital del Estado pontificio a capital del Estado italiano; de ciudad delimitada por las murallas aurelianas a metrópolis con casi tres millones de habitantes; de ambiente humano homogéneo a comunidad multiétnica, en la que, junto a la visión católica de la vida, conviven otras inspiradas en diferentes credos religiosos y también en concepciones no religiosas de la existencia. El rostro humano de la Urbe ha cambiado profundamente. La consolidación de diferentes modelos culturales y sociales y de nuevas sensibilidades han hecho que la convivencia ciudadana sea más compleja, más abierta y más cosmopolita, pero también más problemática: al lado de algunos aspectos positivos ya conocidos, no faltan, desgraciadamente, dificultades e inquietudes. Además de las luces y los signos de esperanza, hay sombras en el panorama de una ciudad llamada a ser, también en el próximo milenio, faro de civilización, «discípula de la verdad» (san León Magno, Tract. septem et nonaginta), y «madre acogedora de pueblos» (Prudencio, Peristephanon, carmen 11, 191).

3. Acabo de referirme a la positiva relación entre el Obispo de Roma y su pueblo, cuya intensidad jamás ha disminuido a pesar del cambio de las situaciones sociales, políticas y religiosas. Más aún, algunos acontecimientos como el fin del poder temporal, la firma de los Pactos de Letrán, la trágica experiencia de la guerra y la nueva época impulsada por el concilio Vaticano II, la han hecho incluso más cordial y dinámica.

Esta visita marca una ulterior etapa de esta historia común. Frente a los cambios que han afectado y siguen afectando a la ciudad, también yo quisiera repetir, confirmándolas, las palabras llenas de verdad y de humanidad que pronunció aquí mi venerado predecesor Pablo VI: «Nuestro amor no ha disminuido (...). Nuestro amor ha crecido» (Discurso de Pablo VI en el Capitolio, 16 de abril de 1966).

Crece todos los días esta relación de estima y afecto, que se expresa y se refuerza en las frecuentes visitas a las parroquias y en los encuentros con los fieles romanos. Se consolida gracias a la generosa y constante solicitud del cardenal vicario, del vicegerente, de los obispos auxiliares, de los sacerdotes, de los religiosos, de los laicos y de cuantos, de diversas maneras, colaboran en la labor de evangelización. Pienso en las 328 parroquias romanas presentes en todos los barrios y suburbios, aunque a veces no cuenten con instalaciones adecuadas. Pienso en las comunidades religiosas, en las escuelas católicas, en las instituciones dedicadas a la salud y a la asistencia, en la asociaciones y los movimientos de seglares, y en las diferentes expresiones del voluntariado, que constituyen un recurso sorprendente y consolador de nuestra ciudad, donde, de lo contrario, el anonimato y la soledad serían riesgos más frecuentes y funestos.

Se trata de un amor concreto que quiere llegar a la gente, a toda la gente, brindándole motivos de esperanza, propuestas culturales, ayuda y apoyo en las dificultades morales y materiales, espacios de acogida y de escucha, ocasiones de comprensión y de fraternidad. Es un amor atento a la realidad que cambia, al esfuerzo de la vida diaria, y a los peligros morales que corre también nuestra ciudad de Roma.

4. Precisamente para afrontar los fenómenos negativos que pueden afear el rostro de Roma, he convocado a la comunidad cristiana, comprometiéndola a dar a la ciudad un suplemento de amor mediante la misión ciudadana, en vista del Año santo del 2000. Deseo que, tambi én gracias a ella, la Urbe se presente interior y visiblemente renovada a la cita del gran jubileo, para mostrar a los peregrinos su rostro cristiano, como anuncio de una era de paz y esperanza para toda la humanidad.

Roma y el jubileo son dos realidades que se atraen y se iluminan recíprocamente. Roma se refleja en el jubileo y el jubileo hace referencia a la realidad de Roma. La celebración vuelve a proponer la fe en Jesucristo, que el apóstol Pedro anunció y testimonió aquí; recuerda la exigencia de restablecer la igualdad efectiva de derechos entre todos los hombres, a la luz de la ley y de la justicia de Dios; y exhorta a superar las divisiones y sus causas, para instaurar una verdadera comunión entre todos los seres humanos.

Con su historia religiosa y civil, y con su dimensión «católica», Roma evoca admirablemente estos valores. Es la sede del Príncipe de los Apóstoles y de su Sucesor; custodia las reliquias del martirio de san Pedro y san Pablo; se la conoce como patria del derecho y de la civilización latina y cristiana; y se la aprecia como ciudad universalmente abierta a la acogida. Por estas singulares características, Roma está llamada a vivir de modo ejemplar la gracia del jubileo.

Ciertamente, es tarea de los cristianos renovar y purificar el rostro de esta Iglesia que «preside en la caridad», según la conocida expresión de san Ignacio de Antioquía (Carta a los , p. Rm 253), para que refleje cada vez mejor la luz de Cristo. Pero la relación peculiar de Roma con el jubileo deberá hacer también que las autoridades civiles sean particularmente solícitas en la promoción de una convivencia ciudadana y de una calidad de vida dignas del hombre y de la vocación de nuestra ciudad.

Con ocasión de esta visita, además de regalarme una piedra procedente del anfiteatro Flavio, habéis querido descubrir una lápida conmemorativa en esta sala del Concejo.

A la vez que os agradezco cordialmente vuestra cortesía, deseo que este gesto simbólico constituya el signo permanente de una nueva era de compromiso común en favor del progreso humano y civil de nuestra ciudad.

5. Con la mirada fija en el año 2000, me dirijo ahora a ti, Roma, a la que el Señor me ha llamado a guiar por el camino del Evangelio, en el umbral de un nuevo milenio.

El Señor te ha confiado, Roma, la misi ón de ser en el mundo «prima inter urbes », faro de civilización y de fe. Sé digna de tu glorioso pasado, del Evangelio que te han anunciado, de los mártires y de los santos que han hecho grande tu nombre. Abre, Roma, las riquezas de tu corazón y de tu historia milenaria a Cristo. No temas, él no humilla tu libertad y tu grandeza. Él te ama y desea hacerte digna de tu vocación civil y religiosa, para que sigas brindando los tesoros de fe, de cultura y de humanidad a tus hijos y a los hombres de nuestro tiempo.

Que los peregrinos del gran jubileo, al acercarse a tu fe, a los testimonios elocuentes de tu caridad y al desarrollo ordenado de tu existencia diaria, afiancen su fe y su esperanza en la nueva civilización del amor.

Te encomiendo, Roma, a la solícita protección de María, «Salus populi romani », y a la intercesión de tus patronos san Pedro y san Pablo.

Roma, ciudad que no teme el paso del tiempo, ni el dinamismo del progreso; Roma, encrucijada de paz y civilización; Roma, Roma mía, te bendigo y, junto contigo, bendigo a tus hijos y todos tus proyectos de bien.

Roma, cuyo nombre, leído al revés, es Amor. Como dice un poeta polaco: «Si dices Roma, te responde Amor». Así es. Esta es mi constatación conclusiva, y también mi deseo para Roma, en esta circunstancia tan importante. Muchas gracias.






Discursos 1998